El chico del pito: Séptima vida

No hubiera aguantado aquella noche si Juan Luis no se hubiera ofrecido a acompañarme...

El chico del pito: Séptima vida

1 — El silencio del díscolo

Los días estaban pasando tediosamente uno tras otro. Julia me llamó muy contenta para avisarme del día en que tenía que presentarme en el instituto y no podía creer que ya fuera a comenzar a impartir clases. Mientras tanto, Juan Luis aparecía por casa todas las tardes y seguía sin saber nada de Fidel y Jesús. Pocas novedades y un descanso que comenzaba a inquietarme tras los días pasados de trasiego.

Unas pocas jornadas después de la llamada de Julia —tres quizá—, recibí otra llamada. Cada vez que sonaba el teléfono recorría mi cuerpo un molesto escalofrío. Esa llamada, sin embargo, abría la puerta a la llegada de ciertas novedades.

—¡Diga!

—¡Tomás! —Era Crispín algo asustado— ¿Dónde te metes? Ni vienes ni llamas.

—No tienes por qué asustarte. No pasa nada. Tan poca cosa pasa, que empiezo a aburrirme.

—Es que parece que te has vuelto a ir a otro planeta —dijo con bastante calma—. Yo te llamo porque sí tengo algunas novedades… ¡Nada demasiado importante, desde luego! Ayer, sin previo aviso, volvió a aparecer por aquí Jesús.

—¿Jesús? —Puse atención— ¿Qué se cuenta?

—Poco. La idea que teníamos de hacer una votación para quitarlo de su puesto hay que desecharla. Lo único que ha pasado es que ha estado enfermo… ¡Y no se le ocurre llamar!

—¡Desde luego! —exclamé—; a todos nos tenía con las carnes abiertas. Pero… si ha estado enfermo, ¿dónde está Fidel?

—No ha querido hacerme ningún comentario. Sólo me ha dicho que Fidel no está con él.

—¿Qué no está con él? —grité—. ¿Y dónde está entonces?

—Ni idea, chaval. No suelta prenda. Imagino que habrán llegado a un acuerdo… Me gustaría hablar con todos; hay muchas cosas que aclarar.

—Creo que sí —Comencé a preocuparme—. También hay otras cosas que deberíamos saber todos. He conocido a alguien a quien deberíamos escuchar con atención. Digamos que… podría ser un nuevo miembro del club.

—¿Cuándo lo has conocido?

—Hace sólo unos días. He estado observándolo antes de comentarte nada. Es un buen chico y necesita pertenecer al club tanto como el club lo necesitaría a él en sus filas.

—¿Podrías traerlo esta misma tarde? —dijo masticando alguna cosa—. Os estoy llamando a todos para tener una reunión. No importa que asista ese nuevo candidato… ¿Cómo se llama?

—Juan Luis. Os gustará conocerlo tanto como me ha gustado a mí. No lo digo por su físico, que también, sino porque puede contarnos cosas. No son cosas para comentar por teléfono.

Crispín entendió por qué le decía eso y no seguimos hablando. Insistió en que lo llevase; tendría que avisarle.

La reunión comenzaría a las ocho, después del trabajo, así que cité a Juan Luis en casa a las siete. Una de mis ideas era hablar con Crispín algunas palabras antes de comenzar aquella asamblea.

Jacinta, que ya se había acostumbrado a las visitas del nuevo colega, hizo un comentario haciendo referencia a Fidel. Creí que no debería ponerle ninguna excusa de momento; tenía la ilusión de que algún día, el compañero de vivienda que había venido del pueblo, volviese a casa. No podía quitar de mi mente esa idea.

—No me gusta nada esa mujer —comentó Juan Luis al salir—. Todos los días me hace preguntas comprometedoras y no sé qué contestarle.

—¿Qué preguntas te hace?

—¡No sé! —Me pareció molesto— ¿Por qué tengo que decirle quién soy o a qué vengo?

—¿No sabes cómo son las porteras? ¡No le hagas caso! Le dices que eres un compañero de trabajo y santas pascuas… ¿Qué le has dicho?

—Nada —espetó—. Ninguna metomentodo me va a sacar nada.

—Algo le habrás dicho —insistí—. Si no le das una respuesta no te deja pasar.

—Ya se fijó en mí el primer día —Soltó una carcajada—. Quizá no lo recuerdes por el colocón que tenías. ¡Tú mismo le dijiste que íbamos a hacer un trabajo juntos! No sabe nada más.

—Mejor.

Cuando abrió Crispín la puerta y vio a mi acompañante, percibí en su rostro un gesto extraño; como si intentase recordalo de alguna otra ocasión. Conociéndolo, ¿quién no iba a pensar que habían estado juntos en algún momento? Tenía que ser prudente.

—Asistiremos solamente los fundadores —dijo—. La presencia de Juan Luis no va a cambiar las cosas ni el orden del día. Lo primero es lo primero. Vamos a conocer a este nuevo «nabo largo».

Nos sentamos donde siempre y como siempre. Juan Luis se colocó a mi derecha y Crispín enfrente. Lupe no iba a estar presente.

Le hice al presidente una pequeña introducción de cómo nos habíamos conocido —«No creo en las coincidencias»— y oyó de boca de mi amigo las mismas historias que me había contado.

—¿Tele? —preguntó Crispín pensativo—. No conozco a ningún poli con ese nombre que viva en este barrio.

—¡No, no! —aclaró Juan Luis—. Tele no vive en mi bloque. Herme tampoco lo conocía. Es amigo de un primo mío. Me caló en cuanto me vio y nos hicimos buenos amigos. De esto hace… ¡unos años! A él no le va este rollo.

—Es interesante todo eso que cuentas —apuntó—. Hay cosas que las sabe todo el mundo y otras que no había oído. Alguna tarde iremos a ese bar que dices a tomarnos un Chartreuse verde. ¿Qué os parece?

—Lo que más me ha llamado la atención —comenté— es eso de que se haga la vista gorda de esa manera. Si hubiera otras órdenes, habría redadas en esa calle, en el parque, en el bar… Y no es así. Lo teníamos delante de nuestras narices y no nos dábamos cuenta.

—Ya os digo —insistió Juan Luis— que si no hay menores de por medio, no se meten. Otra cosa es que alguien te tenga entre ojos y te señale. También hay policías muy «machos» que se aprovechan de su uniforme…

—Bien —concluyó Crispín mirando el reloj—. Vas a asistir a esta asamblea de fundadores pero no se va a comentar nada de esto, de momento. ¿De acuerdo? Intentaremos sacarle a Jesús dónde coño se ha metido Fidel. ¡No va a estar durmiendo debajo de un puente!

—Quizá esté en la fonda de doña Angelita o algo así… —dijo Juan Luis con timidez.

—¿Qué fonda es esa? —pregunté intrigado—. ¿Qué tiene de especial?

—¿De especial? —Aguantó unas risas—. Esa mujer no sólo tiene huéspedes —bajó la voz—. Alquila habitaciones para pasar la noche… ¡Ya sabéis a qué me refiero! Se gana un buen dinero.

Crispín y yo nos miramos confusos. Tampoco habíamos oído hablar de doña Angelita ni de esas fondas. Lo normal era que la policía llevase un control estricto de las fichas de sus clientes.

Llamaron a la puerta y no pudimos continuar con ese tema.

Llegaron juntos Ramón y Manuel y, en pocos minutos, apareció Jesús con la mirada gacha; no por vergüenza, sino por enfado.

Sentados ya alrededor de la mesa con una cerveza delante, Crispín presentó a Juan Luis sin dar ningún detalle; ni siquiera dijo que lo había llevado yo. Se saludaron normalmente y, sin preámbulo alguno, se dirigió a Jesús.

—Lo siento, amigo. Eres uno de los fundadores y por eso no estás ya expulsado. No te lo digo porque me confesaras lo que te comentó Fidel, que es grave, sino porque sabes de sobra el daño que le estás haciendo a Tomás. ¿No te importa nada?

—Sí, sí, ¡claro que me importa! —fue sincero—. Tengo que pediros perdón a todos y, más que nada, a Tomás. Me daba miedo de venir porque me esperaba esto. ¡Yo no he hecho nada! Tomás me llamó a mí para pedirme que follara con Fidel. Y él pensó que me iba a enamorar en media hora por la pasión con la que folla. Se equivocó, claro. No podía permitir que me dijera que se había ligado a Tomás para que lo sacase de aquella cárcel.

—¿Qué te dijo exactamente, Jesús? —pregunté—. No pienses que te guardo ningún rencor. Sé perfectamente cómo sucedió todo y en ningún momento te he culpado de nada. Cuando le dijiste eso a Crispín es porque algo no te cuadraba… ¿Es así?

—Totalmente —asintió—. No te puedo decir las palabras exactas que me dijo. En cierto momento me insinuó que sentía algo por mí, te nombré y dijo que a ti te daba igual; que quizá se enamoró de ti porque podías traértelo… Lo que me hizo sospechar como para comunicarlo al club es que… —Levantó lentamente la cabeza—. Entendí que se había enamorado de alguien del pueblo y allí lo dejó. El otro, al parecer, se resiste a abandonar su tierra.

No pude evitarlo. Me levanté en ese mismo instante y me acerqué a Jesús mientras veía en su rostro una mueca de terror. No, no iba a pegarle; al revés. Iba a abrazarlo porque acababa de confirmarme mis sospechas. Iba a tener que empezar a olvidar al chico que le había dado toda la vuelta a mi vida.

2 — Los cabos sueltos

Jesús estuvo llorando un rato mientras me apretaba la mano sin dejar de pedirme perdón. En realidad no había hecho nada que pudiera echársele en cara. Lo que seguía sin entender era por qué Fidel, el que siempre me pareció tan transparente, me había ocultado ciertos detalles.

—No quiero ser pesado, Jesús —le dijo Crispín cariñosamente—, pero creo que deberías darnos alguna pista sobre el paradero de Fidel. Nadie va a hacerle nada tampoco. Nos preocupa mucho que, sin saber lo que es una ciudad, ande solo por las calles.

—No creo que esté en la calle —dijo con temor—. No lo eché de mi casa, sino que se fue al comprender que no estaba haciendo las cosas bien. Me preguntó por alguna carpintería importante… Supongo que querría pedir trabajo. Le dije que se fuera a la de Benito. Es posible que esté trabajando allí si es bueno. Sé que ese hombre buscaba a profesionales.

—¿La carpintería de Benito? —Acaricié sus cabellos—. Si ha ido allí estará trabando. ¡Es muy buen carpintero!

Y en ese momento, sin que nadie le diera la palabra, intervino Juan Luis con su tono de voz marcado por la timidez.

—Quizá me meto en lo que no me importa. ¡Perdón! Es que la fonda de Angelita es la casa de enfrente a la carpintería.

—¡No me digas! —Lo único que se movía sin parar de mi cuerpo eran mis ojos—. ¡Seguro que está allí!

—¡Calma, Tomás! —intervino Ramón—. No voy a dejar que vayas a buscarlo, que te conozco. Puedo ir a dar unas vueltas por esa calle y averiguar si anda por allí. ¡No es momento de escándalos!

—¡No, escándalos no! —exclamé—. No tengo la más mínima intención de hacerle daño a Fidel. A pesar de lo que haya podido decir… lo sigo queriendo. No quiero que esté solo en una fonda teniendo mi casa. Me da igual lo que penséis.

—Me cuesta trabajo pensar que te haya engañado, Tomás —razonó Crispín—. Ese chaval tiene buen corazón. Lo que no se entiende es por qué le contó todo ese rollo a Jesús… Es mejor que Ramón se dé una vuelta y averigüe dónde está. Aunque tú no tengas intención de hacerle nada, no sabemos cómo puede reaccionar él.

—Está bien —Me levanté soltándome de la mano de Jesús—. Lo único que os pido es que me llaméis a casa en cuanto lo localicéis. No voy a salir para nada. Os dejo.

—¡Espera, Tomás! —Se levantó Juan Luis al instante—. No voy a dejarte solo en casa hasta que se sepa algo. Si puedes dejarme una camisa y ropa interior, me quedo contigo.

—¿En serio? —Me sorprendió—. ¿Vas a quedarte conmigo por esto?

—¡Por supuesto! —Recogió su chaqueta—. No sólo soy tu amigo para ciertas cosas.

Juan Luis acababa de demostrarnos a todos lo que era un gesto de verdadera amistad. Estábamos demasiado acostumbrados a ir cada uno a lo suyo, sobre todo cuando había sexo de por medio. Le agradecí aquel gesto con una amplia sonrisa y echándole el brazo por los hombros.

—¿Vamos?

3 — La compañía de un amigo

Cuando entramos en mi bloque Jacinta ya había cerrado la portería, lo que no significaba que no estuviese pendiente observando por la mirilla. Tomamos precauciones. Al entrar en casa y cerrar la puerta, me dejé caer en la pared; me sentía agotado.

—Voy a ponerte cómodo, Tomás —susurró Juan Luis frente a mí—. Te vas a sentar tranquilo en el sofá y vas a encender la tele nueva; a ver si cae la breva y ponen algo en color —Comenzó a desnudarme—. Prepararé algo de cena para los dos. Te duchas luego, si quieres.

Asentí. Se estaba portando muy bien conmigo. Me quitó la ropa de abrigo y me tomó por la cintura hasta dejarme cómodamente sentado. Me aflojó la corbata y el cinturón y se arrodilló a quitarme los zapatos.

—¿Por qué haces esto, Juan Luis? Puedo hacerlo yo. Mira en el frigorífico porque dejé comida para cenar. Iré a calentarla contigo.

—¿Crees que no sé calentar una cena? —Rio mientras acariciaba mis cabellos—. Descansa; a ti te hace más falta que a mí. Para eso me he venido contigo. Sé que no vas a sentirte muy a gusto esta noche. Te acostaré y dormiré en este sofá. ¡Parece muy cómodo!

—¿Qué estás diciendo? —Me tapé los ojos con la mano—. La cama es grande y cabemos de sobra. ¿Tienes miedo a que pase… algo?

—¡Noooo, por Dios! —Se sentó junto a mí—. No tengo miedo a que pase ni a que no pase. Si tú te sientes bien, me sentiré bien. Sólo pretendo que no soportes esta noche solo. Háblame de lo que quieras; desahógate. Te sentirás mejor.

—No voy a amargarte la noche —dije—. La historia la conoces tan bien como yo. Empiezo a distinguir con mucha más facilidad entre lo que es un polvo, un amor… y un buen amigo.

—Gracias —Me besó prudentemente en la mejilla—. ¿Sabes cuántas combinaciones podrían hacerse de eso?

—¿De qué? —No entendí.

—Combinaciones entre sexo, amistad y amor… Altera el orden si lo prefieres —encendió un cigarrillo—. Puedes, y debes, tener sexo con tu amor. ¿Verdad? Puedes tener sexo con un amigo o hacerlo simple y llanamente por placer. ¿Puedes ser amigo de tu amor?

—¡Pues claro; siempre! —Me hablaba de algo aparentemente obvio.

—Pues no es verdad, Tomás. Puedes amar a alguien que no te ame, por supuesto, pero no puedes ser amigo de quien no quiere ser tu amigo.

—¡Soy tu amigo; no te preocupes! —Lo miré con cariño.

—No hace falta que me lo digas. Eres capaz de hacer todas esas combinaciones. Aunque hemos follado varias veces, sé que lo que hay entre nosotros es una perfecta amistad. He conocido la combinación más ingrata. Amaba a Herme con todas mis fuerzas; sé que no me amaba; nunca percibí que fuese mi amigo; nunca quiso hacer sexo en condiciones conmigo. Todo se limitaba a un jugueteo absurdo… Como si fuéramos dos niños.

—Se me ocurre una cosa, Juan Luis —Acababa de verlo claro—. Sé que en el sexo también hay muchas variantes. Desde las más perversas fantasías a las más tontas. Sin embargo, nunca impediría que quien estuviese a mi lado pudiera hacer realidad las suyas… Y tampoco lo obligaría. Algo así te pasaría con tu vecino, ¿no?

—Creo que sí —Aspiró profundamente de su cigarrillo—. El amor me había convertido en un idiota. En cuanto intentaba dar un pasito más allá, se retiraba de mí mirándome asustado y como preguntándose qué estaba haciéndole. Me sentía como un violador.

—Olvida eso.

—¡Claro! —Volvió a besarme sonoramente—. Eres tú el que debes contarme cómo te sientes ahora en vez de contarte yo cómo me sentía entonces. ¡No voy a amargarte la noche!

No pude evitar volverme hacia él, quitarle el cigarrillo de la mano para dejarlo en el cenicero y abrazarlo y besarlo con infinito agradecimiento. Era eso; agradecimiento.

Todo fue a más y nos dejamos llevar. El sexo con él, en aquellos momentos, era un sedante para los dos. Me hizo muy feliz y, estoy seguro, se sintió… útil —por decirlo de alguna forma—.

—Hazme caso y relájate —dijo desnudo al terminar—. Estas cosas abren el apetito.

—Es verdad —respondí feliz—. Falta el cigarrillo de después.

—¡Me gusta eso! —Tomó la cajetilla—. Ya que estamos desnudos… ¿Nos duchamos? Una ducha calentita y relajante te hará muy bien antes de cenar.

—A los dos nos hará bien —Me levanté y apresé su mano en el aire.

No hubiera aguantado aquella noche si Juan Luis no se hubiera ofrecido a acompañarme. Fui absolutamente consciente de eso. Nos duchamos, reímos, calentamos la cena, bromeamos, comimos y nos sentamos desnudos en el sofá a recordar las cosas más inverosímiles de nuestras vidas. Aquello se convirtió en el pasatiempo más delicioso que había disfrutado jamás.

Se nos caían los párpados cuando decidimos irnos a dormir —¡A dormir!, aclaró—. Nos fundimos en un abrazo bajo las sábanas y me dormí con mis labios posados en su pecho. Así amanecí.

Me levanté con él aunque quiso impedirlo. Lo acompañé al baño para asearse y le di todo lo necesario para afeitarse y ropa interior limpia y una camisa. Olisqueó mis perfumes con agrado y, al poner la nariz en uno de los botes, hizo un gesto de sorpresa. «¡Me encanta!».

Lo acompañé a la puerta para irse a su trabajo. Me sentí deliciosamente cortejado aquella noche y aprecié cómo debería sentirse una mujer que acompaña a su esposo repasándole la ropa y dándole un beso de despedida. «¡Vas impecable!».

Me esperaba otro día; otro sin vivir.

4 — Vivo

Recordé que tenía que llamarme Ramón si encontraba alguna pista sobre Fidel y, casi a medio día, cuando pensaba salir a hacer unas compras, me quedé literalmente pegado a la cerradura de la puerta. No podía salir. Las esperas comenzaban a producirme fuertes estados de ansiedad y, sólo de pensar en el efecto que me hizo el Optalidón, me asustaba tomar mi ansiolítico.

No me atrevía a llamar a Ramón a su trabajo y, llamar a cualquier otro sería ocupar el teléfono. Me propuse no dejarme vencer por la angustia y, en uno de esos momentos en los que me veía delante del frigorífico con la puerta abierta y sin saber qué hacer, decidí beberme una cerveza.

Puse una bandeja bien preparada; con un mantel, la botella, una copa, unas olivas y algunos frutos secos. Dejé la bandeja en la mesita del salón, encendí uno de los cigarrillos de Juan Luis —que únicamente fumaba Ducados — y puse el LP “ Nursery Crime ”, de Genesis . Aquella música sublime me hacía entrar en otro mundo y olvidarme del real. Me bastaba con observar cada detalle de la carátula y escuchar.

«I've been waiting here for so long

And all this time has passed me by

It doesn't seem to matter now

You stand there with your fixed expression

Casting doubt on all I have to say.

Why don't you touch me, touch me,

Why don't you touch me, touch me,

Touch me now, now, now, now, now...»

Terminó la cara A y, cuando fui a levantarme para dar la vuelta al disco, sonó por fin el teléfono. Me recorrió la espalda aquel desagradable escalofrío.

—¿Dígame?

—¿Está Paqui? —preguntó una voz femenina desentonada.

—No. ¿Qué Paqui? ¡Se ha equivocado!

Colgué el auricular dando un golpe, di una fuerte calada al cigarrillo y comencé a servirme más cerveza. Volvió a sonar el teléfono.

—¿Otra vez? —grité—. ¡Te he dicho que te has equivocado!

No oí hablar a nadie y, quien había llamado se mantenía en silencio al otro lado del teléfono.

—Perdone —dije con más calma—. Creo que ha vuelto a equivocarse. Aquí no hay ninguna Paqui.

—No llamo a ninguna Paqui, Tomás… Recuerdo bien tu teléfono: 422 15 93

—¿Fidel? ¡Fidel! ¿Dónde estás?

—Con Ramón —sollozó—. Va a salir ahora a unas visitas…

—¡Espera! ¡Quiero verte!

—Espera tú, guapo —habló Ramón—. Tengo que ir a los bancos y voy a escaparme a tu casa con Fidel. Vosotros habláis y aclaráis todo. ¿De acuerdo? Calcula unos diez minutos.

—¡No os tardéis!

Respiré profundamente al colgar. No me importaba nada lo que tuviese Fidel —y tampoco Ramón— en su mente. Estaba dispuesto a ofrecerle mi casa aunque me asegurara que no quería seguir nuestra relación. No quise hacer planes hasta que no lo tuviera delante.

Seguí bebiendo y comiendo cacahuetes compulsivamente entre una y otra calada de Ducados .

En poco tiempo —no miré el reloj— llamaron a la puerta. Fui a abrir con una mezcla de emoción y de temor y, agarrado al picaporte, respiré profundamente. Abrí.

—¡Hola, Tomás! —dijo Ramón casi inexpresivo—. Aquí tienes a tu satélite. ¿Podemos pasar?

—¡Por supuesto!

Fidel llevaba la maleta en la mano y eso me tranquilizó un poco. Ramón pasó decidido el primero y esperó a que yo entrase en el salón.

—Bueno —dijo poniéndose las manos en la cintura—; aquí está el mozo. Aún no está trabajando en la carpintería pero lo va a hacer. Lo encontré anoche en la fonda de Angelita. ¡No quería venirse!

—Claro —dije con temor—. Lo eché yo de aquí. ¡Lo siento! Él sabe que tomé una decisión drástica que no hubiera tomado nunca. Fidel… —me acerqué un poco a él y retrocedió—. Ts. Creo que me dejé llevar por ciertos comentarios ¡En serio! Suelta esa maleta. Esta es tu casa…

—Eeeh… —Tosió Ramón forzadamente—. Mejor os dejo y habláis, ¿vale? —Se acercó a Fidel—. A ver, chaval. Mira la cara de Tomás. Habrá hecho lo que sea, pero sé que no puede estar sin ti. No le guardes rencor…

—¿Yo? —preguntó acobardado—. Estoy aquí, ¿no?

—¡Venga, churra! —Agarró su maleta y se dirigió al dormitorio—. Cuando me vaya aclaráis vuestros problemas. No quiero meterme en la vida de nadie… ¡Eso sí! Si necesitáis ayuda, para algo estamos los del club; y me incluyo el primero. ¡Hala! Un besito y a hacer las paces.

Cuando volvió del dormitorio aún seguíamos allí en pie. Fidel no había levantado la vista y yo no había dejado de mirarlo.

—Tiro de la puerta —dijo Ramón yendo hacia la salida—. Nos vemos en el club.

Los dos dimos un respingo al oír el portazo. Nos quedamos sumergidos en un denso silencio y, si no lo rompía yo, no lo iba a hacer Fidel.

—Lo siento, amor —dije sin acercarme—. No sé por qué hice eso. Nunca me lo vas a perdonar.

Levantó algo su mirada pero no llegó a clavarla en mis ojos. Me moví lentamente y levanté los brazos poco a poco. No aprecié un gesto de huida y acabé poniéndolos sobre sus hombros.

—¡Vamos, Fidel! —susurré—. Tenemos que retomar algo que ha sido muy importante para los dos. No se trata de olvidar qué ha pasado, sino de esforzarnos para que no vuelva a pasar jamás.

Lo besé con temor en la mejilla y alzó la cabeza para mirarme de cerca. Tenía la vista perdida y, sin embargo, no estaba enfadado.

—Vamos a sentarnos —continué mientras lo llevaba al sofá—. Dime lo que necesites. No te calles, por favor. Me siento culpable de todo esto.

—¡No! —dijo sin fuerzas—. Los dos nos hemos equivocado. No he vuelto para pedirte que me perdones. Ramón tiene razón; nunca debí salir de aquí. No supe explicarte lo que estaba pasando. Soy un cateto de pueblo…

No dejé que siguiera hablando. Tiré de su cuello agarrándolo por la nuca y comencé a besarlo sin obtener respuesta en unos segundos. Sus brazos apretaron mi espalda y nos besamos tanto tiempo como el que habíamos estado sin hacerlo. No teníamos que pedirnos perdón por nada. Estaba donde tenía que haber estado siempre.