El chico del pito: Novena vida

Tomás y Juan Luis intiman aún más... con un francés.

IX Novena vida

1 — Preparativos

Ya no sabía cómo darle vueltas a todo lo que había ocurrido para ponerlo en orden dentro de mi cabeza. Tendría que esperar a que Juan Luis llegara a casa después del trabajo, comentarle lo que había oído y manifestarle mis intenciones. Tampoco sabía si a él iba a disgustarle que siguiera pensando en alguien que, aparentemente, me había hecho tanto daño. Sólo me quedaba esperar acontecimientos.

Almorcé poco en un restaurante económico que había junto al mercado. Bebí vino, y quizá, un poco más de la cuenta. Volví a casa recorriendo las aceras de lado a lado. No me encontraba muy mal y, aunque no había olvidado a Fidel, lo recordaba en los momentos más agradables. Me había hecho demasiado feliz como para olvidarlo por un cúmulo de malentendidos.

Me mojé la cabeza con agua fría cuando llegué a casa, sequé bien mis cabellos y me eché en la cama completamente desnudo.

Soñé una mezcla de historias pasadas y de historias futuras. Fidel era siempre el protagonista de todo lo que pasaba por mi mente. En cierto momento desperté angustiado; consciente o inconscientemente. Me dijeron una vez que el sueño no es un estado de inconsciencia y que nosotros mismos censuramos nuestros sueños. El hecho de despertar a veces, angustiado por una pesadilla, significa que la censura que vigila, considera demasiado peligrosa la situación y no cree ya poder dominarla.

En aquellos extraños sueños pude oír el pito sonando incesante e intermitentemente hasta que, en cierto momento, supe que aquel sonido no lo estaba produciendo Fidel. Alguien llamaba al nuevo portero automático.

Miré el despertador y me asusté al ver que ya era de noche; casi las siete. Juan Luis debería estar llamando en la puerta de la calle. Di un salto de la cama para correr a abrirle, descolgué el «telefonillo» y oí su voz. Abrí la cancela y lo esperé. Me aseguré de que era él —asomándome a la mirilla— y lo recibí con euforia.

—¡Tomás, por Dios! —dijo empujándome—. ¡Estás desnudo!

—Me miré sin recordar todo ese presente reciente y, al descubrir lo que estaba pasando, me tapé con ambas manos.

—¡Perdón! —dije—. Cuando he despertado no he recordado cómo me dormí.

—Eso parece —comentó entrando a casa con una bolsa de viaje y con una sonrisa burlona—. Todavía tienes encima un fuerte olor a vino. No te preocupes; te entiendo.

—Almorcé muy tarde y me bebí, yo solo, una botella entera de Rioja. Hasta que no me puse de pie no supe el efecto que me había hecho… He dormido hasta ahora.

—Me he traído ropa para estos días —aclaró—. No pienses que vas a estar solo y encerrado en este piso. He hecho algunos planes que quizá te gusten bastante.

—¡Por supuesto! —dije contento—. El día se me ha hecho muy largo sin ti… Sin nadie, quiero decir.

—Sin nadie —repitió pensativo—. Conoces a mucha gente y te sientes… sin nadie. Sé que no te apetece estar en el club.

—¡No, no me apetece ver a nadie! Pasa y ponte cómodo. Te prepararé un Cola-Cao para aguantar hasta la cena o… ¿prefieres tomar café?

—Un aperitivo, mejor —Se acercó a besarme en la mejilla, quizá eludiendo el olor que debería tener en mi boca—. Vamos a ducharnos y a salir a dar una vuelta. Casualmente, no trabajo mañana sábado.

—¡Vamos a cenar juntos! Hmmm… No beberé tanto.

—No pienses en lo que no puedes comer ni en lo que no puedes beber. Si nos privamos del vino o de cualquier cosa que tenga ajo o cebolla, tendremos que conformarnos con unas sopas y unos huevos. No quiero quedarme un viernes toda la noche delante de la televisión viendo « Un millón para el mejor »; ni cualquier bobada de las que escupe ese trasto. Ni la televisión está hecha para mí ni yo estoy hecho para la televisión. No hay más que documentales del NO-DO .

—Exageras, aunque creo que estaré unos meses pagando algo que no voy a usar para nada. Quizá algún vecino esté interesado en comprar un televisor a color a un precio de risa, ¿no?

—¡Déjala ahí! —contestó despreocupado—. Tal vez algún día, milagrosamente, cambie toda esa programación. Prefiero la radio y un buen libro; después de la cena…

—Sí, después de la cena —dije incómodo—. Me gustaría hablar contigo sobre todo lo que ha pasado. He tenido mucho tiempo para pensar.

—Veo que has tenido mucho tiempo para pensar, y has pensado. Empieza, si quieres.

—¡No! —Tiré de su corbata—. Quítate todo esto y vamos al baño. Tenemos tiempo para hablar y pasear. Después de la cena.

Por hacer la ducha más amena, decidimos enjabonarnos mutuamente y, ya se sabe cómo acaban esas cosas. Un polvo bajo la ducha cálida era un placer irresistible para los dos. Decía Juan Luis que era una de aquellas fantasías que jamás pudo hacer realidad. Me lo follé casi despiadadamente y no pude apartarlo de mí hasta bastante tiempo después. Eso de que lo penetrara era algo bastante importante para él, aunque, de momento, le costaba trabajo aguantar el dolor al principio. A mí me dolía la espalada de tanto empujar de pie.

Nos echamos un vistazo los dos delante del espejo de aquel oxidado mueble « romi » y pude ver claramente en nuestras miradas que estábamos pasando a un estadio superior al de la amistad. No quería llegar hasta allí. Me separé de él y me puse bien el nudo de la corbata.

En menos de media hora, estábamos los dos preparados para salir a cenar.

2 —Nuestros planes

Fuimos a un restaurante que no conocía y, en cuanto entré, recordé que llegaba el fin de semana. Estaba casi lleno aunque, afortunadamente, la gente no hablaba en voz alta.

—¡Buenas noches, señores —nos recibió el metre—. ¿Van a cenar? —asentimos—. Una mesa libre tengo; mejor sería que hiciesen reserva… ¡Vengan por aquí!

La mesa estaba en un lugar un tanto escondido; cerca de una sala a oscuras que parecía una tétrica bodega. Los dos miramos perplejos aquel sitio antes de sentarnos y, sin embargo, nos pareció un lugar acogedor.

—Vamos a tener mucho tiempo para hablar —me dijo Juan Luis—. Esperemos que el servicio atienda regularmente esta mesa. Esto de sentarnos en una oscura bodega y apartados, ¿significará algo?

—Puede ser —respondí despreocupado—; pero la bodega está ahí y nosotros estamos aquí.

En pocos segundos, antes de lo que esperábamos, apareció un camarero para tomar la comanda. Pedimos poco y exquisito y, antes de que sirviesen los aperitivos, estábamos hablando de nosotros.

—Digamos… —comentó Juan Luis—, que tenemos una lista de asuntos a tratar. Fidel y su comportamiento, el club y sus actividades… tú y yo…

—¿Piensas que tú y yo somos un tema a aclarar?

—Quizá me equivoque. Tal vez tú no te hayas planteado esta relación que tenemos. ¿Lo ves todo muy claro? Quiero saber lo que piensas.

—¿Vas a psicoanalizarme? ¿Y por qué no dejas que el tiempo te lo diga? Me conoces en la calle, en casa, en el club… en la cama. ¿Qué dudas tienes?

—No sé lo que sientes, Tomás.

—Yo tampoco. Me gusta estar contigo; hablar, abrazarte, follar… ¿Por qué no?

—Claro —pareció pensar en voz alta—. Habría que aclarar primero lo que pasa contigo y con Fidel. Imagino que de eso depende todo lo demás.

Cambié de tema. No quería pasar toda una noche martirizándome pensando en todos aquellos problemas que tenía estancados juntos, en algún rincón de mi mente. Juan Luis supo al instante que yo eludía hablar de aquello y me contó detalles de su trabajo y de su entorno. Intentamos evitarlo.

—Quizá —dijo—, lo que te pasa es que tienes surmenage

—¿Sur… qué? —exclamé perplejo.

—Así lo llaman ahora, Tomás. Como llaman suspense a la intriga del cine —dijo aguantado unas risas—. Acabaremos hablando en francés: comanda, surmenage, suspense, pret-a-porter … El surmenage no es más que un agobio que, de alguna forma, te bloquea. Tienes demasiado tiempo para pensar y no se te ocurre otra cosa más que beber y dormir. Vamos a evitar eso.

—Creo que no hace falta evitarlo —bromeé—. No tengo un bloqueo de esos. Sé cuáles son mis prioridades, por decirlo de alguna forma. Ahora, lo único que me interesa es empezar a trabajar.

—¿Vas a usar tu trabajo para olvidar lo demás?

—¡No! —respondí con rotundidad—. Sé lo que me pasa. Nadie se salva de un estado de cierta tristeza si pierde a alguien, ¿no? Mis puntos están claros, Juan Luis. Primero tendría que averiguar qué pasa con Fidel; lo sigo queriendo. Si se ha ido definitivamente, no tendré más remedio que olvidarlo. Se quedará como una anécdota en mi vida; algo que tendré que olvidar. Después, si quieres, podríamos situar nuestra amistad. Me planteo si sabré sobrellevarla. Me atraes demasiado.

—Se te nota —Rozó mi pierna por debajo de la mesa.

—También a ti… Y no te estoy diciendo que te deje de segundo plato.

—Tendré que hablar con Tele —dijo cambiando de postura—. Él fue el que me abrió los ojos. Quizá le dé las gracias porque me ha hecho encontrar otra vida.

—Ese hombre debe saber más —apunté—. Quizá podría ayudarnos a saber qué pasa con Fidel o dónde está o qué hace…

—No lo sé seguro —sentenció—. Él es de la Policía Armada; no tiene nada que ver con la Guardia Civil.

—Puede ser; tampoco lo sé. También es posible que tenga amistad con alguno de ellos. Si no es así…

—Si no es así, no pasa nada —contestó seguro—. Iremos al pueblo y lo descubriremos nosotros mismos. Este mes es muy triste; muy sombrío. Podríamos dejar que pase la Navidad… Después de las Fiestas.

—¿Y el trabajo?

—Es cierto —razonó—. Los dos necesitamos tiempo libre para ir… ¿Qué vas a hacer en Navidad y fin de año?

—Nada. No voy a pasar esos días con mis padres. Ni siquiera pensaba celebrar el cambio de año. Cuando den las campanadas en la Puerta del Sol, estaré durmiendo.

—¿Y si nos vamos los dos, todos esos días, a aquella casa donde estuviste?

—¿Bromeas? —exclamé asustado—. No sabes lo que es aquello. No puedes imaginarlo.

—No sufro de claustrofobia y, unos cuantos días allí encerrados, junto a la chimenea y conociendo bien a esos amigos, podrían ser interesantes.

—No. Definitivamente, ni imaginas lo que es aquello. Es algo peor que la claustrofobia. Si quieres conocerlo… Serían unos días, como dices. Al menos, estaremos seguros de que no tendremos que quedarnos allí para siempre; eso ya es un alivio. Pero no pienses que vas a poder volver el día que quieras —Me miró asustado y con atención—. Si llueve demasiado, no hay carretera para volver hasta pasados unos días desde que escampe… Si escampa.

—¿Es así? —dijo acercándose a mí con estupor—. ¿Cómo pueden vivir en semejante lugar?

No. Juan Luis no imaginaba, ni remotamente, lo que significaba estar inmerso en un ambiente sin luz natural, de lluvia constante, de encierro, de ataduras, de carencias…

Y aquella noche, cuando volvimos a casa, seguimos hablando de esos temas pero, estábamos tan confusos a veces, que nos quedábamos en silencio mirándonos.

—Prefiero un beso tuyo que tanta palabra inútil —le dije—. Piensa que soy un egoísta, si quieres; estar contigo es lo único que me hace sentir bien.

—¿En serio? —preguntó acercándose y poniendo su mano sobre mis pantalones.

—En serio —Lo besé brevemente y coloqué también mi mano sobre él.

—¿Aquí o en la cama?

3 — Buen comienzo

No pensé en nada más; sólo en él y en mí. Me gustaba estar con Juan Luis. También en la cama. Era una forma de hacernos felices sin otras pretensiones.

Nos quitamos las ropas casi aprisa porque los dos deseábamos lo mismo. Poco a poco, fui viendo sus slips abultados y, mirando abajo con disimulo, vi que los míos no lo estaban menos. Así nos tiramos sobre el colchón y así unimos nuestros cuerpos. Me gustaba estar pegado a él con los calzoncillos puestos. Le oí decir que estaba olvidando lo que había vivido con su vecino Herme y lo besé como un loco, apretando su polla.

—¿Quién me iba a decir a mí que te encontraría en una calle de ligue? —exclamé.

—¡Bueno, es lo que se dice! —susurró entre risas—: «Madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle». Jamás me alegraré tanto de haberme acercado a aquel escaparate.

—Te quiero, Juan Luis —estallé—. No me lo tomes a mal. No sé si a otra gente le pasará esto. Para mí es algo muy difícil de asimilar.

—¿Volvemos al francés, Tomás? —susurró acariciando mi rostro—. Esto parece un menaje-a-trois … y creo que no lo es. Soy consciente de lo que ocurre y tal como viene lo asumo. Ahora estoy contigo; puedo tenerte. Tú perteneces a Fidel; no nos engañemos. De todas formas, no dudo en absoluto que me quieras.

—¡Claro que te quiero! ¡Mira qué dilema!

—Pues vamos a olvidarlo ahora…

Comenzó a lamerme los labios sin dejarme apenas reaccionar. Fue moviendo su cabeza lentamente recorriendo mi barbilla, el cuello, los hombros, las axilas, los pechos… Hacía que me mantuviese inmóvil gozándolo. No pude evitar un resoplido cuando pasó por mi vientre y, al bajar algo más, tiró de mis calzoncillos para dejar asomar mi polla. Apenas tuve que bajar la vista un poco para saber lo que hacía.

Su cabeza, echada sobre mi vientre, me impedía ver sus movimientos. Notaba perfectamente que lamía mi polla, pero en ningún momento la metió en su boca. Los lametones, insistentes, comenzaron a producirme un placer que aumentaba casi imperceptiblemente. Con una enorme paciencia, siguió así mucho tiempo hasta que no pude retener un gemido y me aferré a su cabeza. Lamió un poco más y disparé varios chorros de leche, que irían a parar a su cara.

Mientras que yo respiraba entrecortadamente, siguió lamiendo. En ningún momento supe qué hacía; sólo podía imaginar.

—¿ Ça va bien ? —peguntó echándose a mi lado.

—¡Muy bien! —musité—. Eres increíble.

—Ya te digo que acabaremos diciéndolo todo en francés. Lo importante es que tú estés bien. Lo demás, se arreglará.

—La verdad es que… —no sabía cómo expresarme—. No sé qué me pasa. Estando contigo no me acuerdo de nada más. Me parece que no estoy siendo justo.

—Conmigo sí —contestó sonriente—. Me conformo con este «segundo plato».

—¡Vamos, no digas eso!

—Voy a ayudarte, Tomás —sentenció—. Vamos a llamar, mañana mismo, a esa bodega. Nos enteraremos bien de cómo están allí las cosas. También sabremos si Fidel ha vuelto y, si es así, el domingo muy temprano nos pondremos en camino.

—¿Pero qué locuras dices? —me incorporé reprimiendo un grito—. ¡Empiezo a trabajar el lunes!

—El lunes, a tu hora, estarás en tu trabajo… pero con la seguridad que te dará el saber qué es lo que está pasando en realidad. No quiero verte así y no hay por qué esperar para averiguarlo todo. ¡El domingo!

—Me confundes —balbuceé ensimismado—. Me espanta tu seguridad.

—Todo tiene una lógica —razonó, y con razón—. Si llamamos mañana y hablamos con Migue, sabremos varias cosas. Creo que me entiendes. Nos quedará claro si Fidel está allí y cómo se encuentran los dos, pero también sabremos cómo está el tiempo. Si está lloviendo como dices, no iremos. Si no llueve cuando lleguemos, tendremos tiempo de verlos y de volver rápidamente. ¡ Voilà, c’est fini !

—No es tan descabellado si se tiene en cuenta que ir y volver ya es, de por sí, una paliza. Habría que llamar un día antes y salir temprano.

—Llamaré yo; no te preocupes —dijo tranquilo—. A mí no me conocen.

—¡No, espera! —recordé antiguos planes—. Hablé con Lupe para que llamara y se hiciera pasar por una empresaria de ultramarinos. Quería hablar con Migue y traerlo si aceptaba. Ella puede llamar y decir que quiere hablar con Migue, el quesero. Cuando le diga a Migue que yo estoy con ella, podré hablar tranquilamente. Sólo es necesario que evite decir cosas que puedan oír los demás.

—¡Mejor! —exclamó contento—. Mañana llamas a Lupe. Mañana mismo. No hay tiempo que perder.

—Claro —susurré acariciando su pecho—. Eso será mañana. Ahora estamos tú y yo. ¿Te has olvidado?

—¡No! —respondió acariciando mis nalgas.

—La diferencia —dije cómicamente— es que yo me he corrido y tú no. Deja de dar rodeos, calla y olvídate de lo que haga.

Cayó hacia atrás sobre las sábanas y, viendo que aún tenía sus slips puestos, tiré con cuidado para bajárselos. Me puse de rodillas a su lado y lamí todo aquel almíbar que destilaba. Llené toda su polla de saliva; lamiendo, escupiendo… Oía sus suspiros en el silencio, cuando me senté sobre él dándole la espalda. Fui dejándome caer poco a poco, enderezando mi columna y relajando mi esfínter; empujó varias veces casi por instinto. Estaba dentro de mí.

Comencé a flexionar las piernas rítmicamente, para que saliera entera y llegase otra vez hasta el fondo. Y así, con su misma paciencia, dejé aflorar mi placer pensando en el que estaría recibiendo. Se levantó quedando sentado en la cama bajo mí y aferrándose a mi torso. Empujé hasta que supe que todo había terminado.

—El sexo no lo es todo para mí —me susurró al oído mientras seguíamos allí sentados.

—Lo sé, Juan Luis —volví un poco mi cabeza para hablarle—. No hacemos esto simplemente por darnos placer; para el simple placer están las pajas. Lo hago por ser como eres.

—¡No, no estamos equivocados!

4 — Desayuno con mantel

Habíamos dormido profundamente; desde temprano. Al amanecer, casi de noche aún, lo dejé en la cama muy relajado, me levanté con cuidado y me fui a la cocina a preparar un buen desayuno. Pensar en lo que había pasado la noche anterior en mi dormitorio, me arrancaba una sonrisa que no podía evitar. Recordé a aquel chico del club que creyó que era imposible follar conmigo. El día que lo tuve entre mis brazos, me sonrió de tal forma, que tuve que decírselo. Me explicó que, cuando estaba muy a gusto, se le ponía «cara de patito remojado». Esa cara debería tener en aquellos momentos.

Con la desagradable luz del tubo fluorescente, sentí cierto malestar; no debería haber bebido un vino muy bueno cuando tenía algo de resaca.

Preparé unos zumos de naranja, algunos bollos de leche con mantequilla, tostadas y jamón. Era demasiado temprano para llamarlo, así que decidí encender uno de sus cigarrillos. En pocos minutos, apareció desnudo por la puerta.

—¿Qué haces levantado? —preguntó protegiéndose de la luz con la mano—. Es demasiado temprano y es día de descanso.

—¡Buenos días! —contesté—. Que sea día de descanso, para mí, no significa que me levante a las diez. Es esa mala costumbre de madrugar…

—¡Huele bien! —exclamó—. Se me abre el apetito; creo que no volveré a la cama. Prefiero estar despierto y contigo.

—Vamos a ponernos algo —propuse—. No me gusta demasiado sentarme a la mesa en pelotas.

—Es lo mismo que pienso yo —aclaró—. Y no es porque sea una falta de educación, sino porque me siento incómodo.

—Pues eso. Nos pondremos los de anoche hasta que nos duchemos… No me importa oler a ti.

—¿Nos los cambiamos? —exclamó acercándose a mí muy contento y despierto—. Ponte tú los míos y yo me pondré los tuyos.

—¡Va a ser un desayuno muy original!

Cuando fuimos a poner aquellos humildes manjares en la mesa, recordé lo que me decía Fidel. Abrí un cajón y saqué un mantel.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Juan Luis confuso.

—Poner el mantel —contesté—. Ya verás cómo no sabe igual el desayuno.

Se interpuso en mi camino, me miró fijamente sonriendo y asintió.

—¿Por qué eres así? —musitó—. No voy a poder olvidarte nunca.

—Quizá sea que alguien me ha enseñado estas costumbres. Quiero que las disfrutes como las he disfrutado yo. Siéntate. Yo serviré la mesa.

Se volvió despacio, conforme, pero gratamente sorprendido. Cuando dejé todo sobre la mesa y me senté a su lado, se inclinó despacio y me besó sutilmente en la mejilla.

—No me extrañaría nada que Fidel no pueda vivir sin ti —dijo sin apartar la vista del mantel—. Vas a tener que enseñarme cómo se hace eso.

—Basta con poner un mantel…

—Sabes que no me refiero al mantel —Sorbió un poco de zumo—. Tendré que ir mentalizándome de que no voy a tenerte siempre a mi lado.

Me sentí halagado. En realidad era Fidel el que se comportaba así; el que cuidaba hasta el más mínimo detalle, incluso cuando trabajaba la madera. Juan Luis no pudo borrar la sonrisa de su rostro durante todo el desayuno… Yo tampoco.

—Tenemos que llamar a Lupe lo más temprano posible —dijo—. Podría venirse aquí para llamar.

—Quizá sea demasiado temprano. Esperaremos un poco aunque no es una mujer que se acueste tarde; ni los fines de semana.

—Yo recogeré todo esto y fregaré —dijo levantándose al terminar—. Vete duchando, si quieres.

—Bien; te dejo fregar. Voy a poner algo de música y a cambiar las sábanas. No haremos mucho ruido para no molestar a los vecinos. Cuando tú acabes nos duchamos; ¡los dos juntos!

—¡Me gusta! —canturreó.

5 — Contactos

Nos duchamos —sin mucha ceremonia para no entretenernos—, nos pusimos elegantes y bajamos a comprar la prensa. Jacinta no estaba en la entrada y la portería estaba cerrada. No era porque los sábados comenzara su trabajo más tarde, sino porque ya habían colocado el portero automático. Atravesamos la calle despacio porque no había tráfico. Juan Luis compró Ducados y lo pagó todo.

—¿Sabes lo que pienso? —comenté abriendo el periódico en la calle—. Tus ideas fantásticas de ir al pueblo a buscar a Fidel nos pueden poner en la portada de los periódicos; ¡En « El caso» ! No sabemos cómo va a terminar todo esto.

—No hay por qué tenerle miedo a estas cosas, Tomás. No vamos a hacer nada fuera de lo corriente. Primero se llama y se investiga y… ya veremos qué pasa luego.

—Me asusta un poco aparecer otra vez por allí. No sé cómo va a reaccionar la gente y, sobre todo, no sé cómo va a reaccionar Carmen.

—¿Quién es Carmen? —peguntó intrigado—. Nunca la has mencionado.

—Creo que no —Me detuve y le entregué la prensa sin dejar de mirarlo—. Era la maestra de allí. Un personaje siniestro con quien no me gustaría encontrarme.

—¡Cuéntame!

—Tiene poco que contar… —dije entre risas—. Esa pelandrona se acuesta con medio pueblo; con el otro medio no, porque son mujeres. La muy puta pensó que podía follarse a Fidel… hasta que tropezó conmigo. El primer día que estuve allí, fue a prevenirme; como si él fuera un peligro para mí. Supo que estábamos juntos, así que tuve que pararle los pies.

—¡Bueno! — exclamó—. Eso quiere decir que tiene poco que hacer. No sé por qué hay que temerle.

Atravesamos la calle otra vez y vimos a Jacinta esperándonos en la puerta.

—¡Buenos días, don Tomás! ¡Buenos días, don Juan Luis! —saludó—. Tempranito los veo por aquí… ¿Trabajamos los sábados?

—No, señora —respondió él muy amable—. He dormido en casa de Tomás. Anoche se nos hizo muy tarde.

—¡Ah, qué bien! —exclamó—. Así me gusta. ¡Cómo se ve dónde hay buenas amistades…! Su señora madre de usted está muy orgullosa de usted, y no me extraña.

—Nadie es un mal hijo para su madre, Jacinta —aclaró riendo.

—¡Así es, hijo! —contestó ella contenta—. Pero yo no soy su madre y sé que ella no se equivoca.

Cuando entramos en el ascensor debería tener la cara blanca. Juan Luis lo advirtió, me besó y enrolló el periódico de forma compulsiva.

—No es nada, Tomás —dijo—. Te preocupas demasiado por lo que pueda pensar Jacinta. Es muy amiga de la portera de mi bloque, que es amiga de mi madre y… según sé, allí no van a poner portero automático. Te parece que esta mujer puede meterse en tu vida, o decir algo, y no es así. No tienes por qué temerle.

—Sabe lo de Fidel.

—¿Qué? —dijo ya saliendo del ascensor—. ¿Cómo que lo sabe?

—Lo sabe, Juan Luis. Cuando supo que iba a dejar de trabajar aquí… Me dijo que fuera a buscar a Fidel, que es un chico de buen corazón y que no va a poder vivir sin mí.

—¡Mejor! —Me golpeó con el periódico enrollado en la cabeza—. No tienes que temerle entonces. Creo que lo que te dijo es cierto. Abre y llama a Lupe.

—¡Es temprano!

Su interés por resolver nuestro problema era sincero. No lo entendía muy bien, pero era así. Otro cualquiera, sabiendo que Fidel me había abandonado, y queriendo estar conmigo, no hubiera actuado de esa forma.

Lo hice esperar un poco más; hasta las diez de la mañana. Casi cronometró el tiempo. A las diez en punto descolgó el auricular y me hizo señas para que marcara.

—¡Eres el reloj de Pamplona! —le dije—. Seguro que nunca llegas tarde a tu trabajo. Trae, que la llamo…

Miré su número en la agenda y empecé a girar el dial despacio —«¡Tranquilo, no es conferencia!»—. No dejó de mirarme atentamente en todo ese tiempo.

—¿Lupe?

—¡Sí, Tomás! ¡Qué alegría!

—Sí, qué alegría. Hace tiempo que no nos vemos.

—Como no vas por allí… ¿Y qué pasa ahora?

—Te extraña que llame un sábado a estas horas, ¿verdad? —dije un poco avergonzado—. Dirás que no me acuerdo de ti nada más que cuando me hace falta.

—¡Uy, hijo! —respondió riendo—. Tendré que recordarte los favores que me has hecho… ¡Qué disparate! ¡Cuenta!

—Pues… —pensé cómo empezar—. Juan Luis está conmigo, ¿sabes? No me deja ni a sol ni a sombra. Quiere resolver este entuerto de Fidel y de los malos entendidos…

—¡Ah, ya sé! —exclamó satisfecha—. Te has acordado de mí para llamar a ese pueblucho de mala muerte. ¡Encantada! ¿Cuándo, cuándo?

—¡Espera, no corras, mujer! —hablé sin dejar de mirar a Juan Luis, que me hacía señas—. Hemos pensado que tal vez te gustaría venir y llamar desde aquí. Te invitamos a comer…

—¿De verdad? —exclamó sorprendida—. Tú sabes que yo voy a tu casa con o sin almuerzo. Iré pensando un guión para la llamada. He quedado con Jesús… No sé si te importará que vaya conmigo, si no, le digo que nos vemos otro día…

—¡No, no!

Hice un mohín a Juan Luis, que no parpadeaba, tapé el teléfono con la palma de la mano y le dije: «¡Jesús, que viene con Jesús!». Se encogió de hombros y asintió exageradamente.

—¿Vamos entonces? ¡Prepara almuerzo para cuatro!

—Os invitaré a comer aquí cerca; cuando hagamos la llamada. Habrá mucho que contar, ¿no crees?

—¡Digo, vida mía! ¡Y tanto que habrá que contar! ¿A qué hora vamos?

—A la hora que hayáis quedado, Lupe. No vamos a salir.

—Sobre las doce…

Cuando terminamos de hablar y colgué despacio, Juan Luis me miraba con interés, esperando que le dijera algo más.

—¡Que viene con Jesús! ¿Crees que es el momento oportuno?

—¡Pues sí! —contestó—. Tú piensas que es el provocador de todo esto y te equivocas. Diría yo que puede ayudarte.

—Jesús no se mata por nadie, creo. Tampoco lo conozco demasiado fuera de la cama.

—¡Qué drástico eres! —gruñó—. Es la mentalidad del club, donde sólo se piensa en follar. No sabes cómo es Jesús y punto.

Tenía razón. No conocía a Jesús nada más que de haberme acostado con él varias veces —porque estaba buenísimo— y no como persona. Ese podía ser uno de los motivos por los que Fidel acabó rindiéndose. Quizá Jesús no era tan distante como aparentaba.

Hablamos de todo un poco y comentamos la prensa. ¡Hasta hicimos el crucigrama de Ocón de Oro ! Antes de que nos diéramos cuenta, se acercaban las doce.

Juan Luis no dejó de asomarse al balcón para ver si llegaban y acabé por tomar su gesto de impaciencia como algo que, en el fondo, hacía por mí.

—¡Ya están aquí! —gritó—. ¡Abre la cancela!

Corrí a la cocina para abrirles desde el «telefonillo» y esperamos detrás de la puerta. Me sentí raro al ver allí a Jesús con Lupe porque creí que iba a llegar con mala cara y, sin embargo, entró muy contento y nos besó feliz de volver a vernos.

—¿Queréis tomar algo? —pregunté—. Ya es medio día.

—¡Anda, anda! —contestó Lupe con la alegría que solía hacerlo—. Dame ese teléfono, que no podemos perder el tiempo.

—¡Hazle caso a ella, que es la que sabe!  —Apostilló Jesús convencido.

—El teléfono está aquí —Saqué la agenda del cajón—. Mejor que nos digas qué tienes pensado. Lo que hay que averiguar es si Fidel está allí y cómo les va a los dos.

—¡Un momento! —Levantó la mano—. Hoy no puedo hacer una llamada de negocios. ¿Quién trabaja los sábados?

—Yo trabajo los sábados —dijo Juan Luis—. Como todo el mundo.

—Claro —contestó retomando el asunto—. La que no trabajo soy yo. Acabaré siendo una mala solterona…

Leyó en la agenda, pareció memorizar el número —que era muy fácil— y descolgó el teléfono con seguridad comenzando a marcar inmediatamente.

—¿Oiga? —gritó—. ¿La bodega? […] Sí, sí. Quería saber si pueden avisar a Migue el quesero… […] ¡Claro que espero! Es para «un asunto de negocios» —recalcó exageradamente la frase.

Se volvió a mirarnos y Jesús le hizo un gesto como si preguntara qué pasaba. Tapó el auricular para hablarme:

—Que dice que va el Abe a avisarlo. ¿Quién es ese?

—Es un chico muy simpático —le dije—. Creo que es un poco retrasado y lo tienen allí de mensajero. ¡Es un encanto de chaval! Le gusta ir a avisar. Lo de Abe es porque se llama Abelardo.

—¡A esperar entonces! —dijo mirando al techo.

—Verás como todo se arregla, Tomás —me dijo Jesús con sinceridad.

Pasó un ángel. Hubo un silencio largo —de varios minutos—, que sólo interrumpió Lupe para decirme: «No te preocupes; yo pago la conferencia».

—¿Sí? —habló al fin—. ¿Es Migue el quesero? […] ¡Ah, no se preocupe! Soy Lupe y llamo desde mi empresa, que es de ultramarinos. […] ¡Sí, sí! Estoy muy interesada en hablar con usted… […] ¡Claro! ¡Por supuesto! No hable nada en voz alta y disimule, Migue —gritó en tono cordial—. Le tengo buenas noticias. No conteste nada y disimule… Está aquí conmigo Tomás. ¿Lo recuerda? […] ¡Tranquilo, tranquilo! No diga nada. ¿Le paso con él? […] Que dice que sí —me pasó el auricular—. Creo que está muy contento.

—¿Migue? —pregunté con temor.

—Sí, soy yo —contestó nervioso.

—Soy Tomás. Mejor que no digas nada. Contesta «sí» o «no» y suelta alguna frase como si hablaras del negocio de tus quesos con Lupe. ¿Puedes?

—¡Ah, sí, sí! —dijo algo inseguro—. Ya sé. ¿De qué se trata?

—Lo primero que quiero decirte es que me acuerdo mucho de ti…

—¡Eso me parece bien! ¿Cuánto querría comprar?

—¿Ha vuelto Fidel al pueblo?

—¡Sí, está aquí…! Quiero decir, que todo se fabrica aquí.

—Bien. Escucha con atención y suelta alguna frase de esas de vez en cuando.

—¡Sí, señora! ¡A su disposición! —se había tranquilizado.

—¡Verás! —tragué saliva—. Quiero ir mañana al pueblo a veros. Ya sabes cómo han ido las cosas…

—¿Al pueblo? —exclamó asustado.

—Al pueblo… A revisar el estado de los quesos, ¿entiendes?

—¡Claro, claro, señora! —respondió con naturalidad—. Puede tomar unas muestras, si quiere.

—¡Eso es, Migue! Sigue así. Ahora necesito saber cómo está el tiempo por allí.

—¿El tiempo? —hizo una pausa como si mirara a la calle—. Parece que no va a llover, señora. Si necesita venir…

—¡Estupendo! Si es verdad que no llueve me presentaré allí mañana con unos amigos. Quiero verte y hablar con Fidel. ¿Cómo estás?

—Bueno… Todo normal… ¡Ya sabe! Según los kilos que compre.

—¡Muy bien, Migue! Ahora escucha los planes. Si no estás conforme, me dices alguna frase para que lo entienda.

—¡Sí, claro!

—Creo que ha habido unos malentendidos y Fidel se ha vuelto. ¿Cómo está él?

—Ehhhh… Está bastante fresco. Hay otros quesos más curados.

—Quiero que te vengas con nosotros. ¿Qué te parece?

—¿Yo? —exclamó—. ¡No, no sé! Tendría que pensarlo… Es mucha cantidad de golpe, ¿sabe?

—¡No hay tiempo para pensar, Migue! Empiezo a trabajar el lunes. Piénsalo ya. Mañana voy a aclarar todo con Fidel, pero no voy a dejarte en ese sitio pudriéndote.

—¡Yo no sé hacer nada! —gritó—. Esas cosas… Las cuentas no las llevo yo, señora.

—Pues vas a tener que llevarlas tú ahora —dije gravemente—. No quiero agobiarte. Así que dime, como sea, si te llamo más tarde. ¡Tienes que decírmelo hoy!

—¿Hoy? —preguntó angustiado—. ¡Es muy pronto! Hmmm… Tengo que preparar… la mercancía, ¡ya sabe!

—Lo entiendo. Llamará Lupe esta tarde; sobre las cuatro. Necesito que hables con Fidel para avisarle. Dile que todo está bien; todo solucionado. Y tú tienes que decirme, a esa hora, que te vienes. ¡Déjate de pamplinas! Aquí no necesitas de nada.

—¡Eso es mucho correr! —me pareció desanimado—. Intentaré ver la mercancía que tengo, pero me da usted pocas horas para… cerrar el trato.

—¡Los negocios son los negocios, guapo! Sé que no quieres quedarte ahí.

—¡No! ¡Es verdad! A las cuatro intentaré dale una respuesta. Estaré aquí esperando. Me gustaría decirle algo… pero…

—¡No, no digas nada! Imagino lo que quieres decirme. Plantéalo todo bien. A las cuatro te llama Lupe y me pongo, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo, señora! A las cuatro espero su llamada.

—Te quiero, Migue —bajé algo la voz—. Os quiero demasiado para dejaros ahí. No me falles. Te quiero.

—¡Yo también! —grito—. ¡Parece que esto se corta, señora! ¡Vaya! —dijo a alguien cercano—. Se cortó la conferencia. Me llamará a las cuatro. ¿Le debo algo?

Colgué. Estaba llorando. Juan Luis se acercó a mí y me abrazó con fuerzas, porque sabía cómo tenía que ser una conversación así. Jesús se acercó por la espalda y se fundió en nuestro abrazo. Lupe nos miró con una profunda sonrisa de tristeza. Había que esperar hasta las cuatro.

(Continúa: Décima vida)