El chico del pito: Décima vida

Penúltimo capítulo: Un intento complicado para unir a los protagonistas.

X Décima vida

1 — Analizando el entorno

Pude comprobar en aquellos momentos que pasamos en casa, después de la llamada, hasta dónde podía confiar en mis conocidos. Juan Luis, el que se había convertido en mi mejor amigo en pocos días, se entregó a mí por entero. La experiencia de habernos dicho que nos queríamos cambiaba todos mis esquemas. Lupe, aquella amiga íntima del club, mi pañuelo de lágrimas, con la que había compartido siempre todos mis problemas —y los suyos—, había dejado de ser una amiga de los más altos miembros del club, pasando a ser una amiga personal… Y Jesús.

Siempre había pensado que Jesús no era más que un chico muy atractivo, al que conocí un día en el patio del instituto, y cuyos pensamientos estaban únicamente enfocados al sexo con los demás. Jamás había visto en él un atisbo de amistad o de cariño. Estaba viéndole esa parte que nunca dejaba ver y que era mucho más atractiva que su cuerpo y sus cabellos rubios, o su forma de follar. La «gran puta del club» me dejaba ver, de una vez por todas, que era, ante todo, un ser humano con sentimientos. Y al conocer esa otra faceta de su vida, también comprendí por qué, de una forma o de otra, había apreciado Fidel un gesto de cariño suyo que lo desconcertó.

En aquella corta reunión, mientras serví un vino y unos aperitivos, no se habló sobre quién estaba más bueno o quién lo hacía mejor en la cama, sino de los sentimientos que se cruzaban entre cada uno de nosotros. El gran desconocido, Jesús, nos mostró su cara más dulce; más amable.

Mientras estuvimos hablando los cuatro, después de mi narración sobre la llamada, tuve siempre a ese chico, distante y simplemente atractivo, expresándome sentimientos.

—Cuando me dijo Lupe que quería llamar —comentó Jesús ilusionado—, supe que ibas a volver a tener a tu lado a Fidel. No puedes perderlo, Tomás. Es más que un simple chico guapo; no es ese chico del pito que conociste en un lugar perdido, sino un ser que destila amor. Debes cuidarlo mucho.

—Así lo haré —respondí—. No está preparado para una vida como la nuestra. Traspasa esas barreras de lo material y, jugar con él en la cama, es no entender que para él todo es sentimiento.

—Esa llamada de las cuatro —apuntó Lupe—, puede ser más importante de lo que pensáis. La conversación con Migue me ha gustado. Estoy segura de que los dos, independientemente de que se vengan a… «este lugar civilizado», lo que quieren es tenerte cerca, Tomás. Tú mismo me comentaste que Migue quería que te quedaras con él. Las cosas han cambiado. Ahora no estamos hablando de que te traigas a ese chico como trajiste a Fidel; hablamos de la posibilidad de que cambie su vida.

—Sin duda es así —aclaró Juan Luis—. Creo que se vendrán los dos sin dudarlo. Fidel tiene aquí al único ser que ama —Me señaló con la mano abierta— y Migue dejará de estar aislado y tendrá la posibilidad de rodearse de gente que piense como él; gente con quien compartir su vida… Y no hablo de sexo.

—Sé que Migue también me quiere —razoné—. Cuando sales de este mundo del club, de ligues, de pollas en vinagre, te das cuenta de que hay gente que ama; que ama de verdad. También he descubierto que se puede amar a más de una persona. ¡Esas cosas que nos parecen tan difíciles!

—No son tan difíciles, Tomás —aclaró Lupe—. Vosotros estáis inmersos en un mundo que os margina, que os condena. Tenéis que esconderos para expresar lo que tenéis en la mente… y al final, acabáis cayendo en la trampa del sexo fácil como única forma de articular sentimientos.

—Pero no es tan sencillo como dices, Lupe —intervino Juan Luis—. ¿Por qué no iban a poder amarse dos hombres a escondidas? ¿Es que un hombre y una mujer lo hacen siempre en público? Yo no veo más símbolos que una boda o una pareja con hijos; el resto de su vida es privada. Nosotros ni tenemos boda ni tenemos hijos. Es amor con sexo… O simple sexo, que también existe con mujeres.

—La diferencia —dijo Jesús—, es que si la gente sabe que hay dos hombres que se aman, no se alegra, se escandaliza. No gusta el amor o el sexo entre hombres… Y no está tan mal visto entre mujeres.

—¿Tú crees? —preguntó Lupe intrigada—. ¿Qué diferencia piensas que hay?

—¡No lo sé! —razonó—. Estoy harto de ver a mujeres machorras salir juntas. Todo el barrio sabe que viven juntas… ¡Sí, se comenta!, pero no son objeto de mofa como lo son don hombres. En mi barrio es así.

—Pues este barrio es algo distinto… —puntualizó Juan Luis—. He visto a hombres depilados y pintados gritándose abiertamente desde una acera de la calle a la otra; como dos mujeres. Todo el mundo sabe que cada uno tiene su pareja… y todo el mundo dice… «¡Ahí van la fulanita y la menganita!». Hacen gracia, no lo dudo, pero nadie piensa en condenarlos. Otra cosa es que no sean afeminados o travestis. Si se sabe que dos hombres, ¡dos hombres machos!, viven juntos, empiezan los chismorreos: «¡Uff, esos dos cosen para la calle! ¡Son maricones! ¡Yo ni me acerco!».

—No es tan drástico —intervine—. Creo que todo depende de quiénes sean. ¡Si es un hombre casado…! —Hubo miradas de confusión—. El ejemplo de que no es así, está ahí abajo, Juan Luis. Jacinta todo lo observa y todo lo sabe. Me ha pedido que no deje a Fidel; que vaya a buscarlo. Piensa que tiene un gran corazón y, según veo, me tiene cierto afecto. Su deseo es vernos juntos.

—¿En serio? —preguntó Jesús asustado—. Esa mujer sabe más de la cuenta… ¡Menos mal que es prudente!

—¿Alguien piensa que nadie más lo sabe en este barrio? —comentó Juan Luis riéndose—. ¡Vamos! Todo el mundo sabe adónde vamos y cómo ligamos. A nadie le va a pasar nada si lo descubren. Siempre hablo de evitar el escándalo. ¡Este Gobierno censura los besos de las películas! ¡Por Dios, es que no nos damos cuenta!

—Siempre tengo muy presente todo eso que me revelaste, Juan Luis —le dije—. He conocido a mucha gente como nosotros y puedo asegurarte que todos son bastante discretos. Jamás he oído de alguien que haya tenido problemas con los grises o con la Justicia por este motivo. ¡Qué importa que haya que ser discretos! ¿Os molesta? ¿Me he caído de un guindo?

—No creo —contestó—. De eso me habló mucho Tele. Insisto en que nadie va a tener problemas si no aborda a uno que se crea muy macho y le dé un par de guantazos; o a un menor. ¡A esos ni nombrarlos!

—Pero… —exclamé incrédulo—. ¿Sabes a qué edad tuve mi primera experiencia en el colegio? ¿Quieres que te diga cuántas miradas insinuantes veo entre algunos de mis alumnos? ¡No se me escapa una sonrisa cautivadora de chico a chico! En la clase no hay chicas, claro. Pienso que si algún día fueran clases mixtas, le haríamos un flaco favor a esos chicos; se sentirían discriminados.

—¿Quién sabe? —confesó Jesús—. En estos días he aprendido algo muy valioso para mí. Desde que conocí a Crispín y a Tomás, en el instituto, he conocido a demasiada gente como nosotros. Es increíble descubrir este mundo que nadie ve y, si en el club somos más de cincuenta, es porque hay otros cien que decidieron no integrarse. ¡Somos muchos! ¿Qué queremos? ¿Qué exigiríais al Gobierno? ¿Qué nos deje besarnos y follar en público? ¡Qué disparate! No me siento marginado…

—Hay casos y casos, Jesús —aclaró Juan Luis—. Quizá dependa del comportamiento de cada persona. Un chico muy tímido debe pasarlo muy mal.

—¿Mal? —preguntó Lupe sorprendida—. Una chica tímida se siente muy mal si le gusta un chico; no puede decírselo.

El tiempo pasaba muy deprisa y quería invitarlos a un buen almuerzo. Les aconsejé que no hablasen del tema fuera de casa y, una vez que se recogió todo, salimos del bloque sin que —aparentemente— nos viera nadie.

2 — El otro mensaje

Tampoco se habló mucho —y fue en clave— en el restaurante. Todos deseábamos que llegasen las cuatro para saber qué iba a ocurrir. Lupe nos avisó con tiempo y volvimos a casa con gran expectación; ella misma sería la que volviese a marcar y a ponerme con Migue. Tuve miedo.

—Vamos a esperar un poco —dijo Lupe mirando su reloj—. Mejor llamar a las cuatro y cinco… Parecerá que Migue espera una llamada importante y que es realmente de negocios. No sabemos qué puede pensar la gente de la bodega y, si aquello es como dices, mejor que no sospechen nada. Podría ser que tuvieran que quedarse…

—Espero que no —espetó Juan Luis—. Mejor no pensar en eso.

Todos encendimos un cigarrillo cuando faltaban minutos; el nerviosismo se nos había contagiado porque, solamente con pensar que alguno de los dos dijera que no, veíamos aparecer un grave problema.

Lupe marcó sin apartar la vista de la agenda y, cuando aún sonaba el dial volviendo a su sitio desde el último número, nos miró a todos dando una profunda calada a su cigarrillo.

—¿Oiga? —gritó—. ¿La bodega? […] Sí, sí; soy la señora que llamó antes. […] ¿Ya está ahí? ¡Ay, gracias! Páseme con él —Nos guiñó un ojo—. […] ¿Migue? Soy Lupe, la de los «ultramarinos». […] ¡Claro que está aquí conmigo, criatura! Te lo paso… Un beso y pórtate bien. ¡Nos veremos allí! —Me tendió la mano con el auricular —. ¡Ahí lo tienes esperándote!

—¡Migue! —exclamé como si lo tuviese delante.

—¡Gracias a Dios! —exclamó él—. Creí que no llamabas… —hubo una corta pausa—; ¡señora!

—Hemos dejado pasar algo de tiempo… ¿Cómo estáis?

—¡Nerviosos! —dijo intentado no gritar.

—¡No hables, Migue! Recuerda que tienes que disimular como si hablaras de tus quesos.

—No, señora; nerviosos porque… «nos interesa el negocio».

Creí que iba a perder el conocimiento. En una sola frase, en un instante, me estaba haciendo tan feliz que creí que iba a colapsarme.

—¡Qué alegría, Migue! —hice gestos a mis compañeros mostrándoles el pulgar hacia arriba; hubo cuchicheos—. ¡Cuidado con lo que dices! A ver cómo me explicas lo que hayáis hablado. Mañana estaremos allí… sobre las doce; a medio día.

—¿No puede ser antes? —preguntó angustiado—. Verá usted… Podría esperarla a la entrada del pueblo; allí tengo a los animales, ¿comprende?

—¡Claro que comprendo, Migue! Dime a qué hora os viene bien.

—Sería mejor a las diez… Creo que lloverá por la tarde.

—Entonces… entonces… ¿os recogemos en el tinado?

—Sí, sí. Están todos los documentos preparados… ¡los dos presupuestos! Allí se los entregaré.

—¡Qué alegría! —Saqué otro cigarrillo—. Dime cómo estáis… si puedes.

—¡Claro! ¡Muy bien! Todo será embalado para que llegue como usted desea…

—¿Cómo? No entiendo.

—Le digo que los dos quesos… los dos tipos de queso, están muy cuidados.

—Creo que te entiendo, Migue. ¿Estáis contentos?

—¡Sí, sí, claro! Encantados, señora.

—Mañana a las diez…

—¡Espere, señora!

—¿Sí? —pregunté con cierto temor—. ¿Qué pasa?

—Es que tengo aquí conmigo a un chico al que le interesa «ese puesto de trabajo» que ofrece. ¿Quiere hablar con él?

—¡Claro, que se ponga!

Miré estupefacto a mis acompañantes y supieron al instante lo que estaba pasando —¡Es Fidel!—. Me sudaba la mano que sostenía el teléfono.

—¿Oiga? —oí.

—¿Fidel?

—Sí, señora. Soy Fidel y estoy interesado en ese trabajo.

—¡Cariño! ¿Cómo estás?

—Muy bien, señora. Me alegro mucho de oírla. Estoy seguro de que le seré muy útil a su lado.

—Te vienes, ¿verdad?

—¡Claro! Lo que usted me diga; ya lo sabe…

—Te quiero —proferí avergonzado sintiéndome observado—. No deberías haberte ido. Sabes que aquí está tu hogar.

—Muchas gracias; lo sé. Por eso… me ofrezco para ese puesto. Hasta mañana.

—¡Espera!

Se cortó la comunicación, colgué despacio y disimulé cierto desasosiego.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Lupe acercándose—. ¿Hay problemas?

—¡No! Ninguno. Creo que habréis entendido lo que pasa. ¡Se vienen!

—¡Ay, hijo! —exclamó abrazándome—. ¡Has puesto una cara de disgusto…!

—No pasa nada… Ha colgado sin despedirse. Mañana a las diez.

—Habrá que salir muy temprano; de madrugada —dijo Juan Luis dando vueltas por el salón—. Para estar allí con tiempo saldremos a las cinco.

—¡Me apunto! —exclamó Jesús levantando el brazo—. Os llevo en mi furgoneta, que es amplia, cómoda y cabe gente atrás escondida… ¡Por si acaso!

—Según he entendido —dijo Juan Luis entre risas—, no hay que invitar a Lupe…

—¡No, hijo! —le contestó con su desparpajo—, yo sola ya me he invitado. ¡No me pierdo esta! ¿Queréis creeros que hasta me emociona? Y esto de conocer ese lugar tan extraño…

—No vamos a entrar en el pueblo —aclaré—. En realidad tiene poco que ver, aunque sea verdaderamente curioso, pero Migue me pide que lo esperemos en el tinado, donde guarda a sus cabras y sus ovejas. Está antes de llegar, así que tendremos que conformarnos con verlo a lo lejos… ¡No vamos de turismo!

—¡Eso tiene remedio! —intervino Jesús—. ¡Llevo mi furgoneta! Nos vemos en ese sitio y os escondéis detrás. Podremos ver ese lugar sin ser vistos. Conduciré yo como un despistado que se ha perdido.

—No es mala idea, Jesús —dije—. De todas formas, os advierto que vais a ver bien poco. Tendrás que entrar hasta la plaza y podrás subir algo por la calle donde yo estuve viviendo… Luego, tendrás que dar la vuelta en una bocacalle para bajar y salir de allí.

—Y… ¿a qué viene eso de quedar en el campo? —preguntó Lupe extrañada.

—No estoy muy seguro —dije—. Hemos hablado en clave y no lo sé exactamente. Migue me ha dicho que a las doce no, porque va a llover por la tarde… ¡No lo entiendo muy bien! Sé que su padre, el quesero, dice con exactitud cuándo va a llover y cuándo va a escampar, pero ir dos horas antes no remedia nada.

—¡Es igual! —comentó Lupe—. Ya lo sabremos. Lo importante es que se ha llamado, que están bien y… ¡que se vienen! ¡Esto hay que celebrarlo!

—¡Vale, vale! —moderé los ánimos—. Lo celebraremos pero… nada de alcohol. Y Jesús menos, que tiene que conducir mañana. Por cierto… Tendremos que acostarnos temprano. Para estar allí antes de las diez habrá que salir a las cinco. Eso significa levantarnos a las cuatro, ¿no?

—Yo lo he pasado muy bien, chicos —dijo Lupe—. Ha sido un día muy agradable y una conversación muy amena. En cuanto lo diga Jesús, nos vamos a casa. A cenar y a descansar…

3 — Largas vísperas

Jesús y Lupe salieron de casa sobre las seis, ya anocheciendo, para descansar bastante y recogernos a las cinco. En realidad iríamos con tiempo de sobra. La furgoneta de Jesús era nueva y no había mucho riesgo de averías como para llegar tarde. Les advertí que llevasen ropa de abrigo, y para el agua, y se hicieron algunos planes para desayunar en el camino y almorzar a la vuelta.

Sabía que llegaríamos a casa muy cansados y, al día siguiente por la mañana, comenzaría yo mi trabajo. Juan Luis había precipitado los acontecimientos y, cuando lo pensamos tranquilamente, no podíamos creer que todo hubiera salido tan rápidamente. Preparamos café y pusimos música suave para poder relajarnos.

—Si no insisto —me dijo ya solos—, hubieras pensado esto demasiado. Creí que la primera respuesta iba a ser negativa. Se trataría entonces de esperar una semana o dos, dependiendo de lo que dijeran. Imagino que ha pasado algo que les ha hecho reaccionar en poco tiempo.

—Era una cita muy difícil, Juan Luis. Migue se resistía y creí que no iba a venirse. Pienso que Fidel tiene que haberle dicho algo para convencerlo.

—Es posible —comentó—, pero tampoco entiendo que Fidel se haya ido y, de repente, decida volverse.

—Lo conozco —pensé—. Fidel tiene que haber recibido un mensaje claro. Su idea era la de alejarnos y descubrir si podíamos vivir el uno sin el otro. Una llamada tan rápida, desde aquí, es algo más que una señal mía. Podía haber preguntado por él y ha sido Migue el que se lo ha dicho. Han tomado la llamada como… con verdadero interés. Habrán pensado, incluso, en el hecho de que les haya llamado una mujer.

—Bueno, Tomás —dijo besándome la mejilla—; lo que importa aquí es vuestra felicidad. Vuestra unión era más que firme. ¿Por qué dejarla deshacerse porque este dijo esto y el otro dijo aquello? Fidel te insistía en que te amaba y tú eres consciente de que es cierto y de que lo amas. Únicamente era su miedo a este mundo. Tu llamada, ahora, es una forma de responder a sus dudas… Estoy seguro.

—Necesita confiar en sí mismo, es cierto. No cometeré ese error con Migue… Incluso te diría que puede ser más sensible que Fidel. Mejor no meterlo en el club hasta que haya asimilado la vida en la ciudad. El club es un mundo aparte.

—Así es —razonó—. Tampoco podrían comprender cómo es posible que vaya la gente a una calle concurrida, de día, a ligar descaradamente. Para nosotros eso es… casi natural. No nos damos cuenta de cómo es este mundo en el que estamos sumergidos.

Hablamos mucho, salimos a pasear al aire libre, tomamos una cena ligera y nos acostamos pronto.

—¿Vamos a dormir? —me preguntó al acostarnos—. Tenemos que descansar bastante.

—Me asusta un poco lo del viaje, Juan Luis. Creo que va a costarme trabajo conciliar el sueño. Abrázame.

Me abrazó un tanto dudoso. Percibí que no quería pegar demasiado su cuerpo al mío. Eché mi brazo sobre su cintura.

—¿Ves? —susurró—. También a mí se me presentan estas dudas. Sé que esta es la última noche que estaré contigo.

—¿Y por qué no la disfrutas? —pregunté—. ¿Tienes miedo?

—No vamos a dormir nada. Te conozco…

—¡Vamos, Juan Luis! También puede ser mi última noche contigo.

Tomó mi cara entre sus manos, me besó leve y repetidamente y, poco después, tiré de su cuerpo con el más profundo de los deseos. Era, posiblemente, la última noche que pasaría con él. Me sentí extrañamente aprisionado en una despedida de soltero.

No pude evitar acariciar su paquete y tirar de sus slips al momento. Necesitaba sentirlo dentro de mi mano; dentro de mi cuerpo; dentro de mi vida. Era el ser más maravilloso con el que había compartido mis vivencias, al mismo tiempo que Fidel. Ni uno estaba por encima del otro… ni al revés. Amar así a dos personas al mismo tiempo sí que era una tortura.

Disfruté de su cuerpo y de su compañía tanto como él disfrutó de mí. Nos besamos como si ya no fuésemos a vernos nunca más. ¡Qué tontería! Teníamos libertad suficiente como para acostarnos juntos cuando quisiéramos, sin que ello influyera en mi unión con Fidel y, sin embargo, parecía que los dos estábamos concienciados de que no deberíamos volver a hacerlo. Lo amé como si fuera la última vez y, cuando me separé de su cuerpo, no pude aguantar un gemido desgarrador.

Me abrazó por la espalda y me acarició como a su niño; como a algo muy suyo. Me fui relajando y caí en un sueño profundo.

4 — Viaje a ningún sitio

Lo imaginaba. Dormía profundamente cuando me llamó Juan Luis:

—¡Vamos, levanta el jopo, Manué ! —dijo casi en susurros—. No hay tiempo que perder. ¡A la ducha, a afeitarse y a vestirse! Estos dos estarán al llegar.

—¿Pero qué dices? —mascullé medio dormido—. ¡No son las cuatro! ¡Eres el reloj de Pamplona, de verdad!

—¡Y tú eres la carabina de Ambrosio! —dijo saltando de la cama—. Yo mismo prepararé el desayuno…

—¡Se va a levantar un guardia! ¡Falta una hora! —Me di la vuelta.

—¿Cómo? —exclamó acercándose deprisa—. ¡Las cinco están al caer! A ese despertador hay que darle cuerda de vez en cuando, ¿sabes? ¿Dónde tienes el molinillo del café?

—Voy… —gruñí haciendo un esfuerzo para levantarme—. Parece que me han dado una paliza. A ver quién es el guapo que trabaja mañana…

—¡Ay, alma de cántaro! —profirió como una maría —. ¡Menos mal que estoy aquí!

Se fue a la cocina y encendió la luz. Al mirar mi reloj supe por qué estaba tan inquieto. El despertador no estaba en hora. Me levanté de un salto cuando me di cuenta de lo que pasaba. Apenas teníamos un cuarto de hora para prepararnos.

—Yo preparo el desayuno mientras te duchas —dije entrando en la cocina—. No sabes dónde están las cosas.

—¡Bueno! —exclamó—. ¿Quieres ver algo de magia? ¿A que no me equivoco si te digo que los cubiertos están en este cajón? —Puso la mano sobre el cajón de los cubiertos.

En poco tiempo estábamos desayunando vestidos y sin afeitarnos y, antes de tiempo, sonó el portero automático.

—¿Quién es? —pregunté.

—¡Tu tía Frasquita! —gritó Lupe desde abajo.

—¿Te abro?

—¿Cómo que si me abres? ¡Bajad, que es tarde!

Había un interés máximo de todos ellos por lo que íbamos a hacer. Di un repaso al piso a toda prisa y, en un minuto, estábamos abajo.

La furgoneta de Jesús era amplia y cómoda, así que decidí sentarme delante con él; Lupe y Juan Luis harían el viaje atrás. Me llevé las manos a los bolsillos como si se me olvidara algo. No faltaba nada y no nos iba a hacer falta nada; sólo la documentación y dinero.

Indiqué a Jesús por dónde debería tomar y, la primera parte del viaje —por la carretera nacional—, fuimos bastante callados. Cuando tomó el primer desvío, comenzamos una divertida conversación. Todos querían saber detalles sobre el pueblo y si estaba lejos. Decidí no darles demasiadas pistas para que supieran, en su momento, a qué clase de lugar nos estábamos desplazando.

Cuando llegamos al último pueblo, todavía a unos cincuenta kilómetros de allí, le dije a Jesús que llenase el depósito de gasoil. No íbamos a encontrar otro surtidor hasta que volviésemos a ese mismo punto. Nos bajamos a tomar algo antes de seguir y, sin perder mucho tiempo, emprendimos el camino. Comenzamos a adentrarnos, muy lentamente, en unos paisajes que llamaron su atención.

—¿Hay que subir allí? —preguntó Jesús impresionado.

—Sigue adelante —le indiqué—. No hay otro camino. Ahora vais a empezar a sentir lo mismo que yo, el día que me vine. No os digo nada. Miráis alrededor y vais observando cómo cambia el paisaje.

—Conozco esta zona —apuntó Juan Luis—, pero no sé qué lugar es ese. Nunca he entrado por esta carretera a la sierra. ¿Tienes un mapa Michelin o Firestone ?

—¡Déjate de mapas! —le dije—. Mirad fuera y me vais comentando… A ver si es que yo he imaginado monstruos donde no los hay.

Vi cómo miraban el paisaje con atención. En pocos kilómetros, la carretera se hizo estrecha y curva. Comenzamos a subir y Jesús tuvo que reducir la marcha. Poco a poco nos fuimos sumergiendo en aquel mundo gris atravesando penachos sueltos de niebla; hasta que empezó a llover.

—¿Pero cómo es posible? —exclamó Lupe—. Tendré que pensar que soy una ignorante. No sabía que existiera un sitio así tan cerca… Relativamente cerca. Se siente la tristeza y el aislamiento antes de llegar. Me pitan los oídos por la altura.

—Ya no empeorará mucho —le dije—. Quizá llueva algo más.

Pasando un puerto un tanto alto, casi en la cima de aquellos riscos, comenzamos la pequeña bajada hacia el pueblo. Aquel era el lugar, más o menos llano, que se inundaba con la lluvia. Estábamos muy cerca.

—¡Hay agua en la carretera! —exclamó Jesús frenando—. ¿Hay que pasar por ahí?

—Sí, no te preocupes —apunté—. Apenas hay agua ahora. No vas a salirte de la carretera porque se distinguen claramente las cunetas inundadas.

Siguió conduciendo con mucho cuidado atravesando el agua y, cuando nos acercamos a la siguiente curva, les avisé de que llegábamos al lugar de encuentro. Cada vez se oyeron menos palabras…

—¡Allí, allí! —grito Lupe—. ¿Son esos dos hombres?

Efectivamente. Al lado derecho de la carretera, en la ladera de aquel monte, había dos figuras muy abrigadas y embozadas. Reconocí a Migue por ser el más alto; el otro era Fidel. Cada uno tenía a su lado una antigua maleta. Uno de ellos, Migue, nos hizo señas con el brazo. Nos acercamos despacio hasta que Jesús se detuvo en un pequeño ensanche antes del lugar donde se encontraban.

Bajamos de la furgoneta a toda prisa y ni siquiera pensamos en que metíamos nuestros pies en el agua. Migue y Fidel corrieron hacia mí, que esperaba paralizado a que se acercaran.

—¡Tomás, mi vida! —Me abrazó Fidel llorando.

Migue nos miraba un poco rezagado y, cuando le hice señas, se acercó a besarme.

—¡Hola! —exclamó mirándome fijamente—. Creo que no sé lo que hago.

—¡Vamos, no hay tiempo! —grité nervioso—. Hay que subir al coche. Coged esas maletas. Que se monte Lupe delante con Jesús. Nosotros iremos detrás.

Me abracé a Fidel al sentarme a su lado. No podía creerlo. Oír su voz otra vez trajo a mi mente muchos instantes pasados y no pudimos movernos durante un rato. Curiosamente, Juan Luis abrazó a Migue y le oí decirle algunas palabras al oído. Comentamos algunas cosas sueltas y se fueron quitando el embozo.

—No quiero interrumpir —dijo Jesús asomándose entre los asientos—. ¿Sigo adelante?

—¿Adelante? —exclamó Fidel asustado.

—No es nada, Fidel —le dije—. Jesús y Lupe tienen cierto interés por entrar en el pueblo y curiosear. No van a vernos.

Los dos me miraron con cierta desconfianza y les hice un gesto tranquilizador. Allí detrás no se nos vería. Lupe tuvo que limpiar el vaho del parabrisas para poder ver algo, mientras el coche se ponía en marcha, despacio y otra vez cuesta arriba.

No dejé de abrazar a Fidel, y una de mis manos se aferró con fuerzas a la de Migue, que seguía casi abrazado a Juan Luis. Al entrar por la calle principal hubo un silencio total hasta llegar a la plaza. Jesús detuvo allí la furgoneta y observamos con curiosidad.

Las farolas estaban encendidas en aquel lugar desierto y cubierto de brumas. La puerta de la bodega estaba cerrada, pero se veía luz. Migue y Fidel no se movieron del asiento y Juan Luis y yo nos asomamos un poco. Les expliqué lo único que sabía e indiqué la calle por donde teníamos que subir.

Pasamos por la puerta de la que fue mi casa durante un mes largo y, al llegar a la esquina de la calleja donde vivía Migue, observé el portal abandonado que me refirió Fidel; aquel lugar escondido y oscuro donde los dos se encontraron por primera vez. Hice señas para que Jesús diese la vuelta allí y me dejé caer en el asiento junto a mi querido chico. Ya no pudimos dejar de besarnos.

5 —Retorno

Apenas estuvimos allí unos minutos. Jesús sabía cómo volver hasta la salida, porque no había posibilidades de perderse. Entre beso y beso, miré a Migue con ilusión apretando más su mano. Él volvía la cabeza a veces, para echarla sobre el hombro de mi querido Juan Luis. Había una cierta complicidad en aquel abrazo. Yo tenía a quien más quería a mi lado y, seguramente, Migue se sintió arropado por Juan Luis.

—¿No vais a contarnos algo de este sitio? —preguntó Lupe mirando atrás con interés—. En cierto modo me gusta.

—No es un lugar feo —habló Fidel con dulzura atrayendo las miradas—. Es nuestra tierra. Es muy triste, quizá, pero es el lugar que siempre hemos conocido. Migue no sabe las cosas que va a ver… Una ciudad con calles anchas y llenas de coches…

—Así es, Fidel —dijo Lupe echando su brazo atrás para acariciarlo—. Eso ya lo conoces y, aunque no os guste demasiado, es un lugar mejor que este para vivir, ¿no?

—¡Lo es! —asintió—. Aquí sólo hay una línea de teléfono y otra de electricidad. Cuando llueve mucho decimos que se rompen los caños. Las piedras se abren y sale agua del suelo. Las líneas de la luz se cortan y todo esto se queda separado del mundo durante mucho tiempo… ¿Una semana? ¿Un mes? Tomás lo sabe.

—No es una sensación agradable —dije mirando a Juan Luis—. El silencio absoluto se rompe y aparece un murmullo incesante y sordo de la lluvia. Puede durar días y noches enteras; sin parar.

—Cuando llueve así —continuó Fidel—, las calles se convierten en ríos caudalosos y no se puede salir de las casas. Por eso todas tienen escalones en la entrada.

—Dice mi abuelo —rompió Migue su silencio—, que su hermano llegó a casa cuando pequeño muy asustado. Le gritaba a su padre que iba a pasar algo: «¡Padre, padre, algo va a pasar, que están amarrando las casas con cuerdas!». Lo único que estaba ocurriendo era que estaban tirando los cables, instalando la electricidad.

Hubo unas risas contenidas y Lupe lo miró con dulzura. Migue era tan llano y abierto como Fidel; algo más tímido, quizá. Lo que parecía un chiste, era una triste realidad; y no demasiado lejana en el tiempo.

—Algunas casas —continuó—, tienen ciertas comodidades; otras no. En mi casa hay una sola bombilla y un solo grifo.

—Es cierto —aclaró Fidel sin dejar de acariciarme—. Aquí no tiene mucho sentido comprar un frigorífico. ¿Para qué? Cuando se corta la luz hay que tirarlo todo. ¡Y no hace calor! Lo que se hace es vivir al día. Se compra la comida y se gasta. Sólo hay matanza los miércoles… y no se come pescado.

—Fidel no se había comido nunca un donut —aclaré—; hasta que llegó a casa.

—Creo que comprendo todo —dijo Jesús sin dejar de mirar adelante.

Fidel y yo mantuvimos una corta conversación entonces. Quería saber por qué había decidido irse al pueblo y por qué, en ese momento, estaba seguro de volver a la ciudad.

—Tú me has llamado —dijo—. No lo esperaba y supe que era la señal. Muy pronto, es verdad. Necesitábamos separarnos para conocer nuestros sentimientos. Preferí abandonar la idea de trabajar en la carpintería y vivir solo en un lugar que no me gustaba; me gusta si estás tú.

—¿No les dijiste que te ibas? —pregunté—. Tenías ahí un puesto de trabajo…

—¡Lo tengo, Tomás! —susurró satisfecho—. Me incorporaré mañana lunes. No se ha perdido nada.

—¡Cuánto me alegro! —musité apretándolo contra mí—. Yo también empiezo a trabajar mañana. Cuando paremos a almorzar hablaremos de todo. Hay que presentarle a Migue a sus nuevos amigos y tienes que conocer a Juan Luis. Estamos juntos gracias a él.

—¿De verdad?

No podré olvidar su cara de felicidad; y Migue siguió abrazado a mi amigo y mirando afuera de vez en cuando.

—¿Por qué me pediste que viniéramos a las diez? —le pregunté.

—Es la hora a la que llega el correo y se va —me dijo—. Fidel y yo salimos a esa hora carretera abajo.

—Entiendo…

Durante todo aquel tortuoso trayecto hubo algunos comentarios sueltos; nada de mucha importancia. Todos sabíamos que no era el momento de hacer preguntas y aclarar ideas.

—¡Por fin! —exclamó Lupe al ver un rayo de sol—. No hemos estado ahí ni una hora y he creído morirme. ¡Me muero si me dejan ahí una semana! ¡Cómo entiendo ahora esto!

Al legar al otro pueblo, aunque no estaba el tiempo demasiado soleado, el entorno era muy distinto y comencé a oír algunas risas.

—¿En este pueblo se come? —preguntó Lupe bromeando—. ¡A buscar un comedor!, que se me ha nublado el estómago…

—No es que este pueblo sea mucho más moderno que el otro —advirtió Jesús—, pero en el mismo surtidor hay comidas. Vamos a parar ahí.

Paró en la misma puerta y, cuando fui a bajar de la furgoneta, se agarró Fidel muy fuerte a mi brazo y me miró casi con espanto.

—¡No! —gimió—. ¡Con esta ropa, no!

—¡Espera, espera! —le dije cerrando la puerta—. ¿Qué te pasa con la ropa?

—¡Sé lo que es vestir distinto!

—¿Quieres cambiarte? —le pregunté asombrado.

—¡Sí! —dijo en mi oído—; y Migue también. Le dejaré ropa mía que le esté bien. Este coche tiene mucho sitio atrás… ¡Por favor!

No entendía muy bien su preocupación, pero tampoco era una tontería lo que me estaba diciendo. Observé que Migue también esperaba una respuesta, así que le dije a Jesús que iban a cambiarse atrás. Todos deberíamos bajarnos y esperarlos. Así se hizo.

Esperamos afuera hasta que vi moverse la manija de la puerta. Tiré de ella y salieron relucientes. A Fidel lo había visto vestido con esas ropas de color y, ver a Migue así, fue toda una sorpresa. Lupe se acercó a ellos para besarlos:

—¡Qué guapos estáis, coño! ¡Y qué guapos sois! ¿No hay en ese pueblo un chico tan lindo para mí?

Sonrieron con timidez y se me pusieron uno a cada lado. Tomé sus manos y les hice un gesto para que comenzaran a caminar. Entramos todos en el comedor y era otra vez el momento de disimular. Nos soltamos de las manos y nos miramos con prudencia.

—Somos seis —dijo Jesús al camarero—. ¿Podemos pasar?

—¡Por supuesto, señores! ¡Pasen por aquí! Hoy tenemos una comida exquisita. De primero sopas y cocido, de segundo tortilla campera en salsa y… si quieren un tercero…

—¿Hay postre? —me preguntó Migue con timidez.

—Habrá postre, Migue —le dije—. Seguro que tienen frutas, dulces y café. Pide lo que quieras.

—¿Café exprés?  —preguntó sorprendido.

—¡Ese! —dije con intención de besarlo—. Aquí no se hace ya el café de maquinilla ni de puchero. Hemos desayunado aquí esta mañana.

—¡Quiero probarlo!

—Perfecto. De postre te pides uno.

El almuerzo estaba compuesto por varios platos muy bien cocinados, aunque comprobamos que allí deberían comerse siempre los mismos todos los días.

Nos sentamos en una mesa cercana a un ventanal. Era cuadrada y muy grande; con dos sillas a cada lado. Fidel se sentó a mi derecha y, junto a él, en el otro lado, se sentaron Migue y Juan Luis. Al frente quedaron Jesús y Lupe. El almuerzo estaba servido.