El chico del pito

Un joven irresistible esperaba liberarse. Ambientada en el año 1971.

El chico del pito

1 – Nuevo destino

Comenzaba el curso y tenía que mudarme definitivamente a la sombría casa que había alquilado en aquel olvidado pueblecito de la sierra. Conforme avanzaba por la carretera el día se iba haciendo más oscuro y el cielo se iba tiñendo de gris plomizo. La tristeza se iba apoderando poco apoco de mí; por la lejanía; por la oscuridad.

En aquel pueblo, cuyo nombre prefiero no recordar, salía el sol a las diez de la mañana y a las cuatro – quizás antes – comenzaba una larga y solitaria noche. Era mi nuevo destino para dar clases en un pequeño instituto.

Ya habían llevado los pocos muebles que necesitaría y descargué algunos bultos con ropa, útiles para el aseo y comida. Sólo había visto a una persona por la calle de entrada. Iba tan abrigada y tan embozada que ni supe si era un hombre o una mujer.

Si me ponía los guantes para que no se helaran mis manos no podía sujetar algunas cosas; si me los quitaba, notaba tanto frío que perdía el sentido del tacto.

Había dejado el coche abierto para volver a por más enseres y me asomé a la ventana sin miedo a que alguien me robara nada. Cerca del coche, a menos de un metro, vi a un chico muy abrigado que miraba mi equipaje sin moverse. Corrí a la puerta y me dejé ver. El chico me miró y supe que sonreía por la expresión de sus ojos. Eran lo único que se le veía.

  • ¿Eres de aquí?

  • Sí. Todos saben ya que ha llegado el nuevo profesor. Seré tu alumno. He venido por si quieres que te ayude en algo.

  • ¡Ah, gracias! – exclamé contento -. Con este frío no puedo descargar solo todo esto…

  • Lo sé, Tomás. Por eso estoy aquí.

  • Gracias… ¿Cómo te llamas?

  • Me llamo Fidel. Todos me dicen el hijo de carpanta. Mi padre es el carpintero.

  • Voy a llevarme algunas cosas más. Ya no queda mucho ¿Me ayudas?

No contestó. Se acercó conmigo al coche y fue cogiendo algunas bolsas. Caminamos juntos hasta el portal y entré antes que él. Parecía no querer entrar sin mi permiso.

  • ¿Dónde te dejo esto? – levantó lo que llevaba en las manos -.

  • Lo estoy dejando todo en este lado de la sala. Entra. Luego pondré cada cosa en su sitio ¿Te importa?

  • ¡No, no! Lo dejo aquí. Te ayudaré a poner las cosas en su sitio, pero te aconsejo que enciendas antes la estufa o la chimenea… No vas a poder estar aquí si no calientas la casa.

  • No sé si hay leña – me acerqué a él -. Pondré la estufa si hay gas en la bombona.

  • Sí – dijo muy seguro -; hay bastante gas. Voy a encenderla mientras lleno la chimenea de leña.

Me dejó perplejo. Sabía lo que había en aquella casa. Pensé que alguien de su familia era el propietario y que la conocía bien.

  • No tienes que cerrar el coche – apuntó -. No va a venir nadie ni te van a robar ¿Tienes un mechero?

  • ¡Claro! Voy a poner la estufa al máximo y ya veré dónde está la leña.

  • Enciende tú la estufa; es fácil. Voy a por leña al garaje.

Abrió la puerta de la cocina, encendió la luz y atravesó hasta la puerta que daba a la cochera. Me quedé unos instantes inmóvil. En pocos segundos traía dos buenos maderos.

  • Vamos a traer lo que queda en el coche. La estufa irá calentando esto mientras encendemos la chimenea.

  • De acuerdo. Si tienes tiempo y no te importa, me gustaría que me ayudes a prender esos troncos. No estoy acostumbrado…

  • ¡Sí, sí! No te preocupes. No tengo nada que hacer.

Todo fue muy rápido. En dos portes más ya estaba todo en la casa. Cerró la puerta de madera de la casa y corrió el seguro. Yo ya me había puesto cerca de la estufa para entrar en calor. Me miró, se quitó el embozo y se acercó a mí.

  • Te acostumbrarás. Mantén siempre la casa caldeada y abrígate bien para salir.

Tiró de sus guantes para quitárselos y los guardó en los bolsillos. Cuando puso las palmas de sus manos delante de la estufa me miró muy de cerca y pude ver su rostro completo. Era un chico joven muy bello, mayor para ser estudiante, de nariz pequeña, piel morena y grandes ojos expresivos. Sus labios carnosos esbozaban una sonrisa muy sensual.

  • ¿Vives aquí todo el año? ¿Qué se puede hacer en un lugar como este?

  • Poca cosa – me miraba de vez en cuando mientras seguíamos allí en pie -. Voy a ser uno de tus siete alumnos. Es la única distracción; estudiar. Las mujeres se reúnen en una casa para tejer y los hombres, algunos, se van a la bodega.

  • ¿No veis televisión? Los días deben ser muy largos aquí…

  • Hay un televisor en la bodega. La gente va a allí a ver el fútbol pero a mí no me gusta.

  • ¿Y qué haces entonces? – me extrañé -.

  • Escribir. Lo único que me gusta es leer y escribir. La biblioteca está cerrada, así que escribo.

  • No es mala afición – lo empujé con el hombro -. Traigo muchos libros para leer y me gustaría leer algo de lo que escribes.

  • ¿De lo que escribo? – me pareció asustado - ¡No! Mis historias no tienen interés. No hago más que rellenar papel con mis pensamientos.

  • Pues eso es escribir ¿No me vas a dejar leer tus pensamientos?

Volvió la cabeza lentamente y clavó sus ojos en los míos. Creí que había dicho algo fuera de lugar y cambié la conversación. En poco tiempo había encendido la chimenea y empecé a quitarme algo de ropa.

  • Voy a quitarme esto – señaló su chaquetón -. Cuando salga voy a sentir frío.

  • Ponte cómodo. Vamos a acercar un par de sillas al fuego. Ya recogeré todo lo demás.

2 – Primera clase

Sabía qué temas tocar para pasar un rato distraído. La verdad es que pensé que se iría cuando todo estuviera descargado, sin embargo, siguió allí sentado conmigo. Me di cuenta enseguida de que era alguien que no acababa de adaptarse a vivir en un lugar tan aislado.

  • No me gustaría molestar, Tomás. Estoy muy a gusto aquí contigo… Supongo que querrás estar solo y tranquilo.

  • Te equivocas, Fidel. Vivo en un ambiente muy animado; con mucha gente, tertulias… No sé qué voy a hacer aquí cuando no tenga clases, así que si quieres venirte a leer o charlar… Pero no dejes de escribir. Quiero ver cómo está tu ortografía. Quizá pueda enseñarte algo para construir buenas historias; buenos argumentos.

  • Me he esforzado mucho para escribir correctamente. No sé si lo habré conseguido o me habré viciado.

  • Tráeme uno de tus últimos escritos. Lo leeré con atención y lo comentaremos ¿Te gusta la idea?

  • ¡Claro! ¿Cuándo te lo traigo?

  • Cuando quieras – apreté su brazo -. Me vendrá bien leer algo nuevo.

Se levantó rápidamente y sin hablar, se puso el chaquetón, la bufanda, los guantes… No sabía por qué hacía todo aquello sin hablar nada. Creí que se había molestado porque puse mi mano en su brazo.

  • No tardo – dijo -. Vivo muy cerca. Voy a dejar la puerta cerrada para que no entre frío.

Se dirigió a la entrada y se fue. Me quedé mirando las llamas y pensando en todo ese tiempo que iba a tener que estar solo en aquella casa. Quizá Fidel podría ser una buena compañía. Me pareció entusiasmado con la escritura y la lectura y, curiosamente, hablaba de forma demasiado correcta para ser un chico de un pueblo perdido.

Volví a oír la puerta y apareció otra vez tapado hasta las cejas y con una carpeta bajo el brazo. Oí su voz a través de la tupida bufanda.

  • ¿Ves? Ya estoy aquí. He traído esto.

Alargó su mano y me mostró una libreta un tanto ajada. La tomé y comencé a hojearla. Todo estaba escrito a mano, con una letra muy cuidada y, sólo mirando por encima, pude ver que su escritura era totalmente correcta.

  • ¡Has escrito mucho! – le hice señas para que sentara a mi lado -. Creo que voy a tener distracción…

  • Es lo último que he escrito, Tomás. Tengo bastantes libretas como esa ¡Bastantes!

  • ¿Tienes más? – volví a mirar - ¿Desde cuándo escribes?

  • Víctor, un profesor de hace dos años, me aficionó a leer y escribir. Sólo escribo tonterías pero me sirven para pasar el tiempo.

  • Voy a leer estas… tonterías. Me da la sensación de que necesitas a alguien a tu lado…

  • ¡Sí! – no me dejó acabar - ¿Me ayudarías?

  • ¡Por supuesto! Si la labor de ese tal Víctor fue buena y llevas dos años escribiendo… Quizá aprenda de ti.

Me pareció muy feliz. Alguien iba a leer lo que escribía con dedicación. No sabía si, como decía, el contenido iba a ser poco interesante. Estaba dispuesto a leer todo aquello; iba a ser como leer sus pensamientos. Saqué las gafas de mi bolsillo, me las puse y abrí la libreta. Inmediatamente, puso su mano encima.

  • ¡Déjalo! Lo lees luego ¿No tienes hambre?

  • No estoy muerto de hambre – reí -. En realidad no he tomado nada desde el almuerzo pero me parece temprano para cenar.

  • Es temprano para cenar – se levantó -. Tendrás que acostumbrarte a merendar ¿Traes algo de comida? Puedo traer cosas…

  • Traigo muchas cosas ¿Quieres merendar? Está todo en la cocina; vamos a preparar algo.

  • ¡No! – puso la mano en mi hombro para que no me levantara -. Voy a ver lo que traes y prepararé algo. Mañana, si quieres, traigo yo la merienda.

Cuando ya estaba en la cocina con la luz encendida, me levanté y fui a ver lo que hacía. Miró en los muebles y en el frigorífico y me pareció que había encontrado lo suficiente para preparar algo.

  • ¿Y dónde está el resto de la gente del pueblo? – pregunté apoyándome en la puerta -.

  • ¡Ah! Esa gente no hace nada. Estaba deseando de que llegaras para poder hablar con alguien normalmente – soltó unos paquetes en la mesa y me miró triste -. Lo siento. Creo que te estoy agobiando.

  • ¿Qué dices? – me acerqué a él -. Prepara eso a tu gusto. Pienso que los dos estamos en una situación un tanto extraña.

  • ¿Ah, sí? ¿Por qué?

  • Veo que, al vivir aquí, te encuentras solo. Ya puedes imaginar cómo me voy a encontrar yo. Mañana es la primera clase; la presentación ¿A dónde voy cuando termine?

  • Te entiendo – abrió un paquete -. Me gustaría que no te sientas como yo. Si molesto en algún momento, me lo dices. A mí también me gusta estar solo de vez en cuando.

  • Así es, Fidel. Hoy no es de esos días. Puedes quedarte y venir cuando quieras. Nos haremos compañía. Cuando necesite estar solo, te lo diré.

  • ¿No tienes novia?

  • No ¿Y tú?

  • ¡No! – se llevó la mano a la cabeza riendo -. Las mujeres sólo hablan de labores. Me aburren.

Podía empezar a sacar conclusiones de todo lo que Fidel me estaba contando. Lo miré detenidamente mientras preparaba la merienda y, en cierto momento, pensé que sería mejor no acercarme demasiado a él. Me gustaba.

  • Estoy reuniendo algo de dinero, ¿sabes? Arreglo sillas, mesas y esas cosas… Aquí no hay nada que arreglar ¡Estos muebles los hecho yo! En cuanto pueda me iré a la ciudad. Creo que no he nacido para vivir en un lugar como este. Ya comprenderás por qué te digo esto.

Merendamos junto a la chimenea y hablamos de muchas cosas más. No hacía falta ser demasiado listo para saber ciertas ideas que pasaban por la mente de Fidel.

  • Abrígate bien, Fidel – le subí el cuello -. No conocía un sitio tan frío como este.

  • Claro – me penetró con su mirada -. Abrígate por la mañana para ir a clase. Allí estaré.

3 – La maestra

Se acercaba la hora de cenar y ni siquiera la música inundando la casa conseguía hacerme olvidar que me encontraba en el lugar más recóndito y solitario de la tierra. Entre unos compases más suaves, me pareció oír unos golpes. Alguien estaba llamando insistentemente a la puerta. Quité la música y corrí a abrir.

  • ¿Tomás? – era una mujer joven totalmente tapada -.

  • Sí ¿Qué desea?

  • ¿Puedo pasar? Soy la maestra del colegio.

La hice pasar de inmediato hasta la chimenea y se fue descubriendo. Era Carmen, una joven que daba las clases a los más pequeños. La invité a sentarse y le ofrecí mi casa.

  • Gracias. Te diré dónde vivo. Todo el pueblo sabe ya que estás aquí; es así. Llevo tres años en este mundo desaparecido del mapa. No muchos aguantan.

  • Algo sé de eso. Imagino que tú sabes bastante más ¿Quieres tomar algo?

  • No, no, gracias. Sólo he venido un momento a saludarte. Mañana nos veremos en las escuelas. Es una sencilla casa muy bien equipada.

  • Curioso – me extrañé - ¿Quién se empeña en mantener un instituto aquí con un solo profesor? No me parece normal… Ni siquiera me parece legal.

  • No estoy segura. Yo aguanto bastante bien. Tengo diez alumnos este año y seguramente alguno volverá a estar el año que viene. No les interesa saber.

  • Eso me han dicho – aticé la chimenea -. Razón de más para que sólo hubiese escuela. Supongo que mis alumnos serán más aplicados…

  • Un poco – sacó una libreta -. El mejor de ellos es el que ha estado esta tarde aquí; Fidel. Escribe estas cosas.

Tomé la libreta con asombro. Carmen sabía que Fidel había estado en casa y bastantes cosas de él. Lo que me entregó eran unas redacciones y exámenes suyos con muy buena nota.

  • Este muchacho – dijo – es el único que se merece tu esfuerzo. Los dos profesores anteriores se rindieron y pidieron que les cambiaran de destino. Creí que no soportaban este clima… es horroroso, pero hay más…

Puse mi máxima atención. Parecía que la maestra venía a advertirme de algo y, ese algo, posiblemente, había estado en mi casa aquella tarde.

  • El año pasado hablé mucho con Cándido, el profesor. Creí que iba a caer enfermo. Al principio pensé que no soportaba esta soledad y, poco a poco, supe que tenía otros motivos para abandonar su puesto.

  • ¿Qué le pasó?

  • Fidel es muy buen chico. Víctor, el anterior a Cándido, me habló algunas cosas de él y no dejaba de insistir en que dejaría de dar clases aquí si no quería perder a su esposa ¿Qué piensas de eso?

  • Me ha dado tiempo de conocer un poco a ese chico, Carmen. Si hubiera algo por qué preocuparse te lo diré en su momento. No veo nada especial en él… excepto que escribe mucho y muy bien. Pienso que aquí no conseguirá nunca nada.

  • ¡Claro! – se levantó -. Eso creo. No quiero entretenerte más. Si necesitas ayuda me lo dices. Mañana tendremos bastante tiempo para comentarlo. En realidad lo único que haremos será hablar con los políticos del Ayuntamiento y organizar las clases. El trabajo no es agotador si te acostumbras a este clima inhóspito; otra cosa es que puedas sentirte mal… por algo. Puedo ayudarte si lo necesitas.

  • Gracias. Lo tendré en cuenta. Voy a cenar algo ligero, a leer un poco y a dormir. Mañana nos vemos en la escuela.

Caminando lentamente envuelta en toda aquella ropa, se fue perdiendo entre la oscuridad y la niebla. Sentí que me helaba, cerré bien la puerta y me dispuse a afrontar la noche con calma. Sobre la mesa estaban los exámenes y los escritos de Fidel. Estuve tentado a ponerme a leer en ese instante y caminé aprisa para la cocina.

Después de cenar me acerqué a la mesa y abrí la carpeta para leer los exámenes. No tuve que leerlos completos ni en profundidad. Fidel era una persona de mucho talento; no sólo escribiendo, sino en todas las materias.

Antes de irme a la cama preferí sentarme cómodamente y arropado junto a la chimenea. Con la tenue luz de la lámpara de la mesilla, comencé a leer en su libreta.

«En la cima más alta de la sierra estaba la Puerta de Schingeroer. Era la entrada al lugar más maravilloso que había soñado. Allí me esperaba toda esa gente con la que siempre quise estar y Eldrik, el compañero que guiaba siempre mis pasos hacia la felicidad. Le tomé la mano y caminamos hacia su casa» .

Cerré la libreta. No tenía mucho más que meditar. Decidí esperar a que el tiempo fuese descubriendo lo que ya comenzaba a imaginar.

4 – Adagio

Fui a la escuela a mi hora – o poco antes – y allí encontré a distintas personalidades que me dieron la bienvenida y me mostraron las estancias de la casa escuela. Carmen me acompañó en todo momento y apenas hablamos unas palabras cuando comenzaron a entrar los alumnos. Cuando vio a Fidel, me miró y movió los ojos hacia él.

Hablé un poco con todos ellos y comprendí al instante que eran muy diferentes. De mis siete alumnos, dos eran chicas bastante jóvenes. El mayor de ellos era Fidel. Algo no encajaba. Parecía estar en el instituto repitiendo curso y al mismo tiempo era el más culto de todos ellos.

Durante las horas que estuvimos preparando las primeras clases se comportó como uno más. Tampoco hizo alusión ninguna a su visita a mi casa la tarde anterior. Todos sabían que él había estado allí; no había secretos en aquel lugar. Nadie comentó nada que no tuviera que ver con los estudios.

Cuando salimos de la casa el sol se dejaba ver tímidamente y la temperatura no era tan desagradable. Todos corrieron calle abajo hacia sus casas y Carmen y yo echamos las llaves y miramos un poco hacia el horizonte.

  • No hay civilización cerca, Tomás – dijo -. Ni siquiera a lo lejos puedes ver algo que te recuerde que estás en un mundo moderno. Si me necesitas ya sabes dónde está mi casa y si necesitas llamar por teléfono ve a la bodega. Es lo que hay. Esta tarde me reúno con algunas madres. Ya irás conociendo a la gente. Son muy agradables.

Le di las gracias y comencé a bajar despacio. Tuve que abrigarme mejor porque el viento era fuerte y helado. Al entrar por la calleja que bajaba hasta mi casa encontré a Fidel cobijado en un portal mientras fumaba un cigarrillo.

  • ¿Qué haces aquí? – le pregunté - ¿Es esta tu casa?

  • No. Te esperaba. Sabía que ibas a bajar por aquí y, si no molesto…

  • ¡Vamos! – lo tomé por los hombros -. Acompáñame, que es temprano para el almuerzo ¿Quieres?

  • ¡Sí! – se iluminó su rostro -. En casa almorzamos tarde. Te ayudaré a preparar tu comida porque he visto que traes cosas muy ricas que aquí no hay.

  • ¿Ah, sí? – me sorprendí -. Llévame a una tienda para comprar cosas del lugar. Te guardaré las que traigo para ti. Preferiría comer algo típico.

  • Sé cocinar bastante bien. Te prepararé una olla de pobre; es el plato que más comemos aquí.

  • No te entretengas, Fidel. Compramos algunas cosas y te llevas las que te gusten.

  • No, no – se paró en seco -. Prefiero pedir permiso en casa y comer esas cosas contigo. A mamá no le importará que almuerce fuera si le digo que estoy con el profesor. Ella me entiende muy bien.

  • De acuerdo. Avisa y vente a casa. Podemos comer algo especial, leer y charlar. Aquí es de noche muy temprano.

  • ¡Espérame!

Salió corriendo y se perdió tras una esquina. Me metí en un portal para resguardarme del frío y pensé que hubiera sido mejor idea que se fuera directamente para casa. Sin embargo, en menos de un minuto volvió a parecer corriendo, jadeando y exhalando nubes de vapor.

  • ¡Ya! La tienda está aquí cerca ¡Es la única que hay!

Entramos en una casa modesta donde una mesa alargada hacía las veces de mostrador y una señora mayor y muy agradable nos saludó con alegría. Fidel pidió bastantes cosas del lugar y aproveché para comprar otras que me iban a hacer falta. Saliendo de allí, no muy lejos, estaba mi casa. Todo allí estaba cerca.

En cuanto entramos corrió a la cocina a guardar la compra y me entretuve poniendo algo de música suave y echando leña a la chimenea.

  • Es el Adagio de Samuel Barber – dijo al volver -. Es triste; muy triste. Me gusta oír la emisora de música clásica.

Se acercó a mí quitándose ropa y me miró insinuante a la luz del fuego. Después de mirarme fijamente se sentó junto a mí.

  • En cierto modo, te compadezco – miró al fuego sin pestañear -. No sabes lo que es vivir aquí. Uno está siempre pensando que ahí afuera hay vida… y esto está muerto.

  • Te entiendo. He leído sólo el principio de lo que has escrito. Creo que no necesito más… y te entiendo. Tienes talento y aquí no vas a poder demostrarlo. Me gustaría ser ese Eldrik para llevarte lejos, pero ahora soy yo el que tengo que quedarme aquí.

  • ¡No me importa!

Se dejó caer lentamente y echó su cabeza en mi hombro. No supe qué hacer en ese momento; no quería confundir sentimientos, porque una cosa era su deseo de partir de aquel lugar y otro muy distinto el que yo imaginaba.

Comencé a oír un fuerte murmullo y miré a la ventana. Parecía de noche cuando aún no eran las dos de la tarde… Y el murmullo se hizo tan fuerte que apenas se podía oír la música.

  • ¿Qué es eso? – exclamé - ¡Pasa algo!

  • No, Tomás – volvió sus ojos hacia mí -; no es más que la lluvia. Te acostumbrarás a oírla así y más fuerte. A veces, llueve así durante un mes.

  • ¡Me asusta! – me incorporé - ¿Qué hacéis cuando llueve así?

  • Tienes que acostumbrarte. Tranquilízate; no es nada extraño.

Me dejé caer en el sofá y lo miré sonriente. Me tranquilizó ver en su rostro una expresión relajada.

  • Si llueve demasiado las calles se convierten en ríos. No se puede salir para nada.

  • ¡Me parece terrible! Imagina que llueve así desde ahora… ¿Tendrías que quedarte aquí?

Puso su mano lentamente en mi cuello, sonrió y me acarició imperceptiblemente. Su otra mano se alargó hasta uno de sus bolsillos, buscó algo y me lo mostró.

  • Es un pito ¡Un silbato! Yo mismo me lo he hecho de madera. Si estoy fuera de casa y no puedo ir, me asomo a la calle y lo hago sonar. La gente sabe que soy yo el chico del pito pero piensa que lo toco… para avisar de que llueve. Mis padres lo oyen y saben que no puedo ir. Es una forma de decirles que estoy bien.

  • ¡Ah, comprendo! – cogí el silbato para observarlo - ¿Vas a avisar?

  • ¡Noooo! – rio fuertemente -. Ya saben que estoy aquí contigo. Si sigue lloviendo mucho…

  • Voy a subir la música; pondré otra más fuerte. No soporto ese estruendo.

  • ¡Espera! – tiró de mí -. Si sigue lloviendo mucho tiempo vas a seguir oyendo ese ruido ¿Por qué estás tan nervioso? Relájate – volvió a acariciarme -. Hay que dejar pasar el tiempo; sin prisas ¡Estás conmigo! No estás solo.

No podía apartar mis ojos de los suyos y él ni siquiera parpadeaba. El ruido de la fuerte lluvia era constante y pude ver en su mirada una extraña llamada. Un leve movimiento de mi cabeza para recostarme sobre él lo tomó como algo distinto. Sus labios se posaron sobre los míos un segundo. Se retiró para mirarme de cerca. No dije nada.

Ese instinto que a veces te llama a acercarte a alguien había sido muy claro. Fidel me necesitaba como si fuera el Eldrik de su relato y yo como si fuera mi consuelo en aquel lugar extraño. Llevé mi mano a su mejilla, la acaricié y le sonreí.

  • Ni siquiera tengo hambre – susurré -. Prefiero seguir así.

  • Y yo. Ignora el sonido de la lluvia porque estoy yo aquí.

Volvimos a besarnos largamente y su mano fue cayendo por mi pecho y pellizcando mi ropa apasionadamente. Me pareció dejar de oír el estruendo de la lluvia y mi mano se movió hasta posarse en su pierna. Caímos el uno en los brazos del otro; caímos cada uno en la trampa del otro.

  • Deberías ser ya un buen universitario; casi un profesor.

  • Llévame contigo. Quiero oír esta música fuera de aquí; sin este ruido.

5 – Llueve y llueve

Sin apenas mediar palabras convertimos un largo beso y unas caricias en todo un ritual de placer. No sabía exactamente lo que Fidel deseaba de mí ni lo que yo deseaba de él, sin embargo, los dos teníamos un deseo en común y ese deseo se fue haciendo realidad en el sofá, cerca del fuego.

No sentí el frío de la sala cuando nos quedamos desnudos. Mi vista no podía dejar de recorrer su hermoso cuerpo y nuestros labios no podían separarse del cuerpo que tenían entre sus manos. El baile del amor fue muy largo y placentero hasta que ambos nos derramamos cuerpo a cuerpo.

  • Eres muy guapo – exclamó al terminar -; me siento como si mi vida ya hubiera cambiado para siempre.

  • Tú eres bellísimo. La soledad que presentía cuando llegué ha desaparecido ¿Podré tenerte así más veces?

  • Esa pregunta debería hacerla yo ¿No crees? – me abarcó el miembro con la mano -. Me gustaría que esto fuera sólo para mí ¿Qué piensas?

  • No lo vas a tener nada más que tú. Y no digo esto porque aquí no haya nadie más. Me gustas. Me gustaría tenerte siempre a mi lado; dejar de oír ese estruendo de afuera y tenerte dentro.

  • Ahora tendrás que cumplir tus obligaciones – se sentó -. Mañana comienzan las clases y debemos disimular. Yo tendré que hacer un esfuerzo. Mejor que nadie sepa nada.

  • Sí, mejor – me senté a su lado -. Creo que podré dar las clases sin mirarte constantemente. Tenemos todo un curso por delante.

  • ¿Almorzamos?

Nos pusimos poca ropa – los boxers, una camiseta, una camisa y las zapatillas – y nos fuimos a la cocina. Entre charlas y besos preparamos un suculento almuerzo que llevó él a la sala en una bandeja.

Nos sentamos uno frente al otro y no dejamos de mirarnos extasiados mientras comimos. Tomó con sus dedos un trozo de carne, alargó su mano y me dio de comer. Hice lo mismo y nos gustó. El vino hizo el resto para que al terminar la comida y recoger la cocina nos fuésemos directamente al dormitorio.

Teníamos sed y hambre el uno del otro, así que, mientras la lluvia caía incesante, volvimos a disfrutarnos entre las sábanas.

  • Si sigue lloviendo así esta noche – musitó -, tocaré el pito en la puerta.

  • ¿Y si escampa?

  • ¡Inventaré algo! No quiero dejarte dormir solo ¿Imaginas? Tú durmiendo solo aquí y yo allí también.

  • ¿Sabes rezar algo? – miré al techo -.

  • Sí ¿Por qué?

  • Vamos a rezar algo para que no escampe; que no escampe en mucho tiempo y las calles se conviertan en ríos, como tú dices.

Me volví hacia él y lo abracé y lo besé con todas mis fuerzas. Había estado con otros chicos varias veces, no era un novato en el sexo y, así mismo me lo demostró él. Todo un genio en dar placer.

  • ¿Has disfrutado? – pregunté -. Pareces un experto en esto.

  • Bueno… Me falta el cigarrillo de después, pero si no fumas…

  • ¡Vamos a fumar! Es la guinda del pastel. Me gustaría saber cómo has aprendido a hacer tan feliz a alguien.

  • Un poco de ejercicio en solitario; con la mente… y ahora, por fin, tú.

  • ¿No lo has hecho antes con nadie?

  • ¡No! He estado muy enamorado pero no pudo ser… así que… imaginación.

  • ¿Con tu edad y sin experiencia? ¡No puedo entenderlo!

  • Sí, Tomás – me besó - ¿Por qué iba a mentirte? Estoy seguro de que tú sí lo has hecho más de una vez. En la ciudad todo es muy fácil; aquí todo es muy difícil. Por lo que dices, entiendo que te he hecho feliz y eso me halaga. No he tenido otra cosa que mi imaginación y… estos cinco dedos.

  • Eres un genio.

  • O quizá sea… - pensó - algo más que sexo ¿No crees?

  • ¿Te has enamorado de mí?

  • Supongo. No lo sé.

  • ¡Qué pregunta más tonta! – exclamé - ¿Cómo voy a pedirte que sepas eso si ni yo mismo lo sé? ¡No sé qué siento por ti!

  • ¡Déjalo! – apretó mi mano -. De momento, llamémosle… sexo; con pasión, claro.

  • Con mucha pasión…

Seguimos en la cama uno junto al otro mirando al techo y fumando un cigarrillo. No puedo decir que hubo un largo rato de silencio porque la lluvia no cesaba; es más, me pareció que arreciaba.

Tiré de su cuerpo con cuidado para levantarnos y nos fuimos desnudos a sentarnos frente a la chimenea. No dejamos de acariciarnos y besarnos en toda la tarde mientras hablábamos. Eché más leña al fuego.

  • ¿Qué pasó con ese otro profesor? Víctor.

  • ¿Ya lo sabes? Te lo ha dicho Carmen.

  • No exactamente. Eres muy claro; transparente. No sé qué pasó con Víctor ni con Cándido. Sé lo que me pasa a mí… contigo.

  • Pues ponte en mi lugar y piensa. Sigo en el instituto repitiendo cursos. Aprendo más cada año. Cuando llegó Víctor creí ver en él lo que veo en ti. No le dije nada; lo juro... pero se dio cuenta. Una tarde me trajo aquí, cerró bien la puerta y comenzó a desnudarme. Me llevó a la cama y me folló sin piedad ¡Se desahogó! Supe que estaba casado y poco después se fue.

  • Hasta cierto punto se entiende. Aguantar esta soledad debe ser tremendo... Y tú eres tan bello...

  • Me enseñó mucho, ¿sabes? Creo que se equivocó al hacer eso. Supongo que no pudo soportarlo y se fue. Con Cándido tuve cuidado, no me acerqué a él y ni siquiera le insinué nada. Alguien tuvo que decirle algo porque me llamó aparte, me insultó y desapareció ¡No hice nada!

  • Y piensas lo mismo que yo - concluí -. Carmen vino a advertirme de algo ayer; en cuanto llegué; en cuanto supo que habías estado aquí conmigo.

  • Lo sé. Me teme ¿Te ha dicho ya que se reúne todas las tardes con algunas madres? - contuvo la risa - ¡Qué puta! Todas las tardes se folla a algún pobre vecino desesperado. No me parece muy guapa...

  • Tampoco es fea, Fidel.

  • Quizá esté resentida porque no ha podido conmigo.

  • ¿Contigo? ¡No! Seguro.

6 - Contando los días

Mi querido y pobre Fidel, en cuanto entró en este cruel mundo de la sensualidad, el sexo y el amor, tropezó con la piedra más grande de su camino: Carmen. Sí. Estaba seguro de que Víctor, en cierta forma, se sintió atraído por él y no pudo superar su frustración. Tuvo que ser muy fácil hacerse luego la víctima, traicionar a un ser tan maravilloso y decirle a Carmen que aquel chico lo buscaba. Tenía que lavar su propia conciencia para huir de allí limpio en busca de su esposa.

Para la maestra el resto fue fácil. Había conseguido una buena coartada para tapar sus aficiones. Bastaba con decirle a Cándido lo mismo que me había dicho a mí, asustarlo y esperar a que saliera corriendo espantado. Conmigo se había equivocado. En aquel momento era yo el que tenía un as escondido debajo de la manga.

Pasaron varios días sin ningún cambio significativo. Todas las tardes llovía a cántaros mientras hacíamos el amor ¡Claro! No hablábamos de eso; la atracción mutua entre Fidel y yo no era sólo para sexo. Lo notaba él tan claramente como yo.

Todo comenzó a cambiar un día porque no dejó de llover. Había pasado casi un mes. Era la hora de que Fidel se fuera a casa y cada uno se acostase en su cama pensando en el otro y sin poder dormir.

  • ¿Qué vas a hacer ahora? – pregunté mientras veíamos una cortina de agua en la puerta -. Traigo un impermeable grande… Te puede servir.

Deseé con todas mis fuerzas que pudiera quedarse aquella noche conmigo y, como supe al instante, él lo deseaba tanto como yo. Sacó su silbato y sopló con fuerzas. El sonido fue tan estrepitoso que me zumbaron los oídos. Lo miré sorprendido.

  • Con este ruido del agua, ¿lo oyen en tu casa?

  • ¡No lo dudes! – puso su brazo sobre mis hombros -. He hecho muchas pruebas y no falla. El sonido de la lluvia es sordo y el del silbato es muy agudo. Ahora todo el pueblo sabe que estoy fuera de casa y no voy a ir a dormir.

  • ¿Qué me dices? – me asusté - ¡Todos van a saber que vas a dormir conmigo!

  • Supongo. No suelo quedarme fuera a menudo. Lo que hago a estas horas, si no deja de llover, es asomarme a la puerta de casa y hacerlo sonar. Sólo mis vecinos más cercanos lo distinguen.

No pude evitar pensar en Carmen porque vivía bastante más cerca de la casa de Fidel. Ella sabría tan bien como sus padres que el chico del pito estaba conmigo.

Nos dimos la vuelta, cerramos bien el portón y encendimos algunas luces para cenar. No podía borrar la sonrisa de su rostro y, supongo, lo mismo debió percibir él.

  • Vamos a cenar esas sopas que has preparado - le dije -; hay de sobra para los dos ¡Parecen apetitosas!

  • Lo son, Tomás. Entraremos en calor. Alimenta la chimenea mientras yo las caliento.

Aquella primera noche juntos cenamos hombro con hombro. A veces, no podía aguantar una risa nerviosa y espurreaba la sopa por toda la mesa. Era espontáneo, sencillo, cándido… incluso travieso.

Nuestra pantalla de televisión fue la chimenea. Acompañados por el fragor de la lluvia y de algunos truenos sueltos, fuimos conociéndonos un poco más.

  • Los chicos de este pueblo – dijo en cierto momento – no podrían comprender qué hacemos tú yo juntos. Siempre he tenido mucho cuidado de que nadie sepa mis gustos porque podrían llegar a ser crueles. Me he limitado a oír sus comentarios y, por mucho que he esperado toda mi vida, jamás ninguno me ha insinuado algo; ni en broma.

  • Eso es lo que te convierte en alguien tan creativo. Además, te ha parecido ver una puerta abierta cada vez que venía un profesor nuevo. Esta vez has tenido suerte. Me gustas… y creo que me he enamorado de ti.

Se incorporó para poner su cara frente a la mía, mirarme con lujuria y besarme con fogosidad. Todo en él eran signos. Aquel brutal beso me supo a un agradecimiento infinito; quizá algo parecido al que yo sentía por haberlo encontrado en un lugar como ese. Creí entonces firmemente que íbamos a vivir todo un curso delicioso. No pensé en lo que pudiera suceder después.

Nos amamos con auténtica dulzura; sin prisas, sin agitación excesiva. Fue nuestra primera noche maravillosa y dormimos abrazados recuperándonos de tantas noches anteriores de insomnio.

Cuando desperté, me miraba fijamente.

  • Buenos días, amor mío – musitó -. No he querido moverme para no despertarte ¿Te has dado cuenta de que no llueve? Voy a preparar un buen desayuno. Tenemos que ir a clase.

  • Hmmm, sí – me fui despertando -. Carga bastante el café. Sólo de notar tanto silencio me dan ganas de seguir durmiendo. Buenos días, amor – lo besé con dulzura -.

Pasó sobre mi cuerpo sin destaparme, saltó de la cama y se puso mi bata mirándome.

  • Es buena hora – dijo en voz baja -; cuando desayune iré a casa a por mis libros. Tú llegas a tu hora y yo a la mía ¿De acuerdo?

  • ¡Claro! El problema es que después del pitido de anoche nadie va a tragarse que has dormido en tu casa.

  • Lo sé y no me importa. Nadie nos va a decir nada porque ni siquiera tienen seso para imaginar esas cosas… excepto Carmen. A ver cómo te las apañas para ponerle alguna excusa. Una mente pervertida no puede pensar más que en perversiones. Me da igual si lo piensa; lo que me asusta algo es que intente pregonarlo.

  • ¡No creo! – me senté en la cama adormilado -. Deja que yo le pare los pies si es necesario en algún momento. No se atreverá a hacerte daño mientras yo esté aquí.

  • ¡Qué ganas tengo de que termine el curso y de irme contigo para siempre!

  • ¿Me besas?

7 – La jugada

No esperé nada tras el desayuno. Fidel se fue a casa a por sus libros y caminé aprisa hacia el instituto. No podía dejar de pensar en una respuesta clara para Carmen en caso de que insinuara algo. A medio trayecto, me paré, tomé aire y decidí esperar un ataque para sacar mis respuestas. Cuando llegué a la casa escuela esperaba en la puerta.

  • ¡Buenos días! – saludó insinuante -.

  • ¡Buenos días! ¿Qué haces aquí afuera? ¡Hace mucho frío y húmedo!

  • Estaba fumando – entramos - ¿Has dormido bien hoy?

  • Sí, claro. No tengo problemas para dormir…

  • Es que como ha llovido tanto…

No tuve que pensar demasiado. Por su tono de voz supe que empezaba a insinuar algo, así que me adelanté.

  • No me molesta ese ruido. Además… no he pasado la noche solo ¿No oíste anoche el pito de Fidel?

  • Sí – dijo indiferente -. Lo hace sonar todas las noches que llueve.

  • Eso me ha dicho. También sé que se oye de forma distinta cuando lo hace sonar en casa o afuera. Tuvo que quedarse conmigo.

  • ¡Ya! – fue cruel -. Es lo mismo que hace las noches que se queda con cualquiera de los chicos del pueblo. No se aburre.

  • Creo que tú tampoco.

Soltó el libro que tenía en las manos y me miró apretando los dientes y conteniendo su rabia.

  • ¿Insinúas algo?

  • ¡No! – fui directo -. Sé cómo son todos los chicos de este pueblo… y también algunos hombres un tanto reprimidos.

Respiró profundamente y trató de manipular lo que oía.

  • ¿Estás diciendo que también se queda a dormir con algunos hombres?

  • ¡No! Él no.

  • ¡Hijo de puta! – tiró el libro al suelo gritando - ¿Qué estás insinuando?

  • No insinúo nada, Carmen. Fidel pasa todas las tardes conmigo en casa leyendo y escribiendo. Es una bellísima persona. Tú eres la que va por las tardes a casa de algunas madres ¿No es así?

  • ¡Pues claro que es así! – no pudo gritar más alto -. Pero duermo todas las noches sola y en mi casa.

  • Imagino… - me dirigí al aula -. Los hombres duermen todos con sus mujeres. Sólo se quedan solos por las tardes. Este pueblo mata a cualquiera…

No pudo soportarlo. Se abalanzó sobre mí por la espalda y me arañó toda la cara con las uñas. Ella sola se había delatado. Hubiese bastado con que permaneciese callada.

Me zafé como pude y la apreté contra la pared.

  • ¡Bastarda! – gruñí -. Ahora darás tú las explicaciones de esto. Empiezo a comprender a Víctor y a Cándido. Tanto… que voy a hacer lo mismo que ellos ¡Me voy de este sitio! No creas que has ganado ni esta batalla ni esta guerra. Primero te denunciaré por lo que haces y luego pediré mi traslado. Me llevo al hijo de carpanta para protegerlo de tus malas artes.

  • ¡No, no, espera! – comenzó a llorar -. Deja que te cuente. Voy a curarte esas heridas.

  • ¡No me toques, zorra! Sé lo que te confesó Víctor antes de irse y por qué se fue Cándido. No hay nadie en este lugar con encanto suficiente para enamorar hasta a las perras ¡Sólo el chico del pito! Más te vale morderte la lengua de momento. Ya te avisarán sin escándalos. Esta vez te has equivocado.

No supo qué decir y se limitó a ponerse bien los cabellos mientras fui retirando con prudencia la mano de su pecho. Me volví hacia la entrada

  • Da parte de que estoy enfermo. Hoy no hay clases.

  • ¡Espera! – se me acercó -. Vamos a llegar a un acuerdo.

Pasé mis manos por las heridas y restregué la sangre con la punta de los dedos.

  • ¡En serio! – bajó la voz -. Diré que estás indispuesto y te prometo no decir nada. No me denuncies…

  • Está bien – me calmé -. Hagamos lo mismo que has hecho las otras veces. Quédate aquí. Yo me voy y me llevo a Fidel. Esta vez, esa criatura ha encontrado lo que estaba buscando prudentemente y yo lo he encontrado a él. Ya no tendrás la necesidad de advertir a otros profesores de que el chico del pito se les puede insinuar ¡Que te aproveche!

Siguió diciendo unas frases detrás de otra a toda velocidad y, sin prestar atención, salí de allí y rodeé la escuela para no encontrarme con nadie. Ir tan embozado fue una ventaja.

8 – Cuando el pito suena

Llegué a casa como pude; muy dolorido y llorando de rabia. Casi dudé de la inocencia de Fidel ¡Qué iluso fui!  Carmen conocía muy bien a aquella gente.

Me encerré en casa y encendí todas las luces que pude. No soportaba más aquel ambiente de tristeza y soledad. Llamaron a la puerta.

Al abrir, Fidel se echó sobre mí acariciándome y besándome. Lo abracé fuertemente pegándolo a mi cuerpo; necesitaba su compañía más que en las noches solitarias. Dimos una vuelta abrazados en un triste baile.

  • ¡Pasa, pasa! – tiré de él - ¡No quiero que nos vean!

  • ¿Qué te ha hecho? Voy a curarte.

  • No es nada – sonreí para tranquilizarlo -. Tengo agua oxigenada. Se acabó.

  • No irás a dejarme, ¿verdad?

Lo miré sorprendido. Jamás hubiera pensado que alguien nos hiciera dudar de lo que sentíamos.

  • Voy a ir a la bodega – recogí mis documentos -. Tengo que llamar por teléfono para avisar de que la plaza queda vacante. No puedo soportar esto. Espérame aquí, recogeremos las cosas y nos marcharemos. Tú y yo juntos ¿Quieres?

  • ¿Todavía lo dudas?

Se acercó a mí lentamente sin dejar de mirarme, alargó su brazo y apretó mi mano.

  • ¡Vamos!

No me soltó la mano en ningún momento y, bajo una lluvia fría que comenzaba a caer con fuerza, entramos en la bodega de la pequeña plaza. Saludé en voz alta y pedí permiso al bodeguero para usar el teléfono. Fidel no se separó de mí en ningún momento; ni abrió la boca ni soltó mi mano. Los dos miramos alrededor y no parecía que ninguno de aquellos hombres se asombrara de vernos allí. Los más jóvenes conversaban en la barra bebiendo un vino y los mayores, sentados todos en mesas pequeñas de mármol, jugaban al dominó. El bodeguero usó el palo de una escoba para bajar el volumen del televisor.

Fui claro y contundente por teléfono. Me limité a dar mis datos, anunciar mi renuncia y anotar un número de expediente como pude; Fidel jamás soltó mi mano.

Cuando colgué el teléfono volví a mirar a todos los hombres que se cobijaban en la bodega, pagué la conferencia y salimos de allí dejándonos empapar por la lluvia. Cuando quise caminar hacia la casa, Fidel tiró de mí hacia el centro de la plaza.

Caminamos despacio. De nada servía apresurarse porque ya estábamos completamente empapados, así que lo seguí hasta un pequeño jardín central donde había una farola encendida. Paró allí, me miró fijamente y acercó sus labios a los míos con total serenidad. Nos besamos largamente; a la vista de todos; con la misma pasión que nos habíamos besado siempre en la intimidad.

Se separó de mí para sonreírme sin que pudiera distinguir sus lágrimas del agua de la lluvia. Me sonrió tristemente. Llevó entonces su mano al bolsillo y sacó el pito de madera.

La lluvia arreciaba cuando llevó el silbato a su boca, sopló con fuerzas y lo hizo sonar varias veces seguidas y con mucho estruendo. La puerta de la bodega se abrió y asomaron algunas cabezas.

  • ¡Llueve! ¡Nunca más volveré!