El chico del instituto
Un chico de clase baja es requerido por un director de cine famoso para hacerse unas pruebas para una película.
El chico del instituto
Esto ocurrió hace ahora algo más de un año, en mayo de 2004. Yo terminaba entonces un curso de bachiller en mi instituto, con notas más o menos buenas. No es que fuera el mejor de la clase, pero tampoco el último. Pertenezco a una familia con pocos recursos, y vivo en un barrio de clase baja. El caso es que aquel día yo estaba en la puerta del insti, como le decimos al instituto entre los chicos de mi barrio, y me llamó la atención un cochazo que se paró unos metros más allá de donde yo estaba. No era corriente ver esos coches en mi barrio, así que me fijé: era realmente precioso. Me dije a mí mismo que me encantaría tener uno como ése. El conductor aparcó el buga poco más allá, y salió del coche. Era un tío alto, fuerte pero delgado, moreno, con ropa de marca, cara. Cuál no fue mi sorpresa cuando veo que el tío se dirige hacia mí. Pensé, qué le he hecho yo a este tío. Se me vino a la mente alguna de las chicas con las que me había acostado (prácticamente la mitad de la clase, a decir verdad, y la otra media se moría de ganas por hacerlo: y es que, aunque me esté feo decirlo, tengo un cacharro más que bien preparado, 23 centímetros a pleno rendimiento), pero lo descarté: las chicas que me había follado no tenían, ni de lejos, un padre con posibilidades de tener una máquina como aquella, ni vestir aquellas ropas tan caras.
En eso estaba cuando el tío llegó hasta mí, y, con una media sonrisa, me dijo:
--Hola, soy Agustín Florez me tendió la mano--. Soy director de cine, te he visto, y creo que podrías hacer un papel en mi próxima película.
Me quedé de piedra. Era lo último que me podía imaginar. Allí estaba aquel pavo que evidentemente tenía más millones que kilos pesaba, y me estaba diciendo que quería tenerme en una película suya. Casi no podía respirar, y menos hablar.
--Bueno, ¿qué me dices, te interesa? me dijo, algo impaciente.
--Pues, pues... sí, claro acerté a balbucear.
--Que conste que no es seguro, ni mucho menos. Antes tendrás que pasar tres pruebas, pero creo que tienes madera. ¿Quieres hacer las pruebas ahora?
De nuevo me dejo patidifuso. ¿Ahora? Claro que, pensándolo bien, no tenía otra cosa mejor que hacer. Se me vino a la mente la pasta que podría ganar con aquella película, si finalmente conseguía hacerla, y se me hizo la boca agua: quizá podría salir de aquel barrio de mierda y tener mucho dinero, y poder ser alguien en la vida. La sorpresa inicial empezó a dejar paso a una euforia que no sabía muy bien como controlar.
--Claro, claro que sí. ¿Qué hay que hacer?
El hombre me miró, sonriendo, y dijo:
--Bueno, ya te lo diré en su momento. Tengo una suite en el hotel P..., si me acompañas podemos hacer las pruebas allí.
--Sí, sí, claro.
Yo estaba como en una nube. Me imaginé conduciendo aquel buga imponente, aunque fue el hombre el que, lógicamente, se puso al volante. El coche por dentro era incluso más bonito que por fuera: qué comodidad, qué lujo... me prometí que no iba a dejar escapar aquella oportunidad, y que haría esa película.
Llegamos al hotel P... en apenas un cuarto de hora. El hombre recogió la llave en la recepción y subimos. El hotel era un cinco estrellas, de esos que se ven en las peliculas y que tú sabes que jamás pisarás, como no sea de botones, camarero o servicio de limpieza. Pero ahora yo era el invitado de aquel director de cine...
Cuando entramos en la suite, el hombre dejó las llaves a un lado y encendió algunos focos que tenía preparados. Èstos arrojaron luz sobre una especie de improvisado escenario en el que sólo había una silla.
--Siéntate ahí, por favor.
Yo me dirigí hacia la silla, y me senté.
Desde mi posición apenas si se le veía, porque la luz me deslumbraba y lo que quedaba tras los focos era una penumbra poco visible. Pero en esa semioscuridad vi que el hombre me enfocaba con una cámara, de estas pequeñas, como de vídeo o DVD, y empezaba a grabarme.
--Cuéntame un poco de tu vida.
Yo empecé a hablar de mí, aunque no sabía muy bien qué es lo que quería escuchar. A los dos o tres minutos el hombre dijo:
--Vale, primera prueba superada: eres muy natural, resultas muy bien en imagen, y hablas con soltura, aunque habrá que pulir algunas cosas...
Hizo una pausa, y después siguió:
--Para la segunda prueba tienes que desnudarte totalmente.
Me pareció no haber escuchado bien, así que pregunté:
--¿Cómo ha dicho?
--Que te desnudes, por favor. En la pelicula que preparo hay varias escenas de desnudo, y necesito saber que das el perfil del personaje que vas a interpretar. Se supone que es un chico muy bien dotado, y comprenderás que, después, a la hora de la verdad, no puede ser que tenga una bellotita...
Tragué saliva, y le dije lo único que se me ocurría:
--Pero, le aseguro que yo tengo un... bueno, un pene bastante grande. se me ocurrió algo--. Mire, ¿lo ve? me señalé el paquete que marcaba el pantalón, que yo sabía que llamaba la atención, porque era considerable.
--Sí, pero eso puede ser algodón, o un calcetín, que ya conocemos los trucos para parecer que se tiene ahí el aparato de John Holmes y después resulta que es la mitad de la mitad...
Como veía que no me terminaba de decidir, añadió:
--Mira, chico, o haces lo que te digo, o lo dejamos aquí. Si tienes estos escrúpulos para desnudarte delante de mí, cuando tengas que hacerlo delante de una veintena de hombres y mujeres, no sé que vas a hacer.
Aquello disipó mis dudas.
--No, no, no se preocupe. Y comencé a desnudarme. No era mucho lo que tenía que quitarme, porque llevaba una camiseta y unos vaqueros cortos. Enseguida me quedé en calzoncillos.
--Los slips también, por favor.
Con un último esfuerzo, me bajé los calzoncillos. Con la emoción, mi verga se había puesto un tanto morcillona, así que debía tener un aspecto más que recomendable, porque el hombre me dijo.
--Pues sí que era verdad, tienes un buen rabo. Prueba superada.
Suspiré calladamente, mientras notaba que mi carajo seguía, poco a poco, creciendo. Me puso algo nervioso, pero poco podía hacer, porque cuanto más nervioso estuviera, más crecería...
El director salió desde la penumbra y se dirigió a mí:
--Bien, ahora la tercera prueba. Mira, chico, esta película es de gran presupuesto, y para actores noveles como tú, con personajes de cierta importancia, hay un caché de 300.000 euros; si lo prefieres, al cambio, 5 millones de las antiguas pesetas.
La boca se me debió descolgar, porque no notaba la mandíbula inferior. ¡5 millones de pesetas! Era increíble, mi suerte había cambiado de la noche a la mañana.
--..pero, eso sí, --siguió diciendo el director--, tengo la costumbre, que no voy a cambiar contigo, de probar a todos mis nuevos actores.
--¿Probar? Pero si ya me ha probado dos veces...acerté a decir.
--No, chico, me refiero a probarte sexualmente.
Si se me hubiera abierto el suelo bajo los pies, no habría sufrido una impresión tan grande.
--Oiga, que yo no soy un maricón... digo, un gay de esos. A mí me gustan las tías.
--No te pido que te dejes follar, ni nada de eso. A mí lo que me gusta es chupar pollas como esa tan bonita y tan grande que tú tienes... y que por cierto cada vez está más empinada. Claro que, si no quieres que, simplemente, te la chupe, sin que ello suponga nada para tu masculinidad... Bueno, lo dejamos aquí.
Mi cabeza pensaba a mil por hora. A ver, el tío sólo quería mamármela, y con eso conseguiría entrar en una película con gente famosa, un pago de 5 millones de pelas y la posibilidad de meterme de lleno en el mundo del cine: las perspectivas eran estupendas. Decidí en una fracción de segundo.
--Vale, de acuerdo, puedes... chupármela; pero sólo eso, ¿eh?
El hombre sonrió, y se acercó a mí.
--Siéntate en la silla, por favor.
Me senté, tieso como un garrote, comido por los nervios. A estas alturas, mi rabo estaba ya totalmente empalmado, luciendo el gran cabezal que tiene, ya rezumante de líquidos preseminales. Aquel manjar ya lo habían probado más de veinte tías, pero iba a ser la primera vez que la boca de un hombre me la mamara.
El director se puso de rodillas entre mis piernas. Me miró a los ojos y después bajó la cabeza. Me agarró el nabo con la mano derecha y empezó a darme besitos en el capullo. Enseguida se lo metió en la boca, sólo la cabeza, y empezó a lamerlo con fruición. Tenía que reconocer que el tío me estaba dando placer, aunque intentaba pensar en otra cosa, en chicas que me la habían comido antes. El hombre empezó a tragarse poco a poco mi rabo, chupando con suavidad, con lentitud, con toda avaricia, mamando despacio, con maestría. Me cogió con la mano izquierda los cojones y empezó a sobarlos. Yo empezaba a sentirme en el paraíso. A regañadientes, tuve que admitir que aquel tío sabía mamarla mejor que todas las chicas que me la habían comido hasta entonces. El hombre siguió adentrando mi nabo en su boca, ya lo tenía a la mitad, y eso era mucho, unos 12 centímetros. Seguía chupando con fruición, manejando la lengua alrededor del tronco de mi carajo, ensalivándolo totalmente. Continúo hacia adentro, y entonces me di cuenta de que el tío tenía que tener unas tragaderas tremendas: ninguna chica había conseguido meterse todo mi cacharro en la boca, pero aquel lo estaba consiguiendo. Poco despues enterraba la nariz en mi vello púbico, y con ello supe que todo mi carajo, mis 23 centímetros a tope, estaban dentro de la boca y la garganta de aquel tipo. Me sentía estupendamente, ya más relajado de mis inhibiciones, así que no me importó mayormente que el tío, con la mano izquierda que me sobaba los huevos, me acariciara en la zona que hay entre los cojones y el culo. Era una caricia deliciosa, así que, cuando el dedo me acarició el agujero del culo, como estaba en el paraíso, no hice ningún movimiento en contra. Entonces el hombre metió un dedo en mi agujerito, con cierto trabajo y algún dolor de mi parte, pero al tener mi nabo enterrado en la boca del director, el dedo pudo penetrar con cierta facilidad.
Yo seguía en el nirvana. El hombre me alzó las piernas y se las puso en lo alto de sus hombros. De esta forma, se salió de mi nabo y se puso a chuparme las bolas. ¡Qué placer! Alguna vez, alguna de las chicas que me había follado, me había mamado las pelotas, y era rico, pero no como lo hacía aquel hombre, que parecía se las iba a comer. Tras chuparme un rato los huevos, el hombre bajó un poco más y sacó el dedo de mi culo. Entonces noté como una oleada de placer inmenso: el tío me estaba metiendo la lengua por el ojete del culo, y aquella carne caliente y cálida me estaba proporcionando el mayor placer que había sentido en mi vida. Noté que se me estaba cayendo la baba, y me di cuenta de que aquello era increíblemente plancentero. Culeé, queriendo que aquella lengua entrara más adentro, y el hombre me hizo que cambiara de postura. Me puso en el suelo, a cuatro patas, y sepultó su cara en mi culo. Así la posición era mejor, y noté como aquella lengua insaciable me traladaba como un obús. Cada lengüetazo era como un espasmo de placer, un gozo indescriptible que me llegaba por oleadas... Culeé de nuevo, casi sin saber qué hacía, y entonces el hombre retiró su lengua. Me volví un poco, como protestando, pero enseguida reconocí que de nuevo estaba allí aquel pedazo de carne... aunque, a decir verdad, parecía distinto. ¡Y tanto! No tardé mucho en darme cuenta, por el tamaño, que la lengua era ahora el nabo del tío. Tuve un instante de pánico, de inhibición: aquel tío me iba a follar, y yo no era un maricón... Pero enseguida recordé el placer de la lengua, y supe que aquello no podía ser malo.
La primera embestida me dolió, debo reconocerlo. Pero aguanté a pie firme: cuando el carajo del director me entró de nuevo, mi culo ya se había hecho a aquel (considerable, por cierto) tamaño, y entonces pude disfrutar de aquella barrena que me partía en dos pero que me proporcionaba un placer inenarrable. Instintivamente, culeé para metérmelo más adentro, y eché hacia atrás, entre mis piernas, una mano, para tocar el fenómeno que me estaba barrenando. Casi me caigo del susto: el grosor de aquel monstruo era superior al mío (que me lo tengo muy conocido, de tanta paja...), pero a pesar de eso allí estaba entrando en mi culo hasta entonces virgen como Pedro por su casa.
El tío redobló sus embestidas, y me di cuenta de que se iba a correr, porque jadeaba cada vez más fuerte. Pensé que se iba a correr en mi culo, pero un momento antes el hombre se salió, y debo confesar que me sentí huérfano. Pero el tío tenía otra idea. Se levantó y corrió hacia mi cabeza, poniéndome su rabo como de toro delante de mi boca. Yo no lo pensé: la abrí, sin saber qué hacía, pero absolutamente encadenado al placer que me estaba proporcionando aquel hombre. El tío me metió el nabo en la boca, y en ese momento noté una cosa caliente y viscosa que me invadía la lengua. Al principio pensé que era una guarrada, pero me di cuenta enseguida que sabía bien, con un extraño sabor agridulce que, cuanto más paladeaba, más me gustaba. Le mamé, como buenamente supe, la cabeza de la polla, mientras el hombre descargaba toda su leche en mi boca, y me sorprendí a mí mismo cuando, una vez hubo terminado de salir el semen, rebusqué con la punta de lengua en el ojete del nabo, buscando alguna gota retrasada, consiguiendo el justo premio a ese esfuerzo.
A todo esto, yo estaba que reventaba con mi propio nabo. Tras tragarme el último semen, me derrumbé sobre el suelo, momento que aprovechó el director para meterse mi carajo en su boca y, con varias mamadas explosivas, hacerme reventar en su boca. Se la llené de leche, que el hombre paladeaba como si fuera el más rico manjar.
Nos quedamos tirados en el suelo un rato. Después, el hombre se recompuso y me dijo:
--Bueno, has superado esta tercera prueba. Dame tu teléfono y te llamaré.
Ni que decir tiene que nunca me llamó. Cuando pasó dos semanas, fui al hotel P., pero allí, lógicamente, no daban noticias de sus clientes.
¿Pensáis que fui engañado? Creo que no. Porque lo que sucedió en aquella suite me abrió los ojos. Me gustó tanto el sexo con hombres que desde entonces me cambié totalmente de acera. Ese verano mi familia fue a Marbella, y allí encontré algunos locales gays con cuarto oscuro donde me puse las botas. Me metía en la sala oscura y echaba mano de todos los paquetes que podía. Debo confesar que, en la oscuridad de la sala oscura, me daba igual cómo fuera el tío, si guapo, feo, joven, viejo, calvo o con melena. A todos se la chupaba, y, si podía, hacía un numerito con uno que me enculaba y otro al que se la mamaba. Me tragué litros de semen en aquellas salas oscuras, y cuanto más tragaba más me gustaba. Cuando volví a mi ciudad, tras el verano, busqué los sitios de ambiente, y allí me hice un fijo de los cuartos oscuros. Cuando me veían entrar, los visitantes ya sabían que tenían una mamada segura.
Cuando en octubre comencé el nuevo curso, pronto hice para que el personal masculino supiera cuáles eran mis nuevos gustos. La verdad es que tuve bastante éxito. Les hice ver que dejarse chupar la polla no era de maricones, que eso ya lo era yo por todos. Así que, cuando yo entraba en el servicio de chicos (con mucha frecuencia, más de la necesaria), siempre había seis o siete chicos que tenían ganas de orinar. Ellos se ponían en los urinarios y yo llegaba por detrás, como en un rito: me agachaba a su lado y el chico sacaba el nabo: yo se lo mamaba hasta que reventaba y me tragaba todos sus mecos, y pasaba al siguiente. Una vez, por cierto, uno de los chicos me dijo que antes quería orinar, que tenía de verdad ganas (debía ser el único...): tuve como un presentimiento, y supe en ese momento que quería saber a qué sabía los meados en mi boca. Le dije, méame en la boca, y el chico, casi en estado de schock, lo hizo: aquel líquido caliente, ácido, suave, me encantó, y me lo tragué enterito. A partir de entonces, antes de mamarla, le pedía que me orinaran en la boca, y después se las chupaba hasta vaciarlos por completo. No es de extrañar que, cuando volvían a clase, fueran con aquella cara risueña.
Pero no sólo la mamaba en los servicios. En clase, cuando los profesores no eran de los más espabilados, me colocaba en la última fila y por allí iban pasando, uno a uno, mis compañeros, a los que se la chupaba con fruición, mientras el profe hablaba de logaritmos, de cordilleras o de triángulos escalenos. Ni que decir tiene que los fines de semana me voy a los lugares de encuentro: parques, donde me he comido ya un buen número de pollas; servicios públicos; salas oscuras...
En fin, que este curso voy a repetir; y no sólo es porque no atienda en clase: es que así me garantizo que el año que viene voy a disfrutar de una nueva tanda de pollas con leche...
Rodorico