El chico de la curva

Recoger a un autoestopista te puede dar más de una sorpresa.

Mi nombre es Miguel, tengo 34 años y soy camionero.

Os voy a contar una historia que me ocurrió con 24, cuando hice mi primera ruta con el camión

Sucedió a mediados del mes de Noviembre. Yo debía llevar un cargamento de fruta desde Murcia hasta Santander.

Cuando me encontraba cerca de Palencia recibí una llamada de mi jefe. La carretera principal estaba cortada a causa de un tremendo accidente e iban a tardar varias horas en despejarla. Decidí desviarme por una carretera secundaria, puesto que debía entregar la carga lo antes posible.

Atravesé el último pueblo de la provincia de Palencia. Hasta el próximo, ya en Cantabria, había unos 15 km, la mayoría de los cuales discurrían por un escarpado puerto de montaña.

Eran las 9 de la noche y sólo yo transitaba por esa solitaria carretera. Entonces vi algo que me llamó la atención. Un chico de vestido con un pantalón vaquero y una camiseta de manga corta hacía auto-stop al principio de la subida al puerto. Paré inmediatamente, pues en esa época del año y a esas horas la temperatura rara vez pasaba de los 5ºC.

Gracias por parar. ¿Puede llevarme al próximo pueblo?

Sí, como no. Sube, debes estar muerto de frío. ¿Qué haces aquí a esta hora, si no es mucho preguntar?

Esperaba a mi padre. No ha venido.

El chico debía tener sobre 20 años. Tenía el pelo corto y moreno, y unos ojos verdes preciosos.

El camión acometió lentamente la subida al puerto.

Me llamo Miguel. ¿Cómo te llamas?

Pablo. Fuiste muy amable al recogerme, no todo el mundo lo hubiera hecho.

Si te hubiese dejado allí, con este frío y así vestido como vas, mañana seguramente estarías muerto. Además no he visto un solo coche desde que tomé esta carretera. Nadie más podría recogerte.

Instantes después comenzó a nevar, primero suavemente y luego con mucha fuerza. Apenas podía ver la carretera y al camión cada vez le costaba más avanzar. Para rematar la faena no llevaba cadenas, por lo que la situación podía complicarse por momentos.

Al llegar a lo alto del puerto mis peores temores se hicieron realidad. Había tanta nieve acumulada que el camión ya no podía moverse, pues las ruedas patinaban sobre ella, y lo peor es que tampoco podía dar la vuelta y regresar al último pueblo.

Vamos a tener que pasar aquí la noche. El camión no avanza y no puedo pedir ayuda, el móvil no tiene cobertura y la radio no funciona. Podemos dormir en la parte trasera de la cabina.

Ni siquiera nos desnudamos. Hacía tanto frío que nos acostamos vestidos y tapados por unas mantas.

Estaba a punto de quedarme dormido cuando Pablo empezó a acariciar mi pecho por encima de la ropa y a darme besos en la nuca. Me di la vuelta y encendí la luz.

¿Qué estás haciendo?

Perdóname, creí que estabas dormido. Si quieres que me vaya lo entenderé.

Me quedé durante unos instantes mirando sus ojos y me di cuenta de que los dos deseábamos lo mismo.

Empezamos a besarnos y a desnudarnos el uno al otro. Disfrutaba besando cada parte de su cuerpo… la boca, el cuello, los hombros, el pecho… hasta que puse mi mano en su paquete. Eso acabó de derretirlo.

Ya no sentíamos el frío del exterior, sino un calor que no sabíamos como calmar. Pablo mordisqueaba mis pezones y poco después me agarró la polla con fuerza y se la metió en la boca. Le agarré la cabeza y se la iba metiendo hasta la garganta.

Al principio parecía que le costaba trabajo, pero poco a poco se fue acostumbrando y ya no necesitaba que yo le marcase el ritmo.

Dios mío! Me estás poniendo en órbita!

No había terminado de decirlo cuando me corrí dentro de su boca. Una parte de mi semen se le salió por la comisura de los labios, pero una gran parte se lo tragó. Aquel chico era como una aspiradora.

Me desplomé sobre el colchón, con una sonrisa de oreja a oreja que hacía mucho tiempo que no tenía.

Pablo me susurró al oído.

Fóllame. Necesito sentirte dentro.

Ni corto ni perezoso le abrí las piernas y le lamí en culo durante un buen rato para darle al menos un poco de lubricación. De vez en cuando la lengua se me escapaba hacia sus testículos y hacia su polla, que tenían un buen tamaño y se me hacían irresistibles.

Poco después me puse sus pantorrillas sobre los hombros, dispuesto a clavarle el rabo hasta donde entrase.

Hazlo ya, no esperes más.

Me decía con esos ojos lujuriosos. Lo penetré lentamente, dejando que se acostumbrase a tenerme dentro.

Avísame si te hago daño.

No me haces daño, pero házmelo con suavidad al principio.

Le hice caso y al principio entraba y salía lentamente, pero cuando me hizo saber que aquello ya había dilatado comencé a dar rápidas embestidas, sin ningún miramiento.

Mientras tanto el se masturbaba y yo de vez en cuando le relevaba y le obsequiaba con algún beso en la boca.

Estaba disfrutando como un enano de aquel agujerito caliente que se cerraba ciñéndose a mi polla con fuerza. Los dos lo estábamos pasando en grande, jadeando como dos animales en celo.

Pablo tenía la mirada perdida y temblaba. Yo sentía como su agujero se convulsionaba y me oprimía la polla. Se estaba corriendo, y aquello no paraba de chorrear. El olor a semen y ver el placer en su cara me excitaron aún más y 4 embestidas más tarde me corrí yo también, clavándosela hasta el fondo y llenándole de leche.

Los dos caímos rendidos y nos abrazamos, y así dormimos toda la noche.

A la mañana siguiente, cuando desperté, Pablo ya se había ido. Me dejó escrita una nota.

Miguel, ha sido un placer conocerte.

Gracias por haberme ayudado.

Con cariño, Pablo.

P.D. Ten cuidado con la curva de la fuente.

Me sentí apenado de no poder estar más tiempo con él, pero yo también debía continuar mi camino. Durante la noche había dejado de nevar y había llovido algo, por lo que buena parte de la nieve ya no estaba y podía avanzar.

Comencé a bajar el puerto y vi una fuente de piedra junto a la carretera. Unos 100m más abajo había una curva.

Al pasar la fuente la pendiente se hizo más pronunciada y la carga se me desplazó. Intenté frenar pero los frenos no respondían. Me acordé de las palabras de Pablo y sin dudarlo salté del camión, que en cuestión de segundos cayó por un precipicio.

Llegué caminando al pueblo y entré en el bar. Les dije a los allí presentes que había tenido un accidente y un vecino del pueblo se ofreció a llevarme a Santander.

Vi entonces que detrás de la barra había un póster de un equipo de fútbol local. Reconocí al portero: Era Pablo.

Le pregunté al camarero si le conocía.

Claro que sí. Pobre chico. Era el hijo del panadero. Murió hace unos meses cuando volvía de hacer el reparto. Su furgoneta se salió de una curva y cayó por un barranco. Fue una tragedia.

Sentí aquellas palabras como un jarro de agua helada. Salí de allí corriendo, llorando y con la mente confundida.

Jamás volví a pasar por aquel lugar.