El chico de la acera de enfrente 3: Sin despedida
Un cambio repentino de vivienda lleva a Carlos a un cambio repentino en sus relaciones.
SAGA: El chico de la acera de enfrente
3 – Sin despedida
Me miró Fran en silencio cuando ya estaba el apartamento vacío. Abajo me esperaba un taxi donde llevaría lo suficiente para pasar la primera noche en mi nueva morada y no había tiempo para demasiadas palabras.
No, Carlos – dijo -. Será mejor que no nos digamos adiós porque no vamos a dejar de vernos.
¿Ni siquiera vamos a besarnos?
Se acercó a mí dudoso, levantó mi rostro empujando mi barbilla, acercó sus labios y se posaron sobre los míos.
- Te espera el taxi, cariño – musitó -. Hasta luego.
Pasó por mi lado deprisa hacia la salida, me volví y lo vi salir y correr bajando las escaleras. De nada me iba a servir llorar. Quizá tuvo razón al tomar aquella determinación. Miré las paredes desnudas alrededor y comencé a andar despacio, tiré de la puerta y me fui hacia los ascensores. En aquel momento no sabía si me dolía más dejar atrás tanto recuerdo o pensar en la nueva vida que me esperaba.
El taxista hablaba con el portero que, al verme aparecer, se acercó a tomar la bolsa que llevaba en mi mano.
- Creo que a las cinco podemos estar allí – dijo -. Depende del tráfico…
Subí al coche y no quise mirar atrás. Conforme recorría las calles hacia la autopista, sin oír lo que decía el conductor, creí que un imaginario cordón umbilical que me ataba a mi última residencia, se estiraba más y más hasta el punto de romperse. Eché mi cabeza a un lado y traté de relajarme. Lo conseguí; me relajé hasta quedarme dormido y desperté al sentir algunos vaivenes.
- Estamos cerca, don Carlos.
Me encontré callejeando por el laberinto del Aljarafe sin saber dónde estaba y, en pocos minutos, estábamos entrando en el pueblo. Quise señalar al taxista por dónde debería tomar y me dijo que conocía bien aquello. Poco después, sin entrar por las callejas, paraba en la puerta de la casa.
Esperaba allí don Agustín para firmar el contrato y, fue tan amable, que olvidé mi disgusto y acabé riéndome con él. En poco tiempo, cerré la puerta quedando solo en el interior de la casa. A finales de octubre eran todavía los días bastante largos y no tuve que encender la luz. Recorrí toda la planta baja y subí a la alta. Decidí en ese momento que sólo utilizaría una. Bajé y puse algunas cosas en el frigorífico y otras en la alacena, me asomé al patio trasero y volví al salón.
Fue al entrar cuando me di cuenta de su tamaño. Podía montar allí mi estudio y mi dormitorio y aún me sobraría sitio. Decidí hacerlo así. Respiré profundamente y me dirigí a la puerta de la casa para ir a dar un paseo. Cerré bien con llave y caminé hacia la parte más baja de la calle; la que iba hacia el centro del pueblo.
A mi derecha, sentados en la acera, había varios chicos jugando. Los miré, les sonreí y me devolvieron todos una leve sonrisa. Conforme salía a una ancha y cuidada avenida saqué mi teléfono, lo llevé a mi oído y hablé: «Llama a Fran».
¡Mi vida!
Ya estoy aquí, amor. He dejado la casa y voy a dar un paseo.
¿Cómo es el pueblo?
Como todos – reí -. Es muy tranquilo y apetece caminar por estas calles…
Hablamos varios minutos de todo un poco mientras caminaba y, cuando guardaba el teléfono en mi bolsillo, vi un pequeño bar no muy lujoso pero de aspecto acogedor. Entré allí y noté enseguida la diferencia. Las pocas personas que allí había me miraron sonrientes con el camarero.
¡Buenas tardes!
¡Muy buenas! – contesté con la misma amabilidad -.
Ya había olvidado cómo era la vida en un pueblecito; todo el mundo saludaba a quien se cruzaba aunque no lo hubiese visto en su vida. Tomé un par de cervezas y me obsequiaron con algunas olivas. Era un lugar muy acogedor.
En poco tiempo, antes de que comenzase a oscurecer, iba de vuelta a mi nueva casa con cierta ilusión: «Nadie se encuentra solo en un pueblo como este».
Cuando me acercaba a casa vi que los chavales jugaban en la calle con una pelota. Uno de ellos hizo un gesto, pararon el juego y se volvieron a mirarme. Me llamó la atención el hecho de que jugaran varios niños con un par de jóvenes y pasé entre ellos saludándolos. «¡Hola!». Uno de los jóvenes, el más alto, tuvo que apartarse para dejarme paso y, mirándome de cerca, me saludó en voz baja y de forma distinta: «Buenas tardes. Bienvenido».
Mientras abría la puerta no jugaron y el joven no dejó de mirarme con cierta sonrisa bastante peculiar. Entré deprisa, cerré la puerta y corrí a mirar entre los visillos de la ventana. El joven que me saludó de cerca volvía a jugar, pero su mirada se escapaba hacia mi ventana de vez en cuando.
Era un chico delgado y alto, de cabello castaño y muy corto, de cuello algo largo y nuez prominente. No era muy bello, pero tenía algo especial. No era un niño precisamente… no podía decir en ese momento si tenía casi los veinte años. Abrí un poco los visillos y vi claramente cómo se paraba en seco y volvía su cara mirando hacia la ventana y sin apartar sus ojos de allí.
«¡Jorge, coño! Que nos van a meter un gol más ¡Espabila!».
Me retiré de la ventana dando un paso atrás. Aquel joven llamado Jorge me sonrió casi forzadamente para que supiera que me estaba viendo. Corrí a la cocina, abrí el frigorífico y comencé a beberme una cerveza que no estaba fría.
¿Qué era aquello? ¿Estaba imaginando cosas? Creí que iba a vomitar. Respiré profundamente apoyado en los fregaderos, abrí el grifo y me mojé bien la cabeza. No; no estaba imaginando nada. Jorge se había quedado cerca de mí en la calle, a propósito, me había saludado especialmente, me miraba fijamente y supo que estaba mirándolo por la ventana. «¡No, Dios mío! ¿Por qué me haces esto?».
Corrí a la ventana otra vez sin encender luz alguna y me acerqué sigilosamente. Supuse que con el brillo de los cristales no se podría ver hacia adentro y miré con cautela. Cerca de mí, algo más abajo, estaba la cabeza de Jorge, que se había echado en la pared y quedaba de espaldas.
Pude observarlo detenidamente. Su cabello corto me dejaba ver su piel morena bajo él y cuando giraba su cabeza a un lado u otro, podía ver sus mejillas y su nariz un poco aguileña. Me pareció más bello que cuando lo vi por primera vez. Me di cuenta de que me estaba equivocando.
Eché la persiana y ni siquiera miré lo que hacía. Encendí la luz y me dispuse a pasar el tiempo hasta la hora de dormir. Estaba agotado.
En un silencio absoluto donde podía oír mi respiración, la saliva, un cierto pitido en los tímpanos y el roce de las sábanas, me quedé dormido profundamente hasta que oí el claxon de un coche. Puse atención. Quien fuera lo hacía sonar una y otra vez. Me levanté y miré por las rendijas.
Buenos días.
Buenos días, Pili ¿Los de siempre?
Yo sí, los de siempre.
¿Y usted, Remedios? ¿Cuántos quiere?
Déjeme dos bollos más, que viene a almorzar mi hijo…
Un panadero vendía su mercancía a domicilio. Me pareció algo muy cómodo, me puse mi batón sobre la ropa de deporte y abrí la puerta para comprar.
Buenos días, señor ¿Va a querer pan?
Sí, gracias – me acerqué a él -; deme dos piezas…
No se preocupe, que este pan no se pone duro. Para usted solo puede comprarlo un día sí y otro no… o congelarlo.
¡El panadero ya sabía que viviría solo! Me di cuenta de que no se podían guardar secretos en Villanueva.
Buenos días, don Carlos – dijo la señora más joven -. Yo soy Pili. Si algún día no puede salir a comprarlo, yo se lo recojo.
¡Gracias! – me asombraba la amabilidad de aquellas personas -. Normalmente suelo madrugar.
Intercambiamos algunas frases más y cada uno se retiró hacia su casa mientras se iba el panadero. Pili entró en la casa de enfrente.
Me gustó aquel encuentro, la gente, su forma de relacionarse… y el pan que había comprado. Me fui a la cocina a desayunar.
No se había hecho aún el café cuando oí un fuerte carillón. Era el timbre de la puerta. Recorrí el pasillo a prisa y abrí sin mirar. Allí estaba Pili con algo en su mano.
Don Carlos – dijo -, como sé que no tendrá para desayunar, le traigo esto. Es manteca de aquí ¡Está riquísima!
¿Por qué se molesta en esto, mujer? – lo tomé -. Se lo agradezco… huele muy bien.
Usted es pintor, ¿verdad? – comenzó a hablar -. Mi niño pinta muy bien y no lo ha enseñado nadie. A ver si viene a casa y ve sus pinturas. Yo creo que le gustarán.
No soy pintor exactamente, Pili – contesté -, pero pinto bastante. Si quiere ver algunas cosas mías… De momento están en el garaje ¡Pase!
Pili no lo pensó dos veces. Por su forma de entrar y dirigirse a la puerta del garaje supe que conocía la casa. Le dije que entrase, pasó hasta el centro y miró alrededor asustada.
¡Por Dios! – exclamó - ¡Yo pensaba que mi niño pintaba bien! ¡Esto es precioso!
¿Le gustan? Intentaré pintar todos los que pueda y hacer alguna exposición. Quizá organice también algún curso de pintura…
¡No! – se volvió -. Ya hay dos pintoras dando clases en el Centro Cultural. No me gustan. Por eso no he llevado a mi niño a los cursos… pero esto…
¿Qué edad tiene su niño?
Es el mayor – quiso darme detalles -. Tiene diecinueve años, terminó los estudios y está todo el día en casa con los hermanos, con sus pájaros o pintando. No hace otra cosa. A lo mejor se entusiasma con esto…
Su «niño» de diecinueve años era Jorge. No podía ya decirle que no daría clases… y me asustaba aquella situación. Pili se detuvo en un pequeño bodegón que miraba sin dejar de hablar y, dijo tantas veces que le gustaba, que lo tomé en mis manos y se lo ofrecí: «Para usted, Pili. Con un buen marco lucirá mucho».
La mujer salió de allí sin dejar de hablar, muy agradecida y sin saber cómo devolverme el gesto. Me fui a la cocina a desayunar y fue entonces cuando comencé a despertar con el café. No había llamado a mi amor y no era hora. Tendría que esperar hasta medio día.
Me puse a organizar cosas. Mi estudio de pintura quedaría junto a la ventana y la cama al fondo, con mi televisor y varios ordenadores. Ya lo tenía casi todo organizado cuando volvió a sonar el carillón. «Otra vez la puerta ¿Me dejarán?».
Frente a mí, con la cabeza algo inclinada, estaba Jorge.
- Buenos días, Carlos – dijo -. Me ha dicho mamá que pintas ¿Puedo ver los cuadros?
Un escalofrío mortal recorrió mi espalda de abajo a arriba y tuve que disimular mi estupor. Abrí algo más la puerta y le hice señas para que pasara.
Están en el garaje, Jorge – le dije -. Puedes verlas despacio.
Sí – volvió su cabeza para hablarme -, me lo ha dicho mamá.
Entré allí tras él y observé que miraba mis pinturas de lejos y de cerca, para ver los detalles. Me puse detrás por si quería comentar algo. Sólo por eso. Jorge se volvió de repente, cogió un pellizco de mi camisa y se acercó para hablarme.
Enséñame a pintar así, por favor – susurró - ¡Qué belleza!
Sí, sí – titubeé -. Tienes que preguntar a tu… mamá… si quiere…
¡Sí quiere! – se acercó aún más -; mamá hará lo que yo le pida. Quiero verte pintar; ver cómo haces eso.
Hmmm, verás… No suelo dejar que nadie me vea mientras pinto. Te daré unas clases.
Y te veré pintar estas cosas – me miraba fijamente -. Quiero ver tus manos moverse.
¡Claro, claro! – respondí como pude -, cuando ya estés aprendiendo pintaremos los dos juntos, si quieres.
¿Juntos? – me pareció insinuante -. Me gusta ¿Cuándo vamos a empezar?
Quizá… quizá sería mejor encontrar un pequeño grupo de alumnos.
No – fue seco -; sólo yo. Mi mamá te pagará lo que le pidas… y estaremos sólo tú y yo.
No podía creer lo que estaba oyendo. Aquel «niño» me estaba acosando desde que llegué y yo… ¡me dejaba!
Su mano agarrada a mi camisa, a la altura del pecho, comenzó a bajar poco a poco y tuve que hacer un esfuerzo enorme para ser cortés con él y no retirarle la mano que, en un segundo, se había parado agarrando mi cinturón.
¿Óleo o acrílico? – pregunté -.
Las dos. La técnica que prefieras, primero. Haré lo que tú me digas.
¡Ah, sí, sí, claro! – me retiré nervioso -. Pregúntale a mamá. Yo estoy ahora ocupado organizando un poco la casa ¿Te importa?
No dijo nada. Me sonrió, se acercó algo a mí y salió hacia la puerta.
- ¡Vale! – se ilusionó -. En cuanto lo sepa te lo digo.
Dio la vuelta, atravesó la calle a paso ligero y entró en su casa.
«¡Mamá, mamá, tienes que pagarme las clases; Carlos me las va a dar!».
Cerré la puerta muy lentamente y con la mirada perdida, saqué el teléfono de mi bolsillo y lo llevé a mi oreja.
«Llama a Fran, por favor».
« Lo siento, Carlos. No encuentro ningún contacto que se llame Fran Porfavor ».