El chico de la acera de enfrente 1: Los olvidos
Carlos comienza una nueva vida, pero olvida la pasada en los brazos de Fran.
SAGA: El chico de la acera de enfrente
1 – Los olvidos
Jamás hubiese pensado que mi negocio de Jerez iba a hundirse con la crisis. Mis amigos me habían insistido para que me fuese a vivir allí para montarlo y así podrían ayudarme. Pero el destino me guardaba sorpresas. Después de dos años de trabajo incesante y agotador, me encontraba en la calle sin otro sitio a donde ir más que mi apartamento y sin poder decirle a nadie hasta dónde llegaba mi soledad.
Caminé casi con el rumbo perdido, callejeando, hasta que vi ante mí aquel sitio al que llamaban Las Torres de Córdoba. Estaba cerca de casa, apretando con mis manos mi chaquetón para resguardarme del frío e intentando mantenerme en pie firmemente, porque el poco dinero que me quedaba me lo había bebido. Al cruzar bajo los soportales de las torres, encontré enfrente una columna donde había pegado un cartel fotocopiado. En la parte superior había un retrato y más abajo un texto. En la foto se veía a un hombre de 45 años, masculino, bello, sin mucho más atractivo que el de cualquier otro. Debajo, en letras grandes, se leía un clamor de soledad y tristeza en una ciudad donde no era aceptado un hombre que amase a otro hombre. En su desesperación, aquel individuo había puesto unas pocas palabras donde reflejaba su miedo y su soledad y pedía a alguien como él que lo llamase.
Arranqué uno de los números de teléfono que había abajo y quedé pegado al muro frío mirando aquella foto. Enseguida me di cuenta de que tenía que volver a casa, relajarme y hacer planes para los días venideros. Me incorporé y seguí mi camino sin ver claramente por dónde iba. Cuando me acerqué a la entrada de mi urbanización, un sudor frío empapaba mi cuerpo y había olvidado todo lo que hablamos por la tarde acerca de mi negocio. Estaba arruinado.
Empujé despacio la puerta de cristales y entré en el recibidor, que me inundó de aire caliente y de luz. Al frente, estaba Juan Luis, uno de los porteros, mirándome con cierta curiosidad.
Buenas noches, don Carlos – dijo - ¿Se encuentra bien?
¡Sí, claro! – intenté incorporarme - ¡Gracias! ¡Hace una noche muy fría!
Sin duda - contestó amable -; hasta aquí se nota el frío.
Puede ser…
Intenté poner mi mente en orden porque no sabía dónde había puesto las llaves de mi apartamento. Busqué en mis bolsillos y no las pude encontrar.
¿No trae las llaves? – preguntó el portero -. Puedo decirle a Fran que suba con usted y le abra.
Sí, sí – dije despreocupado -. Tengo que haberlas dejado en la oficina.
Se fue Juan Luis por el pasillo de los servicios y vino al poco tiempo sonriendo y haciendo señales con las manos.
- Pase por allí – señaló a una puerta que no conocía -; Fran le espera.
Entré por donde nunca había entrado; por aquella puerta lujosa que siempre estaba cerrada y permitía acceder a mi bloque sin atravesar los jardines. Al fondo, en una pequeña sala que daba a los ascensores, me esperaba Fran; aquel chico del que tantas veces había oído hablar y que no había visto nunca.
- ¿Don Carlos? – oí - ¿Necesita ayuda? Tengo sus llaves.
Levanté mis ojos en la penumbra y encontré ante mí a un joven de belleza extraordinaria, rústico, con un mono azul de trabajo, y que no dejaba de mirarme con atención.
¿Fran? – balbuceé - ¿Eres tú?
Claro, don Carlos. Es posible que no se acuerde de mí, pero siempre ando por aquí en una cosa u otra. Venga conmigo. Le llevaré a su apartamento. Mañana le darán la copia de las llaves en la portería.
Claro, claro…
Me acerqué a él tembloroso. Me tomó del brazo y me ayudó a entrar en uno de los ascensores y pude ver mi desencantadora figura en el espejo del fondo.
Si quieres… - dije -, dame las llaves y ya mañana…
No – contestó de inmediato -; vamos a subir. Voy a ayudarle.
No entendía muy bien lo que quería decir con aquello de ayudarme y deduje, muy a mí pesar, que no podía disimular mi embriaguez. El chico siguió agarrándome del brazo para mantenerme erguido y me miraba con una leve sonrisa de complicidad: «Nadie va a saber que has venido borracho».
Está bien, está bien – le dije -, ya cerraré yo la puerta. Hasta mañana…
Espere un momento – parecía suplicarme - ¿No se siente usted solo? ¿Va a quedarse ahí sin nadie?
Mira, chico – comenté -, siempre he estado aquí solo ¿Hay algún motivo para tener que vivir con alguien? Es mi casa.
Lo sé – hizo una breve pausa -. Tenga este número de teléfono que se le ha caído al entrar… Quizá tenga que llamar a alguien…
¿Este número? – miré el papel del cartel - ¿De dónde ha salido esto?
Si me permite entrar un momento… se lo explicaré.
¡Claro, sí, pasa! – encendí las luces - ¿Quieres tomar algo?
No. Sólo quiero decirle que no llame a este número. Conozco al hombre que ha puesto esta publicidad por las calles.
¿Publicidad? – no entendía - ¿Qué publicidad?
Conozco este número, don Carlos. Es de un cartel que está pegado por todo el barrio. Es de un hombre que busca…
Ah, sí – quise recordar -; no tiene importancia. No me sirve para nada porque no voy a llamar a nadie.
Cerró la puerta despacio quedando conmigo en el vestidor. Abrió la puerta a la cocina y pasó allí llevándome del brazo.
Usted necesita a alguien tanto como ese hombre. No lo llame. No es una persona de fiar.
¿A quién se supone que voy a llamar?
Por favor, don Carlos – susurró -, si necesita a alguien para no estar solo… puede contar conmigo.
Lo miré asustadísimo. Sus ojos estaban clavados en los míos y su cabeza inclinada parecía querer acercarse a la mía.
Estoy bebido, chico – le dije - ¿Quién va a querer a un asqueroso viejo arruinado y borracho?
No siempre está usted así. Lo he observado muchas veces y es usted un hombre amable y simpático. No sé qué le pasa. A lo mejor quiere usted contármelo…
Mira, Fran – abrí el frigorífico -, una borrachera no siempre quiere decir que uno esté amargado. Saca un par de cervezas frías. Ahí, en esa puerta, hay copas de cerveza auténticas ¡De las alemanas! Vamos a tomarnos una. Te invito.
No – cerró la puerta -. No bebamos más, Carlos. Voy a llevarte al dormitorio y vas a contarme lo que te pasa… aunque lo imagino.
¿Qué imaginas, guapo? ¿Piensas que iba a llamar a un desconocido para no pasar la noche a solas? Nadie, nadie en Jerez querría echarse a dormir con un viejo borracho y arruinado.
¡Cállate! – seguía tuteándome -. Vamos al dormitorio y déjame ayudarte a meterte en la cama. Duerme un buen rato mientras te preparo un caldo bien caliente y alguna cosa de comer. Es lo único que necesitas para reaccionar.
Lo miré asustado. Fran sabía mucho más de lo que yo podía imaginarme. Me dejé tomar por la cintura y fuimos recorriendo el pasillo mientras iba apagando unas luces y encendiendo otras. Ya en el dormitorio, me dejó caer lentamente sobre la cama, se agachó y comenzó a quitarme los zapatos.
- Déjalo, déjalo - farfullé -, yo ya me prepararé.
Siguió a lo suyo. Me quitó los zapatos y los tiró a un lado. Se levantó y comenzó a aflojarme el cinturón, me desabrochó los botones y abrió la portañuela, tirando de mis pantalones muy despacio. Levanté un poco mis piernas para facilitarle aquella tarea.
¿Me vas a meter en la cama así?
No importa, Carlos – susurró -; lo que importa es que eches un primer sueño. Es temprano. Estaré esperándote en el salón un rato. Cuando despiertes te daré algo caliente para tomar y te sentirás mucho mejor…
¿Qué estaba haciendo aquella criatura angelical conmigo? No nos conocíamos de nada y pensaba prepararme un remedio para mi borrachera y me desnudaba como si me conociese de siempre ¿Por qué?
Fran – le dije al fin -; no puedo entender cómo un chico como tú puede interesarse por un viejo borracho y arruinado como yo.
Es que no me interesa tu estado. Me interesas tú. ¡Vamos! Duerme ahora un poco. Estoy ahí afuera esperándote.
No recuerdo más de aquello. Me acomodó en la cama, me tapó, apagó la luz y se fue.
Desperté soñando que me ahogaba. Tenía la boca seca y apenas podía respirar. Me incorporé como pude y encendí la lamparilla. Estaba confuso. No sabía qué había pasado, pero sabía que tenía que beber agua urgentemente. Abrí la puerta y encendí el pasillo para ir hasta la cocina.
Buenas noches – dijo Fran apoyado en la pared - ¿Puedo saber qué necesitas?
¡Agua! Dame un poco de agua fresca…
Fue hacia la cocina y le seguí y, cuando iba a preguntarle qué hacía, se volvió sonriente ofreciéndome un buen vaso de agua fresca.
Un poco más por favor…
El agua te aliviará. Bebe ahora y te llevaré a la ducha después.
¿La ducha? – no entendía aquello - ¿Por qué tengo que ducharme ahora?
Haz lo que te digo y te sentirás mejor. ¿De acuerdo?
No dije nada. Bebí hasta saciarme y dejé que me llevase semidesnudo hasta el baño. Me quitó la poca ropa que me quedaba y me miré desnudo ante él.
Me da vergüenza… - me excusé - ¿Por qué haces esto?
¡Vamos! A la ducha caliente. Te sentirás mucho mejor.
Y… - no sabía cómo decirlo - ¿vas a quedarte aquí mirándome desnudo?
¿Prefieres que yo esté desnudo también? Puedo ayudarte a enjabonarte.
No pude contestar. Lo miré de la cabeza a los pies. Su belleza me hacía olvidar todo lo que estaba pasando. No podía decirle nada.
- ¡Está bien! – me echó sobre el albornoz que colgaba de la pared -. No te muevas de ahí.
Comenzó a abrir el mono azul, tiró de las mangas hacia atrás y pude ver la escasa ropa que llevaba debajo. Al poco tiempo se lo había quitado. Dejó sus zapatillas de deporte y el resto de la ropa sobre la banqueta y, totalmente desnudo, resplandeciente ante mis ojos, se acercó a mí, me tomó del brazo y entramos en la ducha.
- El agua está muy calentita, Carlos. Te sentirás mucho mejor… y yo también.
El agua templada comenzó a caer sobre mí y él movía mis cabellos para humedecerlos y tomaba el frasco de gel para enjabonarme y enjabonarse. El roce de su cuerpo con el mío fue haciéndome reaccionar. No estaba solo.
- ¿Es que no me recuerdas? – dijo - ¿Tan poco te he importado siempre?
Estaba confuso e intenté recordar. Mi pasado estaba casi en blanco ¿Quién era Fran? Su belleza era tan extrema para mí como para que fuera imposible no recordarlo.
- ¡Carlos! – susurró en mi oído - ¡Don Carlos! Sólo me recuerdas como a uno de los chicos de mantenimiento. No recuerdas nada más. No recuerdas que me dijiste que me amabas. Lo entiendo. Voy a ayudarte a que tu vida sea la de antes; esa en la que me decías que me amabas.
Nos abrazamos bajo la ducha y el olor de su piel y el sabor de sus labios comenzaron a traerme dulces recuerdos.
«¡Fran, corazón mío ¿Cómo he podido olvidarte?».
Secó mi cuerpo con dulzura y luego el suyo. Volvió a abrazarme y me llevó hasta el dormitorio. Ambos, desnudos, nos metimos bajo las sábanas y comenzamos un baile de amor que iba trayendo a mi cabeza tiempos mejores.
«¡Es él! Lo he tenido siempre a mi lado… ¿Por qué me he olvidado de un ser así?».