El cerramiento.

...Gimió extasiado cuando ella se quitó la camiseta por el cuello y se desabrochó el sujetador. Sus pechos se agitaron blanquecinos, redondos y repletos...

Aclaración: Cualquier hecho en una comunidad de vecinos en la que observen un parecido semejante a los hechos relatados... es fruto de la casualidad.




—Bueno, vamos con el siguiente punto de la reunión.

—¿Cómo que el siguiente?

El hombre hizo caso omiso a la intervención de la joven.

—Han aparecido varios brotes de cucarachas en los pasillos…

—Oye, no, no, no. Mi punto del orden del día no se ha discutido aún.

—…he pedido presupuesto a varias empresas de control de plagas. En los documentos….

—¿Estás sordo o qué? ¿Estáis todos sordos?

La joven se levantó y se giró sobre sí para mirar al resto de asistentes a la reunión.

Ninguno de los vecinos la devolvió la mirada. Algunos prefirieron bajar la vista antes que fingir que no la escuchaban.

—¡Hostia puta! —gritó cogiendo el respaldo de la silla y golpeando con ella el suelo— ¡Prestarme atención, joder!

Todos se giraron hacia ella. Por fin había conseguido captar su atención. Aunque fuera a través de la violencia.

—Tu punto del orden del día ya ha sido debatido, Lourdes —dijo con voz monocorde el presidente de la Comunidad.

Recogió los folios de la mesa sobre la tarima de la sala. Los juntó y cuadró con golpecitos sobre la mesa. No estaba dispuesto a ceder un milímetro.

—Y un huevo ha sido debatido. Aquí solo he visto levantarse dos manos en contra de mi cerramiento.

—Pues son una más de las que hay a favor de él. Tienes que quitarlo. Votación legal, Lourdes, la mayoría ha hablado.

—Qué coño de mayoría estás hablando, aquí estamos siete vecinos. Solo hemos votado tres. ¿Y los demás?

—Se han abstenido, Lourdes. Admítelo, por favor: tienes que desmantelar tu cerramiento. Lo construiste por tu cuenta, saltándote los estatutos de la Comunidad por el forro.

—No, no. Espera, no. Los únicos que han votado en mi contra han sido tu mujer y el viejo del primero.

Ninguno de los aludidos quiso devolver la mirada a Lourdes.

La joven se sentía impotente. Ocho mil quinientos euros con veinticinco. Más los costes del desmantelamiento. Se sentía frustrada y abandonada. ¿Qué daño hacía su galería interior a la fachada del edificio? ¿Qué ocurría, que ella era la única que tenía dinero para hacerlo o qué?

Puñetera envida. Eso ya lo sabía de antes. Pero no les creía capaces de llegar hasta este extremo.

Los jodidos vecinos, utilizando unos estatutos arcaicos y que nadie respetaba, pretendían que tirase a la basura tanto dinero invertido…

No. Por Dios Santos que no.

—Vale.

—¿Estás de acuerdo, Lourdes? —repitió el presidente con ojos lánguidos, fingiendo indiferencia.

Los demás puntos del orden del día eran una excusa para convocar la reunión extraordinaria. ¿A quién coño le importaba que el hijo de la del tercero fuese un cabronazo ya, a sus trece años, y le gustase dar martillazos a los azulejos del pasillo común? Una hostia bien dada y punto ¿O los cientos de cucarachas que habían surgido por todo el edificio? ¿No tenían pies cada uno para pisarlas?

No. Lo importante era desmontarle el chiringuito a la morena del cuarto. Tetas puntiagudas, culito respingón y cara de viciosa. Provocando con sus camisetas de tirantes y sus pantaloncitos cortos. ¿Por qué coño su mujer no podía estar la mitad de buena que ella? ¿Por qué se negaba a hacer en la cama una pequeña parte de lo que creía que Lourdes gustaba de hacer con sus amantes?

Si no podía tenerla, tenía que aplastarla. Como una de esas cucarachas. Mala, mala. Jódete, puta viciosa.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Cuánto tiempo de qué?

—Cuánto tengo para desmantelar la galería.

El presidente de la Comunidad no tenía ni puñetera idea de cuánto tiempo se necesitaba para echar abajo algo así.

—Una semana.

—¿Una semana?

—Una semana. Hasta el miércoles próximo.

—Siete días.

—Sí, bueno, lo que viene a ser una semana —creía que la joven le estaba vacilando. Se envalentonó de todas formas al verla aceptar la derrota— ¿Sabes contar, Lourdes? Uno, dos, tres…

—¿Contar? Claro que sé contar, no os preocupéis ninguno.

—No nos preocupamos, Lourdes —añadió la mujer del presidente—. Mi marido solo quiere asegurarse que has comprendido cuánto tiempo…

—Lo he pillado, María, lo he pillado, gracias. Sé contar. Cuento de puta madre.

—Yo solo quería dejar claro…

—María. Basta —cortó su marido.

Un silencio interrumpido por varios carraspeos inundó la sala durante unos segundos. Afuera de la sala del Centro Cívico del barrio que habían alquilado para la reunión, se oyeron melodías de guitarras y niños gritando. Todo el que quisiera en el barrio podía alquilar una sala del Centro Cívico.

—Yo ya no pinto nada aquí —dijo Lourdes saliendo de la sala. No se había vuelto a sentar.

Cerró la puerta al salir y los reunidos quedaron en silencio. Se miraron unos a otros.

“¿Y ahora qué?”, parecieron preguntarse.

—A ver… ¿hay algo más que alguien quiera preguntar? —quiso saber el presidente—. Ruegos, preguntas… esas chorradas.

—¿Y lo de las cucarachas?

—Eso es muy caro, Fermín. Que cada cual las mate como mejor le dé la gana.

—Pero…

—Ni peros ni hostias. A ver, Fermín, ¿quieres apoquinar tú los dos mil euros que cuesta fumigar el edificio entero, eh?

—Pero la comunidad… Una votación…

El presidente le ignoró.

—Si no hay más cuestiones…

La reunión se disolvió unos segundos después.

Afuera, Lourdes, pegada la oreja a la puerta, corrió rápido hacia los servicios públicos del Centro Cívico.

Cerró la puerta  del escusado con un golpe. El cerrojo no encajaba y la puerta insistía en quedarse medio abierta. Lourdes se sentó sobre la taza del inodoro y arreó una patada a la puerta que la encajó con un crujido en el marco.

Respiró hondo varias veces para calmarse.

A medida que se iba sosegando, sus labios se fueron combando en una suerte de sonrisa siniestra, achinándose sus ojos.

Luego, su cuerpo, ajeno al devenir de sus pensamientos, centrado únicamente en la posición y lugar donde se encontraba, mandó la señal de orinado. Lourdes chasqueó la lengua. Se subió la falda, se bajó las braguitas, subió la tapa, colocó unos papeles en el borde del asiento y suspiró a gusto al oír el chorro romper contra la loza.

La puerta chirrió al abrirse por sí sola.

Otra patada la hizo encajarse de nuevo.

—Siete días —siseó en voz baja.




—¿Y por qué tengo que ir siempre yo, joder?

—No fastidies, Roberto, que solo es abrir la puerta y ver quién es. ¿No sabes hacer eso, te da miedo?

—Tú estás al lado, en la cocina, Saray.

—Estoy preparando la comida. Y estoy en bragas. ¿Quieres hacer el favor de abrir tú?

—Y yo estoy con el pijama, joder.

—Ni joder ni hostias, Roberto, ¿es que siempre tenemos que discutir por todo? Abre la puñetera puerta ya, por favor.

—Venga, va. Porque es fin de semana, ¿vale?

—¿Qué quieres decir con fin de semana, Roberto? ¿Que como sabes que haces el gandul y no mueves un dedo en casa, me vas a hacer caso un sábado por la mañana? ¿Ahora tienes conciencia, cariño?

—Conciencia, dice ésta… —masculló Roberto en voz baja.

El hombre meneó la cabeza y se levantó del sofá, dejando el periódico sobre la mesa del salón. Se rascó el trasero y luego el paquete bajo el pantalón del pijama. Caminó con pasos deliberadamente lentos hacia la puerta.

Sonó otra vez el timbre.

—Ya va, ya va, joder.

—No rezongues y abre, Roberto. Que es para hoy.

Roberto internó una mano bajo la camiseta para rascarse la barriga peluda. Se inclinó sobre la mirilla de la puerta. Dio un respingo al ver quién era.

Dudó durante unos instantes si abrir o no. También se relamió para sí al verla a través de la mirilla.

Lourdes vestía una de sus camisetas de tirantes, empapada de sudor, con las tiras del sujetador rosa a la vista, sobre sus hombros redondeados y relucientes… Volvía de correr. Como cada sábado. Solo que hoy había venido mucho antes.

—¿Quién es, cariño? ¿No abres?

Quitó la cadena y dio dos vueltas de llave para abrir la puerta.

—Es Francisco. Querrá quedar hoy por la tarde para las cartas, ya sabes.

—Todos los sábados lo mismo —musitó por lo bajo Saray— ¿Cuánto hace que no salimos juntos?

Se volvió hacia su marido, dejando el cuchillo con el que cortaba los ajos sobre la tabla.

—¿Y si…?

Se detuvo al ver cerrarse la puerta. Roberto ya no la escuchaba. Todos los fines de semana igual. Cuando más tiempo tenían para ellos.

Saray suspiró y se llevó las manos al pelo. Solo follar, solo follar. Ni un abrazo, ni un beso. A cuatro patas, estrujándola las tetas. Ya ni jodiendo se miraban, incluso.

—Qué asco de vida —se dijo para sí bajando sus manos por la cara.

Se dio cuenta que ahora su pelo y piel olían a ajo. Arrugó la nariz y dio un manotazo a la tabla, el cuchillo y los ajos que había sobre ella.

Cayeron sobre el fregadero con un estruendo.

Saray dio un respingo, asustada. Pero se cruzó de brazos, más decidida aún que antes.

—Hoy va a comer pollo guisado tu puta madre —siseó dolida.

Al mismo tiempo, un piso más arriba, la puerta del apartamento de Lourdes se cerró despacio.

Francisco miraba a Lourdes con el ceño fruncido, apoyado tras la puerta cerrada.

—Te he dicho cientos de veces que no aparezcas por casa así.

Lourdes se rió por lo bajo. Su mirada alternaba entre la cara de enfado de Francisco y su entrepierna. Bajo el pijama, el bulto iba creciendo más y más.

Se acercó a él, apoyando sus pechos sobre él. Movió sus caderas para restregarse contra la dureza.

Ronroneó juguetona. Su lengua se deslizó entre sus labios, humedeció el lóbulo derecho de la oreja de Francisco y luego sorbió el pedazo de carne.

Francisco sintió como las piernas se le doblaban. El tembleque fue exquisitamente postergado por el buen hacer de Lourdes.

Asió con sus manos la cintura de la joven. La única parte de su cuerpo que permanecía inmóvil. Todas las demás recorrían su cuerpo, meneándose, frotándose, impregnándose sus sentidos y su seso con el sudor femenino.

Francisco recordó cuál era la excusa para estar allí.

—Tenemos poco tiempo, guarrilla —masculló bajándola los pantaloncitos de un tirón, llevándose las braguitas también por delante. Abarcó con sus dedos los deliciosos globos, firmes y sudorosos de la joven.

—No me digas… —gimió Lourdes al verse apretada contra la polla de Francisco. Un penetrante olor a sexo masculino surgió de entre ellos.

Los dedos de él navegaron entre la carne de las nalgas, se abrieron paso hasta el ano y llegaron hasta la fronda del vello de la vulva.

—Vamos, vamos —apremió Francisco esperando que la joven le bajase los pantalones y se aupara sobre su cintura.

Quería follar rápido y correrse en unos segundos. ¿Cuánto tiempo se tarda en fijar una fecha y hora para una partida de cartas y charlar sobre tonterías? ¿Diez minutos, doce?

La joven le bajó los pantalones. La polla se bamboleó enhiesta, dura. Un intenso olor a macho excitado surgió de aquel miembro.

Francisco parpadeó confundido cuando Lourdes se desasió del abrazo de su culo y se separó un paso de él.

Gimió extasiado cuando ella se quitó la camiseta por el cuello y se desabrochó el sujetador. Sus pechos se agitaron blanquecinos, redondos y repletos. Los pezones endurecidos de un rosa brillante contrastaban con el vello oscuro y perlado de sudor de su entrepierna.

Lourdes se mordió el labio inferior mientras se pellizcaba un pecho. Sus uñas resbalaron por la piel nívea, cerrándose sobre el pezón. Azuzándolo más, volviéndolo de un rosa encendido.

—No sabes cómo estoy de caliente, cabronazo —jadeó Lourdes.

Se frotó el vello recortado del pubis. Escarbando en su femineidad. Sus muslos se estremecieron. Los labios vaginales surgieron de entre el vello. Rosados, suculentos. Empapados de fluidos.

Francisco se sujetó la polla mientras se llevaba la otra mano a los ojos. Sudaba copiosamente. Estaba al borde de un ataque al corazón. Estrujaba su miembro y lo agitaba espasmódicamente.

Alargó la mano en busca del cuerpo objeto de su deseo.

Lourdes dio un paso atrás.

Francisco dio un paso adelante para sujetarla. Nada en el mundo, nada, podría interponerse entre ese cuerpo y el suyo. Mataría por tener ese cuerpo. Ese coño. Esas tetas.

Lourdes dio otro paso atrás.

Francisco cayó de rodillas. El pantalón arremangado le inmovilizaba las piernas.

—Cógeme si puedes —rió Lourdes quitándose el pantaloncito y las braguitas.

Aquel culito blanquecino, divino, desapareció tras una esquina del salón.

Francisco se despojó de los pantalones del pijama en el suelo. Oyó un desgarro pero le dio igual.

Corrió a por Lourdes. De la punta de su polla asomaba una espuma espesa.

Rodeó la esquina del salón. Casi resbala de lo rápido que iba.

Abrió la puerta del dormitorio.

El fogonazo le paró en seco.

No supo qué ocurría hasta que al fogonazo siguió otro y otro, decenas de ellos.

Lourdes lo estaba acribillando a fotografías.

—Qué… qué… —gimió tapándose la cara, cegado.

Solo sintió como Lourdes lo iba empujando por la espalda, a través de la casa. No veía nada, iba con las manos por delante, desnudo, completamente ciego.

Sintió como ella le ponía sus pantalones sobre sus manos. Oyó abrirse la puerta de casa.

—Mi cerramiento seguirá en su sitio —le dijo Lourdes al oído—. Asegúrate de expresarlo en voz alta, ¿entendido?

—Pero… tú… yo…

Empezaba a distinguir formas y colores.

—Largo de aquí, hijo de puta. Y dale recuerdos a tu mujercita.

El portazo le hizo estremecerse entero.

Luego se dio cuenta que iba desnudo, con el pene aún duro y húmedo.

Desnudo en el pasillo común.

Se vistió rápido y caminó aún aturdido de vuelta al segundo, a su casa.

Una cucaracha apareció delante de él, moviendo sus antenas. Francisco la miró y levantó el pie para descargar un pisotón sobre el bicho.

Dudó un instante.

No se atrevió a pisarla.

Corrió por las escaleras hacia su casa, con el corazón en un puño.

Mercedes dejó que la tapa del contenedor de basura se cerrase despacio, conteniendo el golpe con la manivela que tenía a la altura del pie.

No quería armar escándalos.

Era de noche, las cuatro de la madrugada. Había bajado la basura a las cuatro de la madrugada. Raquel, su novia, se había quejado del mal olor que surgía del cubo de la basura de la cocina.

—¿No puedes dormir por el olor? No me jodas —respondió somnolienta.

—No, no puedo. ¿No lo hueles tú? Es apestoso, no me puedo creer que no lo notes.

—Haber bajado la basura a las ocho, cuando te lo dije. No me vengas ahora con esas.

Raquel se puso melosa y le susurró al oído, terminando por desvelarla.

—No puedo dormir, porfa…

—¿Cómo? ¿Qué? No pensarás…

—Estoy desnuda. Tú estás con el pijama.

—Ponte algo encima, so guarra y baja tú la basura.

—Hace dos horas no querías que me pusiera nada encima…

—Hace dos horas hicimos el amor, cariño. Ahora, a las…

Volvió la cabeza en la almohada para consultar el reloj de la mesita. En la oscuridad, las tres y cincuenta brillaron con luz verde fosforito.

—Mierda. Si es que son ya casi las cuatro. ¿No puedes esperar a que sea de día?

—No, cariño. Porfi, porfi, porfi.

Y con cada súplica, Mercedes recibía un beso en la frente, en la mejilla, en la nariz.

—Me cago en todo.

Pero no se movió de la cama.

Hizo falta que Raquel le diese un empujón para que saliese de la cama.

—Oye, niña…

—Porfi…

Optó por no discutir. Salió de la cama y se calzó las pantuflas. Entró en el cuarto de baño y se puso el albornoz. Tampoco era plan de salir a la calle en camiseta y bragas, enseñándolo todo.

Cuando se acercó a la cocina, reconoció el mal olor procedente del cubo de la basura.

Se asombró de no haber rezongado ella primero. En efecto, era nauseabundo. ¿Olían tan mal las sobras de la cena?

Cogió las llaves de casa y las metió en el bolsillo del albornoz. Salió al pasillo con la bolsa de la basura en la mano. Pesaba un huevo y el tufo era demencial. Llamó al ascensor.

Afuera, en la calle, soplaba una ligera brisa. Se cerró las solapas del albornoz sobre el cuello con una mano mientras con otra acarreaba la bolsa.

Pocos coches circulaban por la carretera cercana. Nadie a la vista. A las tantas de la madrugada, un domingo, ¿a quién le apetecía desaprovechar la última gran noche del fin de semana? Dormir a pierna suelta…

—Mejor así —se dijo en voz baja—. Solo me faltaba que ocurriese algo.

Tras tirar la bolsa de la basura al contenedor, emprendió el camino de vuelta al edificio. Cien metros escasos.

Las pantuflas se arrastraban por el suelo.

Un maullido la hizo girar la cabeza y apretar el paso. Se cerró aún más el albornoz alrededor del cuello y la cintura.

—Mierda, joder —murmuró.

La noche dibujaba sombras que se movían sinuosas.

Cruzó la calle y siguió caminando, casi corriendo, al filo de la fachada del edificio. La puerta estaba ahí, esperándola. Metió una mano en el bolsillo, en busca de las llaves. Tintinearon entre sus dedos y el sonido del tintineo la estremeció.

No quería hacer ruido. Solo quería llegar a casa, meterse en la cama y acurrucarse junto a Raquel.

—Vaya tontería —se dijo en voz alta para darse ánimos.

Se detuvo frente al portal. Sacó las llaves que tintinearon aún más. Miró de reojo a los lados.

Se equivocó de llave y probó durante varios segundos a abrir la cerradura con la llave incorrecta.

Cuando metió la llave correcta, soltó un suspiro de alivio.

—Hola, chochete.

Exhaló un gemido gutural, casi catatónico.

Al volverse hacia el desconocido, apretó los labios y frunció el ceño.

—Mierda. Eres tú. ¿Sabes el susto que me has dado, puta?

Lourdes sonrió y las dos entraron en el portal.

—¿Qué haces a estas horas vestida así, te duchas en otro sitio?

—Muy graciosa. ¿Y tú?

—Yo estoy mona. Vengo de una fiesta.

—Ya.

Entraron al ascensor. Mercedes no pudo contenerse y se le fueron los ojos unas cuantas veces hacia el vestido de Lourdes. Un palabra de honor negro, de falta cortísima. Pedrería y brillantina que refulgían como piedras preciosas. Las piernas estaban brillantes, como recién hidratadas. Los muslos relucían jugosos, apetecibles. Los pechos subían y bajaban con cada respiración. Parecían hincharse al inspirar, expandirse al expirar. Se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Estás muy guapa.

—Ya lo sé.

Cruzaron la mirada durante un segundo. Mercedes la desvió, apurada.

Lourdes se giró y se apoyó sobre el panel de mandos del ascensor.

—¿Qué haces?

—Nada, Merceditas, no te preocupes.

—No me asustes, por favor, que a estas horas…

El ascensor se paró en seco. La máquina emitió un suspiro mecánico, como si se deshinchase un balón.

—No… no… no me jodas, Lourdes, ¿qué has hecho? Tengo claustro…

—¿Que qué he hecho, dices?

Se acercó a la lesbiana con las manos en la espalda.

Mercedes se plegó en el rincón del habitáculo.

—He visto como me mirabas.

Lourdes negó con la cabeza.

—Era el vestido.

—Mentirosa. Eran mis tetas, eran mis piernas, eran mis labios, mi cuello, mis hombros, mis manos.

—No, Lourdes, de verdad que no. Tengo novia. Apártate de mí y pon este bicho otra vez en marcha.

Lourdes se dejó caer sobre Mercedes, exhalando un suspiro, dejando que su aliento penetrara por la abertura del cuello del albornoz.

Mercedes cerró los ojos. Notó como su vientre se agitaba. Se lo sujetó con las manos.

—Dime que no me deseas, Merceditas. Dímelo —murmuró derramando el aliento de la última palabra sobre los labios de Mercedes.

La lesbiana entornó los ojos. Había sentido el incandescente hálito sobre su cara.

Notó como su entrepierna se había hinchado y humedecido. Se notaba excitada. Horriblemente excitada.

Vio el rostro de Lourdes encima de ella. Sus labios a un bocado de distancia. Unos labios pintados de naranja. Gajos de fruta tiernísima, repletos de sabor y jugos dulcísimos.

Le comió la boca sin pensarlo. Agarró a Lourdes del cuello y la atrajo sobre sí, besándola hasta que tuvieron que separarse para tomar aire.

Se miraron unos instantes. Cada par de ojos titilando. Lágrimas a flor de piel, alientos al rojo vivo.

Las lenguas fueron ahora las protagonistas. Voraces, salvajes, imprevisibles. La saliva se escanciaba en boca ajena con facilidad. Se emborracharon de sus propios licores.

Se desnudaron con movimientos rápidos, conocedoras de las prendas. Sabían cómo ponerlas, sabían cómo quitarlas. Cayeron de rodillas en el suelo del ascensor, sujetándose la cabeza, devorándose con los labios, saciándose con la lengua.

Los jadeos y los espasmos eran continuos. Los gemidos, desgarradores; los suspiros, impotentes.

Rodaron por el suelo del ascensor, algo apretadas. Carne sobre carne, con las piernas entrelazadas, las vulvas solapadas y los pechos entremezclados.

Los fluidos se desparramaban sin parar.

Lourdes se levantó de repente.

Apartó de un manotazo los dedos de Mercedes, cerrándose sobre su coño.

La lesbiana se incorporó confusa, frotándose la mano golpeada.

—¿Qué pasa, qué he hecho? ¿No te ha gustado?

Lourdes no contestó. Se agachó para colocarse las bragas y subirse el vestido.

—Pero, ¿qué ocurre, Lourdes? Dime qué no te ha gustado y no lo vuelvo a hacer.

La morena entornó los ojos mientras se aupaba hacia una esquina del habitáculo del ascensor.

Mercedes se dio cuenta entonces de la cámara.

—Pero, ¿qué hostias…?

Se detuvo al ver como Lourdes se metía la cámara en el bolso.

—¿Es tuya?

Lourdes pulsó el botón del tercero varias veces y el ascensor se puso de nuevo en marcha.

—¿Sabes lo que no me gustó y quiero que no vuelvas a hacer, Merceditas?

La otra no contestó.

El ascensor se detuvo y Lourdes salió con los zapatos y el bolso de las manos.

—Que no muevas un puto dedo en las votaciones. Recuerda: mi cerramiento se queda como está, ¿vale?

Mercedes no tuvo necesidad de decir nada. Lourdes cerró la puerta y el ascensor siguió su marcha.

En el interior, la lesbiana, mientras el ascensor subía hasta el ático, se colocó el albornoz.

Salió al pasillo. Se dio cuenta que había perdido una pantufla cuando vio una cucaracha corretear cerca de su pie desnudo.

Reprimió una arcada y dio unos cuantos saltos a la pata coja hasta la puerta.

Fue directa hasta el cuarto de baño.

Abrió el grifo. Se metió en la ducha y dejó que el agua fría la empapara.

Raquel apareció al poco rato.

—¿Qué coño haces, mujer? ¿No sabes qué horas son?

—He visto una cucaracha.

—¿En la calle?

Negó con la cabeza. El agua no estaba suficientemente fría.

—Qué asco, de verdad —musitó Mercedes.

Raquel se encogió de hombros y volvió a la cama.




—A ver, un poco de silencio, por favor. Si hablamos todos a la vez no nos vamos a enterar de nada.

Los vecinos siguieron discutiendo sin atender a las palabras del presidente.

Esperó durante unos segundos, de pie, junto a la mesa de la tarima de la sala del Centro Cívico.

Solo uno de los vecinos estaba en silencio y el presidente no pasó por alto el hecho.

Lourdes le miraba fijamente, con gesto aburrido. Casi indiferente.  Pero insultante.  Irreverente.

El presidente dio un golpe a la mesa con la palma de la mano.

Todos se callaron al instante. Se volvieron hacia él.

—A ver, Lourdes. Mañana cumple el plazo. Siete días, ya sabes. ¿Ya lo tienes todo preparado para echarlo abajo?

—Quiero una nueva votación.

—Ya se votó.

Se levantó un ligero murmullo.

—Ya sé que se votó, estaba aquí, ¿recuerdas? Quiero una nueva votación. Presiento que el resultado será diferente.

—No lo será.

—Votemos, pues.

El murmullo creció de intensidad.

—Ya lo hemos votado, Lourdes, no hagas esto más penoso de lo que…

—¡No hay cojones! —gritó poniéndose en pie.

—¿Quieres votar, Lourdes? —gritó a su vez el presidente envarándose— ¿Quieres votar, eh? Pues votemos, joder, votemos. A ver, ¿votos en contra del cerramiento de Lourdes?

Se alzaron los brazos de la mujer del presidente y del vecino del primero.

—Seguimos siendo dos contra uno, Lourdes, ¿lo ves, criatura?

—¿Votos a favor de no tocar mi galería?

Tres manos se alzaron.

El presidente tragó saliva. Dio un paso atrás. Trastabilló y se apoyó sobre el borde de la mesa de la sala. Le faltaba el aire.

—Pero… pero…

—¿Votos a favor de acabar con las cucarachas? —musitó Fermín poniéndose en pie a su vez.

Todas las manos se alzaron al unísono.

El presidente emitió un chillido agónico.

——Ginés Linares——




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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.