El celular de Alexia, capítulo 7
La historia se acerca al final.
Capítulo 7
Cabos sueltos
Como dicen, toda buena mentira debe tener un noventa por ciento de verdad. De aquel café con Sofía, y del posterior encuentro con mi mujer, había quedado algo de lado. ¿Alexia había terminado con Gustavo porque él le fue infiel, tal como me la había asegurado hacía diez años? ¿O acaso Sofía tenía razón, y fue la propia Alexia la infiel, lo que significaba que nuestra relación había comenzado con una mentira?
Como era de esperar, y a pesar de que parecía que mi matrimonio se estaba rearmando —los trozos se pegaron con plasticola, y podrían desarmarse de nuevo ante un viento apenas fuerte, pero rearmado al fin—, Alexia no iba a dejar pasar el hecho de que sabía que alguien me había dado la información respecto a su historia con el profesor Hansen y la orgía que tuvo con Sergio y otros alumnos de la universidad.
Imaginar al regordete de Sergio poniendo sus manos en mi mujer, me hervía la sangre.
Sofía, hábil y ponzoñosa, y yo, ingenuo y en ese momento con mucha predisposición a pensar mal de Alexia, fuimos una combinación ideal para que todo confluya hacia el desenlace ya conocido.
Por suerte había sido lo suficientemente inteligente como para no creer que la relación que Alexia tuvo con su profesor fue para aprobar la materia, como si se tratara de una puta cualquiera. Sin embargo, cuando Sofía me dijo que mi mujer había terminado con Gustavo porque ella le fue infiel, y no al revés, me dejé llevar por la desconfianza que desde hacía rato venía envenenando mi alma.
Atribuí todas aquellas anécdotas al pobre de Mauricio, quien aceptó su papel, resignado, cuando le rogué que, si Alexia le preguntaba, dijera que se le había ido la lengua, pues había tomado de más. Alexia me había visto con Sofía en la fiesta, pero por lo visto no sabía que estuvimos conversando brevemente en el patio trasero de la casa de Mauri.
Una estrategia que pendía de un hilo, pero era lo que había.
Cuando le confesé esto a Alexia, dejé deslizar la última pregunta. ¿Qué había pasado realmente entre Gustavo y ella? Alexia, más sorprendida que molesta, me dijo que eso yo lo sabía bien. No necesité indagar más, pues no había un atisbo de engaño en su mirada. El instinto, que hasta ahora me venía jugando en contra, se acalló, para dejar libre a la razón.
¿Los mensajes nocturnos? La pajera de Priscila, excitada como una adolescente ante el inminente reencuentro con Gustavo.
Impelido por la necesidad de atar todos los cabos, en un descuido de mi mujer, agarré su celular y realicé una veloz pero profunda inspección. Si bien era cierto, tal como lo venía pensando desde hacía tiempo, que cualquier mensaje incriminatorio podía ser borrado, ahí estaban los mensajes con sus amigas en los horarios intempestivos. Esos mensajes que habían desatado mis primeras dudas, eran lo que eran y nada más. En algunos Priscila le hablaba del susodicho; en el chat grupal las chicas le preguntaban detalles sobre nuestros excéntricos encuentros sexuales de los que disfrutamos últimamente.
¿La actitud de Priscila en la fiesta, al intentar evitar que vea a Alexia bailando con Gustavo? Simplemente habría intuido mi malestar y actuado en consecuencia. ¿La decisión de Alexia de haberse producido exageradamente para que sus ex amantes la vieran? Una actitud inmadura de parte de una mujer que se encontraba cara a cara con su pasado. Probablemente era lo único que realmente podía echarle en cara, y ya se había redimido por eso.
Había caído en una trampa que yo mismo me había puesto. Yo y mi imaginación. Y ahí estaba Sofía para convertirse en la gota que rebalsara el vaso.
Cuando Alexia me dijo que estaba iniciando una relación pseudo amistosa con ella, supe que todo estaba a punto de irse a la mierda. Me cité con Sofía para tratar de convencerla de que se estaba pasando de la raya. Pero en el fondo sabía que de poco serviría. Sofía no estaba bien de la cabeza, y probablemente siempre había sido así.
— No voy a pedirte permiso para cultivar nuevas amistades —dijo Sofía, cuando le dije que se alejara de Alexia.
Estábamos en un bar, a un par de kilómetros de mi estudio. La cosa tendría que ser rápida, pero Sofía me la estaba haciendo difícil. Tengo que reconocer que en otras circunstancias hubiese sucumbido a la lujuria con facilidad. Sofía estaba tan exultante como siempre. Una minifalda ceñida, tacos altos, y mirada de guerrera insaciable. Pero estaba molesto por su actitud, y muy temeroso por lo que podría llegar a hacer, por lo que, por esta vez, no pensaba caer a sus pies.
La sonrisa cínica de Sofía era más grande que nunca.
— No te preocupes, no pienso decirle nada, al menos por ahora —dijo, sorbiendo un trago de café, como para dar tiempo a que sus palabras surtieran el efecto esperado.
— ¡Dejate de estupideces! —dije, alzando la voz. Algunos clientes miraron hacia nuestra mesa. Sofía les sonrió, como diciéndoles que estaba todo bien—. Esto ya no tiene sentido ¿Qué es lo que querés?
— No seas tan dramático. Las cosas no son como pensás —dijo ella, corriendo un mechón invisible de su cara—. Yo sólo le había escrito para saludarla. Pero una cosa llevó a la otra, y ahora Ale quiere que vaya a cenar a su casa. No podía negarme.
— Estás mintiendo. Igual que lo hiciste con la historia del rompimiento de Alexia y Gustavo. Ella nunca lo engañó. Cambiás las cosas de lugar, y a eso le llamás verdad.
— La verdad que eso fue hace una década. Quizás me equivoqué. No recuerdo cada detalle de lo que sucedió en esa época —dijo Sofía, haciendo un falso gesto de congoja.
— No te entiendo ¿Tan caliente estás conmigo? No lo creo —dije, respondiéndome a mí mismo—. Lo nuestro no va para ningún lado. Sólo fue algo del momento.
— No seas hipócrita. Fuiste vos el que me siguió al baño la primera vez —contestó, indignada, pero a la vez divertida, probablemente debido a que sabía que tenía razón—. Casi me violaste. Y no fue la única vez que estuvimos juntos, así que no te hagas el boludo —suspiró hondo, como si estuviera tratando con un retardado mental—. Hablando de eso. Reservé una habitación en un hotel que queda muy cerca de acá.
— ¡Qué! —Exclamé, anonadado— ¿Vos escuchaste algo de lo que te dije?
— ¿Vamos? —preguntó ella, ignorando mis palabras.
— No voy a ningún lado con vos. Esto se terminó.
Entonces, Sofía sacó el celular de su cartera. Lo apoyó sobre la mesa, más cerca de mí que de ella misma. Había un archivo de audio. La miré, esperando que dijera algo. Pero sólo sonreía, sabiendo que cada segundo de silencio que transcurría, era un poco más de sufrimiento para mí.
— ¿Qué es eso? —pregunté, alarmado.
— Dale play y te vas a enterar. Acercalo a tu oreja, el volumen está bajo.
A pesar de mi recelo, le hice caso. Del parlante se oyeron gemidos femeninos, y una respiración agitada. Éramos nosotros.
— Si lo adelantás al minuto quince vas a escuchar con total claridad tu propia voz cuando me obligás a ponerme la tanga manchada de semen —dijo ella, arrimando su odiosa jeta, entre susurros.
— Qué carajos…
Sofía se puso de pie e intentó arrebatarme el celular, pero yo me aferré a él.
— No seas tonto —dijo irritada—. Esos audios están guardados en la nube. Puedo acceder a ellos cuando quiera, por más que lo elimines, y por más que me destruyas el celular…
Miré en derredor, como para comprobar que no estaba en un sueño. Todo parecía muy real, salvo Sofía y su perversa imaginación. Intenté articular alguna palabra, pero no me salía ninguna.
— Ya te mandé la ubicación del hotel al celular. No tardes mucho —dijo ella, quitándome el celular, ahora sí, sin resistencia de mi parte. Se puso de pie, y se fue, moviendo las caderas adentro de la ceñida falda.
Entré a la habitación del hotel completamente turbado. Sofía estaba con un conjunto de ropa interior negro de encaje, y portaligas, a pesar de que no llevaba medias. La miré, como quien mira algo inefable.
Realmente estaba despampanante. En una situación normal no tardaría más de diez segundos en desnudarme y comenzar a fornicarla con brutalidad. Pero era una situación surreal que no podía terminar de asimilar. ¿De verdad me estaba extorsionando para tener sexo conmigo? No podía ser eso. Las mujeres no eran tan básicas como los hombres, y Sofía no era tan predecible como otras mujeres.
De repente, vi todo rojo. De un momento a otro, mis manos estaban rodeando su cuello. Presioné con fuerza. Sofía abrió los ojos de tal manera que parecían el doble de su tamaño. Intentó decir algo, pero yo seguí apretando. Caímos sobre la cama. Sofía dándome golpes cada vez más fuertes con los puños cerrados. Uno de ellos dio en mi cuello, en la garganta de Adán, cosa que me hizo daño, y a su vez, sirvió para que volviese en mí.
¿Qué iba a hacer? ¿Matarla en un hotel donde nos habían visto entrar y donde además había cámaras filmando? Incluso si pudiese quedar impune, nunca cometería un homicidio. No, yo no era así.
— No sé qué mierda tenés en la cabeza, pero esto no va a ser como vos querés que sea —dije, mientras ella tosía, despatarrada sobre la cama. En su cuello habían quedado las marcas de mis dedos.
Cuando su garganta pareció aclararse, largó una carcajada.
— Esto ya es como yo quería —dijo.
— De qué estás hablando.
— ¡Andate!
La dejé con su semidesnudés y su locura en ese cuarto de hotel. Hui, como quien se escapa del diablo.
Cuando llegué a casa, abracé a Alexia como nunca antes. Sentí la tibieza de sus brazos en mi cuerpo. Sentí su perfume, y su cuerpo junto al mío.
— ¿Qué pasa amor? —preguntó ella, entre sorprendida, ufana, y temerosa.
— Que te amo, eso pasa —dije yo, aliviado de que no supiera nada, al menos de momento—¿Vamos al cuarto?
— Pero mirá cómo estoy —dijo Alexia, que vestía un pantalón de jogging y una remera vieja. Por lo visto había estado limpiando la casa.
— Estás hermosa, como siempre —dije, y hacía mucho que no era tan sincero como en ese momento.
Fuimos a la habitación. Nos desnudamos el uno al otro. Alexia estaba confundida, pero excitada. Hicimos el amor como hacía mucho no lo hacíamos. Nuestros cuerpos entrelazados, dándonos calor el uno al otro, susurrándonos palabras dulces al oído. Las manos resbalosas, por todas partes, acariciando cada poro, hurgando en cada hendidura.
Llegamos al orgasmo casi al mismo tiempo. Una sincronización que me retrotraía a los viejos tiempos, aquellos en donde creíamos poder leer la mente del otro.
Recordé cuando la conocí. Una chica demasiado hermosa para ser real. Las miradas subrepticias de los demás miembros masculinos de la comisión la instaron a sentarse a mi lado, confundiendo mi ensimismamiento con carencia de lujuria.
No tardamos en hacer buenas migas. Susurrábamos cualquier cosa graciosa en plena clase, y estallábamos en carcajadas. Hacíamos todos los trabajos prácticos juntos. Nos veíamos todos los días, y hablábamos fuera del horario de clase, y no nos cansábamos de la mutua compañía. Nos apoyábamos en los momentos difíciles. No cuidábamos cuando uno se iba de la mano con el alcohol. Éramos una misma cosa. Me había tomado tan en serio el papel de mejor amigo, que hasta yo mismo me había convencido de que no sentía atracción hacia ella.
— ¿En qué pensás? —preguntó Alexia.
Estaba abrazada a mí. Su respiración me daba cosquillas en el pecho. Yo acariciaba su cabello lacio con ternura.
— En que me hubiese gustado que sigamos siendo amigos —dije, melancólico.
Ella, intuyendo esa melancolía quizás, asintió con la cabeza, sin indagar más. Jugueteó con los pelos de mi pecho, mientras un silencio agradable nos sumergía en gratos recuerdos.
— Voy a preparar unos huevos revueltos para cenar, no pienso hacer nada más que eso —dijo Alexia, poniéndose de pie con su hermoso cuerpo desnudo. Aproveché para darle una nalgada.
Cuando quedé sólo en la habitación, vi que había dejado su celular sobre la mesita de luz. Lo agarré inmediatamente. Había un mensaje de Sofía. Se trataba de un archivo de audio. Tragué saliva, al tiempo que sentía cómo mi corazón se detenía, y un escalofrío recorría mi cuerpo, como una fría corriente eléctrica.
Borré el archivo y bloqueé a Sofía, sabiendo que sólo estaba retrasando lo inevitable.
Quizás la verdad no era tan compleja como suponía. Quizás Sofía solo era una demente a la que le gustaba destruir todo a su paso. Alexia y yo no éramos más que dos personas a las que siempre odió.
Cené con Alexia tratando de simular tranquilidad, aunque por momentos mi mano temblaba y el tenedor golpeaba el plato.
— A dónde te gustaría que vayamos en vacaciones —dijo.
— No sé. No quiero pensar en eso ahora —respondí.
Alexia intentó ocultar su tristeza agachando la cabeza. Me hubiese gustado decirle que iríamos a donde ella quisiera. Al fin del mundo si eso la hacía feliz. Pero sería una promesa en vano, y lo sabía.
Dormimos abrazados. Yo sintiendo su respiración en mi pecho. Ella escuchando los latidos de mi corazón, tal vez demasiado acelerados. Desayunamos, antes de partir a nuestros respectivos trabajos.
— Ya podés largarlo —dijo Ale.
— Qué.
— Lo que hayas echo, ya lo hiciste. No hay vuelta atrás. Sólo tenés que largarlo.
— Avisá en tu trabajo que vas a llegar tarde —advertí.
Y una vez que lo hizo, empecé a contarle toda esta estúpida historia.
Dos semanas después estaba en un monoambiente, vaciando las cajas con las cosas que había traído del que hacía poco tiempo era mi hogar. Las súplicas y los argumentos valieron verga. Alexia no había asimilado mi traición con la furia iracunda que hubiese deseado ver. La cosa fue mucho peor: una tristeza absoluta y una determinación inapelable.
— Vos ya decidiste por ambos —me había escrito cuando, después de decenas de mensajes sin responder, se dignó a contestarme, sólo para dejar en claro que no iba a dar el brazo a torcer.
— Pero todos los matrimonios pasan por este tipo de cosas ¿No? —le pregunté. Casi llorando al Negro Rivera cuando me fue a visitar a mi nuevo sucucho.
— La gente tiende a cometer un error cuando habla de infidelidades —dijo él—. No todas valen lo mismo.
— Yo metí la pata hasta el fondo.
— Al final, ¿qué pasó con Sofía?
— Le pedí a Alexia que por favor no fuera a hablar más con ella, pero nunca me contestó.
— ¿Averiguaste algo sobre ella? Una mina así debe tener un pasado turbio.
Había contratado a un investigador privado para que busque información sobre Sofía. No es que descubrir algún secreto suyo fuera a salvar mi matrimonio, pero quería saber hasta dónde era capaz de llegar.
— Cuatro ex parejas suyas fueron denunciados por ella por violencia de género —le conté al Negro Rivera, resumiendo la información—. Tres de ellos tienen orden de restricción de acercamiento.
— Denuncias falsas, de seguro —dijo mi amigo.
— Sí. Andá a saber lo que tuvieron que aguantar esos pobres infelices. Quizás yo la saqué barata.
Un silencio lúgubre en el pequeño y mal iluminado departamento.
— ¿Pensás que puedo llegar a volver con Ale?
— Bueno —suspiró—. Si bien la cagaste terriblemente, conozco casos que parecían imposibles de reconciliación, y hoy están juntos.
— ¿En serio? —pregunté con esperanzas.
El Negro Rivera comenzó a enumerarme todas las historias sobre rompimientos y reconciliaciones que conocía. Era cierto que algunos habían hecho cosas peores que yo, como acostarse con la hermana de su esposa por ejemplo. Pero lo cierto es que las mujeres traicionadas no tenían la dignidad de Ale. No podía esperar la misma indulgencia de parte de mi mujer.
Cada vez que lo pensaba llegaba a la conclusión de que lo nuestro no tenía arreglo.
— ¿Y qué vas a hacer? —me preguntó El Negro Rivera.
— Darle un poco de tiempo, y después pelearla —dije, resuelto a no darme por vencido.
— Brindo por eso —dijo él, dando un sorbo al mate.
Tres meses después, me enteré de que Alexia comenzaba una relación con Mauricio.
Continuará