El celular de Alexia, capítulo 6

Todo acto tiene su consecuencia

Capítulo 6

Criminal reincidente

— Hola mi amor ¿Qué te parece si hoy cenamos afuera? —preguntó Alexia, quien me hablaba por teléfono—. Y después tengo una sorpresa —agregó.

— Perfecto —contesté.

— Bueno, no te emociones tanto —recriminó ella.

— Pe…perdón —dije—. Es que justo… estoy ocupado… mucho… mucho trabajo —terminé de decir con mucho esfuerzo, medio tartamudeando.

— Ya lo veo, pero ¿Te gusta la idea? ¿Hola? ¿Estás ahí? —preguntó, debido a que yo tardaba en contestar.

— Me encanta —le respondí por fin.

— Pero no vas a llegar demasiado tarde ¿No? Mirá que ya son las cuatro ¿Todavía no saliste de la oficina? Se supone que los viernes te liberás más temprano.

— Surgió algo a último momento —respondí, y enseguida me arrepentí de la exagerada velocidad con que largué esas palabras.

— Se te escucha raro…

— No es nada mi amor —dije con la respiración agitada—. Nos vemos en un rato.

— Nos vemos Carlos.

Sofía me devolvió el teléfono. Estaba arrodillada, con una sonrisa perversa en su cara. Sus labios, muy cerca de mi verga, que ya estaba embadurnada con su saliva. La agarré de los pelos y tironeé.

— ¡Estás loca! —dije. Ella hizo una mueca de dolor—. ¿Te pensás que Alexia es estúpida?

Sofía había llegado de improviso a mi estudio contable. Yo la venía eludiendo con cualquier excusa. Pero la morocha es muy persistente. Decidió dejar de esperar a que yo cayera ante sus insinuaciones, y fue directo al grano.

Apareció en el estudio sin previo aviso. Por suerte ya había mandado a su casa al cadete, por lo que estaba solo.

Llevaba una pollera negra, muy corta, y una blusa blanca. No parecía atuendo para el trabajo. Supuse que se había vestido así exclusivamente para mí, y eso me levantó el ego. Cuando entró, me abrazó. Yo la tomé por la cintura. Su cuerpo quedó pegado al mío. Nos besamos apasionadamente, mis manos no tardaron en perderse por debajo de la pollera. Froté con lujuria esas nalgas que eran tan diferentes a las de mi mujer. Más carnosas, y más profundas.

Esquivar a Sofía cuando me mandaba mensajes era una cosa, pero una vez que la tenía encima de mí, era imposible rechazarla.

La oficina queda en una esquina, y su frente es completamente vidriado, por lo que cualquiera nos podría haber visto. Si bien era cierto que a esa hora las calles estaban desiertas, —pues es una zona de oficinas y los viernes por la tarde casi nadie trabaja— aun así, era demasiado arriesgado. La llevé al fondo, donde estaba la pequeña oficina que funcionaba de archivo.

— Qué romántico —había dicho Sofía, irónica.

Me senté en un sillón que estaba al lado del archivero, trayéndola casi a los tirones. Sofía se sentó a horcajadas sobre mí. Frotó su sexo con el mío, imitando los movimientos de la copulación, sólo que ambos estábamos todavía vestidos. Ella gemía como animal en celo. De un movimiento, se deshizo de la blusa, quedando con un corpiño negro. Mi verga ya estaba completamente dura, después del franeleo. Se bajó, palpando mi sexo, y se arrodilló sobre el piso, sin soltarlo. Corrió el cierre de mi pantalón, encontrándose con mi verga inyectada en sangre. Empezó a frotar el glande con su lengua de víbora, que manaba abundante saliva. Después se la metió en la boca. Mientras la mamaba, me miraba desde abajo, con su cara de petera viciosa. Sus labios estaban abiertos y mostraban sus dientes, un tanto grandes, formando una extraña sonrisa. Entonces sonó el teléfono.

No pensaba atenderlo, estaba perdido en el éxtasis de aquella mamada. El trasero de Sofía se erguía cada vez que hacía un movimiento hacia adelante. Entonces yo estiraba el brazo para frotar sus generosas nalgas a través de la pollera. Su lengua se desvió hacia mis testículos, cosa que Alexia jamás hacía. Descubrí un placer desconocido: el delicioso cosquilleo que me producía con su lengua era una sensación menos intensa que cuando lo hacía en el pene, pero aun así resultaba por demás satisfactoria. Sofía no tenía reparos en arremeter contra mis testículos, aunque tenía que degustar también el vello de estos. Simplemente se deshacía de los que se adherían a su lengua, y seguía con lo suyo. El hecho de que fuera tan warra le sumaba puntos.

Y el teléfono seguía sonando. Estuve a punto de sacarlo de mi bolsillo y apagarlo. Pero Sofía me ganó de mano. Lo tomó sin mi permiso.

— Parece que tu mujercita tiene un tercer ojo. Justo ahora viene a llamar —dijo. Y acto seguido, presionó el botón verde, para atender la llamada. Luego, ante mi mirada estupefacta, activó el altavoz. La voz de Alexia salió del parlante del celular. “hola, Hola”, repetía, ya que yo no contestaba, todavía atónito por la actitud de Sofía.

Ella se negó a entregarme el celular. Mientras hablaba con mi mujer, entendiendo apenas lo que me decía, intenté sacárselo. Pero Sofía, como si se tratara de una niña, luchaba para no entregármelo. Luego, con un gesto, me amenazó con gritar si yo seguía intentando quitárselo. Fue así como tuve que hablar con mi esposa, mientras ella me chupaba la verga. Para colmo, se empecinaba en lamer en las zonas más sensibles, cosa que me producía estremecimientos que me obligaban a hablar entrecortadamente, y a caer en silencios prolongados, mientras intentaba contener los gemidos.

— Sos una perversa —le recriminé después.

— Si querés me voy ahora mismo —respondió. Y como vio que no le decía nada, arrimó nuevamente sus labios, y siguió con lo que había venido a hacer.

Yo estaba demasiado caliente como para exigirle que se fuera. Sofía se me estaba yendo de las manos, pero no podía negarme al placer de recibir la excelente peteada que me propinaba esa petisa culona.

Apoyé mi mano en su cabeza, y la obligué a tragarse mi sexo por completo. Cuando empezó a ahogarse, golpeó mi pierna para que la liberase. Pero como castigo a lo que acababa de hacer, la dejé ahí unos cuantos segundos. Cuando la eximí de su tarea, Sofía tosía, y su mejilla estaba llena de lágrimas.

La agarré de las caderas, sin esperar a que se recupera del todo, y la acerqué a mí. Ella se abrió de piernas sobre mi regazo, y corrió la tanga a un costado. De un movimiento, su holgada vagina se tragó sin miramientos mi verga, como un túnel que absorbe a todos los vehículos que pasan por él, por más grandes que fueran.

Agarré su voluptuoso culo, y con mis manos, ayudé a marcar el ritmo de sus movimientos. Sofía empezaba a gemir. Me abrazó, y me besó el cuello, encontrando uno de mis puntos débiles. Sólo bastó ese dulce beso, para que agarrara, ahora con violencia, el orto de Sofía, y empecemos a hacer movimientos bruscos sobre el sillón. Al final, parecíamos dos animales que habían perdido la razón, y tenían cada célula de su cuerpo ocupados en la tarea de satisfacer sus instintos sexuales, los propios y los del otro.

Sentí la humedad de su sexo, que largaba abundante fluido. Nos fundimos en un beso, justo antes de que ella acabara. De repente parecía pesar mucho más, debido a que la contracción de su cuerpo le dio una inusitada fuerza, cuando, mientras acababa, seguía cabalgándome.

Gritó, complacida, mientras yo le daba las últimas penetraciones. Con un tremendo esfuerzo, pues estaba muy exhausto, la levanté, para que dejara mi verga en paz. La coloqué en el mismo sillón donde estábamos. Me paré frente a ella, y empecé a masturbarme. Agarré la tanga, que estaba a la altura de sus muslos, y eyaculé en ella. Luego me limpié los restos de semen que quedaron en mi sexo con la misma prenda.

— Subítela —dije.

|Ella me miró sorprendida, pero luego lo hizo. La tela llena de semen cubrió su pelvis. Se bajó la pollera.

— Ahora vas a volver a tu casa con la tanga así.

Sofía asintió con la cabeza.

— Ya me tengo que ir —dije.

Estábamos agitados, con la ropa desprolija. Ella estiró la tela de su pollera, pues se veía arrugada.

— Nos vemos otro día —dijo.

— No creo que sea buena idea —contesté.

Sofía rió con cinismo.

— No digas estupideces. A los dos nos gustó lo que pasó acá.

— Claro que me gustó, pero…

— ¿Sabés cuándo se va a terminar esto? —preguntó.

— ¿Cuándo?

— Cuando yo quiera —dijo, arrebatándome, en el último momento, el rol de dominante.

Me dio un beso, y me dejó aturdido.

Fui al baño de la oficina, a lavarme y a quitarme el olor a Sofía. Su perfume no era muy intenso, pero si Alexia lo olía, iba a empezar a sospechar. Ahora que mi recelo hacia ella parecía infundado, o al menos endeble, no quería tirar por la borda mi matrimonio solo por una calentura pasajera. Pero Sofía era un infierno de mujer, y si se me aparecía otra vez en la oficina, sería difícil contenerme.

— Sabés lo que pasa Carlitos. Sos un estúpido —me dijo con brutal sinceridad El Negro Rivera, una vez que le conté la historia, cuando nos reunimos el domingo en su casa.

Finalmente había decidido sincerarme con él. La mayoría de mis amigos, al igual que él, eran conocidos de Alexia, por lo que sería incómodo hablarlo con cualquiera de ellos. Pero El Negro era mayor, más sabio y con menos prejuicios. Por eso terminé por acudir nuevamente a él, a pesar de que sabía que podía resultarle chocante una infidelidad hacia Alexia, a quien apreciaba mucho. Apelé a la solidaridad masculina. Esa solidaridad de las que muchas mujeres carecen.

— Pero yo te entiendo eh —siguió diciendo—. A todos nos pasa. El caviar puede ser riquísimo, pero uno se cansaría de comerlo todos los días. Cada tanto necesitamos morfarnos una buena hamburguesa con papas fritas.

Pensé que la analogía no era justa. Alexia y Sofía se asemejaban más a un Chevrolet Camaro y a un Ford Mustang. Ambos autos eran unas naves, con considerables diferencias, pero igual de increíbles. Alexia y Sofía eran mujeres igual de salvajes, igual de liberales en la cama, igual de hermosas, o casi. La diferencia estaba en que Sofía parecía carecer de ciertos códigos morales con lo que Alexia contaba, o al menos eso me gustaba creer. Porque mi mujer jamás iría en busca de un tipo a su trabajo para cogérselo sin más. Incluso si me fuera infiel, no haría algo como eso.

— No te voy a juzgar por haber metido un par de cuernos —siguió diciendo El Negro—. Si yo habré hecho de las mías… Pero justo con una mina que conoce a tu mujer. Y que encima tienen montón de conocidos en común.

El Negro tenía su punto. Si bien Sofía no era muy unida con ninguno de los chicos de la facultad, hasta donde yo sabía, acostarme con una chica de nuestro mismo círculo era una mala decisión.

Le conté lo que había sucedido en la oficina.

— Te tiene agarrado de los huevos —dijo El Negro Rivera, cuando le pronuncié la nefasta frase que había largado Sofía antes de irse: “Esto se va a terminar cuando yo quiera”—. Eso suena a chantaje—agregó él.

— A mí me pareció lo mismo. Tipo, hacé lo que yo quiera o te voy a arruinar el matrimonio.

— Se ve que es una mina obsesiva. Te aseguro que te tenía en la mira desde la facultad.

— ¿Te parece? —dije, aunque yo mismo empezaba a plantearme esa teoría en los últimos días, sobre todo recordando la enigmática frase que pronunció en nuestro primer encuentro “Tardaste mucho, pero por fin te decidiste” —. Puede ser. Sabés que, en esa fiesta, donde nos encontramos con un montón de gente que no veíamos hace tiempo, se movilizaron muchas cosas en mi interior —dije, recordando la escena de Gustavo bailando con mi mujer—. Quizás a Sofía le pasó algo parecido. A lo mejor creyó tener algo inconcluso conmigo. Hasta Alexia estaba hecha una boluda antes de esa fiesta.

— Tenés que buscar la manera de sacártela de encima —recomendó mi amigo—. Pero hacelo con cuidado. No la humilles. Una mujer como esa, despechada, es más peligrosa que un mono con navaja. Es capaz de aparecerte en tu casa, y contarle todo a Alexia, como mínimo. Y hacete un favor a vos mismo Carlitos: dejá de cogértela. Si necesitás desahogarte me avisás a mí y yo te arreglo algo más discreto.

— ¿En serio?

— Sí, claro. Conozco a varias putas que te van a volar la cabeza.

— No me gusta pagar por sexo. Por más buena que esté la mina, no podría excitarme en esa situación —respondí.

— Qué complicado sos Carlitos. Pero bueno, tengo otras opciones, ya que sos bastante fetichista. Aunque quizás no te animes…

No estaba seguro de a qué se refería, pero la idea me parecía tentadora. Pero no iba a engañar a Alexia con cualquier mujer que se me cruzase en el camino. Lo de Sofía fue algo excepcional, que además ocurrió en un momento de debilidad.

Ese mismo día en el que recibí la sorpresiva visita de Sofía, tenía una cita con mi mujer. Por suerte pude entrar al baño sin que ella me intercepte en la entrada, ya que estaba en el fondo poniendo ropa a lavar. Si bien en la oficina me había dado un buen lavado de cara y de otras partes, y me había puesto más perfume de la cuenta para cubrir cualquier mínimo rastro de olor que me pudiera haber dejado la zorra alzada de Sofía, necesitaba darme una ducha para estar seguro.

Salimos a comer sushi. Alexia estaba de excelente humor, y yo trataba de seguirle el ritmo, aunque en todo momento me venían a la mente las imágenes de Sofía, a mis pies, chupándome la verga. También recordaba, a cada rato, la frase que había largado: “¿Sabés cuándo se va a terminar esto? Cuando yo quiera”

¿Cómo terminar una relación con alguien que no quería hacerlo? Se me ocurrió seguirle la corriente. La cogería cada vez que ella quisiera, hasta que la propia Sofía se cansara de mí, hastiada de todas las humillaciones que la haría pasar. Lo de la tanga llena de semen sería apenas el comienzo.

Sin embargo, no era inteligente entrar en competencia con una chica tan taimada como ella. Seguramente encontraría la manera de dominar la situación, como lo había hecho esa misma tarde.

— ¿Todo bien Carlos? —me preguntó Alexia, cuando me vio demasiado ensimismado en mis pensamientos.

— Sí, perdón, hoy fue Laborde al estudio. Siempre sale con alguna cosa rara ese tipo.

— Qué insoportable. Lástima que no te lo puedas sacar de encima.

— Ni hablar, es uno de mis mejores clientes. Al menos en lo que respecta a honorarios.

Le conté brevemente una mentira sobre el supuesto trabajo que estaba haciendo para Laborde, un viejo pelón, de esos a los que les gusta encontrar la quinta pata al gato.

No comí ni bebí demasiado, porque sabía que Alexia tenía preparado un regalo para mí. Me preguntaba si tenia algún juego sexual en mente. Debía estar lúcido, y lo menos pesado posible. Ya Sofía me había quitado muchas energías.

Esperé en la sala de estar, mientras Alexia se preparaba en el cuarto.

— ¿Te gusta? — me preguntó.

Estaba vestida con un uniforme de colegiala. Pero lo interesante del atendo era que no se trataba de lencería erótica barata comprada en algún sex shop. Era un uniforme de verdad. La falda tableada muy corta, dejaba ver, casi en su totalidad, las exquisitas pernas de las que tanto me enorgullecía. Su cabello rubio estaba atado en dos trenzas. Su rostro de pómulos grandes y ojos verdes siempre la hicieron ver de mucha menor edad que los veintiocho años que ya tenía, por lo que el papel no le iba nada mal.

— Profe, ¿qué tengo que hacer para aprobar geografía? —dijo, llevando su dedo muy cerca de su boca, en un gesto que simulaba ser infantil, pero que resultaba muy provocador.

Acaricié sus muslos. La pollerita era tan corta que apenas la levanté, se dejó ver la entrepierna totalmente depilada. Deslicé lentamente los dedos hacia su sexo. Enterré uno. Lo retiré enseguida, y lo chupé, saboreando el rico gusto de Alexia.

— Usted sabe lo que tiene que hacer, señorita Romano.

Se colocó sobre mí, a horcajadas, tal como lo había hecho Sofía hacía unas horas. No pude evitar pensar, que a pesar de todo el peligro que significaba esa situación, tenía una suerte inmensa de haber experimentado con aquella chica media loca. No tenía en mi haber una extensa lista de mujeres que habían pasado por mi cama, más bien al contrario. Pero me podía jactar de haberme comido a dos de los caramelitos más ricos que había conocido.

Hicimos el amor frente al televisor apagado. Sofía realmente me había consumido energías, no sólo por la sesión de sexo, sino por el estrés que me había producido, por lo que no pude comportarme como un semental en la cama. Quizás ese era el primer efecto que tenía mi infidelidad: mi desenvolvimiento sexual había disminuido un poco. Siempre y cuando eso fuera lo peor, no habría problemas. Además, me las arreglé para satisfacer a mi esposa, utilizando mi tenaz lengua cada vez que la situación lo ameritaba.

Lo gracioso era que desde que comenzamos a acostarnos más asiduamente fue cuando nuestra relación empezó a resquebrajarse. Primero, con la actitud extraña de alexia, y mi consiguiente reacción adelantada. Luego con mi insospechada infidelidad. Una tormenta se avecinaba, las nubes negras ya estaban cubriendo el cielo. ¿Alexia estaba consciente de eso? Seguramente sí. Por eso luchaba por nuestra pareja. Por eso se molestaba en seducir todos los días a su esposo desconfiado. Por primera vez desde que la engañé, sentí culpa. Pero me aferré a la esperanza de que Sofía, algún día, entendería que lo nuestro no era más que una aventura. Me pregunté, después de mucho tiempo, si aún amaba a Alexia. Me dije que sí. No era ese amor, casi infantil, voraz e idealista, que sentía al principio de la relación. Era un amor más sincero y algo melancólico. Me dije que solo estaba pasando por una mala etapa.

Cuando salí de la casa del Negro Rivera, una vez que estuve en casa, lo primero que hice fue abrazar a Alexia.

— ¿Qué? ¿Tanto me extrañaste? —me dijo ella.

Le di un beso.

— Adiviná con quién estuve hablando —me dijo en tono enigmático.

— Ni idea.

— Con Sofía, de la facultad.

— ¡Qué! —dije alarmado. Ella soltó una carcajada.

— A mí también me pareció raro. Pero bueno, ya somos adultas. Estuvimos limando asperezas.

— Qué bueno, las felicito —dije, irónico.

— Hasta quedamos en vernos —remató finalmente Ale.

El alma se me cayó al suelo. Sentí la terrible sensación de que todo se estaba yendo a la mierda.

Continuará