El celular de Alexia, capítulo 4

La traición se materializa.

Capítulo 4

Cita clandestina

Eran las siete de la mañana. Dos horas después debía estar en el estudio, por lo que supuse que contaba con tiempo suficiente. Entré al café. Había muy poca gente, sólo algunos abogados que hacían tiempo hasta que abrieran los juzgados. Me dirigí al primer piso, y elegí una mesa que estaba en un rincón, contra la pared, desde donde tenía una buena visión de todo el lugar.

Miré la hora varias veces en el lapso de algunos segundos. Estaba abatido. Nunca había imaginado que las cosas resultaran tan mal, a causa de la fiesta de Mauri.

El domingo por la madrugada habíamos tenido una fuerte discusión con Alexia, al volver a casa. Era la primera vez que discutíamos en un tono tan violento. El alcohol también había hecho su parte, pues ambos bebimos de más. Pero lo que me preocupaba no era tanto la pelea en sí misma, sino el hecho de sentir que algo se había roto entre nosotros. La confianza se estaba evaporando.

El mozo se acercó con una pequeña libreta y una birome en la mano. Tardé en notar su presencia, y por lo visto ni siquiera lo había escuchado. Sólo cuando fingió una tos levanté la vista.

— Después pido, estoy esperando a alguien —dije.

Pensé en cuáles de todas las cosas que hice o dije, había sido la peor. Definitivamente, arrebatarle el celular, decidí enseguida.

Cuando estaba en la fiesta, mientras hablaba con Sofía, Gustavo se acercó, pero pasó a nuestro lado sin prestarnos atención. Lo seguí con la mirada, alerta, y comprobé que no se dirigía a donde estaba Ale, quien, con una copa de vino en la mano, charlaba animadamente con tres amigas.

— Vaya, veo que la tenés bien vigilada —había comentado Sofía, con cizaña.

— Nada que ver. Nosotros no somos así —le dije.

— Sólo era una broma.

Alexia nos vio. Su semblante se tornó sombrío por un instante, pero luego siguió hablando con sus amigas, como si nada.

La música se escuchaba aún muy fuerte, y debíamos elevar la voz para hacernos oír.

— Qué fue de tu vida —le pregunté a Sofía.

— Si de verdad querés saberlo, vamos afuera, acá no se puede conversar si no es a los gritos, además, quiero tomar un poco de aire.

Sin esperar respuesta, Sofía se dirigió hacia el patio trasero, meneando las caderas con sensualidad. Miré hacia donde estaba mi esposa, pero ya parecía haberse olvidado de que yo estaba ahí. Pensé que sería grosero no ir a conversar unos minutos con Sofía, después de todo, había sido yo mismo el que le había preguntado sobre su vida.

Mauri salió del baño, pero se detuvo a hablar con Lautaro y su pareja. Fui nuevamente hacia afuera. Sofía estaba sentada bajo un manzano. Tenía las piernas cruzadas, y el tajo de su vestido dejaba ver su carnosa gamba izquierda. Su piel marrón tenía un brillo especial bajo las opacas luces artificiales que la alcanzaban. Cuando me senté a su lado, sus labios rojos formaron una sonrisa espontánea.

— Auditora interna en una cadena de supermercados. Vivo en Monserrat. Tengo una gata que se llama Rosa. Terminé mi última relación seria hace dos años. Hice yoga un tiempo, pero me pareció una estupidez y abandoné. Conocí Europa el año pasado. Me gusta ver series en Netflix, como a la mayoría de los millenials, pero no me gusta charlar de ellas solo para hacerme la intelectual —Sofía dejó de hablar por unos segundos, y me miró divertida—. Bueno, vos querías saber qué fue de mi vida. Ahí te hice un breve resumen. Si tuviésemos más confianza, te contaría sobre mis amores fugaces y sobre los seres queridos que perdí, pero como en la universidad nunca me hiciste mucho caso, creo que con este monólogo superficial es más que suficiente. Así que te eximo de continuar con esta charla obligada.

— Siempre tan directa, y tan sincera —dije, sin moverme de mi lugar—. Esa es una cualidad que admiro de vos. Pero si algo aprendí en estos años, es que ser sincero y directo no significa estar en lo cierto.

— ¿Eso fue lo mejor que aprendiste en estos años? ¿En serio? —se burló Sofía. Luego, cambiando de actitud, no sin esfuerzo, dijo—: ¿Y en qué es en lo que no estoy en lo cierto?

— En eso de que nunca te hice mucho caso. En realidad yo podría decir lo mismo de vos. Además, ¿Cómo podía acercarme a vos, teniendo esa animadversión por Alexia?

Al escuchar el nombre de mi mujer, Sofía sonrió con ironía.

— Siempre fueron inseparables. Desde el principio. Tengo que reconocer que eso es admirable. Y sobre los problemas que tenía con ella cuando éramos más chicas… no voy a hablar mal de tu novia estando ella a solo unos pasos.

— No creo que tengas nada malo que decir de ella —aseguré, poniéndome serio.

Miré en derredor. La mayoría de los excompañeros estaban bailando y bebiendo adentro. Los que estaban en el patio trasero mantenían cierta distancia. Ramiro Orozco me saludó con la mano, pero no se acercó. Supuse que imaginó que lo que hablaba con Sofía sólo nos incumbía a ambos. Me percaté de nuestro lenguaje corporal. Muy cerca uno de otro. La pierna desnuda de Sofía, a unos centímetros de mi mano, que estaba apoyada sobre mi propia pierna. Estábamos bajo una semipenumbra creada por las ramas de los árboles, casi parecíamos escondernos, o al menos parecíamos pretender que nuestros movimientos no sean percibidos con facilidad por los demás. No me pareció correcto que nos vean en esa situación, ya que podía malinterpretarse con facilidad.

— Voy adentro con mi mujer —dije, poniéndome de pie.

— Carlos… —dijo Sofía—. Me alegra ver que estás bien.

Le agradecí y me metí de nuevo a la casa. Ahí me encontré con Priscila y Érica.

— Bailemos Carlitos —me dijo Érica, tomando mi mano con determinación, y llevándome a rastras.

— No, gracias. Voy a bailar con Alexia —la corté, deteniéndome en seco. No me gustaba ese tipo de actitudes. Además, si la cosa fuera al revés, y el que la llevara a rastras fuera yo a ella, la cosa sería muy mal vista. Me parecía injusto tener que tolerar eso sólo por ser hombre— ¿Dónde está? —le pregunté.

Érica buscó a Priscila con la mirada, como pidiendo auxilio. Luego revoleó los ojos al otro lado del salón. Alexia estaba bailando. Gustavo estaba con ella, y su mano se poyaba en la cintura de mi mujer.

Fui directo a ellos, con cara de pocos amigos.

— ¡Mi amor! ¿Te acordás de Gustavo? —dijo Alexia, dejando de bailar, con una sonrisa que me pareció forzada.

— Cómo no me voy a acordar.

— Carlos, qué bueno verte —dijo Gustavo.

Me estrechó la mano con una fuerza innecesaria. Sin embargo yo no me quedé atrás, lo imité, e incluso ejercí más presión.

— ¿Tomamos algo? —le pregunté a Alexia, dándole la espalda a Gustavo.

— Sí, claro —contestó ella—. Un gusto verte Gustavo.

Mientras la llevaba de la mano, noté cómo se daba vuelta a mirarlo. Era algo parecido a la mirada lasciva de un hombre, que no puede evitar girar para mirarle el culo a una mujer que pasó a su lado. Sentí que la sangre se me subía a la cabeza.

Durante las siguientes horas estuve cerca de mi mujer en todo momento. Todo parecía transcurrir normalmente, pero una disimulada tensión crecía peligrosamente.

El sonido de unos tacos pisando los escalones del café me trajeron de nuevo a esa fresca mañana del lunes. Miré la hora. Mi cita llegaba apenas diez minutos tarde, pero me dio la impresión de haberla estado esperando durante horas.

— Disculpá, demasiado tránsito —dijo Sofía.

Sus labios carnosos estaban pintados de un color violeta, que me habría parecido vulgar en cualquier otra mujer, pero que en ella se veía sofisticado. Vestía una pollera negra, que le llegaba hasta las rodillas, y una blusa blanca, tipo camisa. Apoyó el portafolios en uno de los asientos vacíos, me dio un beso en la mejilla, y se sentó frente a mí.

— ¿Estás mejor? —me preguntó.

— Quién dijo que estoy mal —dije, a la defensiva.

— Bueno, por la cara que tenías en la fiesta, y después, ese mensaje que me mandaste…

Había pensado que mi descontento había sido disimulado, pero por lo visto no fue así. Recordé cuando volví a casa con Alexia. Un silencio tortuoso cortaba el aire como una navaja. Alexia me miraba de reojo, pero no decía nada. Sin embargo, la indignación que reflejaban sus ojos, terminó por desatar mi furia. ¿No era yo el que debía estar molesto?

— No sabía que seguías hablando con Gustavo —susurré mientras el auto se deslizaba por la avenida.

— ¿De verdad vas a hacer esto? ¿Una escena de celos, a esta altura de nuestra relación?

— No es una escena de celos —dije, mostrando una calma que no tenía.

— Y si me sigo hablando con él ¿Qué?

— Sería raro que no me lo hayas contado. Porque nosotros nos contamos todos ¿No? —retruqué.

— Así que vos me contás todo… —dijo Alexia.

— No sé qué estás insinuando, pero no des vueltas las cosas.

No solo me sentía molesto, sino confundido. Justamente cuando todo parecía empezar a marchar cuesta arriba en nuestra relación; cuando volvíamos a tener esos encuentros sexuales apasionados, igual a cuando éramos adolescentes, y además, esta vez condimentada con una cuota de morbo que desconocíamos, justamente ahora parecía que la pareja empezaba a resquebrajarse. Y así como una persona nacida en cuna de oro no sabría lidiar con la pobreza, yo, después de tanto tiempo de estabilidad y seguridad, no sabía cómo enfrentar la persistente sospecha de que era un cornudo.

Alexia se negó a seguir respondiendo. Pero cuando llegamos a casa, la cosa se puso peor. Para colmo, su celular sonó de nuevo. Ella leyó el mensaje, esbozó una sonrisa, y se fue al cuarto a dormir.

— Eran las chicas ¿No? —pregunté. Ella me miró con el ceño fruncido.

— ¿Ahora vamos a controlarnos? No me hagas pedirte que duermas en el sofá. Mañana cuando estemos más tranquilos hablamos.

— ¿Me estás engañando?

— No seas imbécil —dijo Alexia. Se desvistió y se acostó.

— ¿Quién te mandó el mensaje? —pregunté. Ella se limitó a clavarme una mirada asesina.

En un acto impulsivo, agarré su celular. Abrí WhatsApp, y vi los últimos mensajes que le habían llegado. Quien le había escrito había sido Érica. Deslicé la pantalla hacia arriba. No encontré mensajes de Gustavo. Alexia me miró con furia.

— ¿Ya estás contento? —gritó.

— ¡Esto no prueba nada! —exclamé, pensando que bien podría haber eliminado los mensajes incriminadores—. ¿¡Qué es lo que pasa entre vos y Gustavo!? —dije.

— ¿De qué carajos me estás hablando? Hace años que no lo veo. ¿Qué es esto? ¿Soy culpable hasta que demuestre lo contrario?

— Si hace años que no lo ves ¿Por qué mierda estabas tan contenta bailando con él? ¿Por qué Priscila lo invitó a la fiesta? Si él ni siquiera era realmente de nuestra comisión. Dejó la carrera por la mitad. ¡Y quién te manda mensajes por la madrugada!

— Dejame sola —dijo Alexia, con los dientes apretados. La vena del cuello palpitaba—. Dejame sola, no quiero escucharte decir ninguna estupidez más.

— No me contestaste si me estás engañando —exigí saber.

— Si me obligás a responderte eso, nuestra relación termina acá —dijo. Las lágrimas caían por sus mejillas.

El mozo se acercó nuevamente, con la libreta en la mano.

— Dos cortados —pidió Sofía, sin consultarme si realmente me apetecía uno—. Bueno, ¿Me vas a decir para qué me llamaste?

Cuando dejé a Alexia sola en su cuarto, no tardé en arrepentirme de la manera en que manejé la situación. Ella tenía razón en algo: lo mejor sería esperar al otro día para hablarlo con calma. Sin embargo, me perturbaba el hecho de que no me haya contestado si me era infiel o no. La duda me carcomía por dentro. El domingo se levantó antes que yo, y se fue a pasar el día en lo de sus padres, según me dijo en un escueto mensaje. Luego le envié una decena de mensajes que no fueron respondidos. Alexia estaba muy enojada. Sólo eso me daba una cuota de esperanza. Quizás estaba equivocado sobre ella. Aunque tampoco se me escapaba que una persona culpable probablemente actuaría de la misma manera, para no levantar sospechas. Recordé aquella excitante noche donde me había vestido todo de negro para meterme en el papel que ella me había propuesto. Recordé lo creíble que fue su actuación, cuando fingía ser violada por el visitante nocturno. El estómago se me revolvió. Entonces pensé en Sofía. Ella era la única persona que conocía, que sentía rechazo, incluso odio, hacia Alexia. ¿A qué se debía? Le pedí su teléfono a Mauri, quien a su vez lo tuvo que conseguir de otra persona. Entonces le escribí. “Soy Carlos, necesito verte con urgencia”.

— Te llamé para hacerte una pregunta —dije, y luego fui al grano—. ¿Qué tenés en contra de Alexia?

Sofía rió con cinismo. Me clavó sus penetrantes ojos marrones.

— Las cosas habrán ido muy mal después de la fiesta, como para que me cites sólo para hacerme esa pregunta.

— Por favor, dejá tu petulancia de lado por una vez, y contéstame.

El mozo llegó con los cortados. Mientras los apoyaba en la mesa, la incertidumbre crecía. Sofía parecía divertida con la idea.

— Porque es una falsa, solo por eso —respondió por fin.

— ¿Una falsa? —dije, pensando en voz alta.

— Sí. Ya sabés. Alguien que dice una cosa y hace otra. Alguien que engaña a los demás con su imagen de corderito, cuando en verdad es una loba. Además, es una manipuladora.

— Cómo es eso —pregunté.

No me sentía bien hablando de Alexia a sus espaldas. Pero como me había dejado durante todo el domingo lleno de dudas, necesitaba ir atando cabos. Por la noche se había dignado a contestar mis mensajes, y me propuso que hablemos el lunes, luego de que ambos volviésemos de nuestros respectivos trabajos, con calma. Pero ya le había enviado el mensaje a Sofía, así que decidí no cancelar la cita.

— ¿Te acordás que le iba muy mal en matemáticas uno? —preguntó.

— A la mitad del curso le iba mal en mate uno —acoté—. De hecho, es la materia responsable del mayor número de deserciones.

— Sí, si, claro. Pero a ella le iba pésimo. Se sacó un insuficiente en los dos exámenes, y fue directo a final.

— No lo recuerdo con tanto detalle… —dije.

— Bueno, pero yo sí —dijo Sofía, quien era conocida por su memoria casi sobrenatural, que la ayudaba a promocionar tediosas materias teóricas con suma facilidad. Más de una vez había escuchado que con solo leer dos veces un texto, ya era suficiente para que recordara los pasajes más importantes del mismo—. Cuando fue a final, se sacó un ocho —esperó alguna reacción de mi parte, pero como yo no terminaba de entender a dónde quería ir a parar con eso, repitió—: Un ocho, en matemáticas uno, después de haberse sacado puros insuficientes.

— Alexia no era tan brillante como vos, pero sí muy tenaz. Se habrá encerrado algunos días y habrá estudiado sin parar, como hacen todos.

— ¿Y sabías que después de que terminó el cuatrimestre tuvo un romance fugaz con el profesor Hansen?

— ¡¿Qué?!

— ¿Nunca te lo contó? ¿No fueron siempre tan íntimos? —dijo Sofía, ocultando su sonrisa con la taza, para luego beber un largo trago. Por algún motivo, no pude evitar desviar los ojos hacia la blusa, que se ceñía a sus pechos cuando hacía determinados movimientos. Luego de un silencio teatral, agregó—: La verdad es que ni siquiera se molestaron en ocultarlo. Y en realidad no tenían por qué hacerlo. Alexia era muy chica, pero legalmente mayor de edad. Y ya no eran alumna y profesor. No sé si te acordás de Adriana Millor, pero la cuestión es que ella los vio de la mano, paseando por un shopping de Palermo. No tardó en esparcirse el rumor. Y no eran pocos los que decían que Alexia aprobó matemáticas uno, gracias a que le hizo ciertos “favores” al profesor Hansen. Después, cuando empezó el siguiente cuatrimestre, ya estaba con otro chico, por lo que supusimos que no se veía más con el profe, pero quién sabe.

— O sea que sólo tenés chismes. Ni siquiera estás segura de si es cierta la historia con el profesor Hansen.

— Entiendo que no me creas, pero ¿A Érica le creerías? —dijo Sofía—. No siempre fueron mejores amigas, ¿Sabías? Recién cuando se dio cuenta de que Alexia era una especie de centro de atención que encantaba a todos, se vio obligada a acercársele. Érica fue quien confirmó el rumor. Y ya sabés que ella no es de andar con chismes. De todas formas, lo mejor sería que se lo preguntes a Alexia. Vos te vas a dar cuenta de si te dice la verdad o no. Todavía adivinan el pensamiento del otro ¿no?

— Aunque fuera cierto —dije, ignorando su último comentario—, el hecho de que haya tenido una aventura con un profesor no significa que lo haya hecho para aprobar una materia, como si fuese una prostituta —dije, defendiendo a mi mujer, tanto de las palabras venenosas de Sofía, como de mis propias dudas—. Nunca me mostré interesado en los amoríos sin importancia que tuvo antes que yo, es por eso que no me lo contó, si es que es cierta tu historia —dije, sin convencerme de mis propias palabras. Si Sofía estaba diciendo la verdad, resultaba muy extraño que Alexia no me hubiera mencionado su aventura con el profesor, ya que no parecía ser una aventura más: una chica joven seducida por un sabio profesor casado, que ya rondaba los cuarenta.

— No entiendo por qué te enojás conmigo —comentó Sofía—. Yo sólo respondí tu pregunta.

— Disculpá si estoy siendo duro con vos —dije—. Estoy atravesando una crisis. Acudí a vos porque pensé que podías evacuar algunas de mis dudas. Pero quizás me equivoqué.

Sofía me miró con ternura. Su pose de mujer cínica desapareció por un instante. Extendió su brazo y estrechó mi mano.

— Confiá en tu intuición Carlos —dijo, enigmática.

— Qué querés decir. Hablame claro… por favor.

— ¿Sabés por qué cortó con Gustavo?

— Porque la engañó con vos —contesté al instante. Sofía soltó una carcajada.

— ¿Por qué no me sorprende? —dijo—. Ella fue la que lo engañó… con Sergio. ¿Por qué te pensás que cambió de carrera? Estaba destrozado. Se había enamorado de ella.

El nombre de Sergio me sonaba de algo. Hice memoria. No lo recordaba de la facultad, pero sí recordé a un Sergio en la fiesta.

— ¿Sergio? ¿El rubio regordete que estaba en la fiesta?

— El mismo —dijo Sofía—. ¿Sabés cómo le decíamos a Alexia? Bueno, no todos, pero sí algunas de las chicas que no la soportaban, aunque claro, la mayoría fingían simpatía cuando estaban frente a ella.

— Cómo

— La mujer del pueblo. Me imagino que nunca le preguntaste con cuántos compañeros de la universidad se había acostado.

— Aparte de Gustavo y Sergio ¿Hay más?

— Obviamente no sé el número exacto, pero yo que vos le preguntaría sobre el año nuevo del dos mil diez. Aquella vez muchos de los de nuestra comisión festejaron el año nuevo en una quinta que alquilaron.

Recordaba aquella fiesta. Fue al terminar el primer año de cursada. Yo no había podido participar porque mi familia iba a pasarla en la Costa, y ya me había comprometido a ir.

— Qué pasó en esa fiesta.

— Lo que estás imaginando —dijo Sofía—. Ya me tengo que ir. Primero voy a pasar al baño.

Se puso de pie y se dirigió al fondo del local, dejándome completamente aturdido.

Seguí sus pasos, necesitaba lavarme la cara con agua fresca. Pero en un repentino cambio de parecer, en lugar de ingresar al toilette de hombres, entré al de mujeres.

Sofía se estaba lavando las manos. Su sorpresa sólo duró un instante.

— ¿Qué querés ahora?

Me puse detrás de ella, y empecé a acariciar sus caderas. Ella no dijo nada. Sólo me miraba a través del espejo. Deslicé mis manos lentamente, y ambas fueron a parar a sus glúteos, los cuales estrujé con vehemencia.

La rabia que sentía hacia Alexia, el morbo de estar en un lugar público, y el imponente orto de Sofía, me generaron una erección tremenda. La agarré de la mano, y la arrastré hasta uno de los cubículos.

Ella se puso contra la pared, separó las piernas y gimió, incluso antes de que la tocara. Palpé su trasero de nuevo. Sofía giró su rostro, y separó los labios violetas. La besé. Nuestras lenguas riñeron con lujuria. Levanté su pollera. Una linda tanga blanca quedó a la vista. Me incliné y le mordí una nalga. Ella se estremeció. Le corrí la tela que cubría su sexo a un lado. Enterré un dedo. Estaba completamente mojada. ¿Se había excitado desde el momento en que comenzamos a hablar? Liberé mi verga y la arrimé a su preciosa hendidura. No había ningún rastro de duda en mí, sólo un instinto primitivo que me instó a penetrarla con violencia. Sofía gimió al sentir cómo me enterraba en ella. Le tapé la boca con la mano. Ahora, cada vez que la penetraba, mordía mis manos y los llenaba de saliva. En un momento pareció que alguien entraba al baño, pero no nos importó en lo más mínimo. Más bien al contrario, nos excitamos más, y ahora Sofía arañaba las paredes del cubículo, y mi mano no bastaba para reprimir del todo sus gemidos.

Ya poseído por la dulzura del sexo, dejé de penetrarla unos minutos, sólo para poder saborear su hermoso culo. Me senté en el inodoro y le di un largo beso negro, frotando con fruición sobre el anillo de carne que rodeaba la pequeña hendidura. Le mordí un glúteo, y Sofía largó un grito de dolor. Sin embargo mantuvo su pose, para que yo siga devorando su culo a gusto.

Luego, le di una corta pero salvaje cogida.

— Tardaste mucho, pero al fin te decidiste —comentó Sofía, mientras se acomodaba la pollera, una vez que acabamos.

— A qué te referís —pregunté, todavía agitado.

— No importa. Ambos nos tenemos que ir a trabajar. Ya tenés mi número, cuando necesites desahogarte, llamame y charlamos de nuevo sobre tu mujer.

— No la nombres ahora —la censuré.

Salió ella primero, y cuando se aseguró de que no había nadie, me dijo que ya podía salir.

Nos despedimos con cortesía. Pagué la cuenta y la vi marcharse, maneando ese hermoso culo que acababa de besar. Si bien sentía culpa, también me sentí con más fuerza. Como si lo que acababa de hacer equilibrara la balanza. Por la noche Alexia me escucharía. No soportaría más mentiras.

Continuará