El celular de Alexia, capítulo 3

Un reencuentro con el pasado

Capítulo 3

Reencuentro con el pasado

— ¿Vas a salir así? —pregunté a Alexia cuando salía de la habitación.

La estuve esperando durante casi una hora en la sala de estar. Llevaba un vestido color negro, muy corto, con un cinturón plateado que rodeaba su cintura. La falda era acampanada, y la parte de arriba muy ceñida. Noté que no llevaba corpiño. Su pelo, que hacía poco se había teñido de rubio, estaba recogido en un rodete, y de sus pequeñas orejas colgaban dos aros de plata en forma de corazón. Las facciones de su hermoso rostro quedaban completamente expuestas. Llevaba un maquillaje sutil, y sus grandes ojos verdes brillaban como dos preciosas esmeraldas.

Mi sorpresa no era tanto por verla inusitadamente bien arreglada, sino porque, dadas las características de la reunión a la que asistiríamos, me parecía exagerada tanta producción. Íbamos a cenar a la casa de Mauri, un amigo de la facultad. Y por lo que tenía entendido, iban a ir dos o tres chicos y chicas más, con sus respectivas parejas, por lo que era un encuentro casual, con amigos de mucha confianza.

— Sí, voy a salir así ¿Algún problema, machirulo? —contestó Alexia.

Sabía que era una broma, Ale me conocía lo suficiente como para saber que mi pregunta no tenía tintes machistas. Ella podía vestirse como quisiera. De hecho, me encantaba llevar de la mano a la chica más linda de la noche. La mayoría de las mujeres de la facultad ya habían ganado sus kilos, mientras que Alexia, a sus veintiocho años, no sólo se mantenía en perfecta forma, sino que parecía tener cinco años menos. Estaba orgulloso de eso. El problema era que yo, por como iba vestido, no me sentía en armonía con ella.

— ¡Pero mirá cómo estoy yo! —le respondí. Señalando con un gesto mi vestimenta. Una remera blanca y un pantalón de jean. Prolijo, pero demasiado simple comparado con ella—. Esperame que me ponga algo mejor —agregué. Aunque en realidad pensaba que la que debería cambiarse y ponerse algo más casual era ella.

— No seas tonto, estás perfecto —respondió Ale—. Dale, vamos que llegamos tarde.

— Yo no fui el que tardó mil años en prepararse —dije, bromeando, aunque me sentía un poco molesto por lo que dijo. Uno de los pocos defectos que tenía Alexia era que solía cargar las responsabilidades en otros.

Una vez que estábamos en camino, en el auto no pude dejar de acariciar sus piernas.

— Si seguís así, cuando lleguemos no vas a poder bajar del auto de lo al palo que vas a estar —dijo ella.

— Pero si ya estoy así —contesté. Agarré su mano y la llevé a mi entrepierna. Alexia palpó la dureza de mi miembro.

— Últimamente andás muy alzado —dijo, sin dejar de palpar—. Pobrecito… Estamos tan cerca de la casa de Mauri, que cuando lleguemos te va a costar ablandar esta cosa.

Alexia empezó a masajear mi sexo por encima del pantalón, con fruición.

Abrí grande los ojos, y traté de concentrarme en el camino. No quería sufrir ningún accidente mientras mi esposa me masturbaba.

Extendí mi brazo y apoyé la mano en su nuca. La empujé hacia mi lado.

— ¿Estás loco? —dijo Alexia— ¡Nos puede ver alguien!

Conozco a mi chica. Sabía que, si realmente no quería hacer nada, hubiese dicho una frase más contundente, del tipo “Ahora no, Carlos”.

Miré la carretera. Estábamos en una avenida muy poco transitada. La casa de Mauri quedaba a unos quince minutos. Las posibilidades de cruzarnos con algún conocido no eran inexistentes, pero sí muy bajas. Empujé de nuevo la nuca de Ale.

— Pará —dijo—. Sigamos así. Cuando estés a punto de acabar, avísame.

Paramos en un semáforo en rojo. Vi la expresión excitada de Ale. Sus pezones se marcaban en el vestido negro. Recorrí su cuerpo con la mirada. El vestido estaba corrido hacía arriba, por lo visto, cuando la estuve manoseando, lo había dejado así. Ale estaba con el torso apoyado en el asiento, la mano izquierda se movía con maestría sobre mi verga. Bajó el cierre, y luego corrió el bóxer que llevaba puesto. Ahora mi verga hacía contacto con la piel de sus dedos. Mi sexo estaba algo pegajoso, debido a que hacía mucho calor. Vi que había seis personas que estaban a punto de cruzar la senda peatonal.

Alexia miraba, haciéndose la distraída, por la ventanilla, en dirección opuesta a donde estaba yo, sin dejar de pajearme. El grupo de personas se fue acercando. Uno de ellos miró, durante un instante, hacia nosotros. No estoy seguro de si sería posible ver lo que estábamos haciendo, pero el movimiento de la mano de Ale nos podía delatar, por lo que ella se detuvo un momento.

Cuando los peatones se alejaron, Ale estalló en una carcajada.

— ¿Pensás que nos vieron? —preguntó, mientras el semáforo cambiaba a verde.

— No creo —dije, aunque no estaba seguro—. Dale, seguí.

Mi verga seguía totalmente dura. El miedo a que nos descubran me había excitado aún más. Ale miró a todas partes, me sonrió con complicidad y picardía. Llevó la mano a su boca, y la llenó de saliva. Luego continuó masturbándome.

— Apurate que ya vamos a salir de la avenida —le advertí.

— Apurate vos —retrucó ella. No obstante, empezó a masturbarme más frenéticamente.

Puse toda mi atención en la carretera. Semejante pajeada me estaba desconcentrando sobremanera.

— Dale, ya estoy listo —le avisé.

Alexia miró a todas partes. Cuando corroboró que no había moros en la costa, se inclinó. Su boca succionó mi miembro. La lengua se frotaba con pasión en el glande. La eyaculación salió con potencia. Ale se quedó un rato, con el miembro todavía en la boca, mientras, lentamente, se tornaba fláccido. Yo escuchaba el ruido de su garganta mientras tragaba el semen. Después de un rato se irguió. Me dio un beso tierno en la mejilla. La miré de reojo durante un instante. Se limpiaba la boca con un pañuelo descartable, aunque no parecía haber quedado semen en ella. Luego, agarró otro pañuelo y limpió el semen que todavía brotaba de mi verga. Me levantó el bóxer y subió el cierre del pantalón.

— Una señora en la vida, y una puta en la cama —dijo, para luego darme otro beso. Y después, como si se acabara de dar cuenta de algo, agregó— Bueno, no estamos en la cama, pero igual cuenta ¿No? —dijo, fingiendo un puchero. Guardó los pañuelos descartables en un compartimento de su cartera.

— Claro que cuenta mi amor —le contesté, acariciando con ternura se mejilla.

Transitamos las últimas cuadras en un agradable silencio. La casa de Mauricio era un hermoso chalet que se alzaba en una esquina de Villa Pueyrredón. Mauri fue uno de los primeros en recibirse como contador, aunque nunca ejerció realmente. Su carrera fue por el lado corporativo. Desde que era un estudiante trabajó en una multinacional, donde fue escalando posiciones. Ahora tenía un puesto muy importante, ganaba un excelente sueldo en dólares, y según tenía entendido, sobre la casa ya no pesaba ninguna hipoteca. Sentía una sana envidia hacia mi amigo. Alexia y yo trabajamos como contadores desde hacía más de cuatro años, pero todavía debíamos alquilar nuestro departamento.

Cuando llegamos, lo primero que me llamó la atención fue que se escuchaba música a todo volumen.

— Qué raro, tanto alboroto.

En la vereda había varios autos, por lo que supuse que en la cochera ya no habría lugar.

— ¿Cuántos habrán venido?

Alexia llevó una mano a su frente y cerró los ojos.

— Qué tonta, no te dije…

— ¿Qué cosa? —pregunté.

— Hoy Mauricio no sólo invitó a los mismos de siempre. Llamó a toda la comisión.

— ¿Toda?

Era difícil definir a “toda la comisión”, puesto que en la universidad uno tomaba clases en distintos turnos, de acuerdo a la conveniencia de cada uno, y no se recibían todos los alumnos al mismo tiempo. La carrera fluctuaba entre cinco y seis años, de acuerdo a la capacidad de cada uno, y muchas veces se hacía aún más larga. De todas formas, supuse que, los que siempre se terminaban cruzando con nosotros en alguna asignatura, eran al menos sesenta. Suponiendo que iban con sus respectivas parejas, serían muchísimas personas. Nunca me gustaron los encuentros multitudinarios. No se puede conversar a gusto, y muchas veces uno se encuentra con gente con la que en realidad no se llevaba bien.

— Igual no creo que hayan venido todos —dijo Alexia, leyéndome la mente. De vez en cuando nos conectábamos como lo hacíamos cuando éramos adolescentes.

— Aunque hayan venido la mitad, serían muchos —dije.

— Tenés razón, volvamos a casa —dijo Ale.

— No seas tonta —contesté, y después de meditarlo un rato, agregué—: seguro la vamos a pasar bien.

Tuvimos que dejar el auto a dos cuadras, ya que no encontrábamos lugar.

Caminamos abrazados de la cintura. Cada tanto bajaba la mano para palparle el culo. Ale tenía razón, últimamente estaba más caliente de lo normal. El Negro Rivera también estaba en lo cierto: no debía preocuparme por el hecho de que la relación necesitaba experimentar cosas nuevas. Debía disfrutar del mujerón que tenía conmigo. Lo que habíamos hecho en el auto me había gustado mucho, y parecía que a Alexia también. Podría proponerle alguna cosa aún más arriesgada, y ella me seguiría. Pocos hombres podían contar con una mujer que estaba dispuesta a casi todo en la cama, y que, además, era tremendamente bella.

Toqué el timbre del chalet. Mauri no salió a recibirnos, sino que en su lugar apareció un hombre que me resultó conocido, pero no recordaba su nombre.

— Bueno, bueno, ya veo que llegó la princesa de la fiesta —dijo el tipo.

Era rubio y regordete, y estaba colorado y sudoroso. De su boca salía un fuerte aliento a alcohol, y eso que la noche apenas empezaba. El hombre agarró de la cintura a Ale y le estampó un sonoro beso en la mejilla.

— Tanto tiempo Ali —dijo.

De repente recordé que El Negro Rivera también solía llamar así a Alexia. De él no me molestaba, pero me parecía un diminutivo muy cariñoso que solo deberían usar las personas allegadas a ella, y a ese regordete no lo terminaba de identificar, y dudaba que fuera amigo de Ale.

— Vos sos Carlos, ¿No? —dijo, dirigiéndose a mí—. Sergio —se presentó después, dándome un apretón de manos.

No me gustó nada la actitud del tipo, con tanta confianza con Ale. Pero como a ella no pareció molestarla, no dije nada.

— No tengo idea de quién es el gordito ese —le dije a mi mujer al oído, una vez que nos separamos de él.

— Cursó un par de materias conmigo —fue la escueta respuesta de Ale.

En la casa había decenas de personas. Si bien la propiedad era grande, la mayoría parecía estar amontonada en la sala de estar y el comedor.

Fue grato encontrarme a tanta gente que no veía desde hacía años. A algunos incluso desde que nos habíamos recibido. Nuestro grupo íntimo era de un total de ocho personas, y luego había cinco a seis personas más, muy cercanas, con los que manteníamos buena relación, y a quienes a veces invitábamos a salir. Sin embargo la mayoría de los que saludaba en ese momento eran caras de las que creí haberme olvidado. Pero ahí estaban ahora, más grandes, más gordos en algunos casos, con menos pelo, con distintos looks…

— ¿Te acordás cuando se tiró un pedo en el examen de cálculo financiero? —Me susurró Ale, luego de cruzarnos a Mariano Antúnez, quien nos saludó efusivamente.

Mauricio repartía bocados en una elegante bandeja. Tan elegante como él mismo. Llevaba un traje oscuro, con una impecable camisa blanca, y unas zapatillas blancas, sin medias, que le daban un aire casual. Sospechaba que toda esa vestimenta valía más de lo que ganábamos Ale y yo en un mes.

Cuando nos vio, dejó la bandeja sobre una mesa y se dirigió a nosotros. No puede evitar notar, mientras se acercaba, que no le quitaba los ojos de encima a Alexia. Era obvio, mi chica no solía pasar desapercibida, y esa noche estaba especialmente hermosa.

— ¡La pareja del año! —dijo al estar frente a nosotros.

Tomó de la mano a Alexia y las acercó a sus labios. Mauricio era el único hombre que conocía, que tenía esa arcaica costumbre de saludar a las mujeres besando su mano. Aunque no se me escapaba que era un gesto de exagerada galantería que sólo utilizaba en Ale y en algunas de las chicas más lindas de nuestro círculo. Cuando terminó con su acto de caballerosidad, vi sus ojillos verdes, que normalmente eran opacos, con un brillo pícaro. Luego me saludó a mí, con un abrazo, riéndose, como si toda la pantomima que acababa de hacer no fuera más que una broma.

— No te pregunto cómo estás porque se te ve espectacular —le dije con cariño.

Aprecio mucho a Mauri. Es de esos tipos con los que siempre se puede contar. Ayudó a Alexia a conseguir trabajo en una importante consultora en donde tenía contactos. A mí me ofreció varias veces un puesto en la firma donde trabaja, con una jerarquía mucho menor a la suya, claro está, pero con altas probabilidades de progreso. Sin embargo, yo preferí mantenerme como un contador autónomo. En fin, es de esos tipos con los que siempre se puede contar. Desde los tiempos de la facultad, cuando no llegaba a fecha con algún trabajo práctico, el primero al que acudía era él.

— Ay, pero estás hecha una perra hermosa —escuché decir a una mujer, que alzaba la voz sobre la música.

Mauri y yo giramos a ver de quién se trataba. Dos mujeres casi nos atropellan, y luego se dirigieron a Ale, a quien abrazaron.

Se trataba de Priscila y Érica, sus amigas íntimas. Érica es una morocha de pechos generosos. Su rostro no es particularmente bello, pero tampoco es desagradable, por lo que con su voluptuoso cuerpo le alcanza para llamar la atención de cualquiera. Priscila había ganado unos cuantos kilos a lo largo de los años, pero también es atractiva.

— Dejá de mirarlas así, que tu jermu te va a matar —me dijo Mauri al oído, mientras Alexia era llevada casi a rastras por sus dos amigas, alejándolas de mí.

— No pasa nada, Ale sabe que me gusta mirar —le contesté.

— Qué linda relación que tienen ustedes, loco —me felicitó, ahora levantando la voz—. La última mina con la que estuve me daría vuelta la cara de una trompada si me veía mirando un  culo ajeno. Vení, vamos para allá un rato.

Mauri agarró dos copas de champagne, y me guió hasta el patio trasero, donde había un par de colegas más.

— Mirá, Lauty por fin salió del clóset —dijo, señalando a Lautaro, otro de los ex compañeros al que no conocía tanto. El tipo estaba en un rincón con el que supuse era su pareja, besándose.

— No sabía que era gay —dije.

— Si se le caían las plumas, chabón —me dijo dándome una palmada en la espalda.

— Vos siempre fuiste mejor deduciendo cosas. ¿Te acordás que el profe Vacaro te dijo que deberías ser economista? Por tu capacidad de análisis y de predicción.

— ¿Estará vivo el viejo Vacaro?

— Quien sabe.

— Como te decía, no sabés cómo admiro la relación que tenés con Ale loco. Desde pendejos eran inseparables.

— Es increíble, aunque últimamente tengo muchas dudas…

— ¿Dudas?

— Sí, pero por lo visto todo era ideas mías. Ahora estamos en una segunda etapa. En cuanto a lo sexual te hablo.

— ¿En serio?

— Si te dijera que me la chupó mientras veníamos en el auto ¿Me creerías? —le dije, dando un trago a la bebida.

— ¿De verdad? Bueno, Ale siempre fue muy salvaje.

— ¿Salvaje?

— Bueno, vos la conocés mejor que nadie ¿No? No le tiene miedo a nada, y le gusta experimentar.

Pareció darse cuenta de que había hablado de más. Agachó la cabeza y guardó silencio.

No me molestó en lo más mínimo lo que dijo. Además, tenía razón, yo conocía a Alexia mejor que nadie. Desde que empezamos a salir, noté que tenía una vasta experiencia sexual a pesar de ser muy joven. Solía contarme de sus romances más importantes, pero no acostumbraba a compartir sus relaciones casuales, ya que no las consideraba lo suficientemente importantes como para hacerlo.

— Sí, es verdad, es muy salvaje —contesté, para que no se sintiera mal—. Creo que se prendería en cualquier juego sexual que le propusiera.

Recordé el juego que me había propuesto ella misma hacía ya varias noches, cuando me pidió que la posea fingiendo ser un delincuente. Pero no me animé a contarle eso a Mauri, menos en ese momento. Lo de la mamada en el auto era algo divertido, pero lo otro todavía se me hacía un poco extraño. De repente Mauri me sacó de mi ensimismamiento.

— Mirá, te traje un rato acá para avisarte, aunque no creo que te moleste… pero bueno… me parece que corresponde que te lo diga antes de que lo veas… Igual tranqui, no pasa nada.

— ¿Qué pasa Mauri? , estás dando más vueltas que una calesita —dije bromeando.

— Mirá, ¿Te acordás de Gustavo? Bueno, está acá. Lo invitó Priscila. Bueno, me avisó que venía, pero qué le iba a decir. Le dije que estaba todo bien, que lo invite.

Gustavo, el rubio alto, el mejor alumno, que cambió de carrera al último momento. El Hombre de rostro tan bello, que ni siquiera a otro hombre podría pasarle inadvertido esa cualidad. Gustavo, el ex novio de Alexia. Había aparecido después de casi ocho años. ¿Y era amigo de Priscila?

No soy naturalmente desconfiado, pero cuando algo huele mal, una vez que se sigue el rastro del hedor, suele encontrarse alguna cosa podrida.

— ¿Vamos adentro de nuevo? —propuso Mauri, quizás intuyendo que yo mismo quería hacer eso.

— Sí, dale.

Nos sumergimos de nuevo en el bullicio de la casa. La inconfundible carcajada de Alexia se elevó por encima de los parlantes. La busqué con la mirada. El corazón se me aceleró. Estaba con sus incondicionales amigas, y una chica más que yo no tenía idea quien era. Supuse que se trataba de otra compañera perdida en el tiempo, con quien estaban recordando viejos momentos.

— Voy al baño. Ya vuelvo doctor —dijo Mauri, dejándome solo en un rincón desde donde observaba todo el movimiento.

No había rastros de Gustavo, al menos a simple vista no se veía. De todas formas, pensé que sería mejor acercarme a mi mujer. Si bien era obvio que estaban en una conversación de chicas, tenía todo el derecho de meterme entre ellas. Al menos la corrección política de la actualidad me avalaba.  Estaba bien depositar confianza en la pareja, pero a veces era oportuno marcar territorio, y algo me decía que estaba frente a ese tipo de situaciones. No había que tentar a la suerte.

— Cuánto tiempo Carlos —me dijo alguien, en el preciso momento en que me disponía a ir con mi esposa.

Era una chica de baja estatura, de piel marrón. Llevaba puesto un sensual vestido largo, muy ceñido, con un tajo largo a un costado, que dejaba ver una pierna desnuda, casi tan perfecta como la de Alexia, solo que no tan larga. Su Cabello era negro y ondulado, y lo llevaba suelto. Su boca, pintada de un rojo intenso, era provocadoramente grande. Su gesto llevaba la cuota de orgullo y desdén que estaba siempre presente en ella, fuera cual fuera la situación en la que se encontraba.

— Sofía —dije, y la saludé con un beso.

Cuando me separaba de ella, me devolvió el beso en la mejilla. Nuestros labios quedaron muy cerca.

— Estás igual —me dijo luego, con una sonrisa seductora.

Me sorprendió que dedicara tanta atención en mí. Nunca fuimos muy unidos. Aunque también es cierto que la enemistad que mantenía con Alexia, jamás se había trasladado a mí.

— Vos estás bastante cambiada —respondí.

— Espero que para mejor.

— Mucho mejor.

La vi de arriba abajo. Realmente parecía que el tiempo había sido muy favorable para ella. Pero me di cuenta de que su cambio no fue tanto en lo físico, sino en lo estético. Antes vestía ropas holgadas y utilizaba colores sobrios. Ahora se veía casi tan deslumbrante como Alexia, y eso era mucho decir.

Por encima de lo hombros de Sofía, vi una figura conocida. Gustavo se acercaba. ¿Habían venido juntos?

En ese momento me di cuenta de que la noche recién comenzaba.

Continuará