El cazador cazado (1)

Cómo un robo se convierte en una oportunidad inmejorable para el sexo.

Era uno de esos días cercanos a las Navidades. Para introducir un poco la situación: Yo, 34 años, casado recientemente con mi mujer, Sara. No es una top-model, pero ha sabido conservarse con el paso de los años. Su fuerte no es la estética, sino la simpatía y el carácter. Ella siempre dice que como no me va a dar todo el sexo que necesito, que me puedo buscar otras fuentes, siempre que ella no se entere.

Nos va bien, trabajamos ambos y procuramos pasarlo bien en los ratos que nos quedan libres en la semana.

El caso es que era uno de esos jueves antes de Navidad en los que Sara había tenido cena con los compañeros de trabajo. No había llegado muy tarde, pero con todo el jaleo de cenar, copas, etc. se había dormido profundamente nada más acostarse.

Esa noche a mí me costaba conciliar el sueño. No sé por qué, pero hay noches que por más que quieres, no consigues dormirte.

De pronto, en mitad de la oscuridad y el silencio, me pareció escuchar leves ruidos al fondo de la casa, como si alguien estuviese abriendo la puerta de la calle. Alerté mis sentidos, agudicé el oído y confirmé que algo se movía en mi casa sin nuestro control.

Comprobando que Sara dormía profundamente, con gran sigilo me deslicé de la cama y me acerqué a la puerta de la habitación, asomándome con cuidado para ver el pasillo.

Pude percibir una ligerísima corriente de aire más fresco en mi rostro, lo que me confirmó que efectivamente la puerta de la calle había sido abierta. Además vi algunos destellos y luces que se movían en el salón. Parecían al menos dos linternas moviéndose, escrutando lo que podía haber en aquella sala.

Con mi cuerpo en tensión, salí de la habitación cerrando casi del todo la puerta, y me fui moviendo hasta llegar a la cocina (al lado del salón). Mientras escuchaba cómo los intrusos abrían y cerraban cajones con gran suavidad, penetré en la cocina y a oscuras comencé a intuir lo que había sobre la encimera. Por suerte, Sara había dejado (como de costumbre) un cuchillo sobre la encimera. Es un cuchillo pequeño que corta bastante bien y que Sara utiliza para casi todo. A mí me saca de quicio que todas las noches se lo deje enmedio de la encimera, sin recogerlo o dejarlo en el fregadero o en el lavavajillas.

Pero aquella noche bendecí la maldita costumbre de mi mujer. Tomé con cuidado el cuchillo y me situé junto a la puerta de la cocina. Si los intrusos querían entrar más adentro en la casa, tendrían que pasar obligatoriamente ante mis ojos. Y yo me reservaría la ventaja de verlos con muy poco riesgo de ser descubierto.

Efectivamente, al poco tiempo, mientras seguía oyendo los ruidos de abrir y cerrar cajones en el salón, pude ver una luz de linterna que se aproximaba a la cocina. La figura, de estatura mediana-baja, pasó con gran sigilo por la puerta. Rápidamente yo reaccioné. Comprendiendo que el segundo intruso seguía inspeccionando el salón, vi la oportunidad de neutralizar a uno de los personajes.

Me acerqué por detrás y poniendo una mano sobre su boca, tiré de su cabeza hacia mi hombro izquierdo. Desprevenida totalmente, la figura se desequilibró y quedó medio apoyada en mí, buscando con sus manos algún lugar de apoyo para recuperar la compostura. Pero era imposible. En su braceo, dio al interruptor de la luz de la cocina. Esta se encendió. Sujeté fuertemente a mi rehén con mi brazo izquierdo, colocando el cuchillo en su cuello. Al notar el frío del acero, cesó cualquier forcejeo y quedó inmóvil, sin saber qué hacer o como reaccionar.

El compañero, que había percibido la luz de la cocina (no así el forcejeo, porque ese movimiento fue rápido y bastante silencioso), se acercó para ver por qué su colaborador había cometido aquel tremendo despropósito (a los ojos de un ladrón con una linterna, encender una luz es de imbéciles).

Al encontrarse con el panorama, se quedó helado. Allí estábamos los tres: yo en pijama, sujetando a uno de los intrusos, que vestía unas mallas y un forro polar negros, con un pasamontañas de color pardo; y frente a mí, el otro intruso, de riguroso negro también, con el pasamontañas y los ojos como platos.

¿Y ahora qué? – susurré yo.

El intruso que estaba frente a mí, miró a su alrededor desconcertado.

¿Me enseñas tu carita, o me cargo a tu amigo? – le sugerí con bastante sangre fría. No creo que hubiese sido capaz de hundir el cuchillo en aquella garganta que respiraba con ritmo tenso y algo acelerado. Pero en aquellos momentos yo era muy consciente de mi superioridad ante aquellos dos cacos, gracias al factor sorpresa.

El tipo retrocedió, como espantado por mi sugerencia. Chocó con la puerta de entrada de casa. Giró su mirada rápidamente y volviendo su mirada a mí, abrió la puerta y salió corriendo hacia el descansillo, huyendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo.

En aquél momento, el desconcertado fui yo. El muy cobarde había dejado allí abandonado a su compañero de andanzas, como a una rata. No esperaba aquella reacción. Aunque sorprendido, no perdí la compostura. Empujando un poco a mi rehén, le susurré: "Cierra la puerta". Cerró sigilosamente la puerta y nos dirigimos hacia la cocina. Cerré la puerta a mi espalda.

Fue entonces cuando pude descubrir con sorpresa que mi rehén era una mujer. Sus caderas y su pecho reflejado en los cristales de la puerta de la terraza me sorprendieron por segunda vez.

Vaya, vaya. Parece que tu compañero no te aprecia mucho –le dije yo con cierta sorna -¿era tu novio? Porque creo que después de este plantón, ya no volverás a verle en bastante tiempo ¿eh, nena?

La chica no dijo nada. La giré, poniéndola frente a mí, apoyada en la encimera y con mi cuerpo muy cerca de ella. La chica seguía sin articular palabra.

Quítate el gorro.

La chica pareció no oir mi orden. Levantando el cuchillo de nuevo y acercándolo a su cuello le susurré:

No me gusta repetir las cosas. Tú eliges cómo quieres que termine esto. La defensa propia me exime de toda culpa. Llevas las de perder, así que mejor que no hagas el idiota. Por tu bien.

Fue entonces cuando fui tomando conciencia de varias sensaciones que formaron un cóctel explosivo en mi cabeza y en mi cuerpo. Tenía el poder de la dominación, tenía a una mujer (cuyas curvas se me iban descubriendo bastante sugerentes) ante mí, dispuesta a hacer lo que yo pidiese. Y para culminar, tenía una sequía de sexo un poco más larga de lo normal.

En fin, que me fui poniendo cachondo, mientras intentaba no perder la compostura para parecer duro y tranquilo.

La nena se quitó el pasamontañas. Era joven, de unos 25-28 años. Ojos verdes, pelo claro,… rasgos muy evidentes que denotaban su procedencia del este de Europa. Era guapa.

Retirándome un poco, observé su cuerpo ceñido y enfundado en negro.

Ahora te vas a ir quitando, muy despacio, el disfraz – le ordené de nuevo – muy despacito, que no tenemos prisa.

Pero…, yo no… -fueron las únicas palabras que acertó a balbucear la mujer – por favor

¿Por favor? – pregunté yo con cierto sarcasmo – si hubieses dicho eso al entrar en mi casa sin permiso, igual os hubiese dejado llevaros la tele y la vajilla entera ¿sabes? Pero no ha sido así. No obstante, es bueno que vayas aprendiendo modales, aunque sea tarde.

Mi voz sonaba de nuevo calmada y segura. Mi calentón iba en aumento. La nena se desabrochó el forro polar y dejó a la vista una camiseta de lycra blanca bien ajustada, que marcaba a la perfección sus dos tetas, no muy grandes, pero con una forma muy redondita y apetecible.

Se quedó quieta, y tras mirarme con miedo, bajó sus ojos al suelo.

Eh, mírame. – La chica alzó la mirada. Sus ojos verdes me miraban fijamente. No sé si me lo imaginé yo o era verdad, pero en el fondo de su mirada pude percibir un deseo y una cachondez similar a la mía. – Sabes que es "todo el disfraz"; venga, no te hagas la tonta. Vamos a ver qué mas sabes hacer además de entrar sin permiso en casas ajenas.

La chica comprendió que la situación estaba irremediablemente en su contra, y que sólo colaborando conseguiría que no fuese peor de lo que ya pintaba.

Fue quitándose las zapatillas negras. Continuó con los calcetines y terminó con las mallas.

Dejó a la vista unas preciosas piernas, bien torneadas, sin un gramo de celulitis. Unos muslos lisos y estilizados. Y un maravilloso tanga de tipo deportivo, también en negro. Tenía un culito que quitaba el hipo. Nada más verlo, pensé para mis adentros que ése iba a ser para mí, por las buenas o por las malas.

Pasé una mano por aquél trasero: redondito, prieto, suave,… la perdición total.

En aquél momento, la imagen de ella, frente a mí, con sus ojos llenos de fuego, su cabello claro a media altura, su camiseta blanca ajustada y su tanga, habían provocado una tremenda erección, que ya no me preocupé de ocultar.

Con el cuchillo que aún tenía en mi mano derecha, hice un gesto hacia abajo, que ella comprendió a la perfección. Miró hacia el bulto de mi entrepierna, me miró de nuevo a los ojos, esperando que yo cambiase de opinión.

Entonces yo sonreí y mirándola a los ojos, adivinando ese deseo oculto, me la jugué y le susurré:

Mira, preciosa. Ya sabes cuál es la situación y lo que va a pasar. Mi consejo es que ya que es inevitable, procures buscar el lado bueno y trates de disfrutarlo. Si vamos por las buenas, te aseguro que te voy a tratar muy bien.

Quedó un momento mirándome, con una mezcla entre atenta y sorprendida. No había rastro de indignación, odio, obligación en su cara. Estaba sorprendida porque su potencial víctima, ahora su dueño, había descubierto sus deseos más ocultos y profundos.

Así que desabrocho mi pantalón del pijama y dejándolo caer, dejó a la vista mi miembro duro y palpitante. Mientras se arrodillaba, lo tomó con sus manos y comenzó a acariciarlo. La cosa empezaba a ser más fácil de lo que yo había pensado.

Lo sobaba con ambas manos y lo mantenía cerca de su cara. Así estuvo un par de minutos, hasta que sin necesidad de sugerírselo, comenzó a lamerlo. Al principio con lametones curiosos, como un gato que descubre un caramelo, para luego irlo metiendo en su boca y comenzar una mamada de gran calidad, con suavidad, contacto y ritmo precisos. Con sus manos sujetaba mi verga y masajeaba mis pelotas.

No tuve que empujar mucho su cabeza para que la nena me hiciese una mamada bien profunda, metiéndose toda mi tranca en su boca, iniciando un mete saca muy agradable. Así me llegó el cosquilleo mágico que anunciaba mi corrida. Sujeté su cabeza por su nuca, apretándola contra mi paquete. Ella adivinó lo que venía. Se agarró con sus manos a mi culo, intentando no tragar más tranca, cosa que le fue imposible, porque yo empujaba firmemente su cabeza contra mí.

Comencé a descargar mi leche directamente en su garganta. Tres o cuatro empujones fuertes que la chica asumió, no sin dificultad, pero con gran entereza. Tras estos, saqué un poco mi verga, lo que ella aprovechó para tragar y tomar una gran bocanada de aire. Terminé de echar los últimos espasmos en sus labios.

La miré mientras apuraba mi corrida. La nena tenía los ojos cerrados, pero no apretados. Es decir, no era de asco, no le era desagradable. La chica tenía una cara de gusto alucinante.

Cuando abrió sus ojos, con su boca entreabierta y algún resto de mi leche en sus labios, me vio y quedó de nuevo helada. Acababa de salir de un placentero sueño y volvía a la realidad de estar en una casa desconocida, en manos de su víctima.

Límpiate – le susurré yo con una sonrisa cálida – y termina de limpiarme.

La chica se lamió los labios y una vez limpia su boca, comenzó a estrujar y a lamer mi verga, limpiando los últimos restos de la maravillosa corrida.

(continuará)