El cazador
Un hombre poderoso relata una violenta pelea contra su ex-mujer durante el proceso de separación.
Extraído de las 'Memorias de Sir Edmund A. Cunningham III', *capítulo siete, pags 241-250.*
Siempre he sido un cazador . Existe algo en la caza que va más allá de lo material. Que te conecta con tu yo ancestral. Como si el tacto del arma en tus manos mientras acechas a tu presa despertase algo dormido en tu cerebro. Una parte que permanece aletargada en la mayoría de los hombres y que, los pocos que conseguimos despertar, nunca conseguimos a apaciguar. Aún recuerdo cómo mi padre me enseñó a sujetar el rifle, el arco, la bayesta, o cualquiera que fuera el arma que empuñásemos durante la cacería. Como he comentado en otros capítulos, mi padre fue un hombre severo, pragmático, forjado a la antigua, y que rara vez se permitía caprichos. Más tarde aprendí que esa contención era sólo una careta. Se reservaba para la caza. Era allí, en el bosque profuso, en mitad de la sabana ardiente, o en el inaccesible glaciar donde sacaba al verdadero hombre que llevaba dentro. Era allí donde se desprendía de las buenas maneras y los impecables modales de los que hacía gala en cada ámbito del resto de su vida y se convertía en el cazador . El protocolo terminaba donde empezaba el rastro de la siguiente presa.
Ese hombre, a quien siempre intenté emular y con quien competí hasta su muerte, cazó todas las presas dignas de ser cazadas. No había animal demasiado grande, esquivo o fiero que se le resistiese. No pocas noches terminábamos en el gran salón de la centenaria residencia de los Cunningham, alumbrados de forma ténue por el fuego y apurándo la enésima botella de brandy, mientras mi viejo padre se jactaba de alguna bestia indomable que había terminado bajo la suela de su bota. El respeto con el que lo miraba cuando era jóven se convirtió en auténtica admiración cuando pasaron los años. Su sala de trofeos, ubicada en el ala este del piso superior de la mansión, no era una mera colección de bestias despojadas de vida y colgadas de la pared. Cada uno de esos animales era un testigo inmortal de la valentía y gloría que alcanzó mi padre. Imponentes bustos, arrancados de los más increíbles y exóticos ejemplares de los cinco continentes. Todos ellos, vencidos por el mismo hombre. Supongo que fue él quien me enseñó que hay dos tipos de cazador: el que caza donde le dejan, y el que caza donde quiere. Para él, era muy importante que yo fuese de los segundos. Un cazador en cualquier situación. Un cazador en todos los ámbitos de la vida. Un cazador en las finanzas, un cazador para la familia, un cazador en los negocios, un cazador con las mujeres. Esa ha sido siempre mi filosofía. El mantra al que he acudido en cada momento de duda; soy un cazador .
Cuando mi padre murió y me convertí en el perceptor de la herencia familiar, supe que tenía sobre mis hombros la responsabilidad de perpetuar el linaje. De mantener la dinastía de los Cunningham de la misma forma que se había mantenido durante cientos de años. Cacé todo lo que se podía cazar. Osos, tigres, búfalos, orcas. Cacé buenos negocios, tratos que multiplicaron la fortuna familiar, y acuerdos que me situaron lo más cerca que un hombre puede estar de Dios. Por descontado, también cacé cientos de mujeres. Y quizá sea este el mejor momento para relatar una de las más duras batallas que he tenido que librar, fruto de una de mis cacerías más exitosas. La presa en cuestión se llamaba Nadine, y fue mi segunda exmujer. Nadine era una mujer admirable, alto cargo de una de las firmas con las que establecerímos buenos acuerdos y la más inteligente y capaz de todas mis conquistas. Tras separarme de Alicia, mi primera esposa, me encontraba en un momento físico espléndido a mis 43 años. Cacé de forma abundante durante un par de años, pero, tras conocernos, Nadine se convirtió en una obsesión no equiparable a otra presa. Y todo se debía a una razón muy sencilla: Nadine también era una cazadora . Tenía la mirada gélida del animal que está a punto de devorar a una presa. Era atlética, alta, rubia, con prominentes pómulos y cuerpo delgado, fibroso y tonificado. Su físico era sifisticado, de pechos pequeños y caderas elegantes, alejado de la vulgaridad de los cuerpos de bustos y posaderas gigantes, tan del gusto de los hombres de poca cultura.
Por supuesto, ambos nos fijamos rápidamente el uno en el otro. Un cazador reconoce a otro en cuanto lo ve. Y un fugaz romance culminó con nuestra boda, apenas diez meses después de nuestra primera cita. Nadine era buena en los negocios, la esposa pefecta, y un animal en la cama. Una presa de la que uno no se cansaba nunca de sentirse orgulloso. Era fría y calculadora como una víbora cuando era necesario, fuerte como una osa y con la ambición de una leona. Quizá fuera esa ambición la que terminó con nuestro matrimonio. Sus ideas de ampliar la fortuna de mi familia chocaron con las mías, y comencé a dudar de su lealtad. Era lista, quizá incluso más que yo, y su repentino interés por manejar a su antojo la fortuna de mi familia me hizo desconfiar. Las peleas se convirtieron en nuestro día a día y, más pronto que tarde, la violencia llegó implacable a nuestro hogar. Los tiempos estaban cambiando y las mujeres ya no respetaban a los hombres de la forma en que mis antepasadas habían respetado a los varones de mi familia. Si mi madre hubiera levantado la voz a mi padre, este le habría aplicado un severo correctivo. Si mi abuela le hubiese dicho a mi abuelo las cosas que Nadine me había dicho a mi en algunas discusiones, probablemente la habría dejado al borde de la muerte de una paliza. Sin embargo, las mujeres no eran las mismas de tiempos pasados. Durante años, se había desplegado una incesante propaganda, desde gobierno y medios de comunicación, en la que se establecían las miles de supuestas injusticias que vivían las mujeres. Y, por supuesto, el culpable de todas esas injusticias (algunas reales, otras exageradas, y unas pocas directamente ficción) era el hombre. Se las instruía desde pequeñas para que se sintieran oprimidas por el mundo, y se empezaron a tomar decisiones que las sobreprotegían de amenazas inexistentes. La discriminación positiva, o la desaparición de la presunción de inocencia ante denuncias femeninas, empezaron a ser habituales. Por supuesto, fue un cambio bien visto e incluso abrazado por todos los estratos de la sociedad. Había que proteger y blindar a las mujeres. Las estábamos matando , decían. Nadie alzó la voz cuando empezaron a aprobarse leyes injustas para los hombres. Nadie se quejó cuando empezaron a recortar nuestros derechos, con el objetivo de que las mujeres vivieran con menos miedo , signifique lo que signifique. No fue hasta años más tarde cuando nos daríamos cuenta de que eran los primeros pasos que desembocarían en la Gran Revolución Feminista de 2063. Poco sabíamos entonces del mundo que estábamos ayudando a construir.
Por lo general, Nadine y yo siempre habíamos sabido cuando parar una pelea. No negaré que alguna vez, tras un insulto venía una fuerte bofetada o un empujón, pero eran raras las veces que pasábamos a las manos. Aunque cuando esto sucedía, los dos lucíamos moratones sin ningún pudor, pues eran marcas de guerra. Y si pensáis que nuestros encontronazos tenían la balanza inclinada hacia mi lado por ser un hombre, os equivocáis. Como os digo, era una mujer fuerte, tanto mental como físicamente. Nunca abandonó sus clases de artes marciales, ni sus rutinas de gimnasio. Sin embargo, la última pelea escapó a nuestro control y supuso un punto y aparte en nuestro proceso de separación, el cual se había iniciado algunas semanas antes, debido a la falta de confianza de la que os hablaba. La mañana del 6 de agosto de 2043 me encontraba duchándome en el palacete que mi familia tenía al norte de Londres tras una pequeña montería organizada con fines benéficos. Habíamos despertado temprano y terminado la montería a media mañana. Anudé una toalla a mi cintura y me disponía a reposar unos minutos en la sauna cuando el timbre de la puerta sonó por toda la residencia. Era sábado, el día libre del servicio, y bajé al recibidor, donde la minicámara instalada en la valla de la entrada me revelaba que Nadine esperaba mi respuesta.
Maldije en voz baja antes de pulsar el intercomunicador y preguntarle a qué había venido. Agitó unos papeles ante la cámara y dijo que mi firma no estaba presente en todos los espacios donde era requerida para terminar con el divorcio, aunque me sonó a excusa. Estaba seguro de que era un nuevo intento para quedarse con una parte aún mayor de mi patrimonio. Esa pequeña hiena no se contentaba con la generosísima parte que nuestros abogados habían acordado. La hija de perra quería más. Pulsé el botón del intercomunicador y dejé que entrase. Unos minutos más tarde, tras recorrer los jardines de la entrada, abrí la puerta y la recibí sin mirarla. Le pedí que dejase los papeles en la mesa del recibidor. Mi idea era rellenarlos rápidamente y pedirle que se marchase lo antes posible. Por supuesto, no fue posible, ya que comenzó la enésima discusión sobre el reparto de bienes, que consideraba insultante. Estaba claro que aquello terminaría en una fuerte discusión, pero ambos sabíamos que debíamos tener cuidado pues, si lesionábamos al otro, estaríamos dándole ventaja para conseguir cuanto quisiera en los tribunales. Eso daba rienda suelta a las amenazas e insultos, que no tardaron en alcanzar cotas estratosféricas a los pocos minutos de iniciar la discusión.
Pero, como os anunciaba anteriormente, esta vez supuso un punto de inflexión, ya no sólo en nuestra relación, sino en mi vida. Todo cuanto pasó después de esa pelea se vió marcado en alguna medida por ella, pues fue la primera vez que sentí miedo. La primera vez que fui la presa . En determinado punto de la discusión, no lo recuerdo con claridad, Nadine proyectó su rodilla hacia adelante impactando de lleno contra mis testículos. Al encogerme por el espasmo de dolor, la toalla se soltó de mi cintura y cubrí mis genitales con las manos de forma instintiva. No esperaba una agresión física de ninguna manera, teniendo en cuenta el proceso en el que estábamso envueltos, y aún menos algo tan rastrero con aquello. Nadine permanecía altiva, con expresión fiera, mientras yo me recuperaba del golpe en mi punto débil. Por supuesto, no iba permitir un golpe bajo como aquel sin administrar el debido castigo. La imagen de mi padre cruzó por mi mente. Casi podía escuchar su voz: inadminisible . Sin mediar palabra, le asesté una bofetada que la tiró al suelo.
El orgullo era al mismo tiempo nuestra mejor arma y nuestro peor defecto. Fue ese orgullo el que, en lugar de hacerla rendirse tras la fuerte bofetada, le hizo agarrar el bolígrafo con el que me disponía a firmar los papeles e intentar clavármelo en la cara. Casi sin tiempo para reaccionar, interpuse mi brazo en la trayectoria y el bolígrafo terminó introduciéndose de forma parcial en mi bícep derecho, que comenzó a sangrar profusamente al instante. Lo que sucedió a continuación escapó a todo control, más digno de pertenecer a una novela de terror que a un libro de memorias como este. Aún asimilando lo que Nadine acababa de hacer, extraje el bolígrafo de mi brazo y examiné un segundo la herida: nada que no se curase con agua oxigenada y un par de puntos de sutura, pero aún así bastante doloroso. Nadine se puso en pié. Respiraba de forma acelerada pero no cambiaba su expresión de perra rabiosa. Pedía a gritos que alguien la apaciguara. Cerré el puño y le propiné un fuerte puñetazo en la mandíbula que la devolvió al suelo. Nadine gimió de dolor, pero se revolvió rápido, aún más furiosa. Asió el jarrón que descansaba sobre la mesa del recibidor y me lo estampó con violencia en la sien, haciendo que un relámpago rojo cruzase mi visión. Me tambaleé sin poder ver nada, cubriendo con las manos la brecha que acababa de abrirme, cuando sentí su zapato hundirse de nuevo en mi entrepierna, machacándome los testículos desnudos, y anegando mi vientre de un fuego insoportable. El dolor del primer rodillazo aún no se había disipado, y esta nueva patada casi me hizo saltar las lágrimas.
Gemí con amargura pero conseguí abalanzarme sobre ella casi sin poder verla debido a la sangre que manaba de mi sien. Si aquella putita había venido decidida a hacerme daño, no se iba ir ilesa. Conseguí tirarla al suelo y darle un potente bofetón. Si bien me enconraba en una posición dominante sobre ella, su último golpe en mi entrepierna había diezmado considerablemente mis fuerzas. Nadine aprovechó esto para liberar un brazo y hundir su dedo índice en la herida del brazo. Un calambrazo de dolor me recorrió todo el cuerpo. Se zafó de mi y se dirigió corriendo a las escaleras. Apoyó mal uno de sus tacones y cayó de rodillas. Aproveché para retenerla agarrándola del vestido, pero la tela cedió desgarrándose por una de las costuras, y sigió corriendo desnuda hasta el piso superior, desapareciendo de mi vista. Entré en la cocina y me agaché un instante para respirar, evaluando los daños e intentando que el dolor del vientre remitiera, en vano. Acudí al fregadero, donde pude lavarme la cara de sangre. Noté un enorme bulto donde Nadine me había estrellado el jarrón, que emitía un dolor pulsante, pero cada vez menos sangre. La herida del brazo seguía abierta, pero era menor. Lo peor era, sin duda, el dolor que subía desde mi entrepierna y me estrujaba las tripas. Como todo varón que se precie, había recibido multitud de pequeños golpes en esa zona, pero nunca uno tan fuerte.
Respiré hondo y miré hacia el hueco de la escalera, por donde Nadine había desaparecido. En lugar de huir, se había escondido allí, como si estuviera esperándome. Quería pelea. Cogí un gran cuchillo de la isleta central de la cocina y me dirigí con cautela al piso superior, no con la intención de apuñalarla, desde luego, pero si de defenderme y reducirla. Avancé despacio por el corredor, intentando escuchar su respiración, o entrever aguna huella que hubiera podido dejar en el suelo. Crucé el pasillo, echando un rápido vistazo a la primera habitación, que permanecía vacía, y seguí adelante. Parecía que se hubiese vuelto invisible. Mientras intentaba sin suerte encontrar algún rastro para dar con ella, mi experiencia me hizo darme cuenta de que no estaba cazándola, sino que era ella quien me estaba acechando a mi. Pero me percaté de ello demasiado tarde. De pronto sentí un golpe fuerte, con algún tipo de objeto metálico, impactando en el centro de mi espalda, que me hizo perder el equilibrio durante un instante. Me giré, ya en el suelo, para descubrir que la muy puta había salido de la misma habitación que creía vacía, y que iba armada con un grueso palo de golf. Armada y de pie sobre mi, estaba completamente a su merced. Lo blandió hacia atrás y lo estrelló de nuevo contra mi pierna derecha, provocandome una pequeña fisura en el fémur. Aullé de dolor, pero ella no se detuvo y volvió a blandir mi hierro 2 en el aire, estrellándolo esta vez contra una parte mucho más sensible. No sé si lo hizo a propósito, o el golpe aterrizó allí por casualidad, pero el impacto de la dura cabeza del palo contra mis genitales fue tan preciso como devastador. La cabeza del palo golpeó parcialmente en mi pene, lo cual me provocó una fractura de uretra de la que nunca llegué a recuperarme por completo, pero la peor parte se la llevaron mis testículos. Ya inflamados por los golpes propinados con anterioridad, pasaron a convertirse en bolas incandescentes. Nadine siempre hacía gala de una inteligencia superior y aquella vez no fue una excepción, sabiendo perfectamente dónde golpear a un macho para derribarlo. Ya sabía que era lista. Que era tan cruel, estaba a punto de averiguarlo.
Apenas podía respirar cuando el silbido del palo cortando el aire precedió a un nuevo impacto, otra vez en los huevos, con el que casi sentí que los ojos se me salían de las órbitas. Ni siquiera grité. Mi cuerpo actuó instintivamente intentando conseguir aire, boqueando como un pez fuera del agua. Afortunadamente mis manos acudieron de forma automática a proteger mi punto débil, pues un tercer golpe del palo de golf estaba en camino. El nuevo impacto me fracturó dos dedos de la mano izquierda, pero me protegió los testículos de un golpe que me habría dejado peores secuelas que las que ya me dejó. A lo largo de todos los años de mi vida, no creo que haya experimentado un dolor que superase a aquellos swings de mi hierro 2. Llegué a pensar que me había reventado por completo los testículos. Era tal el dolor, que la vista se me nublaba y era incapaz de estirarme por completo. Era como si unos resortes invisibles me estrujasen los testículos si intentaba adoptar una posición que no fuese la de estar encogido. No podía creer que la muy zorra estuviese cebándose de esa manera contra mi entrepierna, golpe bajo tras golpe bajo. Gemí desesperado ante las oleadas abrumadoras de dolor y escuché como el palo de golf caía cerca de mi. Abrí un ojo, pensando que quizá habría intentado darme un último golpe en la cabeza para rematarme, pero sólo vi el palo. Lo había soltado y se había vuelto a esconder. Me levanté como pude, cojeando, con los dedos de la mano en una posición antinatural y un infierno en el vientre. Recogí el cuchillo de cocina que había soltado tras el primer golpe en la espalda. Fue muy fácil descubrir dónde se había escondido ahora, pues la puerta del fondo estaba más entornada que antes. Sin embargo, volvía a demostrar su agudeza: había entrado en mi armería.
La armería, como así me refería a ella, era una pequeña sala de trofeos de caza en la que, adornando la pared, había colocado durante años mis más preciadas armas; desde fusiles de caza, hasta ballestas, pasando por varios tipos de cuchillos de caza, escopetas, y arponeros. En ese pasillo, encogido por el dolor y con mi hombría hecha trizas, temí por mi vida por primera vez. Nadine me estaba dando caza. Me iba debilitando, asestando golpes precisos en mis puntos débiles, agotándome hasta dar el golpe de gracia. Yo mismo lo había hecho durante años. Agarré el cuchillo con fuerza y me adentré despacio en la habitación, llamándola por su nombre. Apenas si entraba luz a través del grueso cortinaje, impidiéndome ver bien. Estaba aterrado, pero intenté no dar muestras de ello. La habitación parecía vacia. Miré hacia mi mural de armas, coronado por la cabeza de un enorme ciervo que yo mismo había matado tres años antes. La ballesta con la que lo había cazado no estaba en su sitio. Sentí pavor. Volví a llamarla por su nombre. Nadine contestó desde algún lugar en la penumbra de la habitación con un flechazo que se hundió en la carne de mi pierna derecha. Grité de dolor cayendo al suelo, mientras Nadine surgía desnuda desde la oscuridad con la bayesta en las manos. La sangre que corría por mi pierna llegó hasta el suelo. Pensé que iba a matarme, y de algún rincón de mi ser surgió el último halo de fuerza que me quedaba para abalanzarme sobre ella. En ese momento aprendí una dura lección: el instinto de supervivencia es fuerte, pero cuando te golpean demasiadas veces en los testículos, no hay instinto que te salve.
Nadine se zafó de mi agarre muy fácilmente y me tiró al suelo de nuevo. El dolor y el miedo me anegaban el cuerpo. Su aspecto era amenazador. Desnuda, con restos de mi sangre ensuciando algunas zonas de su piel, y su mirada gélida sobre mi, incapaz de defenderme. Estaba a su merced. Dio un paso al frente y me pisó los huevos. Me retorcí de dolor, e intenté apartar el pie sujetando su tobillo con ambas manos, pero no apartó el pié. Sin dejar de aplastar mis testículos, levantó la ballesta como un relámpago y disparó dos nuevas flechas a mi otra pierna, que se clavaron profundamente en la cara interior del muslo. Un certero disparo al que puso la guinda con un nuevo y firme pisotón en las pelotas, que me hizo perder el conocimiento definitivamente. Quizá suene raro, pero más tarde daría gracias por que me hubiese apuntado al muslo con la ballesta. Si hubiera querido, podría haberme agujereado el pene, o los testículos, dejándolos aún más inservibles de como me los dejó.
Desperté minutos después, tras haberme desvanecido por del dolor. Nadine seguía allí. Había subido al cuarto los papeles que había taído y sujetaba uno de mis cuchillos de caza debajo de mis maltrechos genitales. Entonces comenzó a hablar. Me dijo que aquellos papeles no eran los del divorcio. En realidad, eran una renuncia de una cuantosísima parte que yo iba a cederle por daños y perjuicios durante la separación, a cambio de que ella me permitiese seguir teniendo un pene y dos testículos. O lo que quedaba de ellos. Una suma que dilapidaba considerablemente la fortuna que mi familia había atesorado durante generaciones. Claro está, me hice el valiente. Ningún aparato reproductor está por encima de una dinastía como la de mi apellido. Pero os aseguro que cuando te aprietan los testículos el tiempo suficiente y ves inminente que una mujer enajenada te los rebane, pene incluído, tus valores se vuelven más flexibles . Firmé el contrato de cesión con el mismo boli que me había clavado minutos antes, mientras se encendía un cigarrillo. Cuando terminé de rellenar los formularios, me escupió a la cara y murmuró un comentario hiriente sobre el tamaño de mi pene, del cual nunca se había quejado. Cuando creía que todo se había acabado, se inclinó sobre mi, con un gesto condescendiente, y se despidió apagando el cigarrillo en mis pelotas. No sabría desciribos cuánto dolió ese último detalle, pero sí recuerdo la sonrisa de puta que tenía mientras lo hacía. Finalmente se marchó, dejándome hecho un charco de dolor y sangre. Tuve que arrastrarme por toda la mansión hasta encontrar un teléfono desde el que poder pedir una ambulancia.
No volví a verla. Por supuesto, tras aquello, mis genitales no volvieron nunca a ser los mismos. Recuperé todo el dinero, y esa zorra pagó por lo que hizo. Vaya si pagó. El dinero puede conseguirte amigos muy peligrosos. Pero mi orgullo quedó muy tocado, me volví paranoico con las mujeres, y ya no volví a confiar en ninguna lo suficiente para tener una relación duradera, de modo que nunca pude perpetuar mi linaje, algo de lo que mi padre se sentiría decepcionado. Pese a todo, tengo muy presente que fui un afortunado, tal y como se pusieron las cosas en las décadas sucesivas, cuando los pocos hombres que no eran recluídos en las granjas , se vieron empujados al exilio y a sobrevivir como salvajes. En el mundo actual, poco importan mis antiguas hazañas y mi posición social. Sólo mi fortuna me ha permitido ser unos de los privilegiados que han permitido pasar de los ochenta años. Pero no dejo de preguntarme cada día… ¿cómo demonios hemos dejado que esto pasase?