El casting
Matar a alguien no es nada del otro mundo. Basta con observar, vigilar, reflexionar y, llegado el momento, condensar lo mejor de ti en el cañón de un rifle, la punta de un cuchillo o unas gotas de veneno. Eso es todo.
Matar a alguien no es nada del otro mundo. Basta con observar, vigilar, reflexionar y, llegado el momento, condensar lo mejor de ti en el cañón de un rifle, la punta de un cuchillo o unas gotas de veneno. Eso es todo. No hacerse preguntas místicas, no dejarse llevar por la pasión y actuar siempre metódicamente, es eso lo que distingue a los mejores.
Ayer falleció mi tía. “Preferiría morir antes de perder la cabeza y ser una carga para los demás”. No sé cuantas veces me lo había repetido, así que cómo no iba a hacer por ella lo que hacía de manera habitual por ancianos y moribundos a quienes no conocía de nada. Sólo hube de añadir al frasco de haloperidol unas cuantas ampollas de morfina para que mi tía Mercedes se sumiera en un profundo y eterno sueño.
Llevaba años siendo viuda cuando le diagnosticaron el Alzheimer y, aunque no había tenido hijos, no tuvo problemas para encontrar quién la cuidara. Tenía bastante dinero, así que ella misma se encargó de buscar a su cuidadora cuando la diagnosticaron. Todos nos quedamos perplejos cuando nos comunicó su decisión. Una mujer divorciada, emigrante de América latina, con dos hijas y una nieta a su cargo. Mi tía había decidido pasar sus últimos años de vida rodeada de los niños que no había podido tener.
A mi tía no le sobraba el dinero, porque el dinero nunca sobra, pero sí le sobraban propiedades, de ahí mi problema. Una casa enorme con piscina, un piso de tres habitaciones, un apartamento en el centro y otro más en la costa.
Gracias a un poder notarial, mi hermana y yo habíamos gestionado el patrimonio de mi tía desde que la diagnosticaron. Sin embargo, con su defunción ahora el asunto era otro, los trámites de la herencia. Al ser herederos de tercer grado, la liquidación de Hacienda suponía que tendríamos que desembolsar 40.000 euros entre ambos, y eso era sólo el comienzo de la inversión que tendríamos que hacer antes de poder alquilar o vender para sacar beneficios.
Para los que aún no me conocen, sólo decir que me llamo Alberto y vivo en el sur de España. No hace mucho que cumplí los cuarenta años y estoy felizmente divorciado. Soy enfermero y trabajo desde hace bastante tiempo en una residencia de mayores, si bien en ocasiones cubro bajas en diferentes servicios. Por lo demás, aclararía que mi abuela fue una preciosa negra de Guinea Ecuatorial y que por tanto, no soy ni blanco ni negro, sino mulato. También hago mucho deporte y visto con estilo, pues mi padre me enseñó que la imagen siempre cuenta, a favor o en contra. Por último, me gusta leer y las mujeres que leen, sobre todo si además gritan en la cama.
Desde que me divorcié, he tenido tres parejas. Eso es lo que me apetece ahora mismo, si bien no tardé en darme cuenta que si quería tener alguna relación en absoluto, debía ocultar el mayor tiempo posible que de momento no quería compromisos.
Y no es que no me interesase el amor, era solamente que estaba buscando o esperando a la persona adecuada para enamorarme, alguien que me inspirase confianza y admiración, deseo y respeto, una mujer que me pusiera nervioso con su mera presencia. Esa era mi idea del amor, la de las novelas que había leído y las películas que había visto, conocer por casualidad a una mujer con la que compartir mis anhelos y proyectos, mis alegrías y tristezas… Mientras tanto, intentaba simplemente follar con mujeres atractivas, como la doctora Selene.
La madura médico venezolana alardeaba de unas tetas divinamente operadas. Su volumen estaba en el límite de lo admisible para su metro sesenta de estatura. Hiperfemenina, Selene llevaba el pelo teñido en tono cobrizo. Portaba en todo momento docenas de pulseras y anillos, y unas uñas impecablemente tuneadas. No precisaba abusar de la cosmética, ya que su tez trigueña seguía bonita a pesar de la edad.
Yo sospechaba que, aparte de las tetas, la venezolana se había hecho algún retoque más. La ausencia de arrugas y unos labios en extremo sugerentes, también habrían requerido factura.
Sin embargo, no eran esos retoques superficiales los que a mí me fascinaban de ella. A mí donde se me iban los ojos era a su fabuloso trasero. Ya llevara falda o pantalón, la doctora poseía un culazo impresionante, redondo y apetecible. Y cuando se ponía leggins, eso ya era el colmo. La costura se introducía entre sus nalgas indicando el camino a la perdición.
Yo ignoraba, e ignoro, por qué en España las mujeres tenían el concepto que tenían en cuanto a la promiscuidad y la liberación sexual. Por algo sería, pero en fin, lo que todos sabíamos era que si uno encontraba a una mujer desinhibida sexualmente, de esas que rompían el molde, ese era el mayor tesoro que un hombre podía encontrar.
Eso fue justamente lo que me pasó con la doctora Selene. Una indomable latina que, además, dejó de fumar al venirse a la península a ejercer la medicina. Durante las primeras semanas sin tabaco, hacer una guardia con ella era igual que pasarse toda la noche amasando cemento, uno acababa baldado y la verga en carne viva.
En mi juventud estudié como un cabrón y, gracias a ello, me ha ido bastante bien en la vida. Siempre dudé entre la rama sanitaria y la docente, y si al final me decanté por la enfermería fue sólo porque ésta ofrecía mejores perspectivas laborales. Sin embargo, con un par de cervezas y si estaba en el lugar y con la gente apropiada, no me importaba bromear con la posibilidad de haber ejercido como actor porno.
Curiosamente, aunque a mí siempre me hubiera dado vergüenza cantar, me encantaba hacer imitaciones y poner voces cuando bromeaba con los colegas. En cuanto a lo otro, mis amigos de toda la vida estaban enterados de que aptitudes físicas no me faltaban. Siendo críos y adolescentes, nos habíamos visto desnudos los unos a los otros en multitud de ocasiones, sobre todo en verano.
Sólo se vive una vez, y yo no pensaba hacerme viejo sin antes averiguar si de verdad hubiera valido para actor de cine porno. Además, quizá de ese modo podría ganar algo de dinero extra y amortizar lo antes posible el crédito personal que iba a tener que solicitar para pagar a Hacienda la liquidación de la herencia de mi tía.
La idea, aunque descabellada, era bastante sencilla. Escribiría un correo electrónico a las principales webs del género para indagar cuáles eran los requisitos técnicos y cuánto pagaban por cada vídeo. Luego pondría anuncios en las redes sociales y en la prensa regional para la realización del cásting y posterior grabación de vídeos de contenido erótico.
Estuve rumiando durante largo tiempo sobre cuál sería el lugar idóneo para mi proyecto. Al final me olvidé de los hoteles y me decanté por organizarlo todo en uno de los apartamentos de mi tía, el de la playa. Apenas sí lo habíamos usado desde que fue reformado y estaba todo como nuevo. Solamente tendría que sustituir las lámparas por otras de más potencia para que así las grabaciones tuvieran más nitidez y luminosidad. Además, era perfecto, las magníficas cristaleras abiertas al mar daban un ambiente de lujo y glamour que encandilaría a las candidatas al cásting.
Hube de adquirir tres cámaras de fotos que cumplieran con las especificaciones técnicas 4K que exigían las webs compradoras. Bastó con una rápida búsqueda en una famosa app de venta de artículos de segunda mano. Compré todo el equipo al propietario de un estudio de fotografía que iba a cerrar su negocio, no sólo las cámaras, sino también focos y reflectores de luz. Cuando le expliqué el uso que pensaba darle a todo aquello, el hombre bromeó con la posibilidad de que las mismas cámaras de fotos que habían retratado a miniprincesas en su Primera Comunión, fueran ahora a fotografiar mujeres en actitud pecaminosa.
Sólo hablé de mi plan con una persona. A Selene le costó creer que estuviera montando una productora de cine porno en toda regla. Sin embargo, su desconcierto fue aún mayor cuando le dije que necesitaba su ayuda.
— ¡Mi ayuda! ¡Ya no tengo edad, Alberto!
— No es eso, mujer. Aunque ya que lo dices, no estoy de acuerdo —objeté guiñándole un ojo— Verás, las chicas se van a sentir más cómodas… más tranquilas si hay delante otra mujer.
— Pensaba que querías que yo… en fin…
— No —desmentí— Yo lo que había pensado es que fueras tú la que les hicieras la entrevista, y bueno… también que te encargaras del maquillaje —confesé.
La venezolana no se lo pensó demasiado. Afirmó que iba a ser interesante, y pudiera ser que hasta se animara a participar. Yo le di las gracias de corazón, ya que si ella no hubiera aceptado participar, no tenía suficiente confianza con nadie más como para formular semejante propuesta.
Como es lógico, estaba francamente emocionado con los preparativos. Todo me parecía poco, me asaltaban las dudas sobre si el proyecto sería lo bastante convincente como para atraer candidatas con aptitudes. No me preocupaba que no acudieran mujeres, contaba con que habría muchas dispuestas a ganar en una hora lo que habitualmente se tarda una semana en ganar en cualquier otro trabajo. Lo que en realidad me inquietaba era no hacerlo bien, que fuese un fiasco o que los montajes resultaran demasiado cutres. Había muchas cosas que podían salir mal, más de las que yo pudiera imaginar y prever. Era algo nuevo para mí, un mundo desconocido y, a ratos, me entraban las dudas. Sin embargo, a pesar de ese gusanillo que tenía continuamente en el estómago, mi ilusión y mis ganas de hacerlo bien eran más fuertes que mis miedos.
Fue por aquel entonces cuando Velkan Lacatus apareció de improviso, como si él mismo deseara que alguien lo matase.
Hasta entonces, todos los afortunados a quienes había ayudado a morir habían madurado durante años, marchitándose poco a poco como hojas de otoño. Para cuando yo actuaba esas almas eran ya residuos de lo que habían sido, ancianos dementes que abrían la boca cuando les daban de comer y que luego se lo hacían todo encima, en el pañal.
Llamaron al timbre sobre las diez de la noche. Eran tres, Velkan, otro tipo y una chica. Desde el primer minuto quedó claro cual era el reparto de tareas entre aquellos dos. Velkan tenía el cerebro y Razvan los músculos. En cuanto a la chica, ésta estaba francamente demacrada. El cabello, largo y castaño, estaba muy enmarañado. Tenía la mirada cansada y el rostro esquivo. No se apreciaba ni pizca de maquillaje y ni tan siquiera llevaba pendientes.
— ¿No habla español? —respondió Velkan cuando Selene sugirió que la chica pasara sola a la consulta.
— Si a ella no le importa, puedes pasar —accedió la doctora— Pero tú te quedas fuera. Con uno sobra.
Fue gracioso ver como la pequeña venezolana echaba despectivamente de la consulta a aquel corpulento guardaespaldas forrado de tatuajes.
— La tarjeta sanitaria —solicitó la doctora nada más cerrar la puerta.
— No tiene tarjeta, acaba de llegar de Rumanía.
— Pues alguna identificación.
— La ha perdido, doctora —dijo el tipo sin pestañear, imperturbable.
Tuve tiempo para estudiarlo. Era flaco, de rostro alargado y tez pálida, con cabello negro y repeinado hacia atrás, bien afeitado y con tendencia a torcer el mentón a la derecha. Vestía vaqueros y una camisa blanca impecable. Sobre el pecho, colgando de una fina cadena de oro, lucía una cruz ortodoxa.
Tras un momento de tensión y miradas suspicaces, la doctora aceptó atender a la muchacha, advirtiéndoles que al no tener cobertura sanitaria tendrían que pagar íntegramente todo el tratamiento.
Con la escusa de que la chica iba a tener que mostrar su intimidad, salí fuera. En realidad la doctora no me necesitaba. Fui entonces al dormitorio de Selene y le cogí un cigarrillo. Yo no fumaba, pero necesitaba una excusa para salir a la calle. Todo aquello apestaba a delincuencia, a trata de mujeres para explotación sexual.
Selene y yo habíamos llegado a la misma conclusión. La chica tenía una considerable infección en la vulva causada tanto por la falta de higiene, como por un elevado número de servicios. Tan repugnante era que hubiese criminales que alquilaran a una muchacha, como que hubiera degenerados dispuestos a pagarles.
Le mostré a Selene la foto del coche. Me había arriesgado un poco al tomarla, pero incluso sin flash podía leerse la matrícula e identificar el tipo de vehículo. Selene me felicitó y dijo que estaría dispuesta a acompañarme a la policía.
— ¿La policía? —repetí sin entender…
El anuncio del cásting se publicó un viernes de julio. Ahora sólo quedaba esperar a que las interesadas llamasen. Lógicamente, había adquirido un teléfono del cual poder deshacerme si el proyecto salía mal. Sin embargo, el teléfono comenzó a sonar desde bien temprano. La primera mañana hubo siete u ocho llamadas, los siguientes días habría bastantes más. La mayor parte de éstas correspondían a chicas curiosas pidiendo más detalles e información sobre las escenas y el dinero que pagaríamos a cambio. Recibí también llamadas de algunos salidos a quienes colgaba sin más. Con todo, ese primer día hubo ya tres mujeres que se interesaron en presentarse al cásting.
Selene me había señalado lo peliagudo que sería que una chica coincidiera con otra. De modo que habíamos acordado que sólo concertaría una cita cada tarde, dejando a otra chica en reserva por si la primera no se presentaba.
El día de mi debut me tranquilicé pensando en mi abuelo Miguel. “El Moro” había combatido durante la guerra como francotirador y saboteador en incursiones tras las líneas enemigas, para hacer algo así sí que hacían falta huevos.
Tras volver a cambiar de sitio las tarjetas de visita, revisé por enésima vez el formulario que entregaría a la candidata, así como el contrato de confidencialidad y de uso del material que se obtuviera de dicha sesión. Eran un total de ocho hojas que había copiado y editado a partir de un contrato estándar que había encontrado en Internet.
La primera candidata fue puntual, llegó a las cuatro de la tarde tal como habíamos acordado, y lo hizo acompañada por una amiga. Sonreían con nerviosismo, tan inquietas como yo. Mientras Selene las invitaba a pasar y acomodarse en el salón, yo fui a preparar lo que habían pedido. Contrariamente a lo que pensaba, las chicas me habían solicitado sendos gin-tónic en lugar de café. Me apunté el detalle para la próxima vez. Ciertamente, un poco de alcohol iría bien para relajarse.
La primera sorpresa fue que en realidad las dos chicas estaban interesadas en hacer el cásting. La primera de ellas, más desinhibida que la otra, se llamaba Ivonne. Poseía una de esas caritas algo aniñadas propias de las latinoamericanas, pero tenía ya veintiún años. Era muy morena, casi como yo, e iba bastante maquillada. La verdad es que no era demasiado guapa, pero al ser mestiza resultaba atractiva. Más bien baja, un metro sesenta a lo sumo, a pesar de lo cual se le adivinaban unos pechos preciosos y un culo bonito y respingón.
La otra chica, que dejó hablar en todo momento a su compañera, se llamaba Rosana y era el contrapunto de Ivonne. Se mostraba cohibida y daba la sensación de que Ivonne la había convencido para acudir al cásting. No llevaba los labios pintados ni sombra de ojos como su amiga, pero tenía la piel de un bonito color trigueño que iba fenomenal con su pelo castaño y, a mi entender, era bastante mas guapa.
Después de que nos entregaran sus documentos de identidad, que fotografié, y los resultados del análisis de sangre y certificados de antecedentes clínicos, nosotros les dimos a leer y firmar el contrato. Fue Selene quien les explicó que al grabar un solo vídeo, tendrían que dividir el dinero entre las dos. Aunque aquello no les hizo gracia, después de hacer números, ambas estuvieron de acuerdo en seguir adelante con el compromiso por nuestra parte de que, si nos compraban su primer vídeo, grabaríamos entonces otro vídeo individual con cada una.
Cuando puse la cámara a grabar, me fui a la habitación para que las chicas respondieran honestamente y con naturalidad durante la entrevista. Entre Selene y yo habíamos preparado unas preguntas iniciales de mero trámite: nombre, edad, nacionalidad, estado civil… y un segundo bloque de preguntas íntimas para ir caldeando el ambiente: ¿Eres virgen?; ¿Has sido infiel alguna vez?; ¿Has hecho sexo oral a algún chico?; ¿Has practicado el sexo anal?; ¿Tríos?; ¿Relaciones con otras mujeres?; ¿Prostitución...?
En la habitación contigua, con los auriculares puestos, yo podía ver y escuchar en directo lo que estaba sucediendo en el salón. Al comienzo las respuestas eran breves y secas, pero a medida que Selene entraba en materia la cosa se fue animando. Al preguntar si habían hecho sexo oral, ambas reconocieron que sí. Entonces, Selene quiso hacerles sentir curiosidad y les reveló que éramos amantes.
— Las mujeres se vuelven locas con él —aseguró la venezolana— Aunque creo que de eso ya os habéis dado cuenta, sobre todo tú —acusó a Rosana.
— Sí, es guapísimo —admitió esta.
— Sí, en cuanto te mira y sonríe, estás perdida. Empiezas a gotear agua de limón, os lo digo yo. ¡Chop!, ¡Chop!, ¡Chop!
— Ya será menos —replicó Ivonne, escéptica.
— ¿Crees que exagero…? Pues espera a verle la polla.
— ¡Por Dios! —exclamó Rosana, ruborizada.
En seguida sobrevino la primera discrepancia, ya que mientras Ivonne negó que la hubieran sodomizado, Rosana guardó un irrespetuoso silencio.
— ¡Alfonso te ha...! —profirió Ivonne sin dar crédito— No me lo puedo creer.
— Y no fue el primero, para qué te enteres —replicó Rosana, indignada.
— ¡Qué no fue el primero! ¡Quieres decir que… mi hermano!
— ¡Sí, tu hermanito! ¡Y me hizo ver las estrellas!
Irónicamente, Selene tuvo que intervenir entonces para enfriar los ánimos. Les preguntó si tenían alguna duda. Rosana calló, pero Ivonne indicó que sí tenía un par de preguntas. Éstas resultaron ser de carácter muy práctico, desde saber si la forzaría a tragar toda mi verga, hasta el nombre de la web donde se publicarían las escenas.
Selene respondió a sus preguntas como buenamente pudo. En cuanto a lo de que alguien las pudiera reconocer, Selene les contó palabra por palabra lo mismo que yo le había explicado. Hoy día es posible vetar un video para que no se pueda visionar en una ciudad, región o incluso país. Esto, unido a la enorme cantidad de pornografía disponible en Internet hace casi imposible ser reconocido. A no ser, claro, que uno salte a la fama.
Ivonne se quedó pensativa, como valorando si salir corriendo de allí, pero tras pensarlo un momento, sonrió y preguntó si se desnudaba ya. Para que ambas se relajasen, les aseguramos que no haríamos nada que no quisieran hacer. Aunque en caso de que en algún momento deseasen ir mas allá de lo estipulado, tampoco habría recompensa económica por ello. Después de pagarles lo acordado, a mí apenas me quedaría un veinte por ciento para cubrir gastos y pagar impuestos.
Tras explicarles el argumento de la escena que quería grabar, acordamos cual sería el guion y ensayamos someramente como debería ocurrir todo. Les dejé claro que no importaba si se equivocaban, ni si decían sus frases de un modo diferente, lo importante era que se creyeran e interiorizaran su papel y actuaran con naturalidad…
¡DING! ¡DONG!
— Hola —dije con cara de sorpresa.
— Hola, Alberto. ¿Qué pasa? —respondió Ivonne, tras la cual estaba su supuesta hermana.
Selene había repasado el maquillaje a ambas, si bien en el caso de Ivonne había tenido que retirar antes lo que ésta se había puesto. En cuanto a la ropa, ambas se habían quedado en bragas y blusa, sin sujetador, como dos buenas chicas que desean estar cómodas en casa.
— Me… Me he equivocado —respondí visiblemente azorado.
— No, no te has equivocado.
— ¿Cómo dices? —pregunté, sin entender qué demonios estaba ocurriendo.
— Sabemos lo que haces con mi madre, así que no te hagas el tonto.
— Pero… Yo…
— Pasa —dijo Ivonne, tirando de mí hacia dentro— Y quita esa cara de idiota, que no te vamos a hacer nada.
¡¡¡CORTEN!!! —gritó Selene detrás de la cámara.
Solo tardamos cinco minutos en bosquejar y ensayar la siguiente secuencia, resolver las dudas, fijar la posición de cada cual y el desarrollo de la escena.
¡¡¡ACCIÓN!!!
En la misma entrada del apartamento, Ivonne, puesta de puntillas, me besó apasionadamente.
— Hemos visto como la follas —jadeó la chica tras sacar su lengua de mi boca— Muchas veces, todos los martes por la mañana, y nos da envidia, mucha envidia.
Rosana, detrás de mí, frotaba su rostro contra mi espalda. Sus manos, se deslizaron sobre mi torso como serpientes a la caza. Cuando encontró la cremallera la bajó y una de sus manos se deslizó dentro de mi pantalón. No me sacó la verga de inmediato, sino que me la meneó dentro tal como yo le había indicado. De ese modo, cuando mi miembro salió a escena tenía ya casi toda su rampante envergadura.
— Hoy mamá se ha ido al hospital, por eso estamos aquí nosotras —ronroneó, como una gata en celo— No te imaginas cuantas noches me he tocado deseando comerme esta preciosidad.
Al mismo tiempo que me iba desabrochando los botones de la camisa, Ivonne fue deslizándose lentamente hacia abajo.
— ¡Qué bonita es!
De inmediato, la más descarada de las dos hermanas se metió mi verga en la boca y emprendió un imponente vaivén. Aquella ruda forma de mamar resultaba reveladora. Aunque la muchacha hubiera afirmado que no había ejercido la prostitución, ese contundente cabeceo era el característico de una puta tratando de que su cliente se corra lo antes posible.
Rosana se mantuvo al margen durante algún tiempo, viendo asombrada como su amiga devoraba mi rabo con ansia. Ciertamente, Ivonne sabía lo que se traía entre manos, se sabía todos los trucos. Me miraba a los ojos sin dejar de cabecear arriba y abajo, y al mismo tiempo me masajeaba los cojones. A continuación, apartó mi verga y se puso a chuparme los huevos como si se los fueran a quitar. Yo había oído hablar maravillas de las colombianas, e Ivonne estaba corroborando todas mis sospechas. Cuando tuvo suficiente, la morocha hizo ademán de retomar su briosa mamada, pero entonces su amiga apareció en escena y ésta le pasó mi verga.
A diferencia de Ivonne, Rosana se acercó con cautela a mi rabo. Su boquita comenzó a darme besitos en el glande y por todo el tronco hasta llegar a los huevos. Mientras me hacía una suave paja, Rosana comenzó a jugar con mis testículos utilizando la lengua. Me la puso dura como el acero y, entonces, sólo entonces se introdujo mi glande en la boquita. Su dulzura me estaba volviendo loco. Era una maravilla sentir el interior de sus cálidas y resbaladizas mejillas abarcando todo mi glande mientras, con sus pequeños deditos, me masajeaba delicadamente los huevos.
En esas estaba Rosana cuando yo empecé a comerle las tetas a su supuesta hermana. Eran más bien pequeñas, con areolas pardas en forma de cono y un pezoncillo muy tieso y oscuro. Mientras mi boca le chupaba los pezones, mi mano derecha se coló por detrás, entre sus muslos.
La colombiana contemplaba a su amiga con los ojos fuera de sus órbitas, seguramente esa era la primera vez que Ivonne presenciaba como una mujer mamaba la polla de un hombre.
Me agradó mucho encontrar la entrepierna de la joven tan mojada, por eso hice lo que hice. Viendo lo absorta que estaba Ivonne, sin dejar de mirar lo que su amiga hacía con mi verga, unté mi pulgar en sus fluidos y acto seguido busqué su ano entre aquel opulento par de nalgas.
Ivonne dio un respingo, pero ya era demasiado tarde. Di un par de palmadas a su clítoris antes de comenzar a frotarlo y eso la obligó a apretar los muslos. Estaba tremendamente excitada, por lo que tuve que contenerme para que no se corriera antes de tiempo.
Por su parte, Rosana no abrió los ojos en ningún momento, pero pude sentir como cada vez imprimía mayor ritmo a su cabeceo y chupaba con más fuerza. Poco a poco se fue introduciendo más y más carne en la boca. Sus mejillas, su lengua, el duro paladar y los gruesos y tiernos labios, todo parecía diseñado para dar placer. Su boca era embriagadora como el buen vino, pero más arrebatadora.
Era el momento de hacer que Ivonne se corriera y, para lograrlo, sólo tuve que flexionar el brazo como si quisiera levantarla. Al hacerlo, Ivonne se puso de puntillas. La primera falange de mi pulgar se había abierto paso en ella. Su en teoría culo virgen, debía estar ahora bien abierto. Unas fuertes refriegas en su clítoris y la muchacha comenzó a tiritar de placer en la palma de mi mano.
Tomé entonces la nuca de Rosana y comencé a bogar adelante y atrás entre sus labios. Lo hice despacio, pues sabía que ya no tardaría en eyacular. Disfruté de cada ida y venida, contemplando la mueca de gozo en la cara de Rosana mientras mi pollón se deslizaba sobre su lengua.
Me habría encantado llenarle la boca de semen, y probablemente a ella también, pero el cine es arte, y el arte exigía que utilizara el hermoso rostro de la muchacha a modo de lienzo.
Había procurado no eyacular durante unos cuantos días, de modo que fue una corrida monumental. Cuando mi verga dejó de escupir, Rosana tenía las mejillas y todo el contorno de la boca cubierto de esperma, el color blanco de éste destacando sobre su piel trigueña.
Ni corta ni perezosa, Rosana volvió a meterse mi verga en la boca y chupó con fuerza, como si quisiera asegurarse de que no me había quedado ni una gota de semen en los huevos. La visión era sobrecogedora. La cándida muchachita, con la cara salpicada de leche y chupando mi verga con deleite, abrió los ojos, unos ojazos grandes y negros, brillantes de lujuria. Sonrió satisfecha.
¡¡¡CORTEN!!!
Lo que sucedió a continuación no fue demasiado profesional, o puede que sí. Vi que allí había material y frenesí para una escena más. De modo que tomé a ambas chicas de las muñecas y me las llevé al dormitorio.
— Tumbaros… Las dos —les indiqué.
Allí tenía otra cámara montada en un trípode, que encendí y puse a grabar de inmediato. Por propia iniciativa, Selene había cogido una de las del salón. Menos mal que lo hizo, porque dos vídeos desde ángulos distintos sería lo mínimo para poder editar algo decente.
Me tiré a la cama sin pensármelo dos veces. Acababa de hacer que Ivonne tuviese un orgasmo, así que metí la cara entre las piernas de Rosana y comencé a lamer el encharcado coñito de la muchacha. Con la boca ceñida a su sexo, hundí la lengua profundamente dentro de su vagina. La chica alucinó con aquello y arqueó la espalda de placer. Mi lengua pasó entonces a castigar su clítoris, ensañándose con éste sin piedad, haciendo gruñir a la chica con los dientes apretados.
El vientre de Rosana se endureció a causa de la potencia del orgasmo, pero lo que a mí me llamó la atención fue el gran tamaño que habían alcanzado tanto su clítoris como los labios mayores de su sexo. Maliciosamente, quise pensar que el tamaño de sus atributos debían de convertir a la tímida Rosana en una hembra fuera de serie. Una muchachita que, una vez despojada de esa máscara de inocencia, se convertiría en una auténtica dispuesta a cualquier obscenidad.
Como queriendo poner a prueba mi hipótesis, junté sus piernas en lo alto y tras lubricar profusamente un dedo en su sexo, comencé a pasárselo por el ano. La chavala removió el trasero visiblemente nerviosa, pero no abrió la boca. Fue cuando se lo hundí hasta los nudillos en el culo, cuando sollozó conmocionada. Se confirmaba, una vez más, la relación directamente proporcional entre el pudor y la decencia de una mujer y su tendencia a gozar con el sexo más obsceno y vulgar.
A los pocos segundos, no era uno sino dos los dedos que taladraban su esfínter haciéndola perder la cabeza. Volví a chupar aquel fiero apéndice que parecía clamar mi atención desde lo alto. Traicionado por mi propia pasión llegué a insinuar un tercer dedo en su esfínter, pero no quise aguar mi propia fiesta antes de tiempo.
Colocándome sus bonitas pantorrillas sobre los hombros, puse la punta de mi verga rumbo a las profundidades de su océano y me zambullí en él con la ilusión de la primera vez. Su sexo, cálido y pringoso, irradiaba ondas de placer que se trasmitían a través de mi verga con inaudita nitidez.
Sabiendo que se trataba de una estación de tránsito, decidí disfrutar del lugar. Follé pues su sexo sin prisa y con mimo, hundiendo gradualmente mi polla un poco más en cada ida y venida. Cuando mi pubis tocó al fin su clítoris, un chispazo de electricidad estática debió saltar entre ambos, pues la pobre muchacha se crispó arqueándose hacia arriba. Hube de sujetarla de los hombros para que todo mi miembro permaneciera en su sitio, hundido hasta los huevos en su vagina.
Un momento después, durante esos volátiles segundos de confusión, mi miembro viril salía de su sexo para pasar a mayores, o menores, según se mire. Mientras la cámara fija grababa a una chica compungida tapándose a sí misma la boca, Selene registraba el momento en que mi ariete distendía el ano de la muchacha hasta obrar el milagro.
En plena marejada, una mano acudió en mi auxilio. Era ella misma, Rosana, la que acababa de tomar el relevo de mi lengua en su ostentoso sexo. Boquiabierta y con mi pollón dentro del culo, la joven restregó frenéticamente su sexo en pos de algo de consuelo. Parecía realmente angustiada, y eso que yo aún no me movía.
A diferencia de su amiga, Rosana poseía unos pechos de categoría especial, muy grandes pero con la firmeza propia de una chica de apenas veinte años. De manera que, mientras mi verga iba acondicionando a su ritmo el culo de la muchacha, yo me entretuve amasar aquel regalo de Dios para ponerle duros los pezones antes de chuparlos.
La tormenta se desató en el culo de Rosana casi sin darse cuenta. De pronto, era yo quien estaba tumbado sobre la cama y ella la que estaba empalada por el culo encima de mí, justo en esa posición tan denigrante en que las mujeres son obligadas a dar a luz y que, curiosamente, es la más recomendable a la hora de lograr que una mujer alcance el orgasmo analmente.
Estábamos ahora de cara a la cámara fija así que, mientras ésta grababa a Rosana vista de frente y como mi verga entraba y salía entre sus nalgas, Selene se dispuso a grabar haciendo zoom en diversos detalles: el bamboleo de sus pechos; una palmada de mi mano sobre ese gran clítoris que me tenía cautivado; la boca jadeante de la chica; sus pies apoyados en mis rodillas; la muchacha que no para de exclamar, feliz y femenina: “¡Qué rico! ¡Qué rico!”; mis dedos clavados en sus caderas tratando de inmovilizar ese imponente culazo latino que me estoy follando, tres o cuatro palmadas en su sexo simultaneadas con tres o cuatro enérgicas embestidas anales; y por fin…
¡¡¡AAAAAAAAAAAAAH!!! —chilla la chica.
El rictus de Rosana al experimentar el primer orgasmo anal de su corta vida es estremecedor. Aterrada, la muchacha grita y bufa como una auténtica cerda mientras yo sigo follándole el ano con todas mis fuerzas. Estrujo entonces uno de sus senos y abrillanto su exuberante y perlado clítoris, haciendo todo lo que está en mi mano para prolongar su momento de gloria.
Con aquel inaudito orgasmo, Rosana terminó de anegar todo el terreno de juego, facilitando aún más el vaivén de mi miembro a través de su ano y provocando que el entrechocar de nuestros cuerpos se tornara aún más explícito y sonoro.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
En medio de aquella burda escena, con mi polla pistoneando a toda revolución entre sus nalgas, oí que la muchacha había comenzado a reír.
— ¡Para, papi! ¡Para! ¡Me orino!
— ¡Pues orina, preciosa! —la invité, espoleando su trasero con mi polla.
¡¡¡AAAAAAAAAAH!!!
El chorro salió de forma tan violenta que apunto estuvo de rociar la cámara. ¡Ahora si que había humedad! Miré el reloj y decidí continuar martirizándola en esa cómoda postura. La muchacha jadeaba como una perra, con su esfínter ya acostumbrado al diámetro de mi miembro viril. Estaba convencido de que no tardaría mucho en volver a correrse. Hice entonces que las entrecruzase a la altura de los tobillos y, así, con las piernas juntas la seguí enculando a placer.
¡¡¡PLASH!!!
Fue, no obstante, una simple nalgada lo que hizo detonar un nuevo clímax en el epicentro de su culo. Rosana rabió primero y resopló después. Volví a separarle las piernas casi en ángulo llano, quería mostrarle a la cámara como mi miembro entraba y salía con fruición del culazo de la latina. Con ese pensamiento, satisfecho con el modo en que Rosana se había desinhibido frente a la cámara, opté por dar un último giro de tuerca a la escena y a nosotros mismos.
La tomé del pelo de un puñado y, sin más, la empujé hacia delante, hacia los pies de la cama que era también el lugar donde estaba el trípode y la cámara.
— ¡Mira a la cámara! —indiqué— ¿Lo estás pasando bien?
— ¡Claro que sí, papi!
— Creo que mi verga se ha enamorado de tu culo, tesoro.
— ¡Su vergota se siente muy rico, señor!
— ¡Pues demuéstramelo, vamos! ¡Muévete!
Rosana se puso entonces a votar sobre mí, dando saltos en el borde de la cama.
— ¡No, suéltate las tetas! ¡Deja que ellas también se diviertan!
La muchacha me obedeció y sus grandes pechos comenzaron a dar brincos de alegría. Realmente era una hembra voluptuosa donde las haya. Yo nunca había tenido el placer de amasar tetas tan grandes y firmes, y menos mientras la propietaria me cabalgaba analmente.
— ¿Quieres que probemos en cuatro? —pregunté al cabo.
— Sí, claro.
— ¿Te gusta esa postura?
— Sí, sí.
— ¿Es tu preferida?
— No —dijo— Bueno, depende.
— Comprendo, pero entonces, ¿ahora te apetece?
— Sí, papi. Ponme en cuatro y cógeme bien fuerte.
Dicho y hecho. Rosana se puso en posición, pero yo la hice girarse para que quedara de cara a la cámara. También le sugerí a Selene que dejara la suya sobre la mesita de noche, ya que desde ese sitio tendría un buen plano de la grupa de Rosana.
— Acércate, Ivonne. Quiero que me ayudes. Ahora serás tú la que elija por donde la cojo, como decís vosotras.
Sonriendo de forma taimada, la muchacha se puso a nuestro lado y asió mi verga.
— ¡Ay, madre! ¡Cuánto pesa, Rosana! —gimoteó la recién llegada— No sé cómo puede… con lo gordota que es.
— Es usted la que no sabe lo que se pierde. Lo tiene que probar, tonta. ¡Verá que rico!
— ¡En la huchita, sí! ¡Qué deliciosa! ¡Cógeme el culito, papi!
Alterné aquí y allá, penetrando ambos orificios en unas cuantas ocasiones. Curiosamente, no más se la metí a Rosana en la conchita, me percaté de lo cedido que se le había quedado el culo. En su sexo volví a sentir la tensión en torno a mi miembro que ya no percibía en su ano dado completamente de sí.
Una vez más me hubiera gustado seguir mi instinto y verter mi lechita, como ella misma también me rogó, y correrme en el cálido y agradecido coñito de Rosana, pero lo que vende es lo que vende. De modo que me situé encima de ella y la empecé a sodomizar a un ritmo frenético.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
— ¡Ay, así, así, así! ¡Uy, sí, qué rico! ¡Ay, mi culito! ¡Qué delicia, papi!
Paradójicamente, la pequeña colombiana parecía entusiasmada. Los gemidos, sollozos, suspiros y jadeos la delataban, su postura preferida era en cuatro, o por lo menos la que más la turbaba.
Desde luego, aquella zorrona no era la típica muerde-almohadas. No, en lugar de morder las sábanas para no gritar, Rosana no dejaba de jalear que la cogiera. Con todo, la prueba más explícita de cuanto le gustaba a la mosquita muerta que la sodomizaran fue cuando ésta llevó una mano a mi trasero y me clavo las uñas para marcar ella misma el ritmo de mis caderas.
— ¡Qué delicia! ¡Ay, sí, ay, ay! ¡No pares! ¡No pares! ¡¡¡AAAAAAH!!!
— ¡Ivonne! —exclamé— ¡¡¡Ivonne!!!
Aquello fue excesivo. Ver como Rosana se corría por el culo una vez más me hizo perder el control. Saqué mi verga de aquel lugar de perdición y miré a la otra. “¡AAAH!”, chilló Ivonne cuando le tiré del pelo. Chillido que, obviamente, yo aproveché para meterle la polla en la boca justo antes de eyacular.
Era la primera vez que me acostaba con dos chicas a la vez y quería que ambas saborearan mi semen. Mientras la cámara grababa como follaba la boca de Ivonne, unos espesos grumos blanquecinos escaparon por entre sus labios. Luego Rosana se presentó de improviso y mi verga comenzó a ir y venir de una boca a la otra. Y es que no hay nada como un final feliz.
“Una corrida en cada boca”, así se titularía mi vídeo de debut como actor pornográfico. Y ya tenía pensado también el nombre del segundo: “A Yvonne le pica la curiosidad”.
A mí siempre me han gustado las ejecuciones. Por mí oficio, y en los tiempos que corren, de vez en cuando he de actuar de verdugo. Curiosa palabra ésta, verdugo. Yo no soy un asesino, no mato por placer ni en caliente, como se suele decir. Los celos, el odio, la codicia… son defectos de los que siempre he carecido. Con todo, forman parte del orden natural de las cosas: la maté porque era mía, lo maté porque me miraba mal, era mi enemigo, para robarle, porque se interpuso en mi camino, porque estorbaba. No, yo sólo mato cuando alguien debe morir y porque se me da bien hacerlo.
Lo mío son las ejecuciones, lo sé desde hace tanto que ya ni recuerdo cuándo empecé a saberlo, quitar la vida de una manera elegante y fríamente planificada, con tiempo para organizar cada detalle y hacer un trabajo impecable.
Y que nadie me venga con lecciones de moral. A la ética le respondo con estadísticas. Porque a mí que me perdonen, pero cuando un Ministro de Sanidad recorta los presupuestos, cuando suprime un escáner aquí, un médico allá o un servicio de reanimación, ya me imagino yo que también está recortando la vida de cientos de inocentes. ¿Responsable? No, ajuste presupuestario.
Velkan Lacatus siente un pellizco en la mejilla y se despierta sobre una cama, atado, amordazado y desnudo. Reconoce el trabajo de un profesional. Sin llegar a cortarle la circulación, las ataduras le impiden mover ni un solo dedo. Reconoce incluso la calidad de las cintas de nailon con las que está amarrado. Lo último que recuerda es que, al bajarse del coche, sintió un pinchazo en la nuca y cayó al suelo.
Está en un dormitorio, ve la puerta que da al baño, con una gran bañera esmaltada. No puede volver la cabeza, pero ve de reojo que toda la habitación está cubierta con un plástico transparente. Velkan no tiene ninguna duda de lo que eso significa.
A su derecha centellean, completando un decorado, una treintena de instrumentos quirúrgicos: bisturíes, lancetas, escalpelos, tijeras, sierras eléctricas, incluso un taladro. Si no está muerto de miedo es sin duda gracias al efecto relajante que le han inyectado.
Necesita de hecho unos segundos para reconocer al hombre que está de pie frente a él, vestido con un mono de plástico, mirándolo desde el otro lado de la visera mientras se despierta.
Alberto entorna los ojos. Los dos hombres se observan durante un buen rato. Alberto examina a su prisionero. Lleva un rato reflexionando y su sentido práctico se impone. Los tratantes de esclavas y proxenetas deben morir, es obvio.
Velkan forcejea de pronto, gruñe, gime, masculla algo bajo la cinta adhesiva, pero Alberto no afloja la mordaza.
— No he preparado ningún discurso, lo siento —dice el mulato con voz queda— Pero puede que a tu amiga se le ocurra algo… ¿Lyca?
Velkan conoce ese nombre y también a la chica que aparece semidesnuda, en ropa interior. El despiadado rumano la ve dudar entre todo aquel muestrario de instrumentos de tortura. Primero Lyca pasa un dedo sobre los bisturíes, luego pasa a las lancetas, a las tijeras y, finalmente se detiene en el taladro.
Los tres saben que la habitación está insonorizada, desde el suelo hasta el techo, pasando por las cuatro paredes. Pero a Alberto no le gusta ese atisbo de duda en Lyca, no después de todas las veces que deben haberla violado. No va a permitirle la menor vacilación. Si no lo hace, tendrá que matarla.
Cuando Alberto la ve quitarse las braguitas, sonríe. “¡Qué creativa!”, piensa.
La chica tiene el sexo completamente rasurado, con la vulva aún enrojecida a causa de la infección venérea que alguno de los clientes de Velkan le ha contagiado. Entonces, Lyca se sube a la cama y se sitúa sobre la cara del que era su dueño hasta hace tres horas.
La muchacha se pone en cuclillas y comienza a utilizar la nariz de Velkan para estimular su clítoris. Mueve las caderas adelante y atrás, sin prisa, disfrutando intensamente del momento. Poco a poco siente como se humedece su sexo, mojando con su almíbar la nariz del condenado. Entonces mira a Alberto.
Lo mira sin disimulo, minuciosa, analizando el rostro del mulato, el pelo tan corto, bien afeitado, los hombros sólidos bajo el traje. Observa sus ojos color carbón, la ancha nariz, el mentón masculino. Se centra en esa boca de labios llenos y apetecibles que parece adornar el rostro de su rescatador, y lo desea.
Arrastrada por la pasión, Lyca entorna los ojos y posa su pubis sobre la cara de Velkan. Sus caderas arremeten con fuerza, y percibe como el depravado proxeneta intenta zafarse tratando de respirar. Ella lo agarra entonces del pelo y aplasta su cara bajo la creciente fluidez de su sexo. Los labios de su coño se abren y Lyca los restriega con frenesí sobre el aterrorizado criminal. Él convulsiona con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, pero la muchacha está henchida de rabia. En su coño no queda ni una pizca de misericordia.
— Tu vei muri —confirma.
Los vaivenes se tornan resbaladizos y violentos, Lyca comienza a jadear con anticipación. No va a parar, no hasta que ese hijo de perra se muera entre sus piernas. Embiste una y otra vez hasta que de pronto su abdomen se contrae, aprieta las piernas, cierra los ojos, se corre, y el placer de su sexo se multiplica por mil al sentir que su captor está muerto.
Como decía Homero: “La muerte y el sueño son hermanos gemelos”.
Alberto pulsa el icono en su teléfono y la música comienza a sonar. “In Hell I’ll be in good company”, de The Dead South.
Se acabó la ambigüedad. Corta la cinta de tela y sujeta el cadáver antes de que caiga al suelo. Guarda toda la elegante ropa de Velkan en una bolsa de basura, mete el cuerpo en la bañera con la cabeza más baja que los pies, abre el grifo, le corta la garganta y deja que el cuerpo se vacíe de sangre. Mientras tanto, impregna las yemas de los dedos en ácido para eliminar las huellas. Luego, con sumo cuidado y ayudándose de la sierra eléctrica de matarife, descuartiza el cadáver procurando no dejar ningún miembro humano identificable, como un dedo o un pie. Tampoco es que Alberto tenga mucha experiencia en esto, la verdad. Al cortar el pene, ha sentido un escalofrío. Una hora después, ha llenado ochenta bolsas de congelación herméticas y ya sólo le falta la cabeza.
La sumerge en el baño de ácido que ha preparado en un barreño. La piel, al desintegrarse, desprende volutas de vapor nitroso. Mira el reloj. “¡Qué tarde se ha hecho!”, piensa. Ya lo acabará mañana. Limpia muy por encima el cuarto de baño, retira el plástico transparente de la habitación, apenas salpicado, y lo dobla con esmero. Amontona las bolsas en la bañera y constata que ocupan menos de lo que esperaba. Desde su teléfono, Alberto envía un mensaje a un compañero de trabajo que posee una jauría de mastines para monterías. Los chuchos se van a poner las botas.
Alberto sale del apartamento y cierra la puerta con llave. Ya sólo tiene que asegurarse de que la chica coja el tren. Hay vida después de la muerte, sobre todo de la de los demás.
Los interesados en leer otras aventuras de Alberto y Selene, lo pueden hacer en los relatos: “Jóvenes maduras” (sólo Alberto); y “Lactancia Materna” (ambos).
Referencias: “La Anomalía”, de Hervé Le Tellier (2020).