El castigo de la adúltera Alejandra

Excesivo y sádico castigo en público por un pequeño desliz.

Alejandra se encontraba expectante en la habitación aneja al gran salón de la mansión familiar. Sabía que su esposo Armando ya había reunido allí a toda la familia y a la servidumbre. Solo esperaba que él viniese a buscarla para infligirle en público su merecido castigo.

Qué estupidez cometió en la cuadra. Entró, el caballo estaba empalmado con su enorme polla colgando y le provocó un calentón. El chico que se ocupaba de las cuadras y el jardín le dijo descaradamente al ver su cara:

  • Un poquito menos, pero casi así la tengo yo.

Pocos instantes después se encontraba arrodillada ante la gran verga del chico mamándola como una verdadera fulana. Y su marido fotografiándola.

Armando renunció al divorcio, que la hubiera dejado alejada de su vida de lujo por su evidente adulterio, a cambio de un público y humillante castigo.

Aceptó y allí esperaba dispuesta a cumplir su penitencia. Estaba completamente desnuda salvo con un collar de cuero con argolla de donde pendía una cadena. Su pubis y zona anal habían sido afeitados completamente por su esposo un rato antes, al igual que había rapado su admirada cabellera dejándole unos míseros centímetros de cabello.

Se veía en un espejo. No estaba tan mal a sus 50 años. El dinero no sirve para obtener la belleza, pero si para conservarla. Alta y de buen porte. Hermosa cara morena. Pechos turgentes aunque inevitablemente caídos. Poca barriga con algo de curva y unos ligeros michelines. Caderas amplias soporte de unas nalgas cuidadas por el ejercicio. Muslos musculosos, compactos y ahusados. Piernas recias y rectas, quizá un poco gruesas pero bien moldeadas. Piel morena, regularmente bronceada en su aparato UVA, y sin pizca de varices o celulitas. Nunca se había sometido a operación alguna de estética y siempre había estado orgullosa de su cuerpo.

Pero ahora estaba angustiada. Se expondría totalmente desnuda ante toda su familia, sus dos hijas, sus yernos y las cinco personas de la servidumbre. Salvo el despedido chico de las cuadras, claro.

Entró su marido y sin pronunciar palabra tomó la cadena, le entregó una fusta de caballería en sus manos y la condujo a la puerta del salón tirando de ella. Como esperaba, allí estaban todos y se hizo un silencio sepulcral al entrar.

Quedó impúdicamente desnuda ante todos con los brazos colgando a los lados. Estaba infinitamente avergonzada y humillada con la vista fija en el suelo, pero pasados unos instantes, su secular educación aristocrática la permitió reaccionar y levantar orgullosamente la cabeza fijando la vista en el infinito.

  • Como sabéis todos, mi esposa Alejandra ha cometido adulterio y ha admitido su debido castigo que le va a ser aplicado de inmediato ante todos vosotros para ejemplarizar y para humillación de la golfa.

Armando tomó la fusta de las bellas y delicadas manos de su esposa y le dijo:

  • Sucia ramera, ¿admites haberme sido infiel y que te mereces un castigo?.

  • Si, esposo mío. Te he faltado gravemente y merezco un duro castigo.

El cornudo marido procedió tomar la fusta de las manos de su esposa que dejó sobre una mesa. Después la retiró todas sus sortijas y anillos de los dedos, salvo la alianza matrimonial, y le colocó un ancho anillo en el pulgar derecho donde estaba grabada la palabra ADÚLTERA.

  • Este anillo no te lo quitarás jamás.

  • Si, esposo mío. Cumpliré tu voluntad.

Después, Armando retorció 90 grados los gruesos pezones de su infiel esposa con los dedos y le colocó unas pinzas metálicas dentadas y brillantes, contrastando con las extensas aréolas oscuras que, si inicialmente le provocaron dolor, más tuvo cuando de ellas colgó unas plomadas que perversamente dejó caer de golpe, retorciendo 90 grados más los pezones y estirando hacia abajo los caídos pero apetecibles y generosos pechos de la adúltera.

Alejandra procuró disimular su dolor ante toda la concurrencia, pero no pudo evitar una mueca cuando su esposo realizó la misma operación en sus labios vaginales exteriores. La mueca se convirtió en gemido al recibir otra pinza metálica y dentada en su clítoris.

A continuación Armando ordenó a la adúltera inclinarse hacia delante. Ella obedeció dócilmente aún sabiendo lo que la esperaba. Sus pechos, su clítoris y sus labios recibieron ya libremente el peso de las plomadas en vertical, indefensamente expuestos a las sacudidas que iban a seguir.

Diez fustazos en la espalda repercutieron en sus sensible órganos sometidos a las pinzas. A ellos siguieron otros diez en los riñones y, por ahora, diez más en cada nalga.

Cuatro veces, una por cada tanda de diez, dio gracias Alejandra a su esposo por procurar su penitencia y su enmienda como adúltera pecadora.

Armando la indico que se irguiese y la liberó de las dolorosas pinzas en todas sus partes. Casi peor que el dolor de los fustazos habían sido los tirones de las plomadas al recibir aquéllos con la consecuente sacudida del cuerpo.

Alejandra se irguió con la mirada alta y serena. No había gritado, aunque sí gemido durante el cruel castigo. Pero estaba orgullosa de no haber suplicado clemencia en ningún momento.

A su esposo no debió gustarle demasiado la soberbia de su adúltera compañera, porque la ordenó poner las manos en la nuca y procedió a asestarle 10 fustazos más sobre los pechos, cruzando siempre los pezones en un alarde de puntería y dominio del instrumento.

Tras escuchar la debida frase de agradecimiento de su esposa por ayudarla a corregir su desviada y libidinosa conducta, pasó a tratar de forma aún más cruel el vientre de la señora. Tanto Armando como todos los mudos espectadores percibían sin lugar a dudas que las frases de agradecimiento de Alejandra por los latigazos desprendían un tono de reto y de soberbia poco acordes con su sufrimiento.

Y había algo que exasperaba más al marido y sorprendía a familiares y servidumbre. Alejandra ya miraba a la cara a los espectadores de su suplicio sin sonrojo ni muestra alguna de vergüenza. Su hija Laura llegó a percibir un destello de vanidad en su mirada.

Armando volvió a colocar las pinzas en los pezones, unidas por una cadena, y exigió a su esposa que ella misma tirase hacia arriba de ella para dejar indefensa la delicada piel inferior de sus senos. Allí recibió los siguientes diez fustazos sin dejar de sostener imperturbablemente ella misma la cadena.

Hasta entonces, la humillación y los castigos sufridos eran de conocimiento de Alejandra. Su querido esposo se los había descrito con todo detalle y saña durante la mañana. Pero lo que siguió no lo esperaba.

Con las pinzas aún martirizando los pezones de su cónyuge, Armando se inclinó levemente y fue introduciendo sus dedos en su impúdicamente pelado coño hasta que tuvo todos dentro salvo el pulgar. Entonces comenzó a follarla con su media mano dentro, tirando hacia arriba al sacarla y apretando fuertemente el pulgar sobre el clítoris.

De no ser por el pulgar que lo impedía, el puño de Armando hubiera entrado por completo en el coño de Alejandra cuando empujaba. Ese era el momento en que el pulgar se ensañaba con el delicado clítoris ya maltratado por las pinzas que había soportado.

Cuando retiraba la mano sus dedos se curvaban en el brutalmente dilatado agujero para tirar de la mujer hacia arriba hasta despegar sus pies del suelo de manera que todo su cuerpo se soportaba en la mano de su marido y sobre su hueso del pubis.

Jamás se hubiera imaginado Alejandra que semejante tratamiento pudiera proporcionarle placer, pero así era. Y para mayor sorpresa propia, obtenía placer no solo del brutal y humillante tratamiento de su sexo, sino del hecho de que ese perverso uso fuese presenciado por tanta gente.

Mientras se aproximaba al orgasmo de forma incontrolada e inexorable fue viendo las caras de desazón y asombro de sus hijas y yernos. Se fijó, turbiamente en que su yerno Tomás presentaba un tremendo bulto en la entrepierna de su pantalón y eso la aproximó al orgasmo.

Escuchaba a su marido:

  • Venga, zorra. Que vean todos como eres una incontinente sexual. Es tu única disculpa. Que eres una cerda y golfa lúbrica que no puede controlar su ansia de sexo.

  • Te corres, ¿eh, cerda?. Te corres delante de quien sea, como los animales. No te importa que todos vean tus libertinos y obscenos instintos.

Las expresiones de su marido, lejos de calmar su acaloramiento, lo acentuaron. Si, era cierto. Quería correrse en público. Gritar y jadear como una perra en celo. Y comenzó a jadear y gemir. Y a mirar a sus hijas descaradamente. Y se encontró desando decirlas:

  • Me estoy corriendo. Estoy al borde. Soy una perra en celo. Quiero sexo. Quiero que mi vida sea un orgasmo perpetuo. Como sea y con quien sea. Solo quiero orgamos. Quiero llegar al fin de mi vida follando con cualquiera.

Estaba ya al borde de orgasmo y se dio cuenta de que lo que creía que solamente había pensado, lo había gritado al corro presencial.

Y entonces su marido desalojó de su coño la mano que estaba a punto de aportarle el profundo orgasmo y la usó para darle un sonoro y escalofriante guantazo en el monte de Venus que abortó todo su goce y la hizo comprender en qué consiste el verdadero odio.

Quedó jadeando acaloradamente, notaba como todos sus poros transpiraban a raudales y, sobre todo, como su coño goteaba dolorosamente los jugos propios del placer. Así de sucia y vencida, avergonzada y confusa, se encontraba ante sus seres queridos y ante los que debían servirla como altiva señora que era. Su plácido y seguro mundo se desvanecía.

De eso nada. Reaccionó y, despreciando el sonido de goteo que los jugos de su coño producían sobre el mármol en el sepulcral silencio, volvió a erguirse en toda su apuesta figura y a fijar una mirada templada en los ojos de todos y cada uno de los presentes.

Armando, ya exasperado la ordenó tumbarse en el suelo boca arriba, sujetarse ella misma los tobillos y abrir los muslos.

Sin arredrarse lo hizo. Y cuanto más fuertes eran los golpes de fusta en los labios de su coño y en su clítoris, más acusaba la mirada de indiferencia hacia su marido.

Armando, dentro de su rabia, fue consciente de que el silencio de los espectadores hasta entonces se tornaba en susurros. No quería excederse y comprendía que lo había hecho. Así que optó por terminar el espectáculo.

Ordenó a su infiel consorte colocarse a cuatro patas con el culo hacia él. La insultó por no abrir bien sus nalgas y ofrecer el uso de sus orificios. Cuando ella obedeció y sus delicados dedos separaron sus enrojecidas nalgas azotadas exponiendo ante todos los inflamados agujeros, Armando, sin reparo alguno, insertó en su ano un descomunal tapacubos que provocó un angustiado gemido.

Inmediatamente la hizo levantar y el colocó un cinturón de castidad de flexible acero forrado en látex.

  • Esto lo llevarás siempre que esté alejada de mi. Arrodíllate. Fermín, puedes proceder.

El mayordomo Fermín se acercó con un recipiente.

  • Doña Alejandra. Con el debido respeto, estos son los orines de su señor esposo durante el día de hoy. Por orden del mismo se los verteré por encima si no tiene objeción.

Antes de poder hacerlo, la hija mayor, Laura, se levantó, arrebató el recipiente al mayordomo, y mirando con desprecio y arrogancia a su padre, se vertió a si misma los orines por encima de la cabeza bañando todo su cuerpo.

No pronunció palabra. Todos abandonaron la sala, salvo Alejandra, su hija Laura y su hija menor Marta que, tras unos distantes dubitativa en el umbral de la puerta, la cerró por dentro y se unió a su madre y a su hermana.

FIN.

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