El caso de las novias robadas (I)

Unas novias desaparecidas ponen en jaque a la Policía. Sexo y acción en esta nueva entrega de los casos de la inspectora Mendes.

  1. I.Un plan perfecto

El único cambio en aquel despacho frío, insípido y que se empeñaba en dar sensación de vacío era su ocupante; ahora correspondía a Andrés Miró batallar, como comisario, con los informes que se iban acumulando en su mesa: le parecía que toda la ciudad se había puesto de acuerdo para jorobarle la vida. Por suerte, y aunque no lo reconocería ante nadie, su responsabilidad consigo mismo había descendido varios grados: ya no tenía necesidad de resolver casos, sino sólo de elegir el equipo adecuado para hacerlo. Sin embargo, era consciente de la importancia de esa elección, pues convertir a un comisario en cabeza de turco era una tentación demasiado poderosa para el alcalde de turno.

Volteó la silla y sus ojos de sapo se perdieron entre los edificios que se ofrecían tras los ventanales del despacho: desde la terrible muerte de su hija no había vuelto a ver ni a Lydia ni a Marcel; además, su inapetencia sexual era absoluta, por mucho que mariposeara a su alrededor la estúpida de Laura que, desde que había salido del hospital con dentadura nueva, no cesaba de incordiarlo. Debería acudir a un médico, sí, pero ni de eso tenía ganas, sólo de…

Golpes firmes en la puerta detuvieron sus pensamientos.

  • ¿Sí?

  • Señor, los mosqueteros están aquí – sonrisa bajo el bigote de Cosme. ¿Nunca se jubilaría ese tipo?

Andrés suspiró… Sí, sus antiguos compañeros eran los únicos a los que creía capaces de resolver aquel asunto que traía de cabeza a muchos de sus colegas.

  • Ok, Cosme. Que pasen.

Entraron los tres en tropel; pronto, el ruido de sillas arrastradas, los suspiros al sentarse, las miradas interrogadoras y las sonrisas despampanantes ocuparon el despacho. Andrés se acercó, moviendo la silla, a la mesa y se les quedó mirando fijamente: sus ex colegas de investigación nunca le dejaban indiferente y le provocaban sentimientos encontrados. Ahí estaba Javier, el Adonis del Cuerpo, con sus ojazos azules y sus musculitos que amenazaban con reventar la camiseta y los tejanos de esplendoroso paquete; el corazón del comisario se reconcomía siempre de tal indómita envidia que no podía en modo alguno evitar mirarse de soslayo su incipiente y cada vez más prominente barriga. La tez morena de Javier quedaba desvaída al lado de la atezada piel de Jenny, que contrastaba poderosamente con unos blanquísimos dientes de perla… ¡qué buena está, por Dios! ¡Si yo dejara de fumar, quizá tendría esos piños! Esos ojos negros como la noche, esa melenita oscura de reflejos dorados… ¿Era un poco de vida lo que notaba en la entrepierna resiguiendo (con mirada profesional, eso sí) el cuerpecito de la panameña? Unas tetas bien lozanas se marcaban orgullosas en un top blanco de escote palabra de honor y, entre sus muslos, firmes y prietos, parecíase distinguir un ínfimo pantaloncillo vaquero… ¡Coño, parece que va en bragas!

Se forzó en desviar su mirada hacia Laura…Laurita Conejo…Conejero… ¡Cómo me mira, la muy estúpida! ¡Parece embobada! Y esos ojos, ¿son marrones o verdes tras las putas gafas? En realidad, Andrés no soportaba que le hiciera consciente una y otra vez de su casi inexistente virilidad. Laura se esforzaba en sonreír para aprender a mostrar sus nuevos incisivos, clavados con tornillos tras el desgraciado incidente acaecido en el último caso. Ataviada con un vestidito escotado, corto y de amplio vuelo, no tardó en cruzar las piernas a imitación de Jenny. ¡Coño, Laurita! ¡Que no todo es cintura de avispa! Esos muslos carnosos, poco trabajados… no me imites a la sudaquilla, que vas a perder…

Qué lejanos los pensamientos de Andrés de los de la inspectora, que, tras comprobar la coleta que sujetaba su larga melena castaña hija de tantos días de hospital, preguntó:

  • Bueno… Andrés… Comisario… ¿qué nos trae aquí?

De un respingo su jefe apartó los ojos de aquellos melones de medidas extraordinarias que su dueña había conseguido bambolear en el escote, y contestó:

  • Bien… ejem… Os he citado porque tenemos un asunto importante entre manos…

  • Yo sí tengo un asunto importantísimo entre manos – interrumpió Javier, guiñando un ojo a Jenny y con sus manos cruzadas en la entrepierna.

Con amago de paciencia, Andrés apoyó los codos en la mesa y apoyó el mentón en el dedo pulgar de su mano izquierda.

  • Mira… si empezamos con gilipolleces, lo dejamos y Santas Pascuas.

  • No le haga caso, comisario – terció Jenny – ya sabe cómo es de gracioso.

  • Joder, era para romper un poco el hielo – dijo un Javier molesto.

  • ¡Romper el hielo! ¡Tú, lo que pasa, es que eres tonto, chaval!

  • ¿Que yo soy tonto? ¡Pues bien que mi polla no te lo parece, morenita!

  • ¡Serás hijo de puta! – el color consiguió teñir las mejillas de Jenny - ¡Pero…!

Un potente golpe dado a la mesa retumbó en el despacho.

  • ¡Mecagüen la hostia! – gritó Andrés - ¡Estoy hasta los cojones! ¡Trapitos sucios en la puta casa!, ¿vale?

Se hizo el silencio; Javier, con cara de niño enfadado, rezongaba por lo bajo; Jenny, algo nerviosa, dirigía sus ojazos hacia unos estantes como si en ellos hubiese un cartel de gran importancia. En el fondo, Laura disfrutaba con esas discusiones: esperaba a Javier como fruta madura “¡Ya verás, niña, ya verás quién se lo lleva al final!” Decidió destacarse; la sonrisa pronunciada le daba cierto aspecto de rata:

  • Tranquilo, Andrés. Estos dos siempre están así. Yo soy toda oídos – y se inclinó hacia él, consciente del panorama que ofrecía. El comisario tragó saliva ante aquellas enormes tetas que se hubiesen mostrado enteras si no hubiese sido por el sujetador.

  • Bueno… esto… - cogió nerviosamente unos papeles que navegaban por la mesa – El tema que nos ocupa no pertenece, en realidad, a nuestra jurisdicción.

Nadie dijo nada: Javier seguía con los ojos bajos mirándose las manos; Jenny no apartaba la vista de la estantería y Laura había vuelto a cruzar las piernas… “¿es el vestido más corto? ¡Pero si le veo el culo!”. Movimiento de cabeza:

  • ¿Qué pasa? ¿No os llama la atención lo que acabo de decir?

  • Pues que es de otra jurisdicción… Vaya… qué gran cosa – pucheros de Javier.

Ahora sí los ojos de Jenny, chispeantes aún de irritación, le enfocaron:

  • Y… ¿por qué lo tenemos nosotros?

Andrés se relajó un tanto; por fin la más lista del grupo se decidía a poner en marcha sus neuronas.

  • Porque no hay modo humano de resolverlo, o al menos, eso creen. Se trata de un hotel que está en la calle Pradillos.

  • ¿La calle Pradillos? – repitió Laura – Eso está muy lejos de aquí, ¿no?

  • Pues sí, prácticamente en la otra punta de la ciudad – continuó Andrés; dio la vuelta al portátil que tenía al lado de los papeles para que la pantalla fuera visible a todos – Este es el hotel.

La imagen permitía apreciar un edificio igual a tantos otros, en cuya fachada relucía un neón: Hotel Calíspera. Se intuía el cartel azul de cinco estrellas.

  • ¿Y bien? – preguntó Jenny.

  • En un año han desaparecido cinco novias…

  • ¿Cómo? – casi chilló Laura, a la par que con el índice de la mano derecha se acomodaba las gafas - ¿Desaparecidas? ¿Y nadie sabe nada?

  • Nada de nada – Andrés entrecruzó los dedos de sus manos – Todas las investigaciones han acabado en punto muerto… Podéis suponer lo nerviosos que están en el hotel.

  • Bueno… pero, ¿desaparecieron antes o después de echar el polvo? – sonrió Javier, decidido a cabrear a alguien.

Jenny decidió no entrar al trapo y hablar antes de que Andrés, visiblemente irritado, explotase:

  • ¿Hay alguna similitud entre los casos? No sé… ¿alguna conexión? ¿Algo que nos permita tener un punto de partida?

  • ¡Coño! ¡Eso es lo que decía yo! – insistió Javier.

Con un profundo suspiro, Andrés se dirigió a la inspectora:

  • Mira, lo que hay en común es que eran cinco novias en la noche de bodas. Por lo que se sabe – revisó de nuevo los papeles – venían de restaurantes distintos… los hechos ocurrieron entre las 23 y las 24 horas… y, ¡ah, sí, mira!, en todos los casos la novia acababa de salir del baño.

  • ¡Del baño! O sea, después del polvo – la insistencia de Javier rayaba la mala educación.

  • ¿Me deja ver eso, por favor? – Jenny se había levantado y se inclinaba sobre la mesa, la mano extendida, con el afán de que el comisario le pasara los papeles; su trasero, respingón, ceñido por el pantaloncito, quedó a la altura de los ojos de Javier, que hubo de hacer esfuerzos sobrehumanos para no darle una palmada, a la vez que un mástil pugnaba por alzarse en su entrepierna, “¡hostias, hostias! ¡Joder, qué dura se me está poniendo, la hijaputa!”

Ya con la información en la mano, Jenny volvió a sentarse y a cruzar las piernas; se zambulló, ajena a todo, en la lectura. Laura se sintió obligada a imitar a su compañera; a los ojos del comisario, las enormes tetas bamboleaban en el sujetador y casi podía ver el inicio de las braguitas.

  • ¿Tienes una copia, Andrés?

A pesar del paisaje, nada reaccionó en la virilidad del comisario.

  • ¡Siéntate, coño! ¡Sólo hay un expediente! – exclamó, algo brusco por frustrado.

Visiblemente enrojecida, Laura se sentó de nuevo. “¡Vaya par de putarrancas!”, pensó Javier, mientras sus dedos jugueteaban, de forma disimulada, con su pene erecto. Jenny había acabado la lectura:

  • Mire, comisario. Yo creo que lo mejor es que vayamos al hotel y actuemos como cebo.

  • Eso había pensado yo – sonrió Andrés – pero, ¿cómo?

  • Javier y yo podríamos ser los recién casados – siguió la inspectora, agitando los papeles mientras iba señalando a los futuros protagonistas de la acción – y Laura, no sé, Laura podría ser una dama de honor que nos acompaña…

  • ¡Ah, no! – chilló Laura, removiéndose en su silla; ahora el vestido se había deslizado tanto que se podían adivinar los topitos rojos de su braguita - ¡Eso es muy peligroso! Tú eres muy valiosa, Jenny - ¿era admiración o rabia lo que destilaban sus desvaídos ojos? – Mejor que yo sea la novia…

Jenny se encogió de hombros:

  • ¿Qué dices tú, Javier?

El interpelado dio un respingo; había dejado de toquetearse la verga porque se sentía a punto de correrse: “¡puta Jenny! ¡Puta sudaquilla! ¡Me pones a mil!”

  • ¿Qué digo de qué? – parecía un zombi.

  • ¡Hostias, Javier! – exclamó Jenny - ¿Estás tonto o qué? Laura quiere ser la recién casada, tú el novio y yo la dama de honor.

Javier sonrió: “ésta es la mía, cabrona… te voy a joder…”

  • Me parece perfecto.

Laura sintió que se le aceleraba el pulso… ella con Javier, de novia… guauuuu… ya se le humedecía el coño… Jenny asintió dolida:

  • Muy bien, comisario. ¿Cuándo empezamos?

  • Cuanto antes – respondió Andrés - ¿Qué crees tú?

II. Un robo con cierta violencia

  • ¿Y ésa es inspectora?

Lo había dicho lo suficientemente alto para que ella lo escuchara; se miró a la luna del armario, los ojos enrojecidos del llanto, la melena alborotada y las mejillas arreboladas de vergüenza. La piel de tetas y abdomen pegajosa de esperma. Unos trapos teñidos de rojo cubrían sus muñecas y sus tobillos. Por toda vestimenta, una camiseta en la que se marcaba desafiante el sujetador; con rabia, buscaba unos vaqueros o una falda para cubrirse y, a cada movimiento, las nalgas refluían como natillas, apenas contenidas por la braguita. Tenía ganas de dirigirse al saloncillo de su piso y gritar: ¡Pues sí, soy la inspectora Laura Conejero, qué pasa!, pero no se atrevía; es más, con el corazón latiendo a mil por hora preferiría esconderse debajo de la cama… ¡Dios mío, qué ridículo había hecho!

Todo había empezado por una discusión en el rellano: eran dos, una joven rubia, de un tipazo por el que ella hubiese dado lo que fuera, y un atractivo joven, alto y fornido. Con sus reproches y palabras habían detenido el curso de sus pensamientos, que giraban alrededor de su futura noche de bodas con Javier.

  • ¡Te dije que era la puerta cinco! – terciaba la rubia, los brazos en jarras.

  • ¡Y dale, que no, que era la puerta seis! – contestaba el tiarrón.

Como tonta, se había interesado por ellos; le habían vendido la película de que su trabajo y casi su vida dependían de sacarse de encima una purificadora de agua, que llevaban arrastrando en un carrito… No sabía… Quizá la emoción de la futura noche con Javier, quizá un posible guiño del joven… ¡Dios, qué gilipollas! Había sacado del bolso la llave de su apartamento:

  • ¿Por qué no intentáis vendérmela a mí? – sonrisa amplia, que quería ser picarona.

Tal como entraron en el piso, empujón y Laura se ve en el suelo; el bolso ha volado y la sensación refrescante en las nalgas le indica que el vestido reposa en su espalda. Ahora el joven está a su lado, de cuclillas, con un cuchillo de respetables dimensiones:

  • Ahora calladita y a obedecer. Levántate.

Así lo hace; con calma pero con el corazón latiendo a gran rapidez; mientras se acomoda las gafas, se atreve a musitar:

  • No sabéis quién soy yo.

El chico la coge con fuerza del brazo a la vez que la hoja del cuchillo reposa peligrosamente en su cuello, haciendo tintinear el collar:

  • Te he dicho que en silencio – un breve empujón – Venga, tira hacia dentro.

Se oyen armarios y cajones: la rubia está registrando el piso. Lágrimas de rabia y miedo se agolpan a sus desvaídos ojos… No se atreve a defenderse usando su condición de policía… demasiado frescas las imágenes de la última vez que lo hizo.

Se esperan en el salón. El chico sigue amenazándola con el cuchillo. Aparece la rubia con una sonrisa de oreja a oreja dejando a la vista unos lamentables dientes amarillentos:

  • ¡Mira qué tenía la señora aquí!

Se esparce todo por el suelo; un calor intenso se apodera de las mejillas de Laura: ¡sus juguetes! Bolas chinas, consoladores, correas y otros artilugios semejantes quedan sobre el parqué, como burlándose de ella. Carcajada del chico, que se arrima a su oreja sin abandonar el cuchillo:

  • Una tía guarrona, ¿eh? – lametón en el cuello. Tiembla toda ella. La braguita húmeda… quizá se ha meado.

  • ¡Átala con esto y ayúdame! – la rubia empuja con la punta del pie las correas; tiene unas preciosas piernas enfundadas en unos leggins blancos.

  • Quítate el vestido y las gafas, y siéntate aquí – el chico le señala una silla.

Como autómata obedece: la aparición de sus fantasías sexuales la han dejado sin voluntad. El joven, con las correas en las manos (el cuchillo reposa ahora en la mesa del comedor) se acerca, pero antes la observa: “¡no está mal, la madurita!”, se dice inspeccionando sus asustados ojos, su melena recogida en una coleta, su carita redondeada de rosáceas mejillas, los largos pendientes y el collar que cuelga sobre unas considerables tetas ceñidas por un sujetador rojo de encaje a juego con las braguitas, que se adivinan rodeadas de la carne de unos poderosos muslos y algún pliegue abdominal.

  • Los brazos atrás – ordena. Así lo hace Laura; bambolean los pechos y provocan una leve tirantez en la entrepierna del chico. No puede evitar acariciárselos. Empieza a babear mientras su polla exige ya alimento. La mano bajo el sujetador, los dedos juguetean con un pezón endurecido. Laura hipa y musita:

  • Por favor, por favor – mientras el chico deja un reguero de saliva en su cuello y sus mejillas.

  • ¡Qué coño haces! – la rubia ha regresado al comedor – Deja a esa vacaburra en paz y espabila, que tenemos faena.

Con rabia, el joven saca la mano. La teta queda libre, colgando por encima del sujetador con el pezón erecto, como si apuntara acusador a la chica que, ahora, rebusca en su bolso.

Las muñecas ceñidas con fuerza al respaldo de la silla; los tobillos, de un modo bestial quedan unidos a sus patas. Eso duele y las lágrimas fluyen ya sin cesar de los ojos miopes.

  • ¡Esto hace mucho daño! – se atreve a decir.

  • ¡Hostias, tío, alucina! – la rubia ha encontrado algo: ¡es su placa!

  • ¡Coño, eres policía! – exclama el joven - ¿Qué hacemos?

Empieza una discusión entre ellos, pero Laura ha desconectado. Las correas la están despellejando y se remueve en la silla.

  • ¡Por favor! – chilla - ¡Esto me está matando!

  • ¡Hazla callar! – exclama la chica.

Laura sigue rogando entre hipidos; el chico está nervioso y va de aquí para allá, cuchillo en mano, sin saber qué hacer. Al final, coge el vestido del suelo, hace una bola de ropa con su vuelo y se la inserta en la boca.

  • ¡Mmmmm! – ojos muy abiertos, intenta expulsar con la lengua aquel nuevo instrumento de tortura. Las cinchas se clavan inmisericordes y la sangre empieza a fluir en manos y pies.

En ese momento, el chico asalta a la rubia que inspeccionaba objetos de decoración de las estanterías: acercándose por detrás, coge sus pechos con ambas manos mientras que, arrimado a ella, le susurra a la oreja:

  • Esta tía me ha puesto a cien, coño.

La joven se da la vuelta, los ojos fijos en Laura y una sonrisa de dientes podridos por el tabaco:

  • A mí también me ha puesto cachonda – se dirige ahora a su compañero, al que pellizca suavemente en la mejilla – Nunca he follado delante de un policía… ¡Vamos! – exclama resuelta, y se apoya con los antebrazos en la mesa del comedor ofreciendo su trasero al joven que, desabrochado ya el pantalón, muestra una potente verga erguida.

De un tirón le baja los leggins y unas esplendorosas nalguitas, sólo matizadas por la fina tirilla de un diminuto tanga, se menean aumentando el grosor del aparato del joven. Ante los horrorizados ojos de Laura, en imágenes desenfocadas debido a su miopía, el chico aparta la tira de la raja del culo y mete sus dedos en el coño:

  • Estas mojada, ¿eh, puta?

  • Date prisa, imbécil – jadea la rubita, cuyo rostro está cubierto por su melena.

Sin solución de continuidad, Laura ve que el chico hunde su poderoso pollón y empieza un salvaje vaivén, teñido de jadeos y suspiros. El mástil entra y sale de la cueva.

  • Ooooh, ooooh – chilla la joven meneando el trasero como loca - ¡Sigue, sigue!

El chico ya ha perdido el control y a gritos de “furcia, furcia” le va dando palmadas en el culo.

  • ¡Me voy a correr! – aúlla.

  • ¡No lo hagas, desgraciado! – el grito surge de las profundidades de la cabellera rubia.

El chico saca la polla del coño de su compañera, que queda derrotada sobre la mesa, ofreciendo su trasero a invisibles espectadores. La verga, de dimensiones extraordinarias, brilla tanto que hasta los miopes ojos de Laura lo perciben. Aterrorizada, la inspectora ve que el joven empalmado se dirige hacia ella.

  • ¡Mmmmm! – ojos como platos; más meneos, hijos del miedo, que ayudan a las correas a clavarse aún más en la piel. El chico se sienta, dejándose caer sobre sus muslos, lo cual multiplica el dolor en brazos y piernas. Laura ya no ve nada más, pues de pronto su cabeza es cubierta por el vestido que el joven ha echado hacia atrás para dejar al descubierto sus pechos. Siente, eso sí, siente que libera la otra teta del sujetador y, entre ambas, algo caliente y palpitante: su verga.

  • Quiero correrme, quiero correrme – no hace más que jadear su violentador.

Magrea las tetas y las usa para masturbarse. Laura casi no puede respirar y mueve de un lado a otro la cabeza con el riesgo de desencajar su mandíbula torturada. Al final, un profundo ¡aaah!, y el chorreo de semen se esparce en el vestido y fluye por su piel. Nota que la presión del peso del joven desaparece y, por fin, el vestido se desliza dejándole ver, de nuevo, todo aquello que la rodea.

  • ¡venga, tía, coño, vámonos ya! – grita de malos modos el joven mientras se pone el pantalón.

Acaban de registrar lo que faltaba, y llenan bolsos y bolsas con todo aquello que han encontrado de valor ante los ojos de una Laura a la que mantiene consciente el lacerante dolor que se apodera cada vez más de sus brazos y de sus piernas.

Algo la ha sacado del sopor en el que había caído. Es noche cerrada. No sabe el tiempo que lleva en esa posición… no siente las piernas, no siente los brazos… se sabe viva porque su corazón sigue palpitando. Las horas son largas, muy largas. La mandíbula duele atrozmente, pero no se atreve a moverla por no desencajarla. A lo lejos, ruidos nocturnos: el camión de la basura, un autobús, algunas motos… No quedan lágrimas, ni parece correr la sangre por sus venas… Imposible aguantar más: la meada le humedece los muslos. Con lentitud, empieza a clarear: la calle cobra vida y el rellano también. La luz del sol perfila ya los muebles del comedor… De nuevo un respingo: parece que es mediodía. El estómago ruge con los aromas que llegan de pisos vecinos… Se atreve a mover un algo la cabeza: crujen los huesos del cuello. ¡Dios, los pies se han teñido de rojo! Pierde de nuevo el sentido. Al recuperarlo otra vez, ya está anocheciendo… Llega a sus oídos:

  • ¡Inspectora Conejero! ¡Inspectora Conejero! ¿Está usted ahí?

El resto es rápido: la liberan de las terribles correas y, con algo de esfuerzo, consiguen extraer la bola de ropa de su boca dolorida. Cuidadosamente, cubren sus pechos con el sujetador y, agarrándola de los sobacos, con manos en sus nalgas, la ayudan a dar pasos para que la sangre vuelva a circular por sus venas. Un tercer policía ha ido al baño a buscar unos paños húmedos con los que cubren las horrendas heridas de muñecas y tobillos. Cuando ya se siente capaz de andar por sí misma, le permiten ir a vestirse a su habitación. Mientras observa en la luna del espejo del armario su patética imagen, ya con una camiseta puesta, llega a sus oídos:

  • ¿Y ésa es inspectora?

III. Un polvo forzado

Javier subía con agilidad la escalera del edificio en el que vivía con Jenny, ¿para qué coño quería él el ascensor? Se sentía fuerte y dueño de una potencia hija del gimnasio al que acudía con frecuencia. Un bomboncito rubio, de delirantes ojos azules, se cruzó con él en el rellano. Le dedicó la mejor de sus sonrisas:

  • Buenos días, señorita – ni un jadeo asomó a su voz a pesar de llevar ya seis pisos.

La niña pija, fruto indudable del barrio en el que vivían, casi se desmayó ante tal portento masculino.

  • Buenos días – musitó roja como la grana.

Javier, muy seguro de sí mismo, continuó su trayecto hacia el ático no sin antes dirigir una furtiva mirada al trasero respingón de la rubita. “Si quisiéramos… ¿verdad, vieja amiga?”, se dijo dando breves palmadas a su entrepierna.

Al grito de “¡Traigo el pan!”, entró en el piso; de lejos le llegó la voz de Jenny:

  • ¡Vale!

  • ¿Dónde coño estás? – preguntó en tono elevado mientras se dirigía a la cocina.

  • ¡Aquí, en el salón amarillo! – había sido una manía de Jennifer bautizar los dos salones que tenía el piso con el nombre del color que decoraba sus paredes. El salón amarillo era una amplia sala que daba a una enorme terraza.

Tras dejar el pan en la encimera, Javier se dirigió hacia allí; al pasar por el comedor, que ofrecía a los ojos vistosos muebles de lujo, habló al agaporni:

  • Bicho, ¿qué tal?

El pájaro se dignó a enviarle una mirada de desdén.

  • Puto animal; no vas a hablar en tu jodida vida.

En el salón amarillo le recibió una Jenny que, brazos en jarras, empuñaba un plumero:

  • ¡Qué coño va a hablar si siempre le estás asustando! ¡Estos pájaros necesitan paciencia y cariño!

  • ¡Venga ya! – se dejó caer en un enorme sofá cantonero.

  • Lo que te digo – ahora el plumero lo apuntaba directamente.

  • Pero… ¿qué estás haciendo? – se extrañó Javier – ¿No tenemos una mujer de la limpieza?

  • Sí – contestó Jenny en plena faena de quitar el polvo de una estantería – pero ésas ya se sabe, lo hacen todo por encima.

Javier se acomodó cruzando las piernas y extendiendo un brazo por encima del respaldo del sofá.

  • Pues te has puesto muy sexi, mi sudaquilla – sonrió.

También sonriente, Jenny se volvió hacia él y le envió un beso; el color tostado de su piel contrastaba con el blanco del pañuelo anudado a su nuca, con el blanco luminoso de sus dientes y con el blanco de la camiseta de amplios tirantes que, a duras penas, cubría sus nalgas y cuyo escote, de botones desabrochados, dejaba a la vista el nacimiento de sus tetas. Siguió con su tarea:

  • ¿Te has enterado de lo que le ocurrió ayer a Laura? Pobre chica, tiene mala suerte…

  • Sí. Algo he oído – contestó distraídamente Javier; en realidad, sus ojos no se apartaban de la menuda silueta de su pareja. Ahora Jenny estaba de puntillas para pasar el plumero por un estante elevado y la camiseta dejaba al descubierto medio trasero. Unos pequeños tirones avisaron al policía de que su verga estaba bien viva.

  • Oye…esto…Jenny… ¿qué te parece si echamos un polvete rápido?

La inspectora se volvió hacia él de nuevo y soltó una carcajada:

  • Pero… ¿qué dices, chaval? ¡No ves el trabajo que tengo! Siempre estás con lo mismo. Hala – volvió al plumero – Déjame en paz.

Mohín de Javier, cuya tranca no paraba de dar tirones. “¡Vas ver!”, se dijo:

  • Jenny, ¿has visto la nueva adquisición del departamento? ¡Está buena, la tía!

Ella se detuvo y lo miró otra vez:

  • ¡Anda ya! ¡Si es una niñata! – agitaba el plumero – ¡Tú, que ves una chorba y ya te encoñas! Además, parece tonta.

  • Sí, sí – sonreía Javier – Pero bien buena que está… y no veas cómo revolotea alrededor de Andrés. Quien a buen árbol se arrima… Muy tonta no será, ¿no crees?

  • ¡Bah! – exclamó su compañera volviendo a la faena y dando por terminada la conversación. Algo había visto en la parte baja del mueble, pues se inclinó mostrando a los ojos de Javier sus rotundas nalgas; la tirita del tanga se ensanchaba en los labios del coño, cuya protuberancia destacaba entre sus muslos. “¡Aguanta, joder, aguanta!”, se dijo el policía cuando notaba su verga ya como mármol; con disimulo, se la acarició por encima del pantalón.

Acabada la estantería, Jenny se acercó a la mesa que había frente al sofá donde él estaba sentado.

  • Esa chica, Sandra creo que se llama, será muy maja y lo que quieras, pero con Andrés no tiene nada que hacer porque… - Javier no escuchaba, hipnotizado por el bamboleo de las tetas de su compañera, claramente visibles en el momento en que ella, inclinada, pasaba el plumero por el cristal de la mesilla. No había sujetador y los rosados pezones se perfilaban con claridad.

  • ¡Basta ya! – aulló el inspector.

  • ¡Aaah! ¿Qué ocurre? – se asustó Jenny.

  • ¡Mecagüen la puta! – fuera de sí se desabrochó cinturón y pantalones, que resbalaron por sus piernas dejando ante la chica un calzoncillo de portentoso paquete – ¡Te voy a follar! – la señalaba con el dedo – ¡Te voy a hundir la pipa! ¡Te voy a reventar el coño!

Jenny se echó hacia atrás, el plumero cual espada:

  • ¡Te has vuelto loco! ¡Ni te atrevas a acercarte!

Con una sonrisa ladina, Javier se deshizo de los pantalones con los pies y se bajó el calzoncillo: la verga, como siempre, maravilló a la panameña; era un tronco que, orgulloso, desafiaba a la gravedad.

  • Ven aquí, mi sudaquilla… - babeó.

Jenny iba reculando mientras Javier se le acercaba; el plumero seguía actuando como arma en el brazo extendido de la chica:

  • ¡No te acerques! ¡Te vas a arrepentir, hijo de puta!

Con un rápido movimiento, Javier la cogió de la muñeca y le retorció el brazo de tal modo que el plumero cayó al suelo; ella intentó defenderse con un rodillazo en la entrepierna, pero tanto entrenamiento tenían la una como el otro, y él consiguió cubrirse a tiempo.

  • Tranquila, tigresa – susurró; sólo con la fuerza de su mano la iba empujando hacia el sofá.

  • ¡Suéltame, bruto, me haces daño! – chilló Jenny, los ojos llorosos. Con la mano libre probó a endilgarle un cachete, pero Javier la esquivó.

  • ¡Vaya, qué luchadora estás hoy! – con violencia la echó sobre el sofá. Quedó ahí tendida, boca arriba y jadeando. El pañuelo había caído y la melena enmarañada enmarcaba su atezado rostro.

  • ¿Qué vas a hacerme, cabrón? – masculló pateando con fuerza. La camiseta ahora sólo la cubría hasta el ombligo; el meneo de las nalgas y de las tetas aumentó el deseo de Javier, cuya tranca no sólo no había disminuido sino que parecía mucho más gruesa.

En el fondo, Jenny sabía que iba a disfrutar de lo lindo, pero la enojaba, y mucho, que su compañero la forzara a hacer lo que él quería.

La cogió con enorme fuerza de las rodillas y la obligó a abrirse de piernas; se arrodilló entre sus muslos mientras recibía innumerables puñetazos de la policía. Sin embargo, la resistencia de la chica iba menguando; Javier hundió sin misericordia dos dedos en el empapado coño, lo que provocó un gritito de dolor de Jenny. Luego, su mano asió el tanga:

  • ¿Te lo vas a sacar tú o te lo arranco? – jadeó.

Unos ojazos negros, desafiantes aunque cubiertos de lágrimas, le miraban:

  • Eres un puto maltratador…

Javier tiró con rabia y el tanga se partió; lo echó a su espalda y dirigió su polla hacia el reluciente chocho, cuyos labios palpitaban de deseo. Los golpes de Jenny eran cada vez más débiles. La punta de la verga jugueteó con el clítoris.

  • Te gusta, ¿eh, zorra?

Un placer indescriptible empezó a apoderarse de la chica y de forma inconsciente su trasero inició un acompasado meneo. Javier hundió su tranca en el anhelante coño y el bestial vaivén que siguió provocó gimoteos de gozo en Jenny. Pronto sus piernas se cruzaron por la espalda de su compañero y empujó tanto o más que él. Sus brazos se entrelazaron tras el cuello del chico. Javier, las manos apoyadas en el sofá, se movía incesante notando que su compañera se corría una, dos, tres veces. La polla entraba y salía sin dificultad: el coño estaba perfectamente lubrificado.

Sólo gemidos y jadeos rompían el silencio del salón; Jenny sintió que Javier iba a correrse:

  • No…no…no estoy preparada… - pero sus muslos apretaban aún más la espalda de su compañero, desdiciendo sus temores.

Las manos de Javier se dirigieron al escote de la camiseta y lo desgarraron: bamboleantes tetas de rígido pezón quedaron a su vista. Cayó sobre ellas para chuparlas a la vez que gruñía:

  • ¡Me voy! ¡Me voy! – la emulsión de esperma fue bestial. Todos los recovecos e interiores de Jenny se sintieron repletos de semen, que incluso fluyó fuera de su vagina humedeciendo muslos y nalgas.

Poco a poco el vaivén fue amainando y quedaron el uno sobre la otra, derrotados; la verga, ahora verguita, reposaba en la calidez del más que satisfecho coño.

  • Ahora me dirás que no te ha gustado – jadeó el policía.

  • Lo único que diré – susurró Jenny – es que me has violado, cabronazo.

Desde otro ático, telescopio en mano, un calvo cincuentón también se corría: su semen blanqueaba la mano con la que se había masturbado.