El caso de la joven detective desaparecida I

Stacy Blue, joven detective adolescente, se inmiscuye en los asuntos de la familia Corelli.

Esta obra es una traducción del original “The casebook of the Captive Teen Detective”, escrita por Razor7826 y publicada en la web “BDSM library”. Todos los personajes de la obra son mayores de edad, cosa que no debería importar ya que esta es sólo una obra de ficción. Los sucesos presentados en esta historia no reflejan las opiniones del autor o del personal de cualquier página en la que sea publicado.

I.- El último caso de Stacy Blue

Creí que aquel caso iba a ser como cualquier otro de los casos en los que me había embarcado, una brillante muestra de mi sagacidad juvenil. Los medios de comunicación se a abalanzaron sobre mí para celebrar un nuevo triunfo de la detective adolescente, con mi foto, una vez más, en portada del Rivers Falls Time. Simulé que me desagradaba la cobertura dada al caso resuelto, pero debo admitir que me agrada que la gente reconozca mi talento, especialmente cuando me comparan con mis muchos rivales.

Como siempre, mi padre se enfadó conmigo por ignorar sus consejos y no velar por mi propia seguridad.

  • Meterte con la familia Corelli no es buena idea. – me dijo. – Y tú no eres más que una niña estúpida, estúpida por meterte con ellos una y otra vez. Quizás la próxima vez no tengas tanta suerte.

  • Ya no soy una niña, padre. – respondí intentando sacudirme del yugo protector. – Ya soy adulta y te exijo que me trates como tal.

Rematé dando un pisotón en el suelo en señal de desafío, aunque estando en calcetines, como estaba, apenas hice ningún ruido.

  • Tengo ya casi diecinueve años.

Mi padre, apoyándose sobre el poyo de la cocina, suspiró antes de hablar.

  • Stacy, esto no tiene que ver con tu edad. A los Corelli les importa un carajo la edad que tengas, y si sigues yendo en su contra, como has hecho esta vez, ¿quién sabe qué harán contigo? Ellos no juegan limpio y he visto desaparecer a muchos de mis testigos en su contra. Por favor Stacy, ¿quieres dejar de una vez por todas esa tontería de hacerte la detective? Eres lo único que tengo en el mundo.

  • ¡De ninguna manera, papá! Voy a usar mi cerebro para algo grande, aunque no quieras que tenga éxito en mi carrera.

Me di la vuelta y eché a correr escaleras arriba decidida a continuar mi carrera como la detective más famosa del mundo.

Ahora, echando la vista atrás, desearía haber seguido su consejo librándome así de los peligros a los que rápidamente me tuve que enfrentar.


La mañana siguiente me trajo una llamada telefónica acerca de un interesante nuevo caso al sur de Wisconsin. Partí hacia allí de inmediato.

Me hallaba a unas cuarenta millas de Kenosha cuando el indicador del aceite de mi coche se encendió. Miré desesperada a mi alrededor en busca de una gasolinera, pero me hallaba demasiado lejos de cualquier sitio como para recibir ayuda inmediata. Saqué mi descapotable verde de la carretera, aparqué y, luego, abrí el capó. Un vapor caliente y amarillo brotaba de una pieza del coche de la que, ni siquiera, sabía el nombre.

  • ¡Maldita sea! – grité, entre otras groserías que me guardaré en secreto. Supe de inmediato que no tenía manera de arreglar la avería por mi misma, así que no me quedaba más opción que desandar cinco kilómetros hasta la última gasolinera que pasé y llamar de allí a una grúa.

Con un suspiró comencé a caminar a lo largo del arcén, preocupada por como la suciedad y el polvo afectarían a mi impecable apariencia. Mis blancas medias y mis ligeros zapatos marrones no estaban hechos para este áspero terreno.

Aún no había recorrido la mitad del camino y ya me dolían los pies. Sabía que si me sentaba a descansar arruinaría mi vestido verde, pero no podía continuar así. O me sentaba a descansar un momento o no podría seguir caminando.

Lo que pensé que era una breve parada se convirtió en más de una hora de descanso. No me apetecía caminar bajo el sol del mediodía y descansaba con la esperanza de que alguien se percatase de mi necesidad de socorro. Lamentablemente, de los pocos coches que circulaban por esa solitaria carretera, ninguno se detuvo a socorrerme. Cómo ha cambiado el mundo, me dije, que nadie ayuda a una chica sola de aspecto dulce e inocente.

Volví a ponerme en camino hacia la gasolinera, aun esperanzada de que alguien me evitase el paseo y los dolores. Tras un rato, en la que ya había cubierto la mitad del camino que me faltaba, un vehículo, que venía de frente, se detuvo a mi altura. Una camioneta verde lima con cortinas de patchwork cubriendo las ventanillas traseras, señal de que sus propietarios eran unos de esos hippies que yo tanto detestaba. La conductora bajó la ventanilla del lado del pasajero.

  • ¿Quieres que te lleve? – preguntó. – Hay una gasolinera unos kilómetros más atrás y puedo dejarte en ella.

La miré y sonreí, tratando de evitar que se diese cuenta de que la estaba inspeccionando. Vestía una camiseta de dos capas que a duras penas le mantenía los pechos en su lugar. Odio a las mujeres que se empeñan en ponerse esas ropas varias tallas más pequeñas de las que llevan y que hacen que no se nos tome en serio a las muchachas inteligentes como yo. Ella me devolvió la sonrisa y percibí que llevaba maquillaje, lo que delataba que pasaba mucho tiempo preocupándose por su aspecto. Esto creaba una extraña dicotomía entre su mirada apacible y su destartalada furgoneta hippy.

  • ¿Te llevo entonces? – volvió a preguntar con un tono de voz más apremiante que su suave presentación anterior. Me di cuenta de que trataba de ocultar su frustración ante mi falta de atención.

  • S… sí. – balbuceé abriendo la chirriante puerta con la mano derecha y subiendo a la furgoneta.

Viéndolo ahora en retrospectiva, ese fue el peor error de mi vida. Como me hubiese gustado ahora haber seguido el sabio consejo de mi padre. Como hubiese deseado aprender a desconfiar de algunas personas, a tener el sentido de saber cuando echar a correr.

Pero no tuve nada de eso y por ello, más tarde, pagué el precio de mi ingenuidad.

La furgoneta olía exageradamente a perfume de mujer. Se había puesto más del que necesitaba, sin duda, y tuve que contenerme para no toser. Tras unos breves momentos en los que saboreé los nocivos efluvios del perfume, una fuerte mano salió de detrás del asiento sujetándome con fuerza mientras la fría hoja de un cuchillo hacía presa en mi garganta.

  • Quédate quieta y relájate si quieres vivir, Stacy Blue.

Inmediatamente reconocí al propietario de esa voz. Era un miembro de la familia Corelli, un matón de baja estofa llamado Alfredo Alonso. Recordaba haberlo enviado a prisión en uno de mis trabajos, pero, por lo que parece, la familia se las había arreglado para sacarlo de la cárcel.

  • ¿Qué quieres de mi, Alfredo? – dije tratando de aparentar toda la calma de la que fui capaz. Empleando toda mi voluntad en evitar temblar sabiendo que los nervios podían hacer que terminase con un corte en mi garganta.

Él se rió entre dientes.

  • Ya me has enseñado a no contarte mis planes. Esta vez tendrás que esperar para enterarte.

  • Es un placer conocerte al fin, Stacy. Mi familia me ha hablado mucho de ti. – dijo entonces la conductora.

  • ¿Quién eres tú?

  • Jajaja… lo siento, chica. – dijo echándose a reír mientras me miraba. – Cuanto menos sepas de mí, mejor.

Y diciendo esto volvió a concentrar su atención sobre la carretera poniendo el coche en marcha, acelerando y volviendo atrás por la carretera.

  • No se saldrán con la suya.

  • Ya veremos. Este plan es un poco… es un poco diferente a nuestros planes anteriores – contestó Alfredo con una espeluznante risa.

Con el brazo desnudo con el que sujetaba, apretó y elevó mis senos.

  • Has crecido desde la última vez que nos vimos.

Me pregunté cuanto tiempo había pasado desde que nos enfrentamos. Habían pasado tantas cosas desde que cumplí los diecinueve que había perdido la perspectiva del tiempo.

  • ¿Cuánto hace de eso? – le pregunté.

  • ¡No me digas que no te acuerdas, chica! – exclamó cogiéndome un pecho por sobre mi ropa apretándolo con lascivia.

  • En realidad no, y aparta tus manos de mi.

Apretó el cuchillo con fuerza contra mi garganta, pero no tanto como para cortarme.

  • No estás en posición de dar órdenes. ¿Lo captas? – dijo mientras seguía sobándome el pecho mientras la mujer seguía conduciendo mirándome sólo de vez en cuando. No pude hacer nada para averiguar hacia donde me llevaban esos dos matones.

  • ¡Maldita sea, Alfredo! ¿Me he pasado el desvío? – preguntó la mujer.

  • No te preocupes, hermana, sólo faltan unos pocos kilómetros más. – contestó Alfredo volviendo a dedicarse a mis pechos mientras su hermana conducía.

La camioneta se desvió, finalmente, por un desolado camino de tierra, según mis cálculos, al otro lado de la frontera de Wisconsin. Quería escapar, pero lo único que podía hacer era permanecer sentada allí tratando de esforzarme para permanecer inmóvil. Alfredo no dejaba de sobarme, exhalando su pesada respiración sobre mi oído señalando su perversa excitación.

Mi respiración se aceleraba cada vez más. Las atenciones de un hombre a mi cuerpo era una experiencia completamente nueva para mí. Su gran mano acariciaba mi pecho por encima de mi ropa y podía sentir como una extraña sensación de calor se propagaba a través de mi estómago. De mala gana acepté sus manoseos y dejé que me pellizcara los pezones, porque sabía que, si no tenía era lo suficientemente cuidadosa, como mi padre me había dicho, cualquier cosa que dijera o hiciese podía traducirse en mi muerte.

La mujer giró a la izquierda metiéndose en un nuevo desolado camino de tierra, presumiblemente un camino privado aunque sin ningún indicativo de donde nos hallábamos. En la distancia podía ver una vieja casa de campo que parecía sacada del cuadro American Gothic y que se notaba que llevaba varias décadas descuidada. El vehículo se detuvo, finalmente, cerca de la puerta principal.

  • Llevémosla al piso de abajo. – dijo la mujer saliendo del coche y, dirigiéndose hacia el lado del pasajero, abriéndome la puerta. En su mano llevaba una pistola. – Vamos, muchacha, si no quieres que tu papito tenga que llorar el brutal asesinato de su única hija.

Su hermano retiró el cuchillo de mi garganta y me empujó fuera del coche.

  • Síguela, perra.

Bajé de la camioneta pisando la seca tierra. La mujer me apuntó con el arma al estómago.

  • Derechita hacia la puerta.

Me detuve un momento analizando mi situación. Aún con mis manos y pies libres, cualquier intento de fuga indudablemente terminaría con un mortal corte en mi garganta. Cerré los ojos y me puse a pensar con fuerza en que hacer a continuación, con la esperanza, quizás, de que mi situación cambiase a mejor.

  • ¡Muévete! – gritó la mujer. – A no ser que quieras que tu padre reciba tu cabeza en una caja como regalo de Navidad.

La imagen se grabó en mi cabeza por un breve instante antes de que la desechase, pero no antes de que una sensación de miedo invadiese cada centímetro de mi cuerpo. La idea de mi muerte y de mi padre quebrado por ella me atenazó. Supe que tendría que hacer todo lo que me pidiese, así que eché a caminar.

La mujer inició la marcha hacia la puerta de la casa abriéndola completamente. Su hermano y yo la seguíamos, sin que él dejase con su mano libre de explorar el espacio que iba de mis pechos a mi entrepierna. Me repugnaba, pero, por el momento, tenía que dejarme hacer.

  • Bajemos. – dijo la mujer. Alfredo y yo la seguimos bajando unas escaleras de madera de reciente construcción. La casa era una basura, pero, por alguna razón, la familia Corelli había restaurado este aislado corredor.

Aprovechando unos instantes de silencio, comencé a provocarles a ver si lograba averiguar cuáles eran sus planes.

  • ¿Qué van a hacer conmigo? ¿Vais a pedir rescate? ¿Vais a matarme?

La mujer respondió únicamente con una misteriosa y ligera sonrisa que no hizo más que acrecentar mi curiosidad. Sin duda esto era algo más que secuestrarme y retenerme en una construcción abandonada.

El resto de la planta baja estaba sin restaurar, pero, al menos, había sufrido una limpieza reciente. La pared agrietada de ladrillo y el suelo de hormigón delataban que había sido construida junto con el resto de la casa hacía muchos, muchos años.

La mujer desapareció en la oscuridad sin molestarse en encender la luz del sótano. Oí un tintineo metálico y pude ver hacia donde nos dirigíamos. Ella estaba ante una enorme puerta de hierro, llena de numerosas cerraduras, pernos, diales y bisagras. Mi primera impresión era que se trataba de una moderna caja de seguridad, un santuario para guardar preciadas posesiones. Sin embargo, lo que vi más tarde tras abrir la puerta disipó esas infantiles ideas.

Las paredes de la habitación eran blancas, lisas y suaves, al igual que el suelo, suavidad sólo interrumpida en el techo, paredes y suelos, por pequeñas oquedades y argollas de las que colgaban y serpenteaban algunas cadenas. Hileras de luces fluorescentes integradas en el techo iluminaban la estancia. Esparcidos por la habitación reconocí una serie de extraños objetos de cuya utilidad ya sabía al habérmelos topado siete meses atrás en un caso en el que liberé a unos trillizos franco-canadienses de las manos de una pervertida pareja de ancianos que dirigían una organización benéfica total. Fue mi primer encuentro con el mundo de la esclavitud sexual. Nunca antes nada me había impresionado tanto, porque a pesar de mi mayoría de edad, apenas conocía nada de “eso” a excepción de lo más básico de su mecánica.

  • Átala. – dijo la mujer. Su hermano cogió un trozo de cuerda y la pasó a mi alrededor una y otra vez hasta que mis brazos quedaron bien sujetos a mis costados.

  • ¿Qué… qué vas a hacer conmigo? – le pregunté, sabiendo la respuesta pero rezando para equivocarme.

  • Bueno, ¿por qué no analizamos tus opciones? – me respondió la mujer. Se paró frente a mí y teatralmente se golpeó la barbilla con la uña del dedo índice. – Tu padre no tiene dinero suficiente como para pagar un rescate que valga la pena, por lo que descartaremos esa opción. Mis hermanos han tratado de matarte docenas de veces, pero hagan lo que hagan siempre te las arreglas para escapar, así que descartaremos también esa. Por tanto sólo nos queda el cautiverio, ¿no es así?

Me quedé sin saber que decir.

  • Sin embargo, - continuó – siempre has sido una verdadera perra para mi familia y yo… – dijo deteniéndose y acercándose a mí cogió un mechón de mi pelo tirando de él con fuerza – quiero que sufras por ello.

  • ¡Owwwww…! – grité.

  • Vamos a violarte. ¿Lo sabes? Una vez y otra y otra… Vamos a usarte y a abusar de ti. Todo el dolor que padecerás no dará para saciar nuestra venganza, y, ¿sabes qué? Nadie vendrá a rescatarte. ¡Nadie!

Sabía que eso último no era verdad. Vendrían a por mí. Tengo amigos, colegas, que arriesgarían todo por rescatarme. Sabía que vendrían.

Tras sus palabras, ella me empujó y caí de espaldas al suelo. Me moví tratando de no abrirme la cabeza contra el suelo. Con mi agilidad no fue tan difícil como creía.

  • Adelante, Alfredo. Subo a tomarme una copa. – dijo saliendo de la habitación con una sonrisa en su cara mientras su hermano se acercaba a mí sus abultados pantalones señalando su excitación.

  • ¡No! ¡No, por favor… haré lo que quieras! Pero no me hagas eso… te lo suplico…

El no me hizo caso y se arrodilló entre mis piernas, desabrochándose los pantalones mientras se movía. Traté de propinarle una patada, pero él me sujetó las piernas separándolas todo lo que pudo. Luego me quitó los zapatos tirándolos hacia una esquina. Por un breve momento pude ver en la entrepierna de sus bóxers una repugnante mancha antes de que se los bajase dejando libre su erecto miembro. Acercándose cada vez más a mí, me levantó mi falda verde. Podía sentir su pene golpeando mi ropa interior de algodón blanco.

  • No… no… - dije mientras los temblores sacudían mi cuerpo.

Agarrando con fuerza mis muslos cubiertos aun por las medias, los hizo a un lado y empujó su polla contra el lateral de mis braguitas. Con dificultad deslizó su punta por debajo de la misma empujando la tela hacia un lado antes de empujar su miembro en mi interior.

Arqueé entonces mi espalda y grité tan fuerte como pude aun a sabiendas de que solo ese pervertido y su hermana oirían mis gritos.

  • ¡Para… para…! ¡Soy virgen…! ¡Paraaaaa…! – grité. El dolor de mi violación atravesó todo mi cuerpo y yo no pude hacer nada más que mirar hacia las luces del techo mientras él bombeaba rítmicamente dentro de mí.

El se echó a reír ante mis lamentos.

  • No, ya no lo eres. – dijo sin dejar de moverse rítmicamente y sin dejarme otra cosa que hacer más que llorar.

No le llevó mucho tiempo llegar al clímax. Sentí el calor de su semen derramándose dentro de mí y, de pronto, mis preocupaciones se centraron en un posible embarazo.

  • ¡Vas a dejarme embarazada!

  • No te preocupes por eso. Mi hermana dice que ya se ocupará de eso.

No entendí a que se refería. Todo lo que yo podía hacer era seguir tendida cubierta de su sudor y chorreando el semen que se derramó al retirarse de mi interior. Se levantó y, tras colocarse su ropa, salió de la mazmorra. La puerta se cerró de golpe y cerró con llave al salir. Desde el exterior apagó la luz dejándome sumida en la oscuridad más absoluta.


No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que la mujer volvió a entrar. Creo que estaba dormida cuando las luces volvieron a encenderse, pero no podría asegurarlo. Entró tropezando en la mazmorra, evidentemente ebria tras haberse tomado unas copas arriba, pero no tanto como para que le impidiese moverse o hablar.

  • ¿Cómo estás, Stacy? – preguntó con una calma ficticia.

Cambié de postura para poder mirarla a la cara. Ella sonreía viendo el estado en el que me hallaba. ¿Cómo podía ser tan cruel?

  • ¿Cómo es posible que dejes que le hagan esto a otra mujer?

Ella se echó a reír.

  • Tú no eres una mujer. – dijo mientras se acercaba a mi y pellizcaba con sus afiladas uñas mi pezón derecho por sobre la ropa, provocándome un mueca de dolor acompañada de un agudo grito de sufrimiento. – No eres más que una perrita entrometida que ha metido la nariz donde no debía.

  • ¡Todos ustedes son unos criminales! – grité.

  • ¿Y? – podía percibir el alcohol en su aliento. - ¿Debería hacer eso que quisiera menos a mi familia? ¿Tendría que repudiar a aquellos que mandaste a la cárcel? ¿A aquellos a los que solo puedo ver de vez en cuando a través de una pared de cristal y un teléfono? – Dijo empezando a llorar y dejando de jugar conmigo. Se puso en pie y pude ver como las lágrimas corrían por sus mejillas.

Malinterpreté sus lágrimas como un signo de debilidad por su parte y quise aprovecharlas para suplicar mi liberación.

  • Déjame marchar… por favor… Sabes que es lo correcto… ¡Lo sabes!

  • ¡Cállate! – gritó al tiempo que me lanzaba una patada directa a mi sexo. Solté un gruñido de dolor. Claramente furiosa conmigo, continuó hablando.

  • Mi hermano cree que tu cautiverio es solamente una cuestión de sexo. – dijo haciendo una pausa mientras me miraba fijamente. – Pero yo quiero hacer de esto un infierno para ti.

En ese momento supe que estaba loca y que iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para hacer de mí su juguete. Lo que no sabía es si siempre había estado así de trastornada o era mi acoso a su familia quien la había vuelto así.

No importaba. Ella me odiaba y yo sabía que su amenaza no era en vano.

Con los brazos sujetos a mi costado, repté por el suelo tratando de alejarme de ella.

  • No puedes escapar. ¿Acaso no te has dado cuenta ya?

Se agachó y me atrapó por una de mis piernas para arrástrame después hacia el otro lado de mi prisión, hasta una especie de banco de trabajo de acero cubierto de objetos que no pude identificar.

  • Vamos a conseguirte un atuendo más apropiado para ti. – dijo tomando un puñado de ellos de la mesa.

Sin mediar más palabras, me ciñó al cuello un collar de perro que cerró con un pequeño candado.

  • ¿Qué es esto? ¿Un collar de perro? – me sentí humillada siendo tratada como un animal.

  • Es lo que eres, ¿no es cierto? – dijo dejándome caer al suelo.

  • ¡Owww…! – me quejé al caer haciendo un ruido sordo.

Volvió a reírse ante mi expresión de dolor. Luego me puso boca abajo y me colocó unas finas muñequeras unidas entre sí por una cadena.

  • Bien, esto debe bastar para tenerte quieta. Deja que te libere un poco. – Sacó un cuchillo del bolsillo y cortó las cuerdas que ataban mis brazos para, a continuación, dedicarse a mi vestido verde que me habían regalado mis amigos en mi decimonoveno cumpleaños. Me dejé hacer en silencio, sin ofrecer resistencia, sabiendo que era inútil.

  • El verde es un color horrible. Por el amor de dios, tu apellido es Blue. ¿Por qué siempre vas de verde?

  • Para ser diferente.

  • Bueno, ya está. No vas a necesitar más ropa. – dijo cortando también mi ropa interior y metiendo los jirones en que se había convertido mi ropa en una bolsa que luego apartó a un lado de la habitación.

Me dejé caer de rodillas en el blanco suelo de la mazmorra vistiendo solamente las muñequeras y el collar. Ella me miró.

  • Bien, creo que ya estamos listas.

  • ¡Déjame en paz! – dije entre lágrimas.

  • ¿Para qué te molestas en pedirme eso si sabes que no lo haré? Realmente eres un cliché andante. Lo sabes, ¿verdad? – dijo moviendo la cabeza en un gesto negativo. – Vamos a prepararte para esta noche. ¡Arriba!

Deslizando un dedo por debajo de mi collar, me obligó a ponerme en pie.

  • Vete a la esquina derecha de la celda. – obedecí.

Pegada a la pared, hice todo lo que me ordenó. Unió mi collar a una cadena que colgaba del techo y que me impedía tenderme en el suelo o, ni siquiera, sentarme. Tendría que permanecer de pie o agachada todo el tiempo que estuviese allí sujeta.

  • Perfecto. – dijo dándose la vuelta dejándome allí en cuclillas y regresando al poco tiempo con dos consoladores y una especie de correa.

  • Creo que tu primera noche aquí debe ser especial.

Se agachó e introdujo un consolador en mi sexo y el otro en mi culo y los sujetó con la correa que había traído a mi cadera.

  • ¿Disfrutas?

Me dolía. No tanto como la primera vez, pero dolía.

  • Bien, volveré por la mañana.

Y tras decir esas palabras se levantó y salió de la celda, cerró la puerta y apagó las luces. Una vez más, quede sola en la oscuridad, acompañada solamente por las consecuencias de los errores que mi orgullo me había llevado a cometer.

No hice caso de los consejos de mi padre.

Me he metido en los asuntos de la familia Corelli.

Fui una irresponsable al aceptar esos casos.

Ahora voy a pagar el precio de mi despreocupada osadía. No sé si podré escapar. No sé qué van a hacerme.

Lo único que sé es que no importa cuánto le ruegue o suplique a esa sádica mujer. Nada la hará alejarse de sus pretensiones.

Las lágrimas fluyen ahora libremente por mis mejillas. No hay esperanza. No volveré a ver a mi familia o a mis amigos. No hay nada que pueda hacer. Y todo es culpa mía.

Lo siento, papá.