El caso de la chica del gangster (3)

Continua la novela negra: tercera parte.

**EL CASO DE LA CHICA DEL GANGSTER

CINCO: SORPRESAS EN LA CASITA**

No dudo que a algunos les puede parecer idílico el habitar una casita en medio del monte: con sus dos pisos, su amplio ventanal en el salón, su cocina en la que se podría jugar sin muchas apreturas un partido de baloncesto y sus hermosas vistas al bosque. Sin embargo, para un individuo de natural bastante más prosaico y urbano como yo, aquello era un auténtico agujero, a kilómetros de cualquier bar. Horroroso. Menos mal que, en principio, la inquilina iba a ser Carol.

Entramos y cerré la puerta con llave. Mientras estuviese yo allí, ella podría andar libremente por toda la casa. Cuando tuviera que salir, la confinaría en un sótano no demasiado apestoso al que, con su incalculable ayuda, llevé una de las camas de los dormitorios de la planta alta.

  • ¿Aquí me vas a encerrar, cabrón?

  • Cuide su lenguaje, señorita. No quisiera tener que enseñarle modales.

Carol, obviamente, no estaba por la labor de dar facilidades: intentó escapar por uno de los ventanales del salón, pero le di caza antes de que hubiera corrido más de diez metros por el bosque; se puso a gritar como una posesa por una de las ventanas del piso alto, pero obviamente nadie podía oírla. Quedó levemente afónica, lo que añadía una ventaja: la de no tener que oírla a cada momento.

Eso estaba bien, porque me permitía pensar. Aún no tenía claro cómo ponerme en contacto con Frank Seal para pedir el rescate. Me parecía excesivo el volar de nuevo y localizarle en la ciudad. Excesivo por el tiempo, el dinero y el riesgo que conllevaba. Decidí contactarle por teléfono. En la casita no había, pero con el coche no quedaba muy lejos el pueblo. No tenía su teléfono, pero sí el del negro Davis, que seguro que no tendría ningún problema en servirme de mensajero. Encerré a Carol en el sótano y fui a buscar una cabina al pueblo. Llamé.

  • ¿Ssí?

  • Escucha, negro Davis... - puse un pañuelo entre mi boca y el auricular - ... este es un mensaje para tu jefe, Frank Seal.

  • ¡Coños, Blinds! ¿Cuántass vecess voy a tener que matartess?...

Me guardé el pañuelo. Sí que íbamos bien, reconocido nada más empezar. De todos modos, no sabían dónde andaba, y no sería fácil que me encontraran, así que tampoco era muy preocupante. Lo único que tenía que pensar era a qué país iba a emigrar una vez cobrado el rescate.

  • Bien, negro: las cartas cara arriba. Tengo a la chica de Frank, a Carol.

  • ¿No la hass matadoss, como a la otrass?

  • Para tu información, te diré que yo no maté a Daryl. Pero ahora quiero que Frank me haga un favor, a cambio de su nena.

  • Hablass...

  • Quiero que me subvencione una nueva vida. Dile que si quiere volver a ver a Carol viva tiene doce horas para preparar medio millón de dólares. Ya volveré a llamar para decirle dónde tiene que enviármelos.

  • ¿Medios millónss? Juegas fuertess...

  • No lo dudes.

Colgué.

Una de las cosas importantes a la hora de jugar con gángsters es dejarles claro quien tiene al toro cogido por los cuernos. Calculé mentalmente la hora que sería en aquél momento en la costa este. Los bancos andarían cerrados ya, pero no creo que Frank Seal tuviera que recurrir a ellos para juntar la pasta. Era dinero, desde luego, pero a tipos como Frank el vil metal no les supone ningún problema. Decidí darle diez horas antes de volver a llamar.

Aproveché el viaje al pueblo para pasar por una tienda de comestibles y avituallarme con unas buenas cajas de latas nutritivas y, naturalmente, algo de vodka y jugo de tomate para mis Bloody Marys. De hecho, me tomé un par en el bar local aunque, obviamente, nada que ver con los de Sammy: cuando una copa deja de serlo para convertirse en una mera mezcla de líquidos, es señal indudable de que el local en la que se consume no nos merece como clientes. Así que sólo fueron dos las copas lamentables, antes de volver al coche y con el coche a la casa.

Cuando llegué, Carol ya debía haberse tranquilizado, porque no se le oía. Pensé por un momento que quizá había conseguido escapar, pero respiré cuando vi que la puerta del sótano seguía cerrada e intacta.

Acercando el oído a la puerta no capté sonido alguno, por lo que supuse que estaría dormida. Quizá consiguiese que la chica se portase bien si la despertaba con una buena cena. Las latas de habichuelas y carne en salsa que había comprado me sirvieron para preparar una especie de potaje no demasiado bien definido, pero que -hay que reconocerlo- no olía del todo mal. Una de las cosas positivas que tenemos los solteros es que sabemos hacer casi de todo, aunque no hagamos nada a la perfección: somos supervivientes. Tengo amigos casados que serían incapaces de cenar algo preparado por ellos mismos, básicamente porque no pueden preparar absolutamente nada. Puse parte del potaje en un plato, tomé una cuchara y lo probé. Tenía uno de esos gustos peculiares, sin duda nacido de la mezcla de los distintos sabores de las latas utilizadas, puesto que cada una de ellas venía preparada para ser consumida como un plato distinto. Pero, qué demonios... un plato de habichuelas es tristísimo a la vista.

Mezclé en un vaso un poco de zumo de tomate y un bastante más de vodka, junto con unas gotitas de tabasco. Cierto, no era Sammy. Pero un Bloody Mary de emergencia viene bien siempre. Me dirigí con mi vaso a la puesta del sótano y la abrí.

Carol estaba acurrucada encima de la cama, con los ojos desencajados, con una mirada absolutamente histérica, como si estuviese viendo en ese momento no a su secuestrador, sino a la misma muerte. Fue, una vez más -qué reflejos los de la niña- vista y no vista: saltó de la cama y corrió, casi diría que a través mío si en el empujón no me hubiera tirado el Bloody Mary por encima, hasta el centro del salón. Allí se dejó caer en el suelo, como si hubiera corrido la Maratón de Nueva York en un tiempo récord.

  • Mil veces mal nacido, cabrón...

  • ¿Qué le pasa? ¿No se alegra de verme?

  • ¡Esa mierda de sitio donde me metes está llena de cucarachas!

Miré hacia dentro y apenas distinguí dos o tres de ellas. Llena. Típico histerismo de niña malcriada.

  • Pues más vale que se haga amiga de ellas, porque ahí se va a pasar todavía algún tiempo.

  • Ni lo sueñes, bastardo.

  • Modere su lenguaje... He preparado la cena, por si la señorita tiene hambre.

  • No pienso comer nada que hayas cocinado tú.

  • Bueno... Realmente no lo he cocinado... Sólo lo he calentado, pero allá usted.

Me acerqué hacia ella y la ayudé a levantarse.

  • Por cierto... - comencé a decirle. Reconozco que quizá estuve muy duro en ese momento, pero me salió del alma: la abofeteé - ... ¡no vuelva jamás a vaciarme un Bloody Mary!

No debí hacerle mucho daño, porque se quedó de pie frente a mí con los ojos clavados en los míos. Si la mirada pudiera matar, andaría entre los muertos desde ese instante. Sin embargo, pronto su mirada cambió en otra más divertida.

  • Vaya bofetada de niña que gastas... Tanta pistola y tanto secuestro y tanta cucaracha, y después resulta que eres una nenaza.

  • No soy una nenaza... Únicamente quería reprenderla, no golpearla.

  • Ya... Mira, yo no soy muy lista, pero de las pocas cosas que sé es de recibir golpes... Y lo tuyo no ha sido ni la caricia de un abanico de plumas comparado con los de Frank...

  • Frank será muy fuerte, pero yo soy más listo... Le voy a sacar una buena pasta por tu pellejo.

  • Frank es un capullo y tú eres capullo y medio.

Debo reconocer que aquello me descolocó. No por lo de calificarme a mí de capullo y medio, que cosas peores me han llamado otras mujeres -normalmente las que llegan a conocerme un poco mejor-, sino por lo tocante a su protector, amante o lo que fuera.

  • Pues el capullo de Frank me va a solucionar la vida.

  • ¡Qué imbécil eres! - de repente, su mirada cambió. - Oye, ¿qué hay de esa cena?

Fuimos hacia la cocina y allí, en la mesa, puse dos platos de potaje, frente a frente, con una cuchara cada uno. Comencé a comer el mío. Ella apenas olisqueó el suyo.

  • ¿Qué se supone que es esta bazofia?

  • Esta bazofia no se supone... es la cena.

  • No pienso comer esta mierda.

  • Pues no hay ninguna otra mierda disponible para la señorita.

  • Mira: no te conozco ni sé de dónde sales. Pero me parece que eres un imbécil integral... -he de reconocer que aquello me pilló de improviso. Me quedé mirándola con la cuchara en la boca y con una expresión que, de poder vérmela, yo mismo calificaría de imbécil integral - y por eso mismo inofensivo. Así que te voy a hacer un par de favores. El primero, preparar algo decente de cenar.

Se levantó hacia el mármol de la cocina. Tuve el tiempo justo de detenerla aferrándola por detrás cuando estaba a punto de llegar al cajón donde se guardan los cuchillos.

  • Eres muy lista, nena... Pero yo lo soy más...

  • ¿Qué haces? ¿Nena? ¿Qué hay de lo de señorita y el trato correcto y cortés?

  • Ni lo sueñes... No voy a tratar con algodones a alguien que intenta matarme.

  • ¿Qué dices?

  • Digo que incluso sin fuerza, un corte con un cuchillo jamonero puede dejarme fuera del tablero de la vida, así que... buen intento, nena.

La llevé de nuevo a la silla. Ella puso las manos encima de la mesa.

  • Escucha... Tú has visto demasiadas películas, ¿sabes? Para tu información, ni había caído en la cuenta de lo del cuchillo jamonero, pero gracias por la información. Y, por si te interesa, nunca he matado a nadie ni voy a empezar ahora a hacerlo. Además, te necesito vivo.

  • Ya...

  • Si no, ¿quién me va a conseguir la pasta suficiente para salir de aquí?

  • ¿Qué?

La cabeza de Carol parecía funcionar de una forma distinta a como yo había pensado.

  • Esto será lo que haremos... ¿Cuánto le has pedido a Frank?

  • ¿Cómo?

  • ¡El rescate, coño!

  • Medio millón.

  • Joder, tampoco es mucho. Bueno, un cuarto de kilo para cada uno tampoco está tan mal.

  • Espera... Esto es un secuestro, ¿sabes? Tú eres la secuestrada y yo el secuestrador. Te diré como funciona este juego: yo pido una pasta por ti, Frank me la da, y yo te devuelvo a Frank y me piro.

  • Ya. ¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá a mí no me interese volver con Frank?

  • ¿Qué dices?

  • Escucha, pardillo. Frank es un putero, que se acuesta con cualquier cosa que tenga un agujero dispuesto. Y presta atención a que no digo que se acueste con cualquier cosa que lleve faldas. Supongo que me entiendes.

  • ...

  • Por otro lado, es cierto que junto a él nunca me falta dinero, pero me cuesta mucho ganármelo, dejando que me folle (y lo hace fatal) y me muela a palos. Así que han cambiado las reglas del juego, niño. Ahora vamos a medias.

  • ¿Pero tú estás bien de la cabeza?

  • Te diré otra cosa: lo más seguro es que Frank pase de darte ni un pavo, y te meta en el cuerpo un buen puñado de balas. Y después a mí, una buena dosis de bofetadas. Le pone eso, ¿sabes?

Definitivamente, la cabeza de Carol no es que funcionase de una forma distinta a como yo había imaginado, sino que no funcionaba en absoluto. Aquella tía estaba loca. Rematadamente, vamos... Me senté frente a ella en mi silla, y tomé un sorbo de mi segundo Bloody Mary de emergencia. Ella continuó hablando.

  • Así que esto será lo que haremos: lo primero, te voy a contar algunas cosas para que se las hagas saber a Frank. Yo no le importo gran cosa, aunque pueda parecer lo contrario, pero tengo cierta información que a Frank puede incomodarle que se sepa. Así que vamos a jugar esa baza. Ahora estoy fuera de su control y puedo permitírmelo. Te aseguro que así, Frank sí que estará interesado en pagar. Y pagará, ya lo creo que pagará.

Comí un par de cucharadas de potaje con una cara que, sin duda, no dejaba oculta mi incredulidad. Lo cierto es que tampoco me parecía muy descabellado lo que estaba diciéndome, pero aún así... ¿podía fiarme de ella? Supongo que de ser yo una mujer que no está a gusto con un fulano, y que puede llevarse de la noche a la mañana un cuarto de millón de dólares para comenzar una nueva vida, también lo intentaría. No sé por qué, pero decidí fiarme de Carol. Por otro lado, mejor tenerla de aliada que de enemiga, menos problemas. De todos modos, tendría que andar vigilante por si la dama cambiaba de opinión en el peor momento.

  • Está bien. Vamos a acabar de cenar, y después lo hablamos más tranquilamente.

  • Después no sólo vamos a hablarlo.

  • ...

SEIS: CONOCIENDO MEJOR A LA CHICA

Acabé de cenar yo, porque ella apenas sí probó el plato. Cierto es que no se volvió a levantar para preparar algo alternativo, quizá porque pensaba que no le dejaría, tal y como había hecho la primera vez. Tomo un par de cucharadas del potaje y, aunque yo temía que le dieran arcadas, las tragó sin demasiada dificultad. Eso sí, acompañada cada cucharada de un festival de muecas de asco que podrían haber competido con el más consagrado de los mimos profesionales.

Al acabar de cenar, preparé un par de Bloody Marys de emergencia y le alargué uno a ella.

  • Toma... Esto te vendrá bien para nutrirte un poco: es muy vitamínico.

  • Gracias. -Lo probó- No está mal. ¿Has probado los que prepara Sammy?

  • Nena... Sammy es mi dios.

  • Lo entiendo. Los hace realmente fantásticos.

  • Puedes jurarlo.

Con nuestras copas y un pequeño equipaje compuesto por aquellas cosas necesarias para seguir fabricando otras, nos dirigimos al salón. Me di cuenta de que Carol comenzaba a cimbrear las caderas al caminar: antes no lo hacía. Eso sólo podía significar una cosa: que empezaba a sentirse a gusto. Así que me convencí de que hablaba en serio durante la cena, y me relajé yo también un poco. Obviamente, no lo suficiente para perder de vista a mi querida compañera de fatigas, mi pistola. La Beretta descansaba en una mesilla auxiliar junto a mi copa, al lado del sillón en el que me senté. Ella se dejó caer, quedando echada sobre el sofá que había a mi derecha. Desde mi perspectiva, sus piernas eran una autopista interminable. Las distinguía claramente porque la falda, al estar tumbada, se le había subido un poco, casi hasta las rodillas.

Fantaseé con la idea de esa autopista. Una autopista que comenzaba en sus pies, subiendo por aquellas pantorrillas que se adivinaban fuertes, musculadas, pero sin resultar excesivamente antiestéticas. Sus muslos sin duda alguna subirían hasta el primer peaje del camino, una caseta donde el cobrador, un señor aparentemente tranquilo, solía hincharse de orgullo cuando llegaba el momento de sacarte el dinero. La caseta del cobrador está siempre expuesta al sol y, por tanto, es cálida. Posiblemente haya gran humedad en el ambiente, de esa que hace que no puedas dejar de sudar.

Pasado el primer viaje, la ruta continúa por un tramo liso apenas roto por algún problema del asfalto, algún hoyo en la carretera, ese ombligo que yo no veía, pero imaginaba en el centro de un vientre de modelo pin-up. Más allá del ombligo, se accede al cañón entre las dos montañas rocosas, llamadas así porque en la cumbre tienen una roca que desafía las leyes físicas, una roca que nunca se desprende de la montaña, como si estuviera pegada a ella. Entre esas dos montañas rocosas se lleva a la clavícula y el cuello, un estrecho puente que te deja casi justo del segundo peaje: otra cabina húmeda y cálida donde te atiende una dama retorcida como una serpiente que intenta siempre liarte. He de reconocer que por la tensión y el cansancio de los viajes, quizá estaba más proclive, a aquellas horas ya nocturnas, a los pensamientos libidinosos. En aquel momento los tuve. No sé que vería ella en mi mirada, pero me dijo:

  • ¿En qué piensas?

  • En lo que has estado diciéndome-mentí.

  • Y una mierda.

No lo dijo como desplante, sencillamente aquella mujer debía hablar así en su vida cotidiana. Mientras dejaba salir la expresión malsonante, dirigió su mirada hacia mis pantalones. Yo no me había dado cuenta, pero -por decirlo de alguna forma- mi hombría se había puesto de manifiesto. No sabía muy bien qué decir.

  • ¿Qué te pasa? ¿Te has quedado sin lengua, o qué?

  • ...

  • A ver si esto te ayuda...

Se desabrochó un par de botones de la blusa, dejando aparecer el canal entre sus pechos, y una interesante porción de su sujetador de encaje.

  • ¿Y bien?

Yo seguía sin palabras.

  • Vaya... No me digas que aparte de pegar como una nenaza también lo eres...

Consiguió picarme.

  • Ya te dije que no soy una nenaza.

  • Eso tendrás que demostrármelo.

  • ¿Quieres que te golpee?

  • ¿Estás idiota o qué? Quiero que me enseñes eso que escondes ahí... -me dijo señalándome la entrepierna.

  • ¿Que te lo enseñe?

  • Exacto.

  • Tú estás loca.

Ella subió un poco más su falda. Desde mi sillón podía ver claramente su ropa interior. Con total tranquilidad, metió una mano bajo su falda y, cuando la sacó, sus dedos llevaban entre ellos justamente esa ropa interior. Su sexo estaba desnudo ante mí.

  • Yo te lo estoy enseñando, ¿no? ¿A qué esperas?

  • Oye, ¿tú que quieres?

  • Definitivamente eres tonto.

Tomé la Beretta y me puse de pie. Le apunté.

  • No me gusta que intenten tomarme el pelo tan seguido, nena.

  • ¿Vas a dispararme?

  • Si intentas algo extraño, sí.

  • ¿No te he dicho ya en la cocina lo que pienso de este secuestro? ¿No te he dicho que estamos los dos en el mismo barco?

  • Ya. Me relajas, me haces un numerito, y después me vendes.

  • Vale. Así que es eso...

Bajó despacio del sofá, y vino andando a gatas hacia mí.

  • Mira... No sé tú, pero a mí esta pistola no me interesa -dijo mientras se metía el cañón de la Beretta en la boca. Habló con dificultad- Si quieres matarme, ánimo. Pero usa esta otra pistola.

Su mano se cerró sobre mis genitales. Noté la presión sobre mis testículos y mi pene. Acarició todo el paquete con su mano, haciendo presión con la palma y deslizando después suavemente los dedos. Abrió la bragueta y sacó el miembro de los calzoncillos, acariciándolo con las dos manos.

Seguía con el cañón de la Beretta en la boca, y por un segundo pensé en lo desgraciado que me sentiría si en ese momento fallaba el seguro. Me masturbaba a dos manos mientras veía cómo enroscaba la lengua en la pistola, jugando con sus labios en ella como si le estuviera practicando una felación. Aquella mujer tenía una experiencia en el mundo del sexo de la que yo carecía. Se sorprendió cuando comencé a eyacular profusamente en sus manos.

Apartó su boca de la pistola.

  • Pues vaya... Qué poco aguantas, tío.

  • Lo siento-fue todo lo que pude decir.

  • Pues es una pena... Con la cantidad de leche que sueltas, podrías rellenarme de crema. Sería un auténtico pastel...

Volvió al sofá y yo me quedé allí, con el pene pringoso colgando y con el convencimiento de que aquello no era normal. Solía aguantar más en mis relaciones sexuales. Quizá el haber estado calentándome en exceso con la mente había llevado a esa situación incómoda.

  • Y ahora, ¿yo que hago?-dijo mientras se subía la falda hasta la cintura y comenzaba a acariciarse el sexo.- Este conejo quiere su zanahoria. Y... ya sabes...

  • Ya sé... ¿el qué?

  • Que me la debes... Yo te he dado un orgasmo... Dame tú uno...

Mi mirada volvió a denunciar mi estupor.

  • Oye... realmente quería follarte, ¿sabes? -me dijo.- No voy a intentar nada, así que haz que me corra, que lo necesito... y no me apetece cansar la mano.

A veces, uno no sabe muy bien con qué tipo de persona está tratando. Carol, desde luego, tenía toda la pinta de no estar mintiendo en absoluto, porque mientras me hablaba me lanzaba una de esas miradas plenamente viciosas, acompañada de un cierto vaivén de todo su cuerpo al ritmo que su mano marcaba entre sus piernas. Por otro lado, lo bueno que tiene que te digan las cosas claras es que no hay lugar para la duda. Aquella mujer quería que le diera placer y, la verdad, en aquel momento me dio la impresión de que sería capaz de hacerlo.

Acerqué mi mano a su sexo. Ella abrió un poco más las piernas. Casi con sólo rozarlo pude sentir en la yema de mis dedos el calor y la humedad que provocaban su necesidad. Con sólo pasar mi dedo sobre él pude hundirlo dentro. No había ningún freno para el encuentro íntimo entre mi mano y su cuerpo. Más bien, había una clara predisposición por su parte.

Jugué un poco con mis dedos entre sus piernas. Era divertido sentir cómo a cada roce con su clítoris todo su cuerpo se electrizaba. Había algo de mágico en aquella diminuta porción de su carne, que conectaba directamente con la zona del cerebro que provoca las sensaciones placenteras. Cuando dos de mis dedos buscaron su yo más íntimo, emitió un gemido profundo.

No soy un experto en mujeres. Se puede decir que la mayor parte de las veces que he accedido al cuerpo de una hembra ha sido interponiendo entre ella y yo el contenido de mi billetera. Pero aquel gemido no era como los que lanzaban las putas del barrio chino: no salía de la garganta, sino directamente del lugar donde ya tres de mis dedos exploraban. La espeleología vaginal tiene esa propiedad: a medida que los exploradores se van adentrando en el territorio por conocer, toda una serie de sonidos envuelven al explorador. Me recordaba las películas de Tarzán, en las que el hombre blanco se adentraba en la jungla para descubrir toda una serie de sonidos misteriosos entre los que, naturalmente, no faltaban nunca los cantos de los pájaros, algún que otro león y los tambores de la tribu cercana. Allí, en el país que ahora estaba yo descubriendo, no había pájaros ni leones ni tribus, sino algún tipo de cuestión quizá metafísica que provocaba la profusión de gemidos con los que Carol iba llenando el silencio de la casa-cárcel a medida que mi mano aceleraba el ritmo de mis dedos.

Lamenté la visión de mi verga flácida. Realmente aquél era un pozo profundo donde se hubiera encontrado a las mil maravillas de haber estado en condiciones.

Me incliné sobre su pubis y lamí su sexo, sin dejar de masajearlo. Las manos de Carol, que habían estado ocupadas en las labores de desabrocharse la blusa, quitarse el sujetador y acariciar sus pezones, formaron una zarpa en torno a mi cráneo, hundiéndolo contra su sexo. Al sentir la presión, pensé que volvía a intentar alguna treta para escapar. Pero los oídos a veces son más potentes que el cerebro y, al sentir cómo aullaba -ya no gemía- cada vez que mi lengua solicitaba la colaboración del clítoris para realizar la danza de los siete orgasmos, se despejaron los pensamientos negativos.

Con mis labios en torno a su clítoris, mi lengua jugando con él y mis dedos clavados en lo más profundo de su ser, intenté alcanzar el grado de concentración necesario para conseguir una erección lo suficientemente resistente para penetrarla. Pero la banda sonora con la que acompañaba Carol aquellos momentos impedían que pudiese pensar con claridad: imposible alcanzar la suficiente dureza. Envidié por un momento a mi Beretta, que nunca desfallecía, siempre dura, siempre recia, siempre preparada.

Mordisqueé delicadamente el clítoris de Carol. Se le salieron las entrañas en el gemido que lanzó. Decidí pasar de la envidia a la acción, y coloqué el cañón de la pistola justo en la entrada de su sexo. El tacto frío del arma la hizo estremecerse.

  • ¿Qué haces? -me preguntó. Ahora era su cara la que mostraba estupefacción.

No le respondí. Sencillamente, empujé a mi Beretta hacia el único lugar donde podía empujarla. El cañón entró entero sin ningún tipo de dificultad. Carol gritó, pero no le dio tiempo a hacer muchas más cosas, porque su respiración alcanzó una velocidad de crucero prohibida incluso para los monoplazas de las carreras cuando comencé a deslizar la pistola dentro y fuera de su cuerpo. Aunque seguía con mi mano libre estimulando su clítoris, ella no paraba de gritar que quería más. Yo ya no sabía que más darle, la verdad. Intenté llegar con mi boca hasta sus pechos, pero la posición que tenía que adoptar para ello era excesivamente forzada, así que desistí.

Comencé a escuchar el ruido de la pistola dentro de su cuerpo, un "chap-chap" que acompañaba cada introducción del arma en su interior, difícilmente perceptible por entre los gemidos, aullidos, gritos y jadeos con que Carol acompañaba mis manipulaciones. Aceleré el ritmo.

Carol se desmadejó como una marioneta a la que le cortan las cuerdas que la unen a su cruceta. Exhaló un suspiro inmenso y, sencillamente, desapareció del mundo de los conscientes. Quedó tirada en el sofá, los brazos caídos, el pecho manifestando la respiración, las piernas muertas... Saqué la pistola. Daba pena verla, de pringosa que estaba.

Mientras esperaba que Carol se recuperase del orgasmo, me lavé las manos y limpié el arma. Nunca se sabe cuando va a hacer falta que una Beretta en vez de placer reparta plomo.