El casero

A veces la mente nos juega malas pasadas.

EL CASERO

Comencé a olvidar la pesadilla que había vivido en aquella casa en cuanto me mudé. Siempre que iba a abrir la despensa o a entrar en el baño sentía algo parecido al pánico; una fobia inexplicable que al dueño no le parecía nada importante:

—¿De verdad le quita el sueño encontrarse una cucaracha? —comentaba con cierta sorna—. En todas las casas del pueblo las hay en esta época, don Armando.

—Me planteo entonces irme a vivir a otro sitio. Aunque eso signifique abandonar mi trabajo. Le ruego, por favor, que no vuelva a mofarse de lo que le digo. No me quejo por gusto. Si no quiere perder a su inquilino, elimine a los otros. No, mejor… Prepare la fianza para devolvérmela, porque me voy de aquí.

Don Rufino, que era un casero adinerado, vivía en una buena mansión. Yo sabía, de alguna manera, que no tendría aquellas desagradables visitas en sus armarios y en su cocina y, cuando me oyó hablarle en aquel tono tan seguro e incisivo, cogió el dinero del mes, se levantó despacio y caminó hacia la puerta:

—No se preocupe. Piénselo bien. Veré qué puedo hacer.

Tenía la mala costumbre de no aparecer por la casa nada más que a primeros de mes para cobrar porque, por más que le insistí en que se domiciliaran los pagos en el banco, siempre se negó. Estaba claro que no le interesaba que se conocieran sus ingresos por alquilar una casa vieja y abandonada de la que estaba obteniendo pingües beneficios.

Me sentí mejor sólo de pensar en una vivienda nueva y sin visitas tan desagradables. En cuanto salió de allí me puse a recoger mis enseres apartando, eso sí, algún que otro insecto de aquellos que encontraba por todos lados. Sobre todo por la noche.

Pasé el resto del día en la calle de un lugar a otro. En aquel maldito pueblo ni siquiera había un bar normal o cualquier otro lugar de ocio donde conocer a gente, evadirse, charlar… A veces, por sentirme tranquilo y en un lugar limpio, entraba en la iglesia y pasaba allí un buen rato meditando. Ese día, antes de la hora, pensando en madrugar para recoger todo lo antes posible, me fui a la cama tranquilo; como si ya no me importase sentir un cierto cosquilleo recorriendo mi brazo en la oscuridad.

Al amanecer, cuando comenzó a entrar algo de luz por la ventana, me levanté decidido, me duché mirando al frente y me puse ropas cómodas. Comencé a ignorar cualquier cosa que me pareciera ver moverse con el rabillo del ojo.

Casi a medio día, cuando me disponía a dar unos paseos por aquellas calles solitarias, llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —pregunté sin abrir y sin asomarme a la mirilla.

—Soy Eloy, don Armando —respondió una voz muy agradable—. El hijo de don Rufino. ¿Puede abrirme?

Antes de que dijera nada más, una curiosidad inmensa me sacudió de arriba abajo. Me gustaba aquella suave y tímida voz joven y tuve una gran curiosidad:

—Pasa, pasa, Eloy. Te envía tu padre, ¿verdad?

—¡No! —pareció sentirse descubierto—. He venido yo…

—Ya lo veo —contesté con paciencia abriéndole la puerta a aquel joven atractivo que, muy de lejos, podría parecerse a su padre.

—Con permiso —musitó al entrar—. Espero que no le moleste.

—No lo sé, chaval —fui claro—. Si me dices qué te trae por aquí, mejor. Siéntate.

—Verá… —balbuceó mientras tomaba asiento a la mesa frente a mí—. No quiero que me relacione con mi padre… Bueno… —me pareció muy indeciso y esperé a que continuase—. Anoche llegó a casa echando chispas. Yo pensé que era cosa de su trabajo, pero no. ¡Hablaba de usted!

—¿Y eso tiene algo que ver con esta visita? Para empezar, prefiero que me tutees. Tienes unos veinte años, si mi ojo no falla…

—Más o menos —entrelazó las frases con unas risitas nerviosas—. Usted… Tú eres como un cliente… de mi padre y…

—Vamos, sé claro, Eloy. ¿Qué te trae por aquí? No me molestas.

—No vengo de parte de mi padre a solucionar nada, de verdad —me pareció preocupado—. ¿No me conoces?

—Pues no —empezaban a extrañarme sus palabras.

—Has ido algunas veces a la parroquia y yo siempre estoy allí.

—Es cierto —respondí despreocupado—. Si te digo la verdad, he ido varias veces a la iglesia porque en este puñetero pueblo no hay un sitio decente a donde ir. Y eso, más o menos, significa que no he estado pendiente de la gente que me rodeaba.

—Sé lo que pasa en esta casa, Armando —habló con misterio—. Yo no podría vivir en un sitio como este pero, si te vas…

No pude evitar echarme atrás en el asiento y mirarlo casi con espanto. Eloy daba la sensación de ser un chaval muy recatado, tímido y poco sociable. Me miraba con la vista caída, como avergonzado de no sabía qué. Su flequillo de cabellos dorados y revueltos escondía detrás unos ojos penetrantes y como llorosos sobre un rostro casi femenino, de piel rosada y vello invisible, como piel de melocotón. Me pareció entender que no quería que me fuese. La situación comenzaba a ser tensa.

—Espera… —fui hilando sus palabras—. Me dices que tu padre no te envía a solucionar mis problemas y, sin embargo, intuyo que no te interesa que se vaya este inquilino. ¿Es así?

—¡No! —volvió a asustarse—. Yo no he dicho eso. El dinero del alquiler no es para mí. Creo que no me entiendes…

—Pues no, la verdad —intenté ser amable—. En realidad me gusta que hayas venido. Suelo aburrirme en cuanto salgo del trabajo, así que un fin de semana, peor. Tener a alguien con quien hablar ya es algo interesante.

—¿En serio? —pareció cambiarle la voz.

—Sí, en serio. Lo que pasa es que me gustaría saber por qué has venido. ¿No quieres que me vaya, dices?

—Eso digo.

—Pues tendrás que darme razones de peso, amigo. Vivir en esta cuadra llena de bichos no es nada agradable y tu padre parece no tener la más mínima intención de solucionarlo.

—¿Y no puedo ayudarte yo? —preguntó muy interesado.

Si no me hubiese gustado tanto como me gustaba y no me hubiera dado la sensación de que un chavalote cándido y solitario como Eloy había ido a buscarme por algo más que no entendía muy bien, en ese mismo instante le hubiera señalado la puerta de salida. Intenté comportarme como si no tuviese nada que ver con don Rufino:

—¿Sabes algún sitio donde se pueda pasar un buen rato? ¿Te importa que demos un paseo? Iba a salir.

—¡Claro! —reprimió un instintivo impulso que casi lo llevó a levantarse—. ¿No has ido nunca a ver el nacimiento?

—¿Qué nacimiento? —exclamé extrañadísimo—. Es primavera, no Navidad.

Me puse de pie lentamente cuando comenzó a reírse como si le hubiera dicho un disparate y, al verme dar unos pasos, se levantó:

—Me refiero al nacimiento del río —dijo—. ¿Nadie te ha hablado de ese sitio? ¡Es muy bonito!

—Bueno —contesté con seguridad acercándome a él y echándole el brazo por los hombros mientras me miraba incrédulo—. Si es un sitio tan bonito como dices, la gente de este lugar no sabe hacerle publicidad. Si no está demasiado lejos, me gustaría verlo. Si vamos a tardar mucho…

—¡No, no! Está bastante cerca. ¿Vamos?

—¡Claro!

Tras una corta conversación, casi surrealista, con el hijo del casero, me vi dándole varias vueltas a la llave del portón para acompañarlo al nacimiento del que hablaba. Me fui con el mozo de pueblo que no parecía serlo y al que le preocupaba que me fuera.

Le hice algunas preguntas mientras nos encaminábamos hacia las afueras para conocerlo un poco más y me preguntó todo aquello que quería saber de mí: qué hacía yo en aquel pueblo, por qué alquilé aquella casa, por qué estaba siempre solo… En algún momento, cuando me habló con aquella mirada insinuante y retraída a la vez, mi mano resbaló casi inconscientemente por su espalda y se paró en su cintura. No pareció importarle:

—Entre las rocas que hay allí arriba —dijo—, encontraron una vez a una muchacha enferma. La gente del pueblo dice que estaba ahogándose. No podía respirar. Cogieron agua de la cueva, le dieron de beber, y se puso buena. Se quedó a vivir en el pueblo y ha muerto muy viejecita hace poco.

—No parece una leyenda, Eloy. Si ha muerto hace poco, habrá contado ella misma lo que le pasó.

—Así es —dijo entusiasmado—. Ella decía siempre que había olvidado toda su vida y se encontró allí perdida.

Como la historia, a pesar de ser muy interesante, empezó a ser un poco larga, mi mano bajó un poco más de su cinturón quedando colgada del pulgar sobre una de sus nalgas. Se detuvo, me miró sorprendido y, cuando creí que iba a salir corriendo, me sonrió y colocó su mano en similar postura; sobre mi culo, desde luego.

—¿Queda muy lejos eso? —le pregunté casi en susurros.

—No, no —susurró también tirando de mi brazo y cogiéndome de la mano para acelerar el paso—. ¡Vamos más rápido!

Podría haber pensado otra cosa, pero Eloy estaba acariciando mi muñeca mientras caminaba tirando de mí y volviendo la cabeza de vez en cuando para sonreírme. Pocas dudas podía tener de sus intenciones si había estado fijándose en mí cuando acudía a la parroquia y fue a visitarme al saber que pensaba irme.

—No corras tanto, tío —dije jadeando y parándome a respirar—. Si me sigo asfixiando así, voy a acabar como esa chica que encontraron ahí arriba. A lo mejor es eso lo que pretendes —bromeé.

Él no estaba bromeando. Nada más lejos. Se acercó a mí, observó cómo respiraba, miró alrededor y me besó levemente los labios:

—¡Ven!

Volvió a tirar de mi mano sin correr tanto y entramos por una vereda que parecía poco transitada, hasta llegar a un pequeño prado de hierba fresca, rodeado de árboles y con una cueva al frente que cubría una pequeña laguna. Acercándonos a una suave pendiente que había a un lado, se dejó caer sobre una alfombra de verde mullido tras unos frondosos matojos y tiró de mí. Caí a su lado y sentí humedad en la espalda. Antes de que pudiera decir nada, puso su mano sobre mi muslo, apretó un poco jadeando sensualmente y me miró con lujuria. No iba a resistirme ante aquella oferta clara. Puse mi mano en su cuello y tiré de su cabeza para besarlo despiadadamente.

Durante aquel beso largo y apasionado, movió su mano buscando algo duro entre mis piernas, lo halló y comenzó a menearlo. No pensaba dejarlo llevar la iniciativa, así que busqué su cinturón, lo fui aflojando y tiré de sus pantalones para meter la mano.

—¡Espera! —dijo incorporándose—. Puedes quitarte la ropa. No va a venir nadie.

—¡Por supuesto! —exclamé—, aunque creo que estaríamos mejor en casa, ¿no crees?

—Ahora no —comentó sin dejar de abrirse la ropa y dejándome ver poco a poco su cuerpo—. Otro día.

Lo único que hicimos fue bajarnos los pantalones y remangarnos las camisas. Echados otra vez sobre la hierba húmeda, continuamos acariciándonos cada vez con más deseos, hasta que lo empuje para echar todo el peso de mi cuerpo sobre el suyo.

Gemía como si no hubiera follado en su vida y, por supuesto, no podía disimular que había deseado hacer aquello conmigo desde mucho antes.

Dejé de moverme un instante, esbocé una sonrisa y me arrastré hasta tener su polla a pocos centímetros de mi boca. Era magnífica. Por supuesto no era la primera vez que veía una a esa distancia, pero no tan bonita como aquella. Rosada como los mofletes de su dueño, algo gruesa y bastante larga, me estaba invitando a comérmela. Sentí un golpe en la cabeza. Estaba tirando con su mano para que empezara; y eso hice. Tiré del prepucio para dejar el glande rojizo a la vista, lamí el dulce que fluía de su punta y deslicé mis labios envolviéndolo y tragándolo como manjar de los dioses.

—Armando —tartamudeó—. ¡No te vayas, por favor!

Si seguía diciendo cosas como esas me iba a cortar el rollo. Me estaba dando la sensación de que hacía todo aquello para que no abandonase la casa. Sí, era una idea descabellada, por supuesto y, sin embargo, me impedía seguir:

—Espera un momento, Eloy. Espera —hablé despacio y procurando no darle la sensación de estar enfadado—. ¿Haces esto para que no me vaya?

—¿Qué? —preguntó aterrado, asomando en su rostro un gesto de sentimiento, y se echó a llorar.

¿Qué había hecho? O había descubierto un plan extrañamente maquiavélico o acababa de destrozar a un cándido inocente que me deseaba algo más de lo que imaginé. Caí sobre él acariciándolo y me sentí culpable de haber destrozado lo que podría haber sido una bonita amistad:

—Perdona, Eloy —musité en su oído—. No sé lo que digo. Estos días los he pasado muy mal.

No respondió. Se movió un poco y se colocó de costado ocultando su llanto entre las manos. No. Esa idea de que el hijo del dueño de la casa fuera a visitarme y a hacer tales cosas conmigo para que no dejara la casa, era bastante ridícula. Eloy estaba llorando por otra cosa, era evidente, así que empujé su cadera despacio para que se pusiera bocabajo, comencé a besar su cuello con cuidado y coloqué mi polla entre sus nalgas:

—¡Qué lástima me doy! —dije—. No sé cómo he podido ser tan cruel como para llegar a pensar esas cosas. No estoy aquí contigo porque sí, sin más. ¡Me encantas!

Volvió la cabeza casi instantáneamente y, con la mirada clavada en mis ojos y el rostro lleno de lágrimas, fue balbuceando frases:

—Yo no soy mi padre. Ni siquiera es mi padre. Es mi padrastro. Sólo quería estar contigo un rato antes de que te fueras; aunque me hubieras mandado a la mierda.

—Bueno —casi me quedé sin palabras—. Ahora eres tú el que deberías mandarme a la mierda. Estás en tu derecho. Me lo merezco por imbécil, creo.

—No —habló claro y sin rodeos—. Tómalo como quieras. No voy a mandarte a la mierda. Lo único que me gustaría es estar contigo; si no te importa. Cuando te vayas… Se acabó.

Preferí no articular ni una sola palabra más. Apreté mi cuerpo contra el suyo y, cuando siguió gimiendo, abrí sus nalgas, busqué su culo posiblemente sin estrenar e intenté penetrarlo despacio. Se quejó y tembló como si le clavaran agujas. Me incorporé un poco y tiré de él para que quedase bocarriba mirándolo con todo mi deseo. Tiró de mi cuello y nos besamos durante mucho tiempo. Estaba disfrutando algo que, posiblemente, no había probado jamás y que iba a perder para siempre.

Me la cogió, apretó y comenzó a masturbarme moviéndose poco a poco. Se escurrió bajo mi cuerpo para lamérmela y chupármela sin mucha destreza. No pude aguantar mucho aquella situación y, aunque le pedí que parase porque me iba a correr, siguió lamiendo. Caí sobre él agotado, se la cogí y la fui moviendo lentamente; para que el placer le durase mucho. Cuando aparecieron los estertores, tapé su boca con la mía hasta que se separó para dejar escapar un grito.

—¡Claro que sí, Eloy! ¡Claro que sí! Quiero estar contigo todo el tiempo que pueda.

—Tengo la solución —dijo susurrando.

—¿La solución? ¿Qué solución?

—Has alquilado la casa equivocada, Armando. ¿Te quedarás si te busco una bonita?

Asentí. Terminado el trabajo, ya cerca de las Navidades, volvía a mi casa en la ciudad recordando aquellos momentos. Eloy se ríe todavía cuando nos acordamos.