El carpetero de la ONG
Nunca hacerse socio de una organización humanitaria fue tan placentero
Esta mañana, como cada sábado, decidí aprovechar el café de después del desayuno para ordenar el correo de la semana y guardar los recibos y facturas en sus archivadores correspondientes. Es lo que tiene mi trabajo. A fuerza tener cada papel en su sitio en la oficina, no me queda más remedio que ser ordenado también en casa. Entre las cartas, me encontré el recibo del mes de Médicos Sin Fronteras y, tal y como me sucede todos los meses, no pude evitar que se me pusiera dura al recordar cómo me lo pasé con el chaval que me hizo la ficha de socio.
Ocurrió hace ya casi cuatro años. En esa época los carpeteros de Cruz Roja, Oxfam o Acnur ya invadían las principales calles de mi ciudad a la caza de incautos que acabaran sucumbiendo a sus rollos y convirtiéndose en socios de la organización. A mí nunca me ha parecido muy sensato darle mi número de cuenta a un desconocido en plena calle. Si no había caído en sus redes cuando apenas tenía dinero, menos iba a hacerlo en aquel momento, que acababa de ganarme una Primitiva y los cuatro millones y pico de euros del bote fueron directos a mi cuenta corriente.
De hecho, después de ingresar el premio me hice socio de un buen puñado de organizaciones no gubernamentales, que tal y como estaba y sigue estando la cosa cualquier ayuda que reciban es poca, pero siempre fui a sus oficinas o me uní a través de sus webs. Sólo caí en la trampa con Médicos Sin Fronteras, pero es que después del polvo que nos pegamos, aquel chaval se merecía que le rellenara no una, sino dos o tres fichas de socio.
Me había tomado el día libre para cancelar la hipoteca del piso y visitar unos cuantos concesionarios para buscar un coche nuevo. Cuando acabé los trámites en el banco aún era bastante pronto, así que decidí ir dando un paseo hasta una cafetería cercana a tomar algo. Tres chalecos rojos de Médicos Sin Fronteras, portados por tres jóvenes con sus respectivas carpetas, se interponían en mi camino. Mientras me acercaba a ellos, pensé en qué excusa poner a la chica que iba a abordarme para no pararme a escuchar su rollo.
No sé si os habréis fijado, pero siempre ocurre así. Van en grupos de tres o cuatro y las chicas siempre abordan a los hombres, mientras que los chicos se encargan de las mujeres. Y, además, siempre buscan el contacto físico. Tocarte un brazo, por ejemplo. Técnicas de venta.
Sin embargo, cuando creía que iba a tener que enfrentarme a una de aquellas dos chicas, que eran bastante monas, por cierto, fue el chaval quien, aparentemente bastante decidido, se separó de sus compañeras, directo hacia mí. No sé qué me sorprendió más. Si el cambio de táctica o el maromo que se me acercaba: alto, delgado, rubio y no más de veinte o veintiún años. Pero lo cierto es que ese momento de duda le sirvió para que cayera en su trama.
Muy nervioso, intentó soltarme todo ese rollo que les obligan a aprenderse. Luego me contaría que trabajan con objetivos y, a pesar de hacerlo para una ONG, la presión que soportan es muy fuerte y su trabajo siempre pende de un hilo. En aquel momento me dijo que había venido a estudiar a la Universidad desde otra provincia, pero las cosas en casa no iban económicamente muy bien, por lo que tenía que buscarse la vida para complementar una exigua beca y poder pagarse la carrera de Medicina. Por aquellos días estaba a punto de cumplir el periodo de prueba y necesitaba conseguir un socio más para que su jefa, que era una arpía, no pudiera echarlo alegando que no lo había superado. Para lograrlo, sus compañeras lo habían animado a que se lanzara a todos los objetivos potenciales.
Aquel mocoso, como si hubiera olido que estaba podrido de dinero, estaba jugando la carta de la pena conmigo y, lo peor de todo, era que estaba alcanzando su objetivo. Con su carita de niño bueno, su lacrimógena historia y un cada vez más descarado coqueteo, Martín, que es como se había presentado, estaba a punto de convencerme de que me hiciera socio de Médicos Sin Fronteras en plena calle.
Sin embargo, yo no estaba dispuesto a rendirme tan fácilmente y, ante la evidencia de que parecía que Martín había visto en mí algo más que mi cartera –no es por presumir, pero mis sesiones de running y las tres tardes semanales de gimnasio estaban empezando a dar sus frutos–, decidí que yo también podía sacar algún beneficio de aquella situación que cada vez se volvía más morbosa. Así que decidí hacerme un poquito el duro. Hacía mucho que no me tiraba a nadie, por lo que si me salía bien, podría acabar follándome a un ejemplar jovencito que no estaba nada mal. En caso contrario, mis datos personales seguirían tan a salvo como antes.
–La verdad es que llevo un tiempo pensando en hacerme socio, pero tengo por norma no dar mis datos personales en plena calle. Lo siento. –Su cara comenzó a cambiar hacia la decepción–. Además, es que no me sé mi número de cuenta y no lo llevo encima.
–Eso no es un problema –insistió–. Yo te hago la ficha y, después, te llaman de la central para comprobar que los datos son correctos y pedirte el número.
–No sé –seguí remoloneando–. Quién me asegura a mí que esa llamada es de verdad de Médicos Sin Fronteras y no de alguien que quiere estafarme.
–Es que si no lo hacemos así no me pagan… –Martín parecía empezar a desesperarse tanto que comenzaba a darme pena de verdad.
–Te propongo una cosa. Ven esta tarde a mi casa y te doy directamente el número. Así, cuando me llamen sólo tendré que decir si es correcto o no. –La excusa era una tontería, pero pareció funcionar.
–Esta tarde tengo clase y no salgo hasta las siete y media.
–No te preocupes. Yo tengo cosas que hacer y llegaré a casa sobre esa hora. Además, así no tendremos prisa. Mañana es sábado y no trabajo e imagino que tú no tendrás que ir a la Universidad.
–Pensaba dedicar la mañana a estudiar anatomía. –Eso, junto a la sonrisa pícara que se le había dibujado, confirmaba que mi plan había funcionado.
–No te preocupes –insistí–, que eso también lo puedes hacer conmigo. Ya sabes dónde vivo y cuál es mi teléfono –dije señalando hacia la carpeta en la que tenía la ficha que acaba de rellenar con mis datos.
–Pues allí nos veremos.
Nos estrechamos la mano y yo seguí mi camino. Él prácticamente corrió hacia donde esperaban sus compañeras para contarles con pelos y señales que acababa de ligar y que se murieran de la envidia. No me giré, pero estoy seguro de que, mientras me alejaba, ninguno de los tres dejó de mirarme el culo.
A las ocho menos cinco el sonido del telefonillo me pilló recién salido de la ducha. Al final me había entretenido en el último concesionario que visité estudiando los extras de un modelo que me interesaba y se me había hecho algo tarde.
–¿Edu? Soy Martín. –La voz sonaba nerviosa, como si no estuviera muy seguro de lo que estaba a punto de pasar.
–Sube. Acabo de salir de la ducha, así que no te asustes cuando te abra la puerta –bromeé para intentar relajarlo, pero cuando descubrí la cara que puso al verme me di cuenta de que en realidad lo había puesto mucho más nervioso y algo, además, comenzaba a crecer debajo de aquellas bermudas vaqueras.
La verdad es que no era para menos. El espectáculo que se encontró habría descolocado a cualquiera. Un tipo de treinta y pocos, con los músculos de pecho y abdomen definidos por el deporte, aunque sin exagerar, y unas piernas esculpidas por las carreras y con sólo una toalla anudada a la cintura detrás de la puerta deja muy poco a la imaginación.
–Pasa y siéntate. Me visto y enseguida estoy contigo –le dije, mientras le señalaba el camino al salón. En ese momento decidí que no iba a andarme con preámbulos–. A no ser que prefieras que me quede así… O que me quite la toalla.
Cuando creía que con ese acto de chulería irreflexiva había metido la pata, Martín reaccionó de la última forma que habría imaginado. Alargó una mano hasta mi cintura y tiró de la toalla. Esta cayó al suelo y mi polla saltó como un resorte.
–Me habías invitado para estudiar anatomía –dijo–. Así que voy a examinar la que tengo delante.
Nada más decir eso, sus manos comenzaron a recorrerme el pecho, amasando los pectorales y jugando a pellizcar o mordisquearme los pezones, lo que me provocaba auténticos calambrazos de placer en mi ya más que dura polla. Poco a poco, fue bajando las manos por mis abdominales, donde se entretuvo, al igual que en el pecho, en jugar con los pelos que ese día no me había recortado y, cuando me agarró el miembro, que empezaba ya a reclamar atenciones, se amorró a mis labios y nuestras lenguas comenzaron una particular lucha por invadir la boca del otro.
Entretanto, mis manos tampoco se habían quedado quietas y, si mientras se dedicaba a mi pecho y abdomen había logrado sacarle la camiseta, dejando a la vista un cuerpo delgado y lampiño, ahora compaginaba el beso con la siempre placentera tarea de desabrochar el cinturón que sujetaba sus bermudas vaqueras y dejar caer estas, para disfrutar de la visión de un apetecible bulto escondido tras unos slips de marca, pero algo desteñidos por el uso.
Con un gran esfuerzo, conseguí separarlo de mi boca y, dejando toda la ropa tirada en medio del salón, lo arrastré hasta mi habitación, donde lo empujé de espaldas sobre la cama para deleitarme contemplando ese cuerpo juvenil que estaba a punto de ser todo mío.
Martín intentó incorporarse. Quería volver a adueñarse de mi polla.
–Todavía no, campeón. –Puse una mano sobre su pecho para impedírselo y, con la otra, empecé a masajearle el paquete por encima del calzoncillo. Tenía la polla dura como una piedra. Era hora de subir un poco más la temperatura, por lo que, antes de liberar aquel pedazo de carne que luego vería que medía unos dieciocho centímetros, me arrodillé ante su entrepierna y comencé a lamerlo por encima de la tela, que ya estaba mojada de líquido preseminal.
El chaval no dejaba de suspirar, mientras su capullo latía bajo la licra del calzoncillo, así que no quise hacerlo sufrir más y tiré con los dos manos del tejido elástico que aprisionaba su miembro. Él levantó un poco las caderas y la prenda se marchó recorriendo sus muslos y pantorrillas hasta caer al suelo, mientras su polla, ya libre de su prisión, quedaba recta como un mástil apuntando al techo y rogando que me la metiera en la boca. Cosa que no tardé en hacer, provocando que Martín se estremeciera de placer cuando tiré hacia abajo de la piel y el sensible glande, recién liberado, entró en contacto con mi lengua.
Notar ese sabor salado que tanto me gusta fue la señal que necesitaba para empezar a succionar en busca de más, mientras la respiración de Martín, completamente abandonado al placer que sentía, se aceleraba una y otra vez. Alteraba lametones a lo largo del rabo con juegos de lengua alrededor de sus cojones y mamadas profundas; lo tenía constantemente al borde del orgasmo y completamente rendido a mí, lo que aproveché para untarme algo de lubricante en los dedos y, después de separarle las piernas, comenzar a jugar en la puerta de un ano que recibía mis caricias palpitando de placer.
–¡No aguanto más! –gritó–. ¡Fóllame de una vez!
Sin embargo, yo no estaba dispuesto a renunciar tan pronto a esa placentera tortura que, por otra parte, me tenía también a mil. Simplemente, cambié de postura. Subí a la cama y, mientras seguía comiéndole la polla y jugando con mis dedos en su culo, fui girando, hasta que su cabeza quedó en medio de mis piernas y mi miembro, directamente al alcance de su boca. No se lo pensó dos veces y, de una tacada, se metió mis quince centímetros de polla hasta el fondo, lo que me sorprendió, porque, aunque no es muy larga, sí que la tengo bastante gruesa y, hasta ese momento, nadie había conseguido engullirla tan fácilmente a la primera.
Sentir el calor de su boca en mi polla, las atenciones de su lengua en mi capullo, cabezón y circuncidado, y el sabor de su polla en mi propia boca, mientras, con los dedos, jugaba a estimular su próstata para exprimirle todo el líquido preseminal que pudiera me estaba volviendo loco. Si seguía así, no iba a tardar mucho en correrme y la noche todavía era joven. Era el momento de cambiar de táctica.
Me incorporé, abandonando su entrepierna y provocando que mi miembro saliera de su boca, lo que generó un conato de protesta en Martín, que sofoqué volviendo a invadir su boca con la lengua, sólo para comprobar que sabía a mí. Después, cogí un condón de la mesilla y, sin que hiciera falta que le dijera nada, se puso de rodillas sobre el colchón e inclinó el cuerpo hacia adelante, ofreciéndome paso franco hacia su ano que, dilatado por el trabajo de mis dedos, no dejaba de abrirse y cerrarse, invitándome a invadirlo. Cosa que me dispuse a hacer nada más enfundarme el condón y embadurnarlo con abundante lubricante.
Coloqué la punta de mi polla en su agujero y, a pesar de que, como ya he dicho, la tengo gruesa y algo cabezona, apenas un poco de presión bastó para que el capullo atravesara su esfínter sin encontrar ninguna resistencia. Cuando me disponía a esperar a que su culo se acostumbrara al grosor de mi rabo, Martín se incorporó y de un sólo empujón hacia atrás se la clavó hasta el tronco en medio de un grito, mitad de dolor, mitad de placer. Pasé mis brazos alrededor de su cintura y lo abracé con fuerza contra mí, para evitar que se moviera. Esa forma de empalarse me había causado tanto placer que cualquier otro movimiento habría hecho que me corriera al instante.
Necesitaba serenarme un poco y, hasta entonces, jamás había experimentado tampoco lo endiabladamente complicado que es hacerlo mientras tienes la polla clavada hasta el fondo en un culo que no deja de palpitar, suplicando que lo folles salvajemente. No ceder a la tentación y vaciarme en ese mismo instante, ha sido una de las torturas más placenteras a las que jamás he tenido que enfrentarme. Por suerte, en unos minutos que –para bien y para mal– me parecieron horas, esa urgencia pasó y pude dedicarme en cuerpo y alma a follarme ese culo como si no hubiera un mañana.
Durante no sé cuánto tiempo me dediqué a alternar penetraciones lentas y profundas con un mete y saca más frenético, mientras mis dedos jugaban con sus tetillas o masajeaban lentamente su rabo tieso. Con cada embestida, Martín temblaba y pedía más y más, borracho de un placer que estaba dejándolo sin las fuerzas necesarias para mantenerse a cuatro patas. El sudor corría por mi pecho y caía sobre su espalda, formando pequeños charquitos al final de su columna vertebral. El calor iba en aumento, al igual que el olor a sexo que invadía la habitación.
Cuando vi que las piernas de Martín comenzaban a fallar y no era ya capaz de mantener su apetecible culo erguido, le di la vuelta y tiré de él hasta dejar sus prietas nalgas en el borde de la cama. Apoyé sus piernas en mis hombros y volví a clavársela de una estocada en su ya más que dilatado ano.
Ahora podía ver su cara y estaba descompuesta por el placer. Como que ya no necesitaba las manos para sostenerse, intentó masturbarse, pero se lo impedí. Me encantaba verlo rendido a ese sufrimiento que provoca estar al borde de correrse y ser incapaz de lograrlo. Mientras le sujetaba los brazos a ambos lados del cuerpo, me incliné hacia delante y volvimos a besarnos.
–¡No aguanto más! ¡Necesito correrme! –suplicaba sin dejar de gemir, pero yo continuaba impasible mi lento mete y saca sin hacer caso a sus ruegos.
En el momento que su cara alcanzó la expresión de encontrarse ya al límite de su resistencia, decidí que era hora de premiarlo con un orgasmo que recordara durante meses. Con algo de tristeza me salí de su interior y volví a agacharme entre sus piernas para finalizar la mamada con la que había empezado aquel juego hacía ya más de una hora y media. Dos de mis dedos sustituyeron a mi miembro y, mientras trabajaban en su próstata, mi lengua no dejaba de acariciar su glande y capturar todo el líquido preseminal que manaba de él como si de una fuente se tratara.
Un temblor que recorrió todo su cuerpo, unido al aumento de la rigidez de su polla, si es que eso era posible, me indicó que estaba a punto de correrse. Me la saqué de la boca y empecé a meneársela con fuerza, mientras aumentaba la intensidad del masaje que aplicaba a su próstata.
–¡Me corro, me corro! –fue lo único que pudo gemir antes de que dos trallazos de leche salieran disparados de su polla, pasaran por encima de su cabeza y se estrellaran en el cabecero de la cama. Los dos siguientes aterrizaron en su cara y el resto sobre su pecho y, finalmente, mi mano, que no había dejado de recorrer su miembro mientras se corría.
Martín no dejaba de estremecerse y de sus ojos brotaban lágrimas de placer. En aquel momento era incapaz de controlar cualquier función de su cuerpo. Poco a poco, su respiración se fue normalizando, pero él seguía en estado de shock. Yo, en cambio, seguía con la polla dura como una piedra, así que me puse de pie y me quité el condón, con la intención de masturbarme hasta correrme sobre su pecho, algo que, dado lo caliente que estaba, no iba a tardar mucho en suceder.
Sin embargo, me pidió que no lo hiciera. Acababa de provocarle un orgasmo brutal y quería devolverme el regalo, así que hizo que me recostara en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero. Se tendió boca abajo entre mis piernas, abiertas y estiradas, y empezó a mamármela muy despacio. Acompañaba los movimientos de su boca con una mano, por lo que muy poco después de empezar me tenía ya al borde del clímax. Le avisé de que me corría, pero no paró de chupar. Con la mano que hasta entonces tenía libre me agarró de los huevos y, suavemente pero con firmeza, tiró de ellos hacia abajo, mientras con la otra y la boca continuaban recorriendo mi polla.
Aquello era superior a lo que podía aguantar y, aunque traté de retrasar el momento todo lo posible, al final tuve que ceder a lo que me pedía el cuerpo y acabé como tenía que acabar: corriéndome como un caballo. Gemí y grité como hacía mucho tiempo que no lo hacía mientras me vaciaba en su boca. El semen le chorreaba por las comisuras de los labios, pero Martín no dejaba de succionar y mi rabo continuaba expulsando más y más leche. No sé cuánto tiempo duró aquello, pero fue uno de los orgasmos más largos e intensos que recuerdo. Estoy convencido de que me faltó muy poco para perder el sentido.
Martín siguió jugando unos minutos más con mi polla en su boca, hasta que perdió gran parte de su rigidez y tamaño. En ese momento me dejé caer hasta quedar acostado y él subió su cabeza para recostarla sobre mi pecho.
–¿Te ha gustado? –me preguntó, poniendo cara de niño travieso que busca la aprobación de un adulto para lo que acaba de hacer.
–Ha sido impresionante. –La sonrisa de agradecimiento con la que recibió la respuesta me enterneció. En el fondo, y a pesar de la seguridad y lascivia con la que había actuado durante toda la noche, no era más que un chaval que todavía tenía mucho que experimentar en torno al sexo.
Permanecimos un rato tumbados y luego fuimos a la ducha. Allí, nos enjabonamos mutuamente, dejando que el agua caliente se llevara los restos de semen y sudor que atestiguaban lo que acababa de pasar en el dormitorio. Quise que se quedara a cenar y a pasar la noche, pero declinó la oferta. Mañana tengo muchas cosas que hacer y ya he estudiado suficiente anatomía por hoy, argumentó mientras se vestía.
Lo despedí en la puerta, cubierto sólo por la misma toalla que llevaba anudada a la cintura cuando llegó. Al pasar por la cocina cogí una cerveza del frigorífico y volví al dormitorio. Cambié las sábanas, que aún olían a nosotros y me tumbé en la cama. Tomé un largo trago de cerveza y suspiré recordando todo lo que acababa de suceder entre aquellas cuatro paredes. Solté la toalla y comencé a pajearme lentamente.
No sé por qué, mientras me masturbaba caí en la cuenta de que, con todo el lío, al final había olvidado darle mi número de cuenta para que terminase de rellenar la ficha y Martín tampoco me lo había pedido. Si quería que mi alta de socio fuera efectiva no le iba a quedar más remedio que volver a venir a casa. El pensamiento de lo que podría pasar en esa segunda visita bastó para que me corriera de nuevo. Lo que ocurrió en esa ocasión es materia de otro relato.