El carcelero

Para facilitar la estancia de su padre en prisión, un joven debe "sobornar" al carcelero de una manera muy especial.

EL CARCELERO

Por un serio problema acaecido en la empresa donde trabajaba, mi padre fue a parar a la cárcel. Yo sabía que él era un buen hombre y que, si estaba en problemas, era a causa de su jefe, que ambicioso, corrupto e inescrupuloso, había realizado diversas malversaciones de fondos.

Desde la muerte de mi madre, mi padre y yo vivíamos solos y él había entrado en una gran depresión. Pasábamos por apreturas económicas y creo que eso lo hizo participar en los negocios sucios que le proponía su jefe.

Finalmente, como la pita se rompe siempre por lo más delgado, fue mi padre quien debió ir a prisión, mientras que su jefe se fugó del país, llevando consigo una considerable cantidad de dinero.

Para mi padre, la estadía en prisión era muy difícil. Acostumbrado a los ambientes de personas decentes, sufría al tener que codearse con criminales de toda laya: asesinos, narcotraficantes, secuestradores, etc., quienes por medio del soborno a celadores corruptos, mantenían un ambiente de inseguridad y terror dentro del penal. Si no aceptas lo que los mandamases dicen, estás perdido.

Yo tenía entonces 17 años y acudía puntualmente todos los domingos a visitar a mi padre. Cada vez lo veía más demacrado y deteriorado en su salud, a causa de las penalidades de la prisión. Un domingo, al llegar a verlo, me llevé la gran sorpresa de que estaba lastimado y presentaba varios moretones en la cara. Los matones y perdonavidas lo habíuan atacado.

Acongojado me retiraba al terminar la hora de visita, cuando uno de los guardias, un viejo panzón y de desagradable aspecto, se acercó a mí y me dijo:

  • Si quieres que mejore la situación de tu padre en prisión, ven a verme mañana por la tarde a esta dirección -y me entregó un papelito.

Desconcertado, lo miré, pero él se limitó a guiñar un ojo y se retiró. Todo el resto de la tarde y la noche estuve pensando en lo sucedido. Al día siguiente, decidí firmemente acudir a la cita, para ver que quería aquel hombre. Había oído de que los celadores exigían dinero a cambio de mejores condiciones para los presos, por lo que me sentía incómodo, ya que no tenía disponibilidad de efectivo, como para pagarle una buena cantidad.

Llegué a la dirección indicada, como a media tarde. Apenas llamé a la puerta, el hombre abrió.  Era un hombre de unos 60 años, bastante obeso, calvo y maloliente, un tipo que daba asco nada más verlo. Vestía una camisa que no se sabía si era gris o beige, abierta a la altura del ombligo, porque ya no le cerraba y de los botones de arriba salían unos pelos canosos largos que daban grima. Los pantalones le caían y, en la cintura, le asomaban unos calzoncillos que en su día habrían sido blancos. Usaba unas sandalias viejas y su calva (me sorprendió, porque hasta entonces siempre lo había visto con gorra) estaba provista de poco pelo, canoamarillento.

Me hizo pasar y dijo llamarse Antonio. Sin rodeos, fue al grano: si yo quería que mi padre tuviera una estadía tranquila en prisión, sin molestias ni agresiones, yo tendría que acceder a sus deseos.

Como aún no comprendía lo que él quería, se acercó con un gesto de impaciencia y colocándose detrás mío, su cuerpo se apretó contra mi culo y, para mi sorpresa, noté sus dedos gordos y torpes agarrarme el pene por encima de los pantalones. Me quedé sin respiración y lleno de extrañeza. ¿Cómo osaba hacer una cosa así aquel viejo? El hombre me agarró firmemente el pene, que ya estaba comenzando a palpitar. Le pregunté con un susurro qué hacía y por toda respuesta, comenzó a dar masaje a mi miembro. Yo, en vez de quitarme, que es lo que mi cabeza me dictaba, me quedé quieto, sintiendo aquella mano sobar mi verga, mientras que con la mano izquierda, me frotaba el culo.

  • ¿Bien -preguntó-, qué respondes?

Yo estaba petrificado y él subió su mano derecha y, maniobrando con agilidad, destrabó mi cinturón y me bajó el cierre de cremallera. Metió su mano por mi bragueta y el masaje se hizo más intenso. Mis pantalones cayeron al piso, deslizándose a lo largo de mis piernas.

Su mano izquierda se apoderó de una de mis nalgas, y sus dedos hollaron en la hendedura en medio de mis nalgas, buscando la abertura de mi ano.

  • ¿Bien -insistió-, qué me dices?

Uno de sus dedos regordetes hizo presión en mi culito, tratando de penetrar. Abrí las piernas, al tiempo que susurraba que era virgen y podría hacerme daño. Por toda respuesta pasó el dedo a lo largo y ancho de mi ano, provocándome una fuerte excitación.

Antonio, con la mano derecha, y al ver que yo no me quitaba, comenzó a masturbarme con fuerza la verga, que ya tenía erecta.

Aquello era demasiado, un tipo que olía a demonio, asqueroso, de lo peor, me estaba metiendo un dedo en el culo descaradamente, al tiempo que me masturbaba el pene y notaba un bulto cada vez más gordo pegado a mis nalgas.

  • ¡Estoy esperando tu respuesta! -dijo en forma imperativa.
  • Bueno... yo...
  • Te garantizo que tu padre estará bien, siempre que me pagues puntualmente la cuota que te estoy pidiendo. Tengo libres los lunes de cada semana y, entonces, te quiero tener aquí en las tardes.

Me sentía lleno de angustia, de miedo y, sobre todo, de una cachondez para mí entonces desconocida, al tiempo que sentía su dedo cada vez más adentro de mí.

Sin esperar mi respuesta, me dio vuelta, me despojó violentamente de la camisa y se avalanzó contra mí, apoyándome contra uno de los sillones. Entonces pense que, si me oponía, de todos modos sería violado y todo sería mejor sin violencia. Además, tal vez mi padre la pasaría mejor. Así pues, me dejé hacer.

Me metió la lengua en la boca y habría vomitado si no hubiese sentido otra vez aquellos ágiles dedos trasteandome mi pene palpitante. En vez de eso, jadeaba en su boca como una puta cualquiera y me entregaba a aquella sucia caricia que comenzaba a saberme a gloria.

Despegando entonces su boca de la mía, babeando, jadeando y rojo de la tensión, me tomó en sus brazos y comenzó a besarme las tetillas. El tipo sudaba como un pollo y gemía como un cerdo. Se abrió la bragueta e intentó poner su verga en contacto con la mía, pero no pudo, ya que la barriga le caía casi hasta las piernas.

Se levantó la parte colgante de su panza y pude verle el miembro. Era una verga gorda, amoratada, que aún no estaba del todo dura, con unos huevos gordos y colgantes, que me parecían de burro.

El sólo pensar en tocarlo era asqueroso, pero me sentía fuera de mí, y sin que él lo pidiera, lo toqué. Nada más al notar el tacto de mi mano, su verga creció hasta ponerse inmensa y gorda y me aterré.

Aquello me causaba miedo, pero me estaba poniendo tan excitado, que ya no quería salir de allí. Estaba dispuesto a someterme a sus deseos. Se abrazó a mí me apretó con fuerza, notando que yo estaba temblando. Me acarició, al tiempo que me decía que lo mejor estaba por venir, que no tuviera miedo, que iba a acariciarme como nunca me lo habían hecho y así era, porque a mí nadie me había acariciado antes. Ya lo había dicho: era virgen.

Siguió besándome con su lengua llena de babas, repugnante. Tenía que tragar mucha saliva de aquel tipo, que yo trataba sin éxito de escupir, pero como me daba más se me acumulaba en mi boca. Estaba lleno de contradiciones. Que me tocara el pene, me gustaba; que me besara, no. Que me llenara de su baba, tampoco, pero tocarle su verga me excitaba.

Continué haciendo ambas cosas, hasta que él me llevó al sofá. Entonces, pude ver que la casa estaba muy desordenada, llena de ropa sucia por el suelo y olía a pocilga, pero a mí me daba igual. Yo estaba en la gloria por las caricias de sus manos y casi desnudo, porque sólo tenía el pantalón y el calzoncillo arrollados en mis tobillos. Mi culito virgen apretujaba su dedo que trataba de penetrar y me sentía más y más cachondo.

Antes de pensarlo, me ví tumbado en el sofá con las piernas abiertas, entregado, mientras Antonio mamaba con ganas mi pene, sin dejar que me enfriara y transportándome a un paraíso de placer.

Interrumpiéndose, se bajó del todo los pantalones y los calzoncillos. Poniéndose de pie, se acercó a mi cara, y me cogió por la cabeza, obligándome a mamarle la verga.

Lo que sentí cuando me enchufó en la boca, no puedo ni relatarlo. Casi me atraganta. Esa verga olía a orines y me daban arcadas, pero me obligó a mamársela y, dado que el muy cerdo, no dejaba de masturbarme, comencé a mamarle, deseando que siguiera dándome placer.

Para que le succionara mejor, me cogía la mano para levantarle la gran barriga y aún bajo ésta, quedaba un buen trozo de verga gruesa y asquerosa que yo me tenía que meter porque no paraba de ordenarme que me la metiera entera.

Me di cuenta que por momentos, se ponía mas cachondo, hasta que se corrió en mi boca. Un chorro de semen me inundó y hube de tragar para no ahogarme. Gruñendo como un cerdo, estuvo un buen rato lanzándo sus lechadas, hasta que, con un prolongado suspiro, se quedó quieto, a la vez que me obligó a seguirlo mamando.

Lamí sin cesar y, poco a poco, noté que se le ponía dura de nuevo. Mientras yo hacía eso, el tipo se quitó la camisa y una de esas camisetas sin mangas, ya amarillenta del uso, que no se quitó. El olor a sudor era insoportable, pero aquello no había sido suficiente.

Tiró de mis piernas y me las subío a la altura de sus hombros, volvió a subirse la barriga para que yo por mi ano notara su glande rozarme. Al sentirlo, me volvió otro estremecimiento de terror, de solo pensar que aquella verga larga y gruesa iba a penetrar en mí.

El tipo gemía como un cerdo y seguía frotándome y frotándome el pene. Me acercaba al orgasmo, mientras pensaba que estaba allí, con el culo al aire, con las piernas bien abiertas, ante un tipo que ni pagando encontraría una puta. Yo me desconocía.

  • Vas a ver, niño... Vas a ver cómo te meto mi verga y sentirás el mayor de los placeres que tendrás en tu vida.

Me tensé del miedo. Temí que aquello me iba a doler. Comenzó a acariciarme con el glande y volví a sentirme excitado, casi viniéndome del gusto. Entonces, empujó. De pronto, un dolor lacerante me acometió. Grité, y sentí que se desvanecía aquel frenesí.

Antonio estaba tumbado sobre mí, su barriga me presionaba y pesaba como un mueble, su verga estaba dentro de mi ano y era precisamente lo que me hacía daño. Él estaba quieto y susurró que me tranquilizara, que aquello pasaría pronto.

Y así fué. Lentamente, comenzó un metesaca que, aunque al principio fue algo molesto, luego me hizo perder el norte. Su verga entraba y salía cada vez más rápido y fuerte, sus huevos hacían ruido contra mi culo en cada embestida que se me hacía insostenible. Jamás había sentido tanto gusto en mi cuerpo. Yo temblaba, gemía y abría más el culo. Quería sentir toda su verga dentro de mí, quería más, yo mismo me sorprendí pidiéndole eso... ¡y más! El orgasmo me acometió por fin, arrollador, incontenible, maravilloso. Un surtidor de leche brotó de mi pene. Me hizo gozar, como nunca había gozado con la masturbación.

Antonio siguió el bombeo atroz. Aquel hombre estaba lleno de potencia, me daba mucho gusto y sentía tanto placer que, en muy poco tiempo, me sobrevino otro orgasmo. Su verga seguía entrando y saliendo de mí. De pronto, noté cómo palpitaba y, a continuación, un mar de leche inundó mi recto.

Se derrumbó encima mío como un plomo. Aún jadeando y con los ojos en blanco, babeaba y tenía la boca entreabierta. Me lamió todo pero ya, lejos de darme asco, estaba siendo suyo del todo.

Me sacó la verga, bajó mi cabeza y yo la acabé de limpiar.

  • Ya no hace falta que me lave -dijo-, me la has dejado muy limpia. Anda, ponte la ropa y vete. Y ya sabes, si quieres que tu padre esté bien, te espero el próximo lunes.

Me puse la ropa rápidamente. Estaba lleno de leche que me salía del culo y chorreaba piernas abajo cada vez que me movía, lleno de babas del muy cerdo y olía casi tan mal como él.

Sentí algo de verguenza y asco de mí mismo. ¿Cómo pude hacer esto con un gordo de 60 años, que no se aseaba? Llegué a casa pensando en esto, y me metí a la ducha donde, recordando lo sucedido, experimenté una erección, que sólo pude controlar mediante la masturbación.

Pese a todo, me sentí satisfecho. Tal vez de veras estaba ayudando a mi padre y la existencia para él en el penal, sería más tolerable ahora.

En la soledad de mi habitación, recordaba el revolcón con Antonio. Realmente era repugnante la idea de tener aquel oso encima de mí, sudoroso, partiéndome en canal, de aquella manera tan brutal. Pero mi culito, de tan solo recordarlo, añoraba lo sucedido. ¿Qué me estaba pasando? A quello no me gustaba, me repetía a mí mismo que no estaba bien y no se debería repetir, pero cuando pensaba en mi padre o pasaba las manos por mi ano, no podía dejar de pensar en la tarde en la que perdí el virgo en manos de aquel obseso. De todos modos, tendría toda la semana para tomar una decisión.

En esos días, aproveché cada momento para masturbarme, me metía toda clase de objetos en el culo para consolarme y acallar mi sed de ser cogido, pero nada se comparaba con aquella cosota grandota con que Antonio había invadido mi intimidad mas absoluta.

El domingo llegué a la cárcel a ver a mi padre y recibí la agradable noticia de que todo iba mejor y que uno de los celadores, lo trataba muy bien y lo protegía.

  • ¿Quién es? -le pregunté.
  • Es un gordo, llamado Antonio -fue su respuesta.

Aliviado al comprobar que el tipo sí estaba cumpliendo su parte del trato, me dispuse a salir. Ya iba para la calle, cuando escuché su voz hablándome:

  • Espera -dijo con su voz ronca y aguardentosa-, te espero mañana, ¿verdad?

Sentí que los colores se me subían a la cara y él sonrió. Se acercó, poniéndose tan pegado a mí, que tocó mi pene con su mano gorda y ruda. No traté de evitarlo. Por el contrario, alargué mi mano y lo toqué, pudiendo sentir su verga en estado de semi-erección. Por toda respuesta, le sonreí y caminé hacia la salida.

No pude dejar de pensar en el episodio anterior y al llegar a casa, tuve que masturbarme, para calmar mi excitación. Hube de reconocer que, a partir de quel momento, ya no me apetecía nada ir con mis amigos a jugar, o al cine, o a las discotecas. A mí lo que me apetecía en realidad, era revolcarme con aquel tipo y follar con él a todas horas. Aquello me había gustado de veras, aunque no quisiera reconocerlo, y lo disfrazara sólo diciendo que lo hacía por el bienestar de mi padre.

El lunes por la tarde (por fin había llegado), fui a buscar a Antonio a su casa. Vestido con una playera, bermudas y un minúsculo slip que había comprado unos días antes, me presenté ante él.

En cuanto abrió la puerta, comenzó a besuquearme con aquella lengua gorda y viscosa con la que jugueteaba con mi propia lengua sin ningun tipo de pudor. Me puso la mano en el pubis y, abriéndome la bragueta, le ofrecí mi pene con placer. Comenzó a masturbarme, y a restregarse contra mí y, aún con el pantalón puesto, pude sentir su vigorosa erección.

Me tomó en sus brazos y no parábamos de jugar con nuestras lenguas. Tras un largo intercambio de besos, me llevó al dormitorio. La cama estaba desecha, las sábanas amarillentas pero a mí nada me importaba. Se me había ido la cabeza con la calentura. Antonio me arrebató la playera y descorrió el cierre de mis bermudas, dejándolas caer al suelo. Me echó a un lado el slip, dejando al descubierto mi verga erecta, hinchada de ganas de ser saciada y no se hizo esperar. Se arrodilló y sentí su lengua gorda y babosa chupándome el glande. Yo me retorcía del placer y gemía despavorido. Estaba al borde de correrme, cuando de pronto paró. Busqué con mis propias manos aquella verga que tanto ansiaba y no pude ni abrir la cremallera de su pantalón. Él mismo me tuvo que ayudar. Respiraba entrecortadamente, estaba rojo y me sonreía.

  • ¡Vaya! -exclamó-. ¡El muchachito viene hoy con ganas!

Su verga estaba ante mí, tiesa, desafiante y, sin dilación, me la metí en la boca y mamé de forma golosa. Los dedos del hombre buscaban mi culito hambriento y yo me abrí de piernas, para facilitarle la exploración.

Se tumbó en la cama y me hizo ponerle mi pene en la boca. De esta forma, en actitud de 69, yo podría comerle la verga cuanto me diese la gana. Me encantaba sentir aquel bocado tan magnífico dentro de mi boca. El me decía que me la tragara entera, pero como no me cabía en la boca, tenía que hacer filigranas para poder ensalivarla por todo lo largo y ancho.

Mientras tanto, mi culo lo tenía abierto completamente con su dedo en mi interior y retirando mi pene de su boca, comenzó a acariciarme el ano con su lengua, que me entraba y salía como si me estuviera cogiendo. Yo estaba por las nubes y, sin poder evitarlo, me corrí en su boca, pero cuando notó que su verga comenzaba a palpitar, Antonio me levantó de encima suyo y me colocó a mí bocarriba, abriéndome bien las piernas que yo a mi vez levantaba para facilitar más el contacto.

Levantó su barriga que puso encima de mi pene al tiempo que su verga caliente y babosa, comenzó a restregarse en la puerta de mi ano y aquel contacto, me hacía vibrar de emoción y gusto.

Una lágrima brotó de mis ojos, al sentir la cabezota abrirse paso dentro de mí. Me sentía un poco avergonzado por lo que estaba haciendo, pero a la vez sentía que la vida se me concentraba en el recto. Antonio tenía los ojos en blanco, la boca entreabierta y pensé que iba a desmayarse. De pronto, todo me dio vueltas. Los ojos se me voltearon y me sentí morir. De un golpe y, sin misericordia, me la metió. ¡Qué gusto sentí al tener aquel gran trozo de carne que me llenaba entero.

No quería que ese momento se acabara jamás y grité de placer. Entonces comenzó el vaivén. Él no paraba de cogerme y yo, entre jadeos, exclamaba:

  • ¡Más, más, dame más por favor!

Y notaba que su verga iba y venía mas duro y fuerte. Nunca soñé que esa sensación exisitiera. Esto me encantaba y fué mucho mejor que la primera vez.

Perdí la noción del tiempo y me quedé vacío cuando de pronto, me la sacó.

  • ¡No, no! -grité.
  • Tranquilo -me dijo-, que aún estamos empezando.

Me dió media vuelta y me puso a cuatro patas en el borde de la cama y él, desde atrás, me pellizcaba muy fuerte las tetillas, casi haciéndome daño. Se situó tras de mí, de pié en el suelo y de pronto volví a notar su polla en mi ano.

Me agarré a la almohada, que olía a rancio de no lavarla, pero para mí era como una balsa en un río revuelto, ya que si no me agarraba me caía con aquellos vaivenes que muy pronto volví a sentir. Cuando me metió la verga de nuevo, me sentí lleno, como debía estar.

Me cogió durante un buen rato, al tiempo que con una mano me masturbaba sin parar. Su polla grande entraba y salía, sin que yo sintiera dolor ni tortura, sino únicamente el más grande de los placeres, algo realmente maravilloso. Mi culo se moría de gusto con los embates de su verga, con movimientos cada vez más rápidos y salvajes.

En una embestida brutal, sentí que el viejo me llenaba el culo de leche, me bombeaba como si me taladrase, entre jadeos, tembloroso. Me pellizcaba las tetillas y me corrí casi a la vez, con él.

Me sacó la polla del culo y caí de bruces contra la cama, cansado, pero feliz, saciado y pleno. Pero él no acabó ahí. Me metió su verga en la boca y pude comprobar que aún la tenía dura como el acero. Se tumbó en la cama y me obligó a sentarme encima de aquel falo inmenso. Moví el culo buscando mi propio placer, buscando aquella verga, que me entraba toda y casi podía sentir que me saldría por la boca.

Lo cabalgué durante un buen rato y cuando estuve a punto de correrme otra vez, sentí mi recto lleno de leche, otra vez. Con la mano terminé de masturbarme y mi semen se derramó sobre su barriga. Caí sobre él, que no paraba de besarme y de decirme:

  • Te aseguro que tu padre la pasará muy bien en el penal.

Y de esta manera, me quedé dulcemente dormido entre sus brazos.

¿Saben una cosa? Mi padre cumplió ya su condena. Pero yo sigo visitando todos los lunes por la tarde, a mi carcelero.

Autor: Amadeo amadeo727@hotmail.com