El capricho de mis vecinos
Tres vecinos aprovechan su situación de poder para detenerme y secuestrarme.
Vivíamos en aquella casa que nos habían regalado mis suegros cuando nos casamos. Era su antiguo hogar, y donde se había criado mi esposo.
De niño, León, mi marido, tenía un vecino con quien mantenía una fuerte amistad. Era el hijo de una familia de militares, Los Smith. El padre había sido comandante y había fallecido ya hacía 30 años, Su hijo Gustavo había ascendido al mismo puesto recientemente. Vivían, además en la casa, Gabriel y Sergio, sobrinos de Gustavo, que se mudaron a la casa a raíz de la muerte de sus padres y entre su abuela, ya fallecida y sobre todo el ya comandante Gustavo, se habían hecho cargo de su educación.
El comandante tendría en torno a 45 años, era de estatura media, delgado y pelo rizado, canoso y una barba siempre incipiente de una semana. Gabriel llevaba el pelo afeitado al cero, también era fibroso y más alto que su tío. Todo lo contrario era Sergio, que era más bajo, de pelo rubio, y después de entrar en el ejército engordó bastante. Calculo que Gabriel tendría unos 23 años, dos más que su hermano Sergio.
A pesar que éramos vecinos de planta, y nuestras respectivas casas, estaban una enfrente de la otra, apenas teníamos relación con ellos. Recuerdo perfectamente que mi hijo era un bebé cuando los dos chicos fueron a vivir con su tío y con su abuela, cuando quedaron huérfanos y con quien me llevaba muy bien. Fue a raíz de la muerte de la anciana cuando empezaron los roces entre ellos por asuntos de la comunidad de propietarios.
Ocupábamos el piso sólo mi marido y yo. Me casé joven. Tengo un hijo de veintiún años, Julián, pero desde que tenía novia, dormía más veces en casa de ella, un pequeño apartamento alquilado junto a la universidad, que en la nuestra. Esta es mi familia, tan sólo tengo un hermano, a quien no veo desde hace unos tres años.
El país estaba gobernado por militares y había fuertes restricciones, pero ni León ni yo, nos metíamos en política, por lo que vivíamos tranquilos. Mi hermano era otra cosa, defensor de la causas nobles, había pasado ya varias veces por prisión, y sabíamos que era buscado por la policía.
Suelo vestir de manera atractiva, y aunque alguien lo podría calificar como sexy, soy una mujer respetable, que nunca había estado con otro hombre. Si alguna vez llevo alguna falda por encima de las rodillas es porque mis amigas y mi marido me dicen que me sienta estupendamente y me animan a hacerlo. Todo fue más o menos bien hasta el pasado verano. En ese momento la situación con nuestros vecinos empezó a cambiar, sobre todo conmigo. Sucedieron tres incidentes en el ascensor, que sueltos no habrían tenido la menor importancia, pero que me hicieron sentir muy incómoda.
La primera vez subió Gustavo conmigo. Llevaba una camisa en la que perfilaba ligeramente el canalillo de mis pechos. Noté como al comandante se le iban los ojos hacia ellos, por lo que instintivamente aferré mi mano a la medalla que llevaba y así evité que pudiera seguir mirando. En otra ocasión fueron sus sobrinos. Llevaba una falda ligeramente por encima de las rodillas y empezaron a mirar las piernas sin ningún pudor, mientras mi incomodidad hacía que intentase estirar hacia abajo la falda. La última fue con los tres juntos, que empezaron a hablar de una mujer que debían conocer y de quien hacía mofa y la ridiculizaban por su buen cuerpo, sus enormes pechos y sus bonitas piernas. Me sentí ofendida, además de darme por aludida, porque esa mujer de quien hablaban tan soezmente podría ser perfectamente yo.
Estábamos en septiembre y continuaba haciendo calor. Un día al salir de casa y coger el ascensor para ir al trabajo, vi como Gustavo también hizo lo propio. Tal y como me temía, no había sido una casualidad. Me contó que quería verme para saber si conocía el paradero de mi hermano David. No tuve que mentirle, porque no tenía ni idea de donde podía estar. Aún así, me dijo que si tenía noticias suyas se lo hiciera saber, puesto que necesitaban hablar con él. Sabía que era para detenerle, por lo que si hubiera llegado a saber donde estaba, nunca se lo habría dicho.
Unos días después de esto sucedió lo que ahora voy a relatar. Mi marido se había ido de viaje de negocios. Se marchó el lunes, estábamos a miércoles y regresaría el viernes. Continuaba con la jornada de verano y después de salir del trabajo paré a comer una ensalada en un restaurante de comida rápida.. Al salir de allí dos policías de paisano me abordaron, se identificaron y me pidieron que les acompañara para hacerme unas preguntas sobre mi hermano.
- No sé nada de mi hermano. Hace al menos tres años que no tengo noticias suyas.
- Señora, tenemos órdenes de llevarla con nosotros. Ya responderá usted a lo que le pregunten.
Al momento se presentó una furgoneta. Me subieron en la parte de atrás, en una de las tres filas de asientos. Era claustofóbico, puesto que no tenía ninguna ventana, hacía calor y la luz que la iluminaba era a través de unos paneles en el techo y no podía ver a donde me llevaban.
Me asusté cuando bajé porque me di cuenta que no estaba en una comisaría, si no en otro lugar, tal vez una prisión. No volví a ver a los hombres que me detuvieron en la calle, en cambio, dos jóvenes reclutas me escoltaron, a través de unos largos e interminables pasillos, hasta una enorme habitación, en torno a cuarenta o cincuenta metros, sin ventanas con varias sillas, un mueble, una cama, un escritorio, y otra más grande, similar a la de juntas que había en la oficina donde trabajaba, baño, etc.
- Por favor, díganme que hago aquí? – Pregunté aterrorizada a los jóvenes soldados.
- Enseguida vendrán a hablar con usted..
Después de unos diez minutos oí un pitido electrónico y Gustavo entró en la habitación. Sentí, tonta de mi, un gran alivio al ver una cara conocida en aquellos momentos en que me sentía tan mal.
- Gustavo. Por qué estoy aquí? Si es por mi hermano, no sé nada. Ya te lo dije el otro día.
Iba con su traje de militar y no obtuve respuesta a mi pregunta. Lentamente desabrochó su pistolera y la dejó sobre la mesa. Con aire de superioridad ,tomó un taburete y me empujó, haciéndome sentar en él. La prepotencia que mostraba me hicieron tener aún más miedo. Sentía que me faltaba el aire y estaba impaciente por marcharme de allí.
- Gustavo, por favor¡¡¡¡
Antes que pudiera seguir hablando me dio una bofetada que hizo que cayera de la pequeña banqueta. Entre los dos soldados me levantaron y volvieron a sentar. Quedé quieta, con lágrimas en los ojos. Escuché de nuevo el pitido y entraron los dos sobrinos, Gabriel y Sergio.
- Hola vecina. – Saludó irónicamente Gabriel.
Mis ojos estaban llorosos y no les contesté. Me sentí estupefacta al ver a los sobrinos de Gustavo.
- Ya estamos todos. – Irrumpió el comandante. – Dices que no sabes nada de tu hermano, verdad?
- Ya te lo he dicho – Respondí tuteándole. – Hace tres años que no tengo noticias suyas.
- Ana. A partir de ahora quiero que nos llames de usted,. A mi, comandante Gustavo, y a mis sobrinos teniente Gabriel y teniente Sergio. – Se detuvo con parsimonia, para enseñarme las imágenes en una tablet que tenía en su poder.
Se veía a mi hijo en una habitación, maniatado y solo. Le conocía y veía en su rostro el susto que podía tener.
Le tenemos en la planta de abajo. Puede subir cuando digamos. Va a depender de ti.
Por favor, mi hijo no tiene nada que ver con esto. Suéltenlo. – Supliqué.
- Se irá cuando te vayas tú. No temas por él.
Que marcase tanto las distancias me desconcertó aún más. Gustavo comenzó a girar sobre mi. El pelo me tapaba parte de los ojos, fruto del bofetón e intentaba llevarlo a un lado. Terminó apoyando sus manos en mis hombros y me dijo en voz alta:
- Tienes unas buenas tetas, putita. Quítate la camisa¡¡ – Ordenó. – Y no me hagas repetirlo. Estás espectacular hoy. Esa ropa te sienta fenomenal.
Iba vestida con una falda negra con rayas en dos tonos de negro, un poco por encima de las rodillas y una camisa blanca ajustada y ceñida con un cinturón también negro. Noté de repente que me agarraban por los brazos y las muñecas. Eran los soldados que custodiaban la puerta los que me levantaron de la banqueta.
- Por favor¡¡¡ Gustavo. Soy una mujer casada¡¡¡¡ – Respondí llorando mientras de nuevo me llevaba otra bofetada que me hizo girar la cara.
- Te he dicho que me llames de usted y comandante. Te queda claro? La siguiente hostia se la llevará tu hijo. – Quítate primero el cinturón y luego la camisa, Ana.
No me atreví a protestar de nuevo, e hice caso, tragándome mi orgullo y vergüenza. Me quité el cinturón y después desabroché uno a uno todos los botones de la camisa, la abrí y la saqué, dejando ambas prendas sobre la mesa que tenía detrás. Al sentarme crucé mis brazos alrededor de mis pechos y eché mi cuerpo hacia adelante para intentar salvar mi pudor mientras con una mano tocaba la medalla y empezaba a rezar en silencio.
- Títo. Recuerda que tenemos una apuesta pendiente¡¡¡ – Comentó Sergio a Gustavo.
- Es cierto. Ana¡¡¡ El otro día hicimos una apuesta. Cada uno de nosotros tres, apostó por la talla de tu sujetador. Cual usas?
La pregunta me pareció tan obscena y humillante que no quise contestar. Gustavo volvió a preguntar, y a la tercera vez, se repitió con otra bofetada. Estaba callada, con la cabeza agachada, sin querer mirar a ninguno de mis vecinos, y con abundante lágrimas en los ojos.
- Si lo quieres guardar como un secreto, por mi parte perfecto, pero lo comprobaremos nosotros mismos. No nos vamos a quedar sin saberlo
Noté como la mano del comandante se posaba en mi espalda y se acercaba al broche del sujetador, por lo que grité de inmediato.
Normalmente uso una de contorno entre 100 y 110 y de busto una C y a veces D. No sé que talla tiene el sujetador que llevo. – Respondí suplicante.
Ana. La apuesta va sobre tu talla de tetas.........y eso lo pondrá en el sujetador. La que marque será la válida. Vamos a comprobarlo.
- No por favor, comandante, no me quite el sujetador¡¡¡ – Dije implorando, y teniendo en cuenta la escala de mando para no volver a tener problemas.
Gustavo hizo caso omiso a mis plegarias. Soltó uno a uno los dos broches que lo amarraban a mi espalda. Noté como quedaba liberado mientras lo sujetaba como podía.
En ese momento escuché sonar mi teléfono móvil. Sabía que era León, mi marido. Solía llamarme a esas horas, y aunque sabía que se iba a preocupar si no lo cogía, lo prefería mil veces, antes que tener que hablar, o que alguno de mis vecinos le contara algo de lo que estaba pasando.
Gustavo y Sergio, que parecía el más libidinoso de todos me bajaron los tirantes por los antebrazos y los llevaron hasta la mitad de los brazos. Yo tenía las manos apretando las copas y los dedos en los aros, intentando no desprenderme de él, pero el comandante tiró fuertemente y se quedó con él en la mano, mientras yo apreté mis brazos a mis pechos desnudos.
El veterano militar cogió el sujetador, después de mirarlo con detenimiento lo levantó a modo de trofeo.
- Sobrinos. He ganado la apuesta. Esta noche me invitaréis a una copa cada uno. Su talla es 110-C. Se nota la experiencia, eh? – Se pavoneó entre risas. – Gabri, tú pensabas que eran más grandes y tú, Sergio, más pequeñas.
Yo continuaba sentada, con el cuerpo echado para adelante y llorando. Estaban cada vez más lanzados y envalentonados. El comandante se acercó a mi bolso y sacó el móvil. Al ver la última llamada se mofó de ello.
- Te ha llamado tu marido. Lo justo es que le devuelvas la llamada.
Negué con la cabeza. No quería hablar con él. Lloraba abundantemente y no estaba segura de poder articular palabra. Sólo deseaba irme a casa, y después ya mantendría la conversación de rigor con él.
- Haremos una cosa. Le vamos a llamar. Si no quieres ponerte lo haré yo y le contaré que estás con nosotros y sin sujetador. Si se pone tonto, tal vez ordenemos su detención e igual no le vuelves a ver. Aunque tal vez prefieras que lo pague tu hijo y..............
- Por favor¡¡¡ No le llamen, no puedo hablar ahora. – Contesté entre lágrimas. – Y no, a mi hijo no, por favor.......
El comandante presionó la tecla de rellamada en mi móvil y me lo entregó. Lo agarré con la mano derecha, aterrada esperé a que contestase. Con el otro brazo intentaba seguir tapándo mis pechos.
- Hola cariño. No me has cogido el teléfono.......
Mi marido comenzó a hablar, mientas me excusaba por no haberle contestado, contándole que estaba haciendo unas compras con una compañera del trabajo. Mientras, los tres militares empezaron a acosarme. Me besaban, intentaban subirme la falda y meter sus manos entre mis piernas, tocar mis pechos y de vez en cuando mostrarme las imágenes de mi hijo sobre la tablet.. Yo respondía, pero mi voz sonaba entrecortada e hiperventilaba por los tocamientos que se dirigían a morderme las orejas, besarme en las mejillas. Me movía para evitar que lo consiguiesen, a la vez que también intentaba que mi marido no se diese cuenta.
- Cielo, estás llorando? – Me preguntó preocupado.
- No, mi amor. Estoy un poco resfriada. – Le contestaba mientras movía el cuerpo compulsivamente para zafarme de sus tocamientos. – Los cambios de temperatura por los aires acondicionados no me sientan bien.
Estuvo hablando él todo el tiempo. Yo apenas escuchaba y deseaba que cortase la llamada, hasta que al final le oí decir.
- Mi amor. Cuando llegues a casa métete en la cama y mañana te llamo a primera hora. Un besito. Supongo que Julián, tampoco irá esta noche a dormir a casa. Podría hacerlo al menos cuando yo no esté.
- No pasa nada. Te quiero. – No quería hablar de mi hijo, ni de nada, en esos momentos.
La falda se me había subido hasta verse el blanco de mis bragas, fruto de los tocamientos que me hicieron mientras hablaba por teléfono y procedí a a bajarla. Lloré sin consuelo. Gustavo me cogió el móvil y lo tiró sobre mi bolso. Agarró mis manos y las separó hasta dejar mis pechos al descubierto. Noté como uno de los soldados que me custodiaban echaba mi manos para atrás. Las puso en mi espalda y sentí como se cerraban unas esposas sobre mis muñecas. Mis tres vecinos comenzaron a pasar sus manos sobre mis pechos. Los pellizcó, sobre todo mis pezones, a besarlos, meter la cabeza en ellos y entre ellos.
- Títo. Déjame quitarle la falda, por favor¡¡¡ – Pidió Gabriel.
- No. No vas a quitarle la falda, pero te voy a conceder algo mejor. Te dejo que le quites las bragas.
- Por dios. Son ustedes mis vecinos. Por qué hacen esto? – Pregunté con un fuerte llanto.
Los dos soldados me tenían sujeta por los brazos y antebrazos. Gabri y su tío tocaron mi trasero para empujarlo hacia adelante y permitir que Sergio metiera sus asquerosas manos por debajo de mi falda, agarrara mi tanga y lo deslizase lentamente por mis piernas para entregárselo a su tío.
- Cuando te he visto, he sabido que llevarías esa ropa interior, que irías de blanco. Estás guapísima Ana. – Señaló mientras jugaba con mi tanga en sus manos. --Además, esa medalla de la virgen, que llevas colgada al cuello me produce aún más morbo.
Antes de volverme a sentar se dieron una vuelta a mi alrededor para decirme toda clase de improperios.
- Tienes unas tetas de impresión, y tus piernas y muslos me la ponen dura. Saber que no llevas nada debajo de esa falda, me excita más.
Antes de seguir, volvieron a enseñarme la tablet, pudiendo ver que Julián seguía solo y esposado. Me dio muchísima angustia, y les volví a suplicar que lo dejaran libre.
- No le pasará nada, tranquila. – Comentario, que en aquella situación, no me tranquilizaba en absoluto.
Colocaron tres taburetes a mi alrededor. Gustavo se sentó a mi lado izquierdo, Gabri al derecho y Sergio entre ambos.
- Chicos. – Refiriéndose a los soldados. – Poneos delante de ella, que aunque la espalda es interesante, el frente lo es más.
Los dos jóvenes se colocaron delante tal como les había ordenado su superior. Gustavo me agarró del pelo echándome hacia atrás y haciendo que mis pechos se fueran para adelante. El comandante pellizcó uno de ellos, Gabriel el otro y comenzaron a manosearlos para enseguida centrarse en mis pezones. Al sentir el roce de las yemas de los dedos, enseguida se pusieron tensos lo que provocó sus risas. Sergio pasó su mano por todo mi cuerpo, intentado llegar a mi sexo por debajo de mi falda, mientras cerraba las piernas para evitarlo.
- Tienes unas tetas preciosas. – Comentaba Gustavo mientras seguía pellizcando mis pezones e intentaba besarme, consiguiéndolo la mayor parte de las veces.
- Soy una mujer casada. – Intercedí entre lágrimas. Pero.... Por qué me hacen esto? – Protesté mientras intentaba moverme sin éxito.
- Verás. Me llevas gustando desde que te vi por primera vez de novia de León. Me pones muchísimo, pero jamás pensé en tenerte así. También te diré, que en nuestra casa, no paramos hablar de ti. Cuando me cruzo contigo en el portal, no puedo evitar que se me ponga dura.
- Por favor¡¡¡¡ – Dije aterrorizada por sus palabras. – Dejen que me vaya.
- El caso de tu hermano me dio la excusa para traerte aquí. Sé que dices la verdad, pero si fueses como Pepi, te aseguro que no estarías aquí ahora.
La mujer de quien se burlaban, Pepi, era la asistenta que les hacía la casa y preparaba la comida. Una mujer de mi edad, pero a quien sobraban 20 kilos y su aspecto aparentaba diez años más. No era para mi ninguna satisfacción en esos momentos, que aquellos hombres pudieran sentirse atraídos por mi.
Me acariciaban el pelo y me besaban. Gustavo intentó hacerlo en la boca y giré mi cara, pero ahí estaba el morro de Gabriel, esperando que girase, tal y como sucedió. Los dos hombres situados a mis lados empezaron a morderme los pechos, ayudado por uno de los jóvenes reclutas, que sujetaba mis hombros, impidiendo que me moviese.
Tio y sobrino de vez en cuando apartaban sus bocas de mis pezones, para que fuese Sergio quien me los tocase y mordiese. Las ironías, los comentarios sobre el tamaño de mis senos y jugando con ellos, haciendo que se movieran de arriba a abajo y a los lados.
- Ha llegado el momento, Ana. Vamos a verte completita.
- Por favor, no¡¡¡ No quiero¡¡¡ – Empecé a gritar de manera desesperada.
Entre los dos soldados me levantaron. Si no hubiera estado sujeta me habría caído. Me temblaban las piernas y no me sujetaban. El comandante jugaba a subir mi falda, pellizcó mis pechos de nuevo y terminó agarrando mi cara para darme un beso, tapándome la nariz, para que tuviera que abrir la boca.
- Sergio. Te dejo el honor. Sé que eres quien más obsesionado estás con esta mujer. Bájale la falda. Vamos a ver como tiene el coño.
- Por favor¡¡¡ – Dije intentando girarme para evitar que llevase las manos a la cintura de forma inútil, porque antes de pensarlo ya las tenia.
Tenían mi tanga a modo de trofeo, pasándoselo uno a otro y empezaron a comentar sobre mi cuerpo y Sergio, en lugar de bajarme la falda, la subió hasta la cintura, enganchando la parte de abajo con el elástico, mostrando mi cuerpo desnudo ante su hermano, tío y los dos soldados.
- Tiene el coño negro como el carbón. – Comentó Gabriel, refiriéndose a mi vello púbico.
- Ya sabes. Rubia de bote, chocho morenote. Sólo que no sabía que no fuese rubia natural.
- Vamos a inmortalizar estos momentos, por si no se vuelven a repetir. – Dijo el comandante. – Por cierto, cuando la conocí, hace ya más de veinte años, era morena. Después se volvió rubia.
No sabía a qué se referían hasta que vi que Gustavo se colocó a mi lado, y el menor de los hermanos sacó su móvil dirigiéndolo a nosotros, mientras levantaban mi falda para que mostrase mi sexo.
- Por favor, fotos no, fotos no¡¡
- Ana. Vamos a hacerte fotos y lo que nos de la gana, pero si te da cosa, podemos invitar a tu hijo. Así estarás más acompañada.
Sabía que subirían a Julián si les daba ocasión, así que entre lágrimas, decidí no resistirme. Me limité a posar con los tres, primero individualmente y después con dos a mi lado, y con imágenes cada vez más obscenas, tocándome los pechos y llevando sus manos a mi vagina. Por último, uno de los soldados tomó varias más con los tres militares, que se turnaban, dos a mis lados y otro detrás, siempre tocándome, y besándome.
Volví a oir el pitido de la puerta. Estaba de espaldas a ella, pero vi como los soldados y los jóvenes oficiales se pusieron firmes. Todos saludaron al coronel, un hombre sesentón, de pelo canoso, que acababa de entrar, todos menos Gustavo, que parecía le estaba esperando.
- Qué estáis haciendo? – Preguntó el recién llegado.
- Estamos interrogando a una cómplice de un insubordinado. – Respondió Gustavo.
- Por favor. No sé nada de mi hermano. Déjenme marchar. Mi hijo también está detenido y no sabe nada tampoco. Hace tres años que no sabemos nada de él. – Expliqué con la esperanza que el teniente coronel pudiera terminar con aquello.
- Gustavo, esta es la mujer cuya foto me enseñaste y te dije que se parecía a la sobrina de mi mujer, verdad?
- Si, Leandro, es ella. A que está buena?
- En estos momentos es como si estuviera delante de mi sobrina. Cuántos años tienes? – Me preguntó con ojos lujuriosos.
- 43 – Respondí, ya sin esperanzas de mi liberación.
- Eres un poco mayor que ella, pero no aparentas tu edad.
El viejo tocó mi pelo, mis mejillas para ir bajando por mis pechos, hasta llegar a mi falda, que de un fuerte tirón, la bajó, quedando en el suelo.
- Ana, vamos a llevarte a la cama. – Dijo Gustavo
- Nooo, por favor, soy una mujer casada. – Supliqué.
Entre los dos sobrinos me llevaron al camastro. Una cama individual, en realidad un colchón con patas, con una sórdida sábana por encima. Antes de tumbarme, Gustavo se había situado en un extremo y depositaron mi cabeza sobre sus piernas.
Miré hacia arriba y vi que tanto el teniente coronel y los jóvenes soldados se encontraban también allí. Tenía mis piernas flexionadas, en posición fetal, intentando tapar lo máximo posible mi intimidad. Gustavo seguía manoseando mis pechos y los jóvenes tocaban mi cuerpo, pero sin obligarme a abrir las piernas.
- Puta. Estás muy buena. – Expuso el viejo.
- Si, además es una zorra muy obediente. Quiero que separes las piernas. – Añadió el capitán.
Cerré los ojos e intenté evadirme de todas las manos que tenía sobre mi cuerpo. Sabía que estaba en sus manos y no tenía ninguna escapatoria. Temblaba pensando en volver a escuchar sus voces, algo que sucedió casi de inmediato.
- Vamos a dejarte algo muy claro. Somos seis tíos aquí y podemos hacer lo que nos de la gana. Simplemente nos apetece que separes las piernas, algo que si no haces voluntariamente, lo haremos nosotros, eso si, con tu hijo delante, para que vea a su mami en todo su esplendor. – Añadió el gordinflón. – Además, queremos que las abras mucho, para ver con detalle lo que tienes entre ellas.
Seguí sin moverme, haciendo caso omiso a sus peticiones, y sin poder parar de llorar ante aquella atrocidad.
- Muy bien. Ya que no entra en razón, subid al chico aquí. – Ordenó Gustavo a los soldados.
- No, por favor, lo haré. – Dije entre sollozos cuando los soldados iban a salir por la puerta.
Los dos jóvenes cogieron sus teléfonos móviles y los enfocaron hacia mi. Me giré ligeramente para dejar las rodillas levantadas, mientras el mayor de mis vecinos seguía manoseando mis pechos.
- Si, así, poco a poco. Quiero que saques tus tobillos fuera del colchón para que quedes totalmente abierta.
Se colocaron a mis lados. Se fueron turnando para fotografiarse, pero siempre teniendo varios hombres a mi alrededor, hasta que al final, los cuatro mandos junto a mi, tocándome por todos lados, fui fotografiada por uno de los soldados rasos, mientras los sobrinos pasaban sus manos por mi clítoris y el coronel metía sus dedos en mi vagina.
Los dos tenientes ya estaban desnudos, jugando con mi tanga, que colgaban sobre sus miembros, Estaban desatados, no paraban de tocarme hasta que su tío les paró.
- Vamos a dejar el honor de estrenarla a nuestro coronel. Leandro, tuya es. Elige cómo y por dónde.
- Gracias Gustavo. De momento que me la chupe, y después decidiré donde culmino.
El comandante me agarró del pelo, y entre los dos reclutas me colocaron de rodillas para que comenzara una felación sobre el viejo coronel. No podía casi respirar fruto de las lágrimas que taponaban mi nariz. No tardó mucho en apartarme la cara.
- Voy a follarla Gustavo. Eso si, voy a ponerme un condón para no dejarla perdida. Quiero correrme dentro.
- Como quieras. Si quieres hacerlo a pelo luego la limpiamos.
Volvieron a situarme sobre la cama. Ahora mi cabeza estaba apoyada sobre una almohada y los dos reclutas apretaron mis hombros para que no me moviera. Los dos tenientes separaron mis piernas y el coronel, desnudo de cintura para abajo, se colocó el preservativo y se dirigió hacia mi.
- Por favor. Piense que podría ser su sobrina, no me haga esto. Soy casada. – Supliqué.
- Eso pienso. Que podrías ser mi sobrina, y tienes unas tetas enormes. – Respondió mientras las mordía.
Giré mi cabeza, llorando, a la vez que sentía que su pene se iba acercando a mi vagina, entró y noté como se clavaba dentro de mi. Empujaba muy fuerte y mis pechos se movían, lo que volvió a provocar las risas y comentarios jocosos de mis vecinos
- Menuda hembra me habéis traído. Hoy es mi mejor día en muchos años. – Añadió mientras me besaba el cuello y todo lo que su boca alcanzaba.
Me notaba agobiada. No podía verme pero sabía que mi cara debía estar roja por el sofoco. Por sus espasmos y pequeños gritos supe que había terminado. Me sentía tan humillada que deseaba morir en esos momentos Vi como de nuevo se abrochaba los pantalones. Sin mediar palabra, Gustavo me agarró de nuevo por el pelo y sin miramientos me situó de rodillas para que le hiciera una felación y al igual que el anciano, no llegó dentro de mi boca. Enseguida me dio la vuelta y me colocó sobre la cama, a cuatro patas.
- Ana. Te pongo crema porque voy a follarte el culo. En realidad no lo hago porque te duela menos, si no porque me apetece hacerlo. Quiero que estés lubricada.
- Paren esta aberración. No les hemos hecho nada para que nos hagan esto¡¡ – Volví a implorar.
Noté el frío del tubo y de la crema que iba directa a mi ano. Lo extendió con su dedo corazón y lo introdujo en él. Después hizo lo mismo con el dedo pulgar. Los dos jóvenes me tenían sujeta para que mi cuerpo no estuviese caído sobre la cama, mientras aprovechaban para continuar tocando mis pechos.
Los jóvenes oficiales dejaron su lugar a los soldados, que me sujetaron por los brazos, que seguían unidos a mi espalda. Noté como ya estaba desnudo Gustavo, porque su pene iba rozando los cachetes de mi culo, y enseguida no té como los separaba para penetrarme.
Grité, pero ahora fue de dolor. Me hizo daño, hasta el punto que mordí la sábana que cubría la cama. No era una práctica sexual que utilizara habitualmente, pero las veces que la había realizado me había resultado desagradable y dolorosa. Lloré, sin saber ahora qué me producía más llanto, si el dolor, la penetración o la humillación a la que me sometían mis vecinos. Seguí con mis lamentos durante los cinco minutos en los que aproximadamente duró la sodomización.
- Menuda ramera estás hecha¡¡¡ Eres la tía más zorra que me he tirado, estás de vicio. Mucho mejor desnuda que vestida. – Expresó cuando estaba terminando y noté su chorro caliente dentro de mi.
Gustavo se visitó y se puso a hablar con su superior. Me miraban, así que imaginé que hablaban de mi con una sonrisa que no soportaba.
- Chicos, es vuestro turno. Decidid como la queréis¡¡¡ Uno a uno? Hacéis un trío? Vosotros mismos...
- Quiero tener la sensación de hacer un trío con nuestra vecina, pero luego follármela bien, por mi cuenta. – Expresó Gabriel.
Su hermano estuvo de acuerdo. Estaba muy dolorida y temía que quisieran también sexo anal. No quería hablar, no conseguía absolutamente nada ya, y tampoco quería darles más satisfacciones. Pidieron ayuda a los dos reclutas para agarrarme de nuevo de los antebrazos y elevar mi cabeza. Sergio llevó su miembro a mi boca mientras que Gabriel me clavó su miembro en el ano.
Su tío estaba situado fuera de la cama, y aprovechó a hacer unas fotografías mientras abusaban de mi. Al poco rato, cambiaron de lugar y Gabriel se tumbó en la cama e hizo que me tumbase encima de él, abriendo las piernas y me atravesaba la vulva con su pene. Sergio metió su miembro en mi ano, siendo sodomizada por tercera vez, a la vez que su hermano me mordía los pechos con fuerza, lo que me hacía gritar.
Ambos pararon y pensé que habían terminado, pero no fue así. No discutieron y fue Sergio quien fue el siguiente. Me tumbó de nuevo de rodillas, ahora sin ayuda de nadie.
- Zorra, voy a follarte a mi antojo. Es mi turno y tú la mujer con la que más pajas me hecho pensando en ti. Ahora se hará realidad.
Estaba excitadísimo y casi agradecí la postura porque me permitía llorar, así que apreté la cabeza contra el colchón y le dejé hacer, escuchando los comentarios de los otros tres oficiales.
- Menuda zorra, fíjate qué culo tiene¡¡¡¡ No sé qué parte de ella me gusta más. – Dijo Gabriel.
- Y cómo se abre de piernas. Lo que hace por su hijo. Creo que ha sido mi mejor polvo en años. – Comentó el anciano.
- Y por su marido – Añadió Gustavo.
Creo que en el fondo iban intentando calentar y excitar más al joven, aunque no era necesario, ya que notaba el tamaño de su miembro y su respiración. A pesar de la separación de mis piernas, el tamaño de su miembro me producía dolor. Así, al igual que el coronel, con un grito dio por finalizada su relación sexual.
Gabriel estaba impaciente. Me agarró del pelo y volví a ver la imagen borrosa por mi llanto, de los hombres riendo y como el joven traía un baso con un líquido, indicándome que me enjuagase la boca. Hice lo que me pidió y tiré el lavatorio dentro del propio vaso que me había traído.
- Separa mucho las piernas, pendón. Igual que lo has hecho antes. Es mi turno ahora.
Estaba mareada y sólo quería hacer lo que me pedían para acabar cuanto antes. Ahora estaba mirando al techo y se me iba la vista, como si estuviera viviendo un sueño, una pesadilla. Aún así intentaba no moverme mucho, me dolían sobre todo los hombros y brazos, después de llevar varias horas atada, a parte de mis genitales por el maltrato sufrido. Los oficiales continuaban a mi lado, observando la escena sexual.
Se colocó entre mis piernas hasta que alcanzó su objetivo. Me pidió que abriese mi boca y le besase. No quería hacerlo, pero sus compañeros se encargaron de recordar que mi hijo estaba allí y nuestros labios, nuestras bocas y nuestras lenguas se juntaron, mientras una vez más, el pene entró de nuevo en mi sexo, hasta dentro, entrando y saliendo con fuerza.
Noté de repente como mi tanga acariciaba mis pechos hasta que lo depositaron sobre mi barriga. Miré y vi que había sido Gustavo, que mantenía su sonrisa intacta y empezó a hablar a la vez que hacía lo mismo con el sujetador.
- Gabriel. Es sexy el tanga de Ana? Quiero que sepas que te lo vas a quedar. También el sujetador, es grande..... Y que sepas que luego la acompañaremos a casa, no está bien que una mujer sin ropa interior vaya sola por la calle.
- Tito, qué cabrón eres¡¡¡¡ Sabes lo que me pone eso¡¡¡ Me voy a correrrrrrrrr.
Eyaculó dentro de mi y al relajarme comencé a llorar de nuevo de manera muy sonora y sin consuelo. Los hombres se apartaron y esperaron a que terminase de vestirse Gabriel. Yo estaba con las rodillas flexionadas, sin consuelo y esperando a que me soltasen.
- Voy a invitaros a tomar algo. Me habéis hecho feliz hoy. – Les comentó el coronel mientras se dirigían a la puerta.
- Soldados. Habéis estado a la altura. Tenéis una hora para que hagáis lo que queráis. Eso si, no la soltéis hasta que no volvamos. – Dijo Gustavo ya con la puerta abierta.
La cara de los jóvenes mostraban una mezcla de sorpresa y deseo. Les miré y les pedí que no me hicieran nada más.
- Podríais ser mis hijos. No me toquéis, por favor¡¡¡¡
No me respondieron, pero comenzaron a acariciarme y a tocar mis pechos al principio y después, haciendo que me estirase y abriese mis piernas, mi sexo. Uno de los jóvenes se situó detrás de mi, agarrándome por los hombros mientras me colocaba encima de sus piernas, algo similar a lo que había hecho Gustavo antes. Su compañero se desnudó, me abrió las piernas y me penetró de manera torpe y acelerada.
Ya casi no me quedaban lágrimas, o eso pensaba. Cuando finalizó cambiaron la posición, y sin ningún preámbulo su compañero hizo lo mismo que él. No creo que hubieran pasado más de veinte minutos desde que se marcharon todos los oficiales al bar.
- Oye, por qué no nos hacemos unas fotos con ella? - Preguntó uno de los jóvenes.
- No sé si podemos hacerlo. Pero vale, no creo que nos digan nada. Ellos las han hecho.
De nuevo me hicieron pasar por lo mismo. Me incorporaron a la cama, me hicieron poner de pie, para lo cual tenían que sostenerme puesto que no me sujetaban las piernas, me besaban, tocaban hasta que se cansaron y volvieron a tirarme sobre la cama.
Cerré los ojos y volví a colocarme en posición fetal, divagando e intentando no pensar en todo lo que había pasado cuando volví a escuchar el pitido de la puerta. Esperaba que ahora me dejaran irme, después ya tendría tiempo de pensar como somatizaba todo aquello.
- Venga Ana. Has cumplido con nosotros estupendamente. Eres una puta estupenda. Vamos a llevarte a casa. – Dijo Gustavo. – Quitadle las esposas y traedle su ropa. – Ordenó a los soldados.
Me soltaron y vi que tenía marcas en las muñecas. Me dolía bastante todo el cuerpo, muñecas, brazos y hombros, y por supuesto la vagina y sobre todo el ano. Me dirigí hasta el lavabo, no quería ducharme, y me lavé de manera rápida, ya tendría tiempo de ducharme en la seguridad de mi casa. A pesar de estar agotada acerqué la ropa hacia mi, tomando el tanga y el sujetador.
- Ehhhh. El tanga y el sujetador son para mi. Mi tío me lo ha regalado.
- Por favor¡¡¡¡ – Supliqué ya sin fuerzas.
Viendo que no cambiaban de opinión, procedí a coger la falda y la camiseta. Me puse ambas prendas y Gabriel me entregó el cinturón que ajustaba mi camiseta.
- Suelten a mi hijo, por favor¡¡¡ – Dije haciendo una última súplica.
- No te preocupes Ana. Le soltaremos en un par de horas. Ahora vamos a llevarte a casa.
Le pidió a uno de los soldados que hiciera de chófer y nos llevase. De nuevo era una furgoneta sin cristales con dos filas de asientos. Subió Gabriel a un lado, Sergio a otro, mientras Gustavo iba solo en la fila de delante.
Antes de arrancar empezaron de nuevo a decirme burradas y empezaron a intentar meter sus manos entre mis ropas. Mis pezones quedaban muy marcados en la camisa por el acoso que volvía a sufrir.
- Oye, quiero verte el coño y las tetas por última vez. – Pidió el comandante.
- Por favor, otra vez no. – Pensé.
De nada sirvió. Levantaron mi falda y sacaron la camisa por encima del cinturón para que pudieran verme. Así estuvieron hasta que por el altavoz se escuchó al conductor que habíamos llegado.
- Ana, nos han dejado a trescientos metros de casa. Te acompañaremos a pie.
- No, iré sola. – Expresé de manera contundente.
- No es una sugerencia. Es lo que va a suceder.
Intenté acondicionar la ropa, bajando la camiseta y la falda. Justo cuando iban a abrir la puerta, Gabriel soltó por debajo de mi escote una botella pequeña de agua. De nuevo rompí a llorar. No sabía ya a qué venía aquello, hasta que al mirarme vi que se me transparentaban prácticamente los pechos.
Me sentí aliviada al entrar en el portal. De nuevo, en el ascensor empezaron a meter sus manos por debajo de la falda. Ellos la intentaban subir y yo bajar en el forcejeo, hasta que de un tirón me la volvieron a bajar hasta el suelo.
- También me quedaré la falda. – Dijo Gabriel ya con ella en la mano.
Salí del ascensor, desnuda de cintura para abajo, y temblorosa busqué las llaves en el bolso y entré en casa. Cerré con llave y me fui directa a llorar a la cama.
Me duché varias veces y dos horas después llamé a mi hijo. Le noté apagado, pero no me dijo nada de su detención. Al menos estaba bien.