El campo de reeducación

Una pareja con problemas conyugales decide hacer terapia de pareja. Él tendrá que ser reeducado en un centro especializado.

Con mi mujer estábamos pasando un mal momento, el divorcio parecía inevitable. En casa había tensión, y además yo acababa de perder mi trabajo. En caso de separación tenía yo todas las de perder: mi mujer era hija de una família con cierta fortuna, vivíamos en una casa de su propiedad... Ella tenía todo, yo sin ella no tenía nada. Así que cuando me dijo que deberíamos ir a terapia para intentar solucionar nuestra relación, decidí aceptar.

Fuímos unas cuantas veces a una consulta en la ciudad. Ella se encargó de contactar con ese gabinete de terapeutas. Y un día, en la consulta, la terapeuta nos propuso lo del campo de reeducación. Por lo visto había actitudes que debíamos mejorar para relacionarnos mejor, y ese gabinete tenía sus métodos. Yo tendría que hacer un curso de reeducación en un centro, en plena natura; mi mujer seguiría la terapia en la ciudad. Mi mujer lo tenía claro, así que me sentí obligado a aceptar ese reto. Pasaría unos días en ese centro de reeducación, aún no sabía cuantos: una semana mínimo, me dijeron; luego, se evaluaría según los avances.

Y llegó el día de partir al centro de reeducación. Una furgoneta estaba en la puerta de mi casa para llevarme al centro. Subí a la furgoneta donde ya estaban otros hombres, que estarían en la misma dinámica de reeducación. Luego pasamos a buscar a un par de hombres más por sus casas. Eramos ya diez hombres en la furgoneta y salimos de la ciudad. Parecía un viaje de fin de curso de cuando eramos niños. Al rato noté como me pesaban los párpados, como me iba durmiendo... y a mi lado, lo mismo le pasaba a los demás hombres.

Desperté aturdido. No sé cuanto tiempo había pasado dormido. Unas horas? Días? Mientras despertaba lentamente, intentando abrir los ojos, intenté recordar... Lo último, en la furgoneta, esa pesadez... Abrí los ojos, me moví, sentí frío. Me dí cuenta que estaba tumbado en el suelo completamente desnudo. A mi lado, los demás hombres también desnudos, despertando en ese momento. Estábamos en una sala de unos tres metros de ancho por seis de largo. Las paredes eran de piedra, no había ventanas ni puertas. El suelo era de tierra. La única luz, parpadeante, venía de un fluorescente en el techo, un techo muy alto. En las cuatro esquinas había cuatro cams; sin duda nos estaban vigilando, quizás grabando. Me costaba pensar, estaba como cansado. No entendía nada. ¡¿Qué era aquello?! Los otros hombres parecían estar exactamente igual.

Y no pasó nada. Por lo menos en ese momento. Simplemente estábamos allí. Cuando alguien empezó a hablar, pudimos escuchar perfectamente una voz, como en un altavoz, que decía: «Está totalmente prohibido hablar». Obviamente protestamos. Y entonces sentímos como un gas se iba adueñando de la sala. Y caímos rendidos, dormidos.

Cuando desperté la situación había empeorado. Seguíamos en la misma sala, pero ahora estábamos todos en la pared, con los brazos y piernas en forma de aspa (como una cruz de san andrés sin la cruz de san andrés), con grilletes inmobilizando nuestras muñecas y nuestros tobillos pegados a la pared. Tampoco podíamos hablar: una mordaza nos inmobilizaba también la boca, dejándola completamente abierta. Me dolía la mandibula. Al hombre que había hablado primero le habían puesto, además, cuatro pinzas de tender la ropa en la lengua. Seguíamos todos desnudos, y además nos habían afeitado totalmente el vello corporal: todo el cuerpo, la cabeza... Habían desaparecido los distintos peinados, los distintos estilos. Ahora, sin ropa ni pelo, eramos un poco menos nosotros. Y nos sentíamos más vulnerables.

Pasaron horas en esa posición. No pasaba nada. Era aburrido, cansado, doloroso. Me dolía la mandibula, las muñecas, los tobillos, la espalda... Perdí la noción del tiempo. Me dormí.

Me despertó un ruido en la sala. Seguíamos todos en el mismo sitio, però esta vez había una chica enmedio de la sala, vestida con un mono y botas de agua. En las manos tenía una manguera. Y la usó: empezó a disparar un potente chorro de agua sobre nuestros cuerpos. Dolía cuando el chorro caía sobre nosotros, y como estábamos inmobilizados no podíamos apartarnos. Me dolió el chorro en el estómago, en los huevos... Acabamos todos completamente mojados, y el suelo también, convertido ahora en un lodazal, charcos y barro bajo nuestros pies. La chica dijo que había venido a asearnos un poco. Entonces se abrió una trampilla en el techo y me dí cuenta que la chica había entrado por ahí, bajando sin duda con una escalera. Y en ese momento ciertamente apareció por el hueco una escalera y la chica se retiró.

Pasaron las horas, nos dormimos. Yo tenía hambre, ya no sabía cuanto tiempo había pasado desde que salí de mi casa. Serían días ya?

Me desperté y ya no estaba en la sala de antes. Poco a poco me iba despertando. Ahora estaba en una habitación muy blanca, con mucha luz, y tenía a mi lado a una chica vestida de blanco, un uniforme de doctora.

— Buenos días señor —me dijo.

Yo me iba despertando poco a poco. Me noté inmobilizado de nuevo. Estaba recostado en una especie de sillón, medio tumbado. Tenía los brazos inmobilizados junto al cuerpo con algunas correas, y alrededor de mi cuello otra correa me impedía levantar mucho la cabeza. Me dí cuenta que tenía las piernas abiertas y un poco levantadas a un lado y otro del sillón, también sujetas con correas. Me dí cuenta que era un sillón de esos que se usan en ginecología, para hacer una exploración. Me sentía expuesto, allí atado y de piernas abierto. No podía hablar; seguía con la mordaza puesta. Balbucée algo. La doctora acercó su cara a la mía.

— ¿Decías?

Intenté hablar pero la mordaza me impedía articular nada más que gruñidos. Ella se rió.

— No te entiendo, cariño. Pero eso da igual. No hace falta que intentes hablarme, ya hablaré yo. Ahora estoy yo al mando, ¿sí? Te cuento: como ya sabes estás en el centro de reeducación para señores incompetentes. Aquí intentaremos trataros, intentaremos arreglar vuestras taras. A ver si es posible reeducaros y devolveros a los brazos de vuestras mujeres en óptimas condiciones.

Yo escuchaba atentamente, y ella sonrió al verme tan atento.

— Ahora voy a proceder a una exploración —dijo. Y yo, viéndome patiabierto y en sus manos, me asusté. Ella se rió.

Se puso unos guantes de látex, se untó las manos con una crema, y ensenguida noté sus manos en mis huevos, en mi pene, agitando mi miembro, aprentando mis huevos con fuerza... Pero eso eran solo preliminares. Entonces noté su mano acariciando mi ano, embadurnando la zona con lubricante. Yo temblaba. Y ella acercó de nuevo su cara a la mía y me dijo:

— Relájate, cariño. De lo contrario te va a doler mucho más.

Mis ojos se humedecieron; cayó una lágrima por mi mejilla. Noté que un dedo empezaba a entrar en mi culo, muy lentamente, dolorosamente. Traté de relajarme, aunque me parecía humillante relajarme y dejarme perforar el culo con tal facilidad. La doctora ciertamente iba con mucho cuidado, poco a poco, y con mucho lubricante. Al rato ya no me dolía, y ese dedo ya entraba y salía con gran facilidad de mi culo. Estuvo un rato «follando» mi culo con ese dedo, entrando y saliendo, a diferentes ritmos e intensidades. Cuando se cansó de este juego y creí que eso ya había acabado, noté como intentaba entrar en mi culo con dos dedos a la vez. De nuevo sentí el dolor de mi ano, que no podía soportar el grosor de dos dedos. Intenté relajarme. Me dolía. Y sin embargo consiguió meter los dos dedos, y empezó a jugar con mi culo con ellos. Al rato me acostumbré, ya no me dolía, y me avergüenza reconocer que hasta sentí un cierto gusto en eso. Empezó a «follarme» como antes, solo que esta vez con dos dedos. Ahora entraban despacito, salían despacito... y el vaivén se iba repitiendo... y al rato el mete-saca fue a un ritmo frenético. Yo jadeaba. Tenía la polla muy dura. La doctora se reía.

— ¡Se ve que te gusta eh!

Cuando se detuvo hasta me sentí defraudado. Estaba gozando y la doctora había detenido repentinamente mi fuente de placer.

De todas formas, al parecer aquello no había terminado todavía. Asustado, me dí cuenta que se repetía toda la operación ahora intentando introducirme tres dedos a la vez! Era una locura! Pero la doctora no se detuvo, y empezó a introducir esos tres dedos. Me dolía, claro. Pero otra vez la doctora hizo muy bien su trabajo, lubricando bien, con cuidado, poquito a poco... y así al final consiguió meter hasta el fondo esos tres dedos. Los dejó unos segundos, los removió... Mi culito se iba acostumbrando al nuevo grosor dentro de mí. Al rato empezó a «follarme» con los tres dedos. Y al rato me empezó a causar un gran placer. Cuando paró, me asaltó una imagen terrorífica. ¡¿Sería capaz de seguir?!

Como si me leyera la mente, la doctora volvió a acercar su cara a la mía.

— ¿Sabes qué es el fisting? —me dijo.

Yo la miré aterrado y empezé a llorar e intentar decirle que no. Ella acarició mi cara, me besó en la frente.

— ¿No te aptece que te meta el puño enterito? Ya verás... ¡es divertido! Puedo meterte el puño y el brazo entero por el culo, hasta el codo...

Yo estaba muy muy asustado, llorando y pidiendo por favor que no lo hiciera. La mordaza me impedía hablar claro, pero me pareció que me entendía perfectamente.

— Hummm... Bueno, veo que no te apetece... Como veía que gozabas como una perra he pensado que te gustaría...

Salió de la estancia y volvió al rato acompañada de un chico y una chica desnudos. El chico era joven, musculoso. La chica me resultaba familiar. Era la chica que nos había aseado a manguerazos, y si bien estaba desnuda sí llevaba algo entre sus piernas: un arnés con un consolador.

La doctora se me acercó y me dijo:

— Ahora, para seguir con el tratamiento, deberíamos proceder a follarte el culo. Este es un primer paso en vuestra reeducación. Es una buena forma de empezar a borrar ciertas actitudes de una masculinidad muy tóxica; el machismo, la homofobia... hay que ir quitando estas cosas de vuestro carácter. Y nada mejor que una buena follada.

La doctora hablaba muy seriamente, y yo me dí cuenta que no me iba a escapar de una follada de mi culo. La doctora siguió hablándome:

— Como es la primera vez te voy a dejar elegir: ¿quién quieres que te folle el culo, ella o él?

Yo no sabía qué responder, no sabía qué decir, como actuar... estaba inmóbil, pálido. La chica y el chico se acercaron mucho a mí, dejando sus «miembros» muy cerca de mi cara, para que pudiera verlos bien. El chico tenía una buena polla, sin ser extragrande; el consolador de la chica era algo más grande.

Yo estaba muy nervioso. Sabía que me iban a follar el culo sí o sí. No sabía qué responder. Si me follaba él quizás no me dolería tanto, por ser su miembro más pequeño. ¡Pero por otra parte no quería que me follara un chico! Estaba hecho un lío.

La doctora me dijo:

— Te voy a quitar la mordaza, pero no quiero quejas ni palabras que no debas. Solo quiero que me digas quién quieres que te folle el culo. ¿Lo entiendes?

Asentí, y ella me retiró la mordaza. Me dolía la mandíbula de tantas horas con la mordaza.

— ¿Y bien?

— Mmm... ella... —balbucée.

— ¿Ella qué?

— Prefiero que, si hay que hacerlo, lo haga ella.

— Sabes perfectamente, ya te lo he dicho, que hay que hacerlo. Es por vuestro bien y por la terapia. Dime, ¿qué es lo que quieres de ella?

Me sentía humillado. Esa conversación se estaba haciendo demasiado larga.

— Quiero que me folle ella.

— Ahá. Quieres que te folle ella... el culo, ¿sí?

— Sí.

— Sí, ¿qué?

— Sí, quiero que ella me folle el culo.

Los tres se rieron. La chica se puso frente al sillón, entre mis piernas. El chico se quedó a mi lado, con la verga cerca de mi cara. La doctora estaba a su lado.

— Está bien, que la chica te folle el culo... Y él te follará la boca.

— ¡¿Cómo?! No, no, no... —empezé a decir.

La doctora me propinó una sonora bofetada, y dió la orden de empezar. La chica acercó su falo a mi ano, y comenzó lentamente a entrar, muy lentamente... Yo intenté relajarme, me dolía. Ese miembro era más grueso que los tres dedos que me habían penetrado justo antes. Mientras, el chico acercó su polla a mis labios e introdujo su miembro en mi boca, agarrando mi cabeza. Ella iba entrando, entrando, hasta llegar al fondo. El dolor que sentía era inmenso. La sacó, y volvió a entrar poco a poco, hasta el fondo. Mientras, el chico entraba y salía de mi boca, me azotaba la cara con su pene. La chica empezó a meter y sacar su miembro a un ritmo cada vez mayor. Me acostumbré a ese miembro y poco a poco empezé a gozarlo. Me folló el culo con auténtico furor. El chico hacía lo mismo en mi boca, y al rato se corrió... en mi boca, claro.

— Traga —ordeno la doctora.

Y, humillado, tragué. Mientras, la chica seguía bombeando. Yo jadeaba. Poco a poco me estaba gustando, me estaba dando un gran placer. Gemía.

— Te está gustando, ¿verdad?

— Síii —logré responder entre gemidos.

— Bien. Parece que está respondiendo bien a la terapia —dijo la doctora.