El camino nos espera

Comienza una vida inesperada para una pareja que se iba afianzando.

Nota:

La relación entre Roberto y Toño comenzó en el relato Al final del verano.

EL CAMINO NOS ESPERA

Al despertar el sábado a mi hora acostumbrada, miré a mi lado para comprobar que allí, junto a mí, yacía mi tesoro. Profundamente dormido, casi con una sonrisa en su rostro, lo encontré vuelto hacia mí y lo observé largamente.

No era igual mirarlo cuando estaba dormido. Podía fijarme sin prisa alguna con todo detalle, a pesar de que había poca luz en la estancia. Relajado, con mucho tiempo por delante, repasé cada pincelada de su semblante: La frente despejada y coronada por un cepillo travieso de cabellos muy cortos; sus párpados algo brillantes escondiendo sus dulces ojos de miel y posados con sus pestañas en las mejillas redondeadas que me dieron ganas de acariciar; su nariz no muy grande y perfecta que se movía imperceptiblemente con su respiración pausada; y debajo, el conjunto de su boca, de labios rosados y comisuras hendidas junto a los hoyuelos de sus mejillas…

Mirándolo, extasiado y con una de sus rodillas entre mis piernas, debí quedarme traspuesto un buen rato más, un par de horas quizá, hasta que sonó a mis espaldas un aviso, como el ding dong de una puerta. Volví la cabeza para saber qué era y vi en la pared, junto a la puerta del baño, a unos tres metros a mis espaldas, un cuadro con botones y una luz naranja parpadeante. No sabiendo qué era aquello, miré el reloj; eran las nueve.

Algo indeciso, acerqué mis labios a la boca de Toño para besarlo y, al sentir el beso, se removió bajo la ropa con un leve quejido como de disgusto, sacó su brazo derecho y lo puso sobre mi hombro acurrucándose. Lo miré sin moverme. No quería molestarlo, pero ante la duda…

―¡Toño! ―susurré casi inaudiblemente―. ¿Estás dormido?

Entreabrió los ojos encogiendo la cara en un mohín de disgusto y, mirando alrededor sin mover la cabeza, como si no recordara dónde estaba; tosió, me besó y me habló entre dientes:

―Estaba dormido. ¿Qué hora es ya?

―Son la nueve, grandullón. Te he despertado porque ha sonado un timbre ahí, en ese cuadro de la pared.

―¡Am! ¡Sí! ―contestó contrariado.

De pronto, sin previo aviso, retiró el edredón, se sentó para sonreírme y saltó por encima de mi cuerpo para bajarse de la cama en pelotas. Oí un extraño ruido y comprendí que le había dado al urinal con los pies. Al volverme vi que se había acercado al panel, pulsó un botón y esperó bostezando y rascándose la cabeza.

―Buenos días, señorito ―dijo una voz femenina―. ¿Van a bajar los señores a desayunar?

―¡Hmmm, nop! ―contestó―. Anoche llegamos tarde.

―¿Desea que les sirva el desayuno en la alcoba?

―¡Claro, claro, por favor! No vamos a bajar hasta que pase un tiempo.

Al oír lo que decía, salté como un resorte para sentarme y lo miré con espanto:

―¿Pero qué haces? ―exclamé con prudencia.

―No pasa nada, cari ―dijo caminando medio dormido hasta mí, desperezándose―. Ahora me acuesto en mi cama y cuando nos sirva hacemos lo que nos dé la gana.

―¡Tú sabrás! ―gruñí como pude al tener sus labios sobre los míos―. Supongo que será vuestra costumbre, pero no me he visto en otra igual.

―¡Tápate bien, anda! ―protestó tirando del edredón―. Y ponte en el centro de la cama, que parezca que has dormido solo.

Caminó desnudo hacia la suya, que estaba a la derecha un poco alejada, rodeando la mía por los pies, la destapó y se metió allí tapándose como si estuviese casi dormido (que lo estaba). Puse bien las ropas y me moví un poco para ver qué había pasado con el urinal. Aparentemente estaba bien. Lo empujé con la mano para que quedara debajo de la cama.

―¿Y tú querías levantarte por la mañana a prepararme el desayuno? ―pregunté sorprendido―. No me extraña que no insistieras demasiado.

―No te creas ―respondió entre bostezos―. Me hubiera levantado… Ahora, como sé que aquí me lo sirven, es distinto. Tú calla y espera. Dejará el desayuno junto a aquella mesilla.

Miré a los pies de las camas y, en la pared de enfrente ―que quedaba algo lejana―,  entre la puerta de entrada y el ropero monumental, había una mesa pequeña y redonda, cubierta con unas faldas de camilla y un mantel. No me había fijado en muchas cosas por la noche.

En poco tiempo, sonaron unos golpes en la majestuosa puerta de madera tallada y contestó Toño alzando la voz:

―¡Pasa, pasa!

Oí crujir el picaporte cuando lo vi rotar y, al instante, se fue abriendo la puerta y entró una de las muchachas empujando una antigua camarera de madera tallada. ¡Todo un lujo!

―¡Buenos días, señores! ―dijo la mujer―. ¿Se ha dormido bien?

―¡Sí, claro, Nati! ¡Buenos días! ―contestó Toño escuetamente.

―¡Muy bien, gracias! ¡Buenos días! ―dije yo.

―Espero aprovechen el desayuno, señorito. Le he puesto algo de lo que le gusta. ¿Debo decirle alguna cosa a su madre?

―Hmmm ―dudó―. No, no… Si acaso, dile que vamos a desayunar sin prisas y a prepararnos para bajar. ¿Se ha ido ya mi padre?

―¡Uf, pues claro, señorito! ―exclamó dirigiéndose hacia la puerta para salir―. Ha ido hoy por la mañana temprano a la fábrica de Jarandilla para no ir el lunes. Su madre de usted les esperará en la sala de estar.

―¡Que no tenga prisas! ―aclaró―. Quizá tardemos un poco.

La muchacha hizo una leve reverencia, salió al pasillo y, dándose la vuelta, tiró del picaporte para cerrar. Asombrado, recapacité, recordé lo ocurrido el día anterior y me eché sobre mi costado derecho para mirar a Toño, que ya estaba mirándome:

―Esto no se hace ―farfullé―. Hasta ahora no me he dado cuenta de dónde me he metido. ¿Por qué no me has dicho nunca nada?

―¿Nada de qué?

―¡De esto! ¿Tú te crees? Hemos estado conviviendo en mi humilde piso de Madrid y no se te ocurre decirme que vives con este plan. ¿Habrase visto?

―¡No te he engañado, Roberto! ―se excusó―. Como estoy acostumbrado, no pensé que te pareciera nada importante…

―¿Ah, no? ¡Verás! Yo creía que mis padres vivían en un piso muy lujoso, pero esto ya es… Seguramente habrás pensado que todo el mundo vive a todo tren.

―¡Lo siento! ―balbuceó compungido―. Si hay algo que no me gusta hacer es ir presumiendo por ahí de vivir mejor que nadie, cari. Ten en cuenta que esta, de momento, no es mi casa.

―¡Ya! ―suavicé mi tono enfurruñado―. Creo que deberías haberme advertido algo de esto. Anoche me di cuenta de que tus padres no viven mal, desde luego. Y la cantidad de ropa buena que tienes en el ropero… y tantos zapatos…

―¿Te sientes mal por eso? Yo no quiero vivir así, de verdad. Nos iremos a un piso normal, como el tuyo, que no está mal. ¡Si un día tuviera yo mis propias llaves! Pero no las tengo. Vivo provisionalmente de prestado y no me gusta.

―¡Vale! ―claudiqué―. Aceptemos «palacio» como… «vivienda provisional». El desayuno se enfría, creo.

―Me parece que no ―dijo incorporándose para levantarse―. Voy a darte una de mis batas para no andar en pelotas. Seguramente te estará enorme…

―¿Y si nos ponemos los calzoncillos y una camiseta?

―¡Como quieras! Estarás más cómodo con la bata que con la ropa sucia para desayunar. ¿O te vas a vestir de limpio antes de ducharte?

―¡Joder! ―recapacité―. Tienes razón. Dame una, entonces.

¡Menos mal que me dio una bata que se le había quedado algo pequeña! Casi arrastraba por las alfombras.

Sentados los dos a la mesa, destapó una bandeja cubierta con una campana de plata que había entre otros manjares del desayuno y, al instante, me llegó un delicioso olor penetrante:

―¿Qué es eso? ¡Huele que alimenta!

―¡Sí, mira! ―exclamó levantando la campana aún más para que viera―. ¡Es torrezno!

―¡Joder! ―proferí acercándome a olerlo―. Esto tiene muy buena pinta, pero si no me equivoco es grasa pura…

―Es papada de cerdo en adobo y frita ―me dijo―. Me encanta ponerlo encima de la tostada con manteca. ¿Lo vas a probar?

―¡Por supuesto! Si no te importa…

―Hay para los dos. Yo te prepararé la tostada. Sirve tú el café y la leche, ¿vale?

―Huele tan bien que se me está haciendo la boca agua ―comenté mientras descubría cuál era la cafetera y cuál la lechera―. Lo malo de comer eso todos los días, en el desayuno, es que… engorda.

―Que estoy gordo, ¿no?

―¡No, no, por Dios! ―rectifiqué asustado―. Estás como tienes que estar; ¡como a mí me gustas, vamos! Como dicen eso del colesterol…

―¿Sabes una cosa? ―comentó inexpresivo mientras untaba el pan sin mirarme―. Eso de que el colesterol es malo es sencillamente falso. Si leyeras alguna revista de Ciencias, ya te habrías enterado. Tengo una ahí al lado; ahora la veremos. ¿También piensas que las… «carnes procesadas» que desprecia la OMS te van a producir un cáncer?

¡Pues vas listo, Roberto! La comida más sana del mundo mundial es la nuestra: la dieta mediterránea, que le dicen.

―De eso seguro que sabes tú más que yo. A mí me pones un poco de ese «tocino procesado», que de algo hay que morirse. Si uno no fuma, no come carne y no folla, seguro que se muere; ¡de asco!

El desayuno estaba delicioso. En esos momentos, reponiendo fuerzas para lo que se terciara, dejé de pensar en tanto cuento como estaba viendo en aquella «residencia». Cuando vi que Toño se limpiaba la boca con la servilleta y la dejaba arrugada sobre la mesa, era que ya estaba satisfecho.

Después de aquel exquisito desayuno le tocó el turno a la ducha. Entramos juntos, como no podía ser de otra forma, y nos desahogamos sexualmente antes de ahogarnos bajo los chorros de masaje. A Toño se le ocurrió enjabonarme el nabo con una suave friega y, eso, hecho así, me lo puso duro. Siguió el masaje y le fui haciendo lo mismo. Casi damos un traspiés y nos caemos cuando se echó sobre mí a descargar toda su metralla en mi vientre: «¡Hala! ¡Echa, echa!». Creo que gastamos allí las calorías del desayuno.

Ya preparados ―y bien guapos, sobre todo Toño― lo vi desde la puerta del baño hacerme señas con los dedos para que me acercara a él y, cuando llegué al otro extremo del dormitorio, donde me esperaba, abrió una puerta pequeña y no dijo nada. Me asomé con curiosidad en cuanto encendió la luz y, allí dentro, en el lugar más asombroso que había visto en mi vida, descubrí paredes llenas de carteles con dibujos de cómics, de grupos musicales, de películas… Era una sala casi tan grande como su dormitorio pero con el techo más bajo y bastante bien insonorizada.

Entré despacio mirándolo todo. Encontré allí desde una gran mesa de dibujo, cientos de rotuladores de colores, pinceles y estilógrafos, hasta una pantalla de TV de no sé cuántas pulgadas rodeada de altavoces, una guitarra eléctrica, unos teclados…

―¡Madre del amor hermoso, que diría mi abuela! ―exclamé tal como lo estaba pensando llevándome la mano a la frente―. Así que tú ibas a irte a Madrid, solo con lo más importante, para estar con un gilipollas como yo.

Lo miré un instante parado en la puerta sin decir nada y seguí paseando por el estudio como si me hubiera metido en un museo:

―¿Pero de dónde has sacado estos carteles tan bonitos? ―pregunté primero.

―Los carteles de cómics los he pintado yo. Los otros los compré.

―¡Pero bueno, Toño! ―me volví para hablarle mirándolo a los ojos―. ¿Sabes hacer todo esto y vas a dejarlo por…?

―¡Por ti! ―espetó―. Nos iremos a Albacete, a Soria o a Sevilla, pero nos iremos juntos a trabajar, porque yo pienso irme contigo.

―Pero… ―balbuceé―. ¡Tienes que llevarte esto!

―Mis cosas se quedan aquí ―dijo muy seguro―. Tal vez algún día, si hay sitio en nuestro piso, compre una mesa de dibujo, rotuladores, tintas, pinceles y algo más. ¡Por distraerme! Cuando pase mucho más tiempo y seamos mayores, supongo, esta casa será mía y aquí seguirán mis cosas para los dos.

Me acerqué a él caminando muy despacio y sin apartar la vista de sus ojos. Hice un esfuerzo para no echarme a llorar sobre su pecho y, poniendo mis manos en sus mejillas lo miré en silencio. Poco tiempo después de quedarnos mirándonos sin decir nada, dejé caer mi mano hasta su cuello y, acariciándolo con el dorso, le hablé despacio:

―Si a mí alguien me hubiera dicho las cosas que yo te he dicho… Eres… Ni yo ni nadie va a encontrar en su vida a alguien que se te parezca.

―Yo no voy a encontrar a nadie como tú porque no hay dos iguales; y eres el que me gusta; el que amo. ¿Vale así? ¡Sonríe, anda! Vamos a bajar y saldremos a dar un paseo.

Su madre, tal como nos dijo Nati, nos esperaba abajo en la sala de estar. Nos dio los buenos días y nos ofreció asiento. Yo permanecí mudo todo ese tiempo.

―No vamos a entretenernos, mamá ―le dijo―. Quiero llevar a Roberto a dar unos paseos y así hablamos también de trabajo. ¿Te importa?

―¡Quia! ¡Qué me va importar! ―contestó sin dejar de hacer punto―. La ciudad le va a encantar y los temas de trabajo, según me dijiste, son lo principal. ¡Mira tu padre! A las siete se ha ido a Jarandilla y no vendrá hasta el almuerzo. Quieren hacer puente el lunes. Deberías ir acostumbrándote a hacer algo provechoso… ¿No es verdad, Roberto?

―¡Sí, señora! ―respondí sorprendido―. Quizá la culpa es mía por venirme de vacaciones y mezclarlas con el trabajo.

―¡Anda! Ya podéis iros y no lleguéis muy tarde. El almuerzo es a las dos como siempre.

Salimos sin prisas y caminamos sin rumbo fijo aparente. El tiempo empezaba a ser otoñal y corría un cierto aire fresco de la sierra. Toño me hizo señas para cruzar a otra calle:

―Vamos a ir a la Plaza Mayor. Siempre voy allí porque visito a mis amigos de los bares. Luego iremos a ver la parte monumental, si quieres. La catedral, las cigüeñas…

―¡Claro que quiero! La otra vez que vine era casi de noche y no cruzamos más de dos calles. Me parece espectacular ver tantos nidos de cigüeña.

―«Por San Blas, la cigüeña verás», dice el refrán. Este año han vuelto mucho antes del sur; o de África.

―Y nos iremos nosotros… ―hice  una pausa a conciencia―. Quiero que sepas que para mí sigues siendo el mismo: mi grandullón; lo que más quiero. Todo eso de tu casa no es más que una anécdota en nuestro camino. Lo que sí me gustaría, de verdad, es que no dejaras de hacer lo que haces. Podríamos ver la forma de llevarnos lo más importante para que sigas haciendo esos dibujos. ¡Eres magnífico!

―Gracias ―contestó con una mirada de agradecimiento―. Preferiría no desmontar mi estudio; dejarlo tal como está. Si nos vamos a otro lugar, puedo comprar lo que necesite… ¡No todo!

―Es mejor que eso lo decidas tú, sí. Lo que no me gustaría es que dejaras tu dibujo… ¡como hobby!

―¡Mira! ―Señaló a una terraza de veladores―. Me gustaría saludar a Esteban, el dueño de ese bar. Podríamos sentarnos luego un rato a charlar de nuestros planes y, más tarde, la visita turística, ¿vale?

―¡Claro!

Entramos en aquel bar que estaba bajo unos soportales de la plaza, casi enfrente y muy cerca del egregio Ayuntamiento. No era un local muy grande. Saludó a un hombre bonachón, regordete y bastante calvo. Entre su tío y algunos de aquellos hosteleros había aprendido todo lo que conocía de cocina. Me presentó, pedimos unos cafés y nos sentamos en uno de los veladores que estaban dispuestos fuera de los soportales.

―¡Me encanta esa fachada! ―comenté.

―Es el Ayuntamiento; el Palacio Municipal. ¿Te gusta?

―¡Sí! Es gótico, ¿verdad?

―¡Qué va! Es una reconstrucción pero no está mal, ¿eh?

―¿Y qué es ese muñeco que cuelga del campanario?

―¡Que no! ―dijo entre risas―. Es el Abuelo Mayorga, una figura mecánica que toca las campanadas de las horas.

―¡Am! Pues a ver si nos avisa de cuándo es la hora para beber cerveza. ¡A ver si lo veo tocar!

Se detuvo en explicarme muchos detalles de la plaza, como la norma que había de respetar los arcos y soportales de las casas. Hasta las más modernas los tenían.

Después de hablar de todo un poco y sintiendo algo de fresco, di un respingo cuando sonó mi teléfono.

―¿Quién es? ―preguntó Toño.

―Hm, a ver… ―Miré la pantalla―. Es Carolina; una compañera del trabajo. Perdona.

Descolgué y la saludé efusivamente. En realidad no esperaba su llamada un sábado y mucho menos sabiendo ella que yo estaba fuera.

―¡Muchacho! ―saludó―. ¿Te lo pasas bien?

―¡Sí, sí! ―contesté contento―. Ahora mismo estoy en la Plaza Mayor. Esto es muy bonito…

―Me alegro. No quiero entretenerte mucho. Solo me gustaría darte alguna noticia sobre lo que hablamos.

―¡Ah, claro! ―dije severamente y miré un momento a Toño―. ¿Puedes esperar un momento?

Le dije a Toño que necesitaba hablar con ella y me iba a retirar un poco. Asintió conforme, me levanté y di unos pasos hacia el centro de la plaza.

―¿Sigues ahí? ―preguntó.

―¡Sí, sí, sigo! Es que estoy con Antonio y me he separado un poco.

―Bueno; casi mejor. No sé si querrás contarle ahora lo que voy a decirte. Supongo que querrás compartirlo con él.

―¡Claro! Ahora se lo comento…

―Es que anoche me recogí muy tarde y no pude llamarte. Estuve hablando con don Santos porque me citó en su despacho. ¡No te lo vas a creer!

―¡Cuenta! ―exclamé disimulando mi asombro.

―No sé por dónde empezar… ¡Verás! Ya sabes que hay hoteles nuevos, como te dije. Uno de ellos ya está abierto pero se está incorporando el personal definitivo ahora. Es el Hotel Mármoles, de Sevilla. ―Respiré profundamente y miré a Toño forzando una sonrisa―. Te dije que si había puestos para los dos haríais una entrevista y quizá un examen, ¿no?

―Me parece lo lógico…

―¡Pues no, señor! Don Santos sabe de sobra que harías mejor trabajo allí, aunque piensa que podría disgustarte tener que mudarte de Madrid a Sevilla. Yo no le he dicho nada, por supuesto, sino que ha sido él el que le ha dicho al director de Mármoles que tú tienes que llevar aquello para levantarlo; con un buen sueldo, desde luego.

―¿Yo? ―pregunté asombrado―. ¿No los hay mejores?

―¿Qué pasa? ¿Ahora no te quieres ir? El restaurante de ese hotel es mejor que el de Princesa y… tu amigo don Modesto andaba buscando como loco a Antonio. Le ha dicho a don Santos, entre otros, que es un joven que no se puede dejar escapar.

―¡Vaya! ―no atiné a decir otra cosa.

―Así que, cuando vuelvas, el mismo miércoles por la mañana, os presentáis los dos al jefe. ¿Se me entiende? Creo que os va a enviar a hacer una visita; con una carta de recomendación para don Antonio Jesús Fajardo Duque, incluida.

―¿Qué me dices? ―tuve que contenerme―. ¿Cuándo tendríamos que ir a Sevilla? ¿Dónde está ese hotel?

―¡Para, para! ―dijo pacientemente―. Lo siento por Antonio, majo; no le queda más remedio que pasar unos días en Madrid, ir a Sevilla contigo y esperar a ver qué pasa.

―¡Ya! ―Volví a mirarlo disimulando―. Ahora se lo comento despacio. ¡Espero que no le dé un yuyu !

Comentamos alguna cosa más, guardé el teléfono y di unos cuantos pasos hasta el velador donde estaba Toño, que me miraba sospechando algo. Estaba claro que a mi rostro asomaba algún gesto como de espanto.

―¿Qué te ha dicho? ―preguntó enseguida―. ¿Hay problemas?

―¡Pues no sé si los habrá, Toño! ―dije mirándolo ensimismado mientras me sentaba―. Voy a contarte unas novedades y tú me dices si los hay.

―¿Yo? ¿Y qué pinto yo en tu trabajo?

―Es que… no es mi trabajo; es «nuestro» trabajo.

―¿Cómo? ―prorrumpió echándose adelante para apoyarse en la mesa―. ¿Hay noticias de lo nuestro?

―Ajá ―asentí―. A mí me parecen muy buenas. Yo te cuento y tú decides, ¿vale?

Conforme le fui contando las novedades, se le fueron abriendo los ojos y no hubo expresión ni de alegría ni de descontento.

―Pues ya está ―dije al terminar―. Ahora está el dilema de que tendrías que pasar unos días en… Madrid, ¿comprendes?

―¿Y qué? ―dijo sorprendido―. Te he dicho que me voy contigo a trabajar y lo mantengo. Si eso incluye tener que aguantar unos días, solo de paso, en Madrid… Ya procuraré salir lo menos posible.

―¿En serio?

―¡Vamos, Roberto! ―bajó la voz―. Hasta ahí, llego. Es como pasar por el quirófano para no morirse, ¿no crees?

¡Sí! ―contesté muy satisfecho.

Como no podíamos hablar del asunto en público como queríamos, decidimos volver a casa y dar el paseo algo más tarde; cuando el sol calentara un poco más.

Terminados los cafés ―que no quisimos beberlos a toda prisa―, volvimos paseando hacia «palacio» como dos príncipes: mirándonos con picardía de vez en cuando y sin decir casi nada.

Ya allí, cruzamos el vasto salón hasta la sala de estar y no encontramos a doña Julia. En esos momentos, cuando íbamos a subir al dormitorio, vimos venir a Nati apresuradamente y con la cara descompuesta:

―¡Señorito, señorito! ―llamó a media voz―. ¡Espere un momento! ¿Puede venir a la cocina?

―Sí, claro ―contestó Toño imaginando que algo no iba bien―. Roberto viene conmigo.

―¡Ay, señorito! ―iba relatando―. Usted sabrá si es prudente que su invitado oiga lo que tengo que decirle.

―Nati… ―contestó con seguridad―. Con mi invitado no guardo ningún secreto. No debes preocuparte.

―¡No, si ya…!

Al entrar en la cocina tras ella, cerró la puerta, miró prudentemente alrededor, y me miró apurada.

―¡Dime, Nati! ¿Qué pasa para que me traigas a la cocina?

―¡Señorito! ―gimió―. Su madre de usted…

―¡Vamos, tranquilízate y habla!

―Ya sabe usted, que en cuanto se ausenta por la mañana le hago su dormitorio, pero como ahora es el dormitorio de los señores, lo hice con mucho esmero. ¡Se lo aseguro! Su madre de usted, pensando en que nada fallara, subió a repasar mi trabajo…

―¿Y? ―preguntó Toño sospechando algo.

―Pues… Se me olvidó revisar los urinales ―A Toño le fue cambiando la cara―. Como el señorito nunca lo usa… Su madre me dijo que había uno «sucio». ―Me miró avergonzada―. Subí a limpiarlo. ¡No sé cómo no me ha despedido! ―Me pareció que se iba a echar a llorar.

―¡Gracias, Nati! ―le dijo besándola―. ¡No va a pasar nada! Sabes que te quiero mucho y no va a pasar nada. ¿Dónde está ella?

―No piensa comentarlo, de momento, pero anda muy disgustada. Ha ido a la iglesia, creo.

―Pues… ―Se llevó la mano a la boca para pensar―. Creo que vamos a estar en la biblioteca; por si pregunta…

Cuando salimos de la cocina, los ojos de Toño se movían incesantemente hacia todos lados:

―¡Qué fallo! ―farfulló―. Eso me pasa por no tener cuidado. Ya me veo venir una bronca, pero si se lo dice a mi padre…

―¡No, por Dios! ―susurré asustadísimo―. ¡La culpa ha sido mía! En vez de dejarlo a la vista lo metí debajo de la cama. La mujer se hubiera dado cuenta antes. Y ahora no sé si meterme debajo de esa alfombra.

―Hay una diferencia entre mis padres, ¿sabes? Si se hubiera dado cuenta mi padre, me soltaría una bronca a gritos y me daría una paliza antes de echarme. Mi madre estará muy disgustada, pero no sé cómo va a reaccionar.

―Me interesas demasiado, Toño… ―quise serle sincero―. Si no fueras tú, me iba de esta casa pitando.

―¡Espera! ―se detuvo para pensar―. Esto no tiene vuelta atrás. Si aparece mi madre, no digas nada; pase lo que pase… ¡Por favor!

―No te preocupes.

La biblioteca, para hacer juego con el resto de la residencia, era otro lugar desproporcionado de la casa. Por eso Toño había leído tanto. Encendió varias luces y cruzamos hasta el fondo; hasta un lujoso bargueño tan antiguo como el que tenía en su dormitorio. Se echó junto a él en la pared y me miró visiblemente afectado:

―Mi madre sabrá que estoy aquí. Es mi sitio favorito para meditar.

―Me gustaría abrazarte y besarte ―le dije algo retirado―. Sé que no es el momento; ni el sitio es el adecuado.

―¡Bésame, cari! Todavía es temprano.

Me acerqué a él desconfiando de que apareciera alguien y seguro de lo que quería hacer; lo abracé y se puso a besarme y acariciarme desesperadamente. Sabía que tarde o temprano íbamos a tener que enfrentarnos a una situación muy incómoda. Limpié sus lágrimas sin rozar apenas su piel y me retiré hacia un escritorio para que no me viera llorar.

―No va a pasar nada ―dijo―. Te aseguro que sé lo que tengo que decir. ¿Vas a confiar en mí?

―¡Sin ninguna duda! ―sollocé―. Échame a mí la culpa.

Antes de que le diera tiempo a contestar, oímos una voz desde la puerta:

―¿Toño? ―dijo su madre con voz severa―. Te ruego que me acompañes un momento. Tu amigo que se quede aquí leyendo.

Toño no contestó. Se retiró de la pared y cruzó la biblioteca con pasos muy lentos. Antes de llegar a su madre comenzó a hablar asustado:

―Lo que tengas que decirme, mamá, me lo dices ahora.

―¡Ni hablar! Tú y yo, a solas.

―No, mamá. Roberto va a estar siempre conmigo. Lo que tengas que decirnos, nos lo dices a los dos.

―Ojalá tu padre nunca se entere ni vea lo que yo he oído y visto. Nos metes en casa a un extraño depravado con la excusa del trabajo, y viene a pervertirte. Que recoja sus cosas y se marche por donde ha venido.

―¿Eso crees? ―preguntó inseguro―. ¡Qué equivocada estás! Piensa un poco, mamá. ¿Aún crees que yo no tengo sentimientos?

―Eso no son sentimientos; y estás en casa de tus padres. Creo que nos merecemos un respeto. Es mejor que Roberto coja sus cosas y se vaya. Papá no tiene por qué saber nada de esto.

―Claro ―dijo volviéndose hacia mí para acercárseme―. Haremos el equipaje. Me voy con él. Espero que le pidas disculpas por lo que le has dicho.

―Tú, te quedas ―habló sin parecer enfadada.

―Lo quiero, mamá ―balbuceó agarrándose a mi brazo―. ¡Nos queremos! A lo mejor no lo entiendes, pero es así. Si él se tiene que ir, me iré con él. Vamos a trabajar juntos; no es una excusa.

―¿Qué estás diciendo? ―exclamó la madre muy asustada―. Tu padre va a hacer preguntas si te vas así.

―Pues dale las respuestas.

―¿Y tú, Roberto? ―me preguntó a mí un tanto disgustada―. ¿No tienes nada que decir? ―negué con la cabeza viviblemente, sin decir una palabra, como había prometido.

―Si tan seguros estáis de que «eso» es… amor, es cosa vuestra; pero en esta casa no.

Doña Julia nos echó una última mirada inquisitiva y, resignada, se dio la vuelta y desapareció.

―¡Vamos, cari! No le hagas caso. El camino nos espera.

Me tomó de la mano ―que debería notarla temblar― y tiró de mí hacia la salida. Cuando pasamos junto a doña Julia, que estaba con el servicio en el salón, ni siquiera movió los ojos para mirarnos. Cogidos de la mano, comenzamos a subir las escaleras ante su asombro. Ya en la puerta del dormitorio, cuando Toño notó en mi respiración que iba a romper a llorar, apretó mi mano, se detuvo y se volvió para abrazarme:

―¡No me llores! Todo esto es culpa mía. Sé que me queda mucho por aprender. ¿Vamos?

Al entrar en el dormitorio pensé que estaba viviendo una pesadilla. Uno cree que nunca va a verse metido en situaciones tan inexplicables. Me había tocado a mí. En mi caso no tuve ningún problema cuando decidí, voluntariamente, confesarle a mis padres mi inclinación sexual y afectiva. Lo único que me consolaba en ese momento era estar junto a mi niño.

―Solo tengo cien euros ―gimió―. No quiero verme otra vez así.

―Tienes todo esto; aunque no puedas disponer de nada por ahora. De momento, me tienes a mí; tengo dinero para los dos. Dentro de poco estaremos en Sevilla. ¿Vale?

―Claro ―sonrió―. Voy a llamar a Nati para que nos prepare el equipaje.

―¿Es que tú no sabes hacerlo, grandullón?

―No; no sé. Me han guardado alguna ropa de la que me compraste y quiero llevármela. Mi padre todavía tardará. Cuando llegue nos habremos ido y, si hace preguntas, que las responda mi madre.

Saqué el teléfono y me dispuse a llamar. Toño, inmediatamente, me preguntó qué hacía. Quería que Carolina hiciera una reserva para esa noche en el Parador. No estaba dispuesto a conducir en esas condiciones. Aunque se extrañó bastante, mi amiga no hizo preguntas. Quedó en avisarme.

―Haremos lo que tú digas, cari ―susurró acercándose a besarme―. Siento mucho haberte metido en este berenjenal. ¡Y las cosas que te ha dicho mi madre! Ya nos olvidaremos.

―Sí. Todo se normalizará; ya lo verás.

Llamaron a la puerta y Toño dio su permiso. Entró Nati compungida y, mirándonos para descubrir acaso en nuestras miradas qué había pasado, nos habló con tranquilidad:

―Señorito; señor. La señora me dice que debo hacerles el equipaje…

―¡Gracias, Nati! ―le respondió―. Solo es el mío. Es que no sé dónde está mi ropa nueva.

―Verá usted… ―dijo la sirvienta acercándosele con prudencia―. Es culpa mía que todo esto haya pasado, pero he convencido a su señora madre de que el señorito debe vivir su propia vida y ser feliz. Mi hijo tiene novio, ¿sabe usted? ―Nos miramos disimuladamente―. Lo peor que hacen los señores es quedarse en esta casa; y perdone mi intromisión.

―¡No, por Dios! ―exclamó Toño―. Esto no es culpa de nadie. Quizá sea de la ignorancia. Algún día tenía que pasar, ¿no?

―Mejor así, señorito ―dijo―. Voy a buscarle esa ropa. Espero que los señores sean felices… Tan felices como mi hijo.

Poco después me llamó Carolina un tanto extrañada. Me dijo que en el Parador ya había una reserva hecha para mí. Era lo que me había dicho mi jefe en su momento.

Bajamos las escaleras ya preparados, con tiempo para salir antes de que llegara su padre. Doña Julia se había retirado y el servicio había bajado el abultado equipaje de mi amado, que nos esperaba en la puerta que daba a las cocheras.

Dos de las muchachas llevaron todo hasta el coche y, cuando abrió el portón de salida, entregó el mando a distancia a Carmelo, el mayordomo.

Conduciendo por las calles que me indicó, llegamos otra vez a la Plaza de San Nicolás y, poco tiempo después, nos acercamos al mostrador de recepción del Parador. La señorita recepcionista que nos atendió, al ver mi reserva, se excusó y entró un momento en las oficinas. Cuando salió, hizo unas señas a alguien y nos habló amablemente: «Van a subir el equipaje a la habitación, señores. ¿Firma aquí?».

Subimos sin prisas hasta la celda 112, que daba a la parte trasera y a la piscina. Se asomó a la ventana, miró con curiosidad y se volvió para abrazarme:

―No sé si estás de ánimos como para dar paseos ―me dijo―. La verdad es que estoy muy cansado, Roberto.

―No te preocupes, grandullón ―quise quitar importancia al asunto―. Estoy tan cansado como tú. Daremos una vuelta para que veas las instalaciones… aunque tu casa es tan espectacular como esto. Almorzaremos en ese comedor magnífico y subiremos a dormir tanto como nos apetezca. Hasta mañana no hay nada mejor que hacer que estar juntos.

No pudo disimular su asombro y felicidad al entrar en el enorme y antiguo refectorio del convento, que se había convertido en el comedor, para sentarnos en una mesa cercana a una portezuela trasera que daba a unos jardines; casi debajo de lo que fuera el púlpito de piedra. El tiempo había empeorado algo.

Degustamos un menú exquisito ―aunque a Toño poco le asombraron los platos de su tierra y los vinos le parecieron carísimos― y, dando un rodeo tranquilo por las galerías antes de volver a la celda, nos dispusimos a descansar.

―No sé para qué ponen dos camas individuales juntas ―comentó―. Al final solo desharemos una.

―No será porque quieran mantenernos separados. Nadie lo va a conseguir.

―Nadie ―susurró acercándose a la ventana pasa mirar―. Comeré lo que comas y dormiré donde duermas. Es lo único que deseo.

Caminé hasta él quitándome la chaqueta y arrojándola sobre una silla. Lo abracé por la espalda y eché mi cabeza a un lado, pegándola a su hombro, para poder ver afuera:

―El tiempo empeora ―dije―. Aquí estamos seguros los dos y, muy pronto, estaremos en esa ciudad que te gusta tanto. Sevilla toda es también un monumento. Serán pocos días.

―Y… mientras tanto, ¿no vamos a…? ¡Bueno, ya sabes!

―Siempre que queramos ―aseguré―. Aquí me tienes pegadito a ti para no perderme ni una.

―¿No te importa hacerlo ahora? ―preguntó con timidez.

―Quizá me notes un poco nervioso por todo lo ocurrido, pero eso se me olvida teniéndote.

Me pareció que se movía y me retiré un poco. Se quitó la chaqueta y vi caer sus pantalones sobre el suelo rústico. Levantando un poco su camisa celeste vi aquel trasero, que tanto me había atraído siempre, escondido detrás de sus calzoncillos. Empujó con las dos manos arrastrándolas por sus caderas para quitárselos y, antes de que pudiera decir nada, se recostó en la madera que recubría la parte baja de la ventana:

―Vamos a cumplir tu fantasía… Parece que se acerca una tormenta.

Me desnudé en segundos. Solo pude ver algunos relámpagos de una tormenta tal vez muy lejana, mientras apretaba mi cuerpo a su cuerpo meciéndolo con el suave balanceo del amor. Dejó escapar algunos quejidos y me miró de vez en cuando mientras entraba y salía de él agarrado a su cintura.

Tal vez, la preocupación que aún me llenaba por lo sucedido, me ayudó a retrasar la llegada de un orgasmo que fue mayúsculo. Tiró de mi cuerpo cuando empecé a quejarme y a acelerar mis movimientos y, cuando me vacié en sus entrañas tirando de su frente despejada, se volvió para fundirnos en un beso que me pareció eterno y nuevo.