El camino de Retorno

Porque hubo un instante en que mi mente descubrió que sentía sus dedos y piel con un calor intenso, sin vestidos violáceos, y, sencillamente, me agradó tanto que no entendí como había aguantado tanto tiempo con un ser así, separado por tantísima ropa. Me retorcía entre las sábanas.

El camino de retorno

Cuando tras seis meses de separación decidimos retomar lo nuestro, lo hiciste con el miedo a llegar al inevitable momento.

Porque en circunstancias como las nuestras, ese momento o llega y si se comete la torpeza de evitarlo, puede llegar a enquistarse en el imaginario perverso de tal manera, que pudrirá de nuevo lo que se intenta hacer germinar con mucho esfuerzo.

“¿Qué pasó?, ¿Qué hiciste?, ¿Con quién?, ¿Cómo?, ¿Qué posturas? ¿Fue mejor?”.

Las cosas deben contarse.

Aunque jodan lo suyo.

Aunque exista una evidente descompensación entre lo que uno hizo y lo que hizo el otro.

Había sido yo quien tomó la decisión de dar por perdido lo nuestro.

Ocho años juntos, siempre de noviazgo, siempre de cada uno en su casa, sin que nunca, a pesar de la buena relación, nos pusiéramos a hablar seriamente sobre el camino por el cual debíamos conducirnos.

Una situación que para mí, ya treintañero, era soportada con extinta paciencia.

Sentía la necesidad de asentar mi vida, de organizar un proyecto sensato, perdurable, de tener hijos, establecer su educación y pagar una hipoteca.

No, nunca habíamos planeado más allá de salir al cine o pasar un sábado en la playa.

Y eso me cercenaba.

Nos queríamos mucho, pero parecía que entre nosotros, funcionaba mejor aquella especie de continua excusa para no coger por los cuernos esos asuntos de enjundia.

Por eso, cuando apareció en mi vida esa cuyo nombre prohibiste mencionar, pensé que, tras la novedad, la ilusión del encaje de piezas, había aparecido el amor cierto cuando, en realidad, para ella, solo fui un ardor veraniego.

Me equivoqué.

También la “sin nombre” tenía novio.

También la “sin nombre” llevaba tiempo junto a él.

Pero, con mayor sapiencia, ella sabía estrujar las curiosidades de cama, sin buscar explicaciones posteriores ni atar por ello nudos.

Tontear, cortejar, follar y punto.

Tú siempre lo supiste.

Sin que yo te lo contara.

Eres mujer y para esas cosas, para los traiciones, sois una auténtica brújula.

Mi error fue creerme enamorado…y correspondido.

Mi error fue pensar que, con la innombrable, coordinaba mejor a la hora de hablar esas cosas que, entre tú y yo, jamás mencionábamos.

Fue un error garrafal.

Enamorarme falsamente y cortar contigo tan tajante y cobardemente.

Marchamos cada uno por su lado.

Yo, tramando un futuro que no existía y tú destrozada, arruinada, sola.

Seis meses.

Ciento ochenta y tantos días en los que descubrí que, en realidad, era yo el desarbolado.

Todos los amigos eligieron.

Ellos, como tú, os difuminasteis, señalando en los corrillos al culpable de todo.

También desapareció la innombrable en cuanto el otoño llegó y le dio por recordar lo mucho que siempre había querido a su novio.

  • Te amo – fue el último patetismo que salió de mi boca para evitar, desesperadamente que se fugara.

Ella se rio, colgando despiadadamente el teléfono.

Comencé entonces el lento sacrifico, la depresión, los lamentos y el abandono.

¡Como pude cometer semejante error!

¡Como pude arruinarme a mí!

¡Como fui capaz de hacerte tanto daño!

Intenté viajar, intenté comenzar un curso de risoterapia, intenté escribir un libro, adelgacé doce kilos.

Hasta que, seis meses, un veintitrés de enero, sonó el fijo y resultaste ser tú, ofreciendo un último intento para reencontrarnos.

¿Por qué lo harías?

¿Por qué si fui cruel, injusto?

¿Por qué siendo si no era por revancha, por jugar contra mí con rencor y sadismo?

Para averiguarlo me planté esa noche junto a ti y una enorme jarra de cerveza irlandesa, grasa y negra.

Delante parabas tú con otra rubia, con menos limón que cerveza.

Una novedad pues nunca te vi beber algo que fuera destilado.

El bar, con falso aire céltico, exhibía a un monologista ramplón de esos que pretenden demostrar que el sentido del humor, nació con ellos de la mano.

Eran las dos y media de la madrugada del 25 de enero.

Llevábamos dos días de echándonos de todo a la cara, condenado a la humillación de ser yo, tras tus amigos, el segundo plato.

Dos días contigo y durmiendo solo.

Dos pensando si había merecido la pena decirte que sí, que te había echado mucho de menos cuando enfrente, tus ojos eran fríos, de laboratorio.

Tras nosotros paraban tu grupito de íntimos, tres chicos, dos chicas que hasta entonces desconocía y que te habías labrado en la capital durante esas semanas.

Me cuesta reconocerte.

Más flaca, más fibrosa, más segura y recompuesta, inmaculadamente vestida, con la tez blanquecina y bien cuidada y los ojos soltando el raciocinio de quienes a base de ostias, terminan madurando.

Una agudeza que no tenías seis meses antes ni durante los ocho años que compartimos hasta que metí la pata hasta el fondo.

  • Antes de nada. Antes de que digas sí definitivamente, quiero contarte todo.
  • ¿Todo?
  • En estos meses han pasado muchas cosas. Yo ya no soy Teresa. Bueno la Teresa que conocías. Quiero que durante la próxima hora te calles, que no digas nada, que no intentes detenerme. Voy a contarte cosas que van a dolerte pero, si finalmente optas por aceptar mi proposición y comenzamos de nuevo, debes hacerlo….sabiendo y aceptando. ¿Estás dispuesto?

1) ¡Gracias Dios mío por el condón!

Tarde treinta y cinco días en acostarme con otro.

Desde el 7 de septiembre cuando me llamaste para decirme esa hijoputada de que me querías pero ya no como novia.

Imbécil fuiste Manuel.

Te amaba con locura.

Confiaba en ti como oveja que va al matadero.

Hubiera hecho lo que me pidieras.

Pero tú acabaste enchochado de aquella….de aquella y preferiste coño nuevo que corazón conocido.

Te equivocaste sí.

De arriba abajo.

Y a saber si ahora te equivocas intentando una reconciliación.

Te llamé por amor, porque sabía de tu depresión porque en muchas cosas te echaba de menos.

Pero soy mujer herida y eso, puede acabar mal para ti.

Porque no olvido.

No olvido aquellos treinta y cinco días trabajando como una autómata, regresando luego al piso de mierda que comparto con Resu, llorando durante toda la noche, insomne, consumida, rabiosa, intentando inútilmente transformar el inmenso amor que sentía por ti, en odio.

Me dabas asco, me dabas asco sí.

Pero no tenía fuerzas para rechazarte en mi memoria, para hacer lo justo que era salir y disfrutar de mejores planes que no fueran llorar tu rechazo.

Así hasta que Anabel, si, la que te he presentado hoy, vino a salvarme del agujero en el que yo mismo me estaba enterrando.

Con la ciudad dominada por las fiestas del Pilar, no había barrio sin verbena.

Ella organizó visita a la de San José, que por sencilla y obrera, pagaba las orquestas más talentosas y variadas, con una media de edad entre la asistencia, a la que le costaba recodar quienes eran la transición y Adolfo Suarez.

  • Busco mercado carnal – bromeaba en el taxi.

Anabel es superficial.

Extremadamente superficial.

Pero, en aquellos días de tremendos daños internos, era ella la persona adecuada para banalizar el mundo, para extraer el dolor y curtir la piel contra todo aquello que me estabas haciendo.

La carpa, tan gigantesca como atiborrada, apenas cedía espacio para llegar a la barra y pedir y par de rones con refresco.

La pista de baile estaba invadida por juventud multicolor, gracias a la mucha población emigrante, sudamericana, marroquí o senegalesa que vivía en un barrio con alquileres sensatos.

Poco Paquito chocolatero, mucha pieza caribeña tal del gusto.

Allí quien no bailaba con ritmo salsón, mecía el cuello con el vaso en la mano, escaneando todo lo que pudiera ser fornicable y parara a un lado o a otro.

Estaba tan desacostumbrada a aquella situación que, cuando se acercaron, pensé que se habían equivocado y nos estaban pidiendo disculpas por habernos pisado.

  • ¿Qué cómo te llamas preciosa?

Por suerte, hizo insistencia si bien hasta que Anabel no pellizcó sutilmente mi espalda, no percibí lo que realmente estaba ocurriendo; ocho años más tarde, un hombre sacaba la muleta para tentarme y sacar mi cuerpo al ruedo.

Debí de hacer el ridículo.

Pero Ismael no pareció ofenderse por mi aparente e inicial desprecio.

Ismael carecía, completamente, de atractivo físico.

Si, sus ojos eran de un claro genéticamente helvético.

Si, su tez aceitosa, mestiza, brillaba, resaltando y resultando cuanto menos, sutilmente atractiva.

Pero su cuerpo estaba pánfilamente abandonado.

Gordo no es que fuera.

Pero si fofo, con aquella papada impropia de un hombre que aseguraba tener veintidós años y trabajar en los andamios.

Desde el primer segundo, intenté rechazar educadamente sus también educadas maneras de aproximarse.

El insistía con ese acento exótico, que, aunque nunca fuera de mi agrado, sabía manejar con alma de psicólogo.

“Al menos no es argentino” – pensaba, sabiendo que a los diez minutos de escuchar acento de la Pampa, tenía el dolor de cabeza garantizado.

No obstante, no contaba con dos elementos.

Primero que a la hora, contaba ya tres combinados nadando en mi estómago.

Una mezcla que hacían pasar mis defensas de muralla china a castillo con muros de papel.

Segundo que Ismael, aunque perseverante, resultaba ser un caballero encantador, retenido, embaucador sin ser empalagoso que, sobre todo, aireaba un endiablado sentido del humor.

Adoro a los hombres que saben provocarme sonrisas.

Rozando las tres de la madrugada, recordé que llevaba cuatro horas largas riéndome como una colegiala, como no había hecho durante los treinta y cinco últimos y agónicos días.

La tripa me dolía, los ojos lagrimeaban, pero no por culpa de la ansiedad que tu abandono me causaba, ni por la puñalada trapera que me habías asestado; era porque Ismael, un hombre al que no conocía horas antes, era capaz de hacerme olvidar mis penas….sobre todo las que tú me generabas.

Cerdo. Cerdo de mierda.

Por eso, cuando deposité el vaso vacío sobre la barra, al girarme, al topar su rostro tan cerca, recibí su sutil beso con otro, tímido, pero promesa de que otros mejores vendrían, si la cosa giraba a buenas.

Y giró, desde luego.

Los labios se entreabrieron, la punta de nuestras lenguas se rozaron y yo, abriendo los ojos, contemplé como Anabel se diluía entre el gentío, soltando mímicamente un “Mañana te llamo. Aprovecha perra”.

Ismael y sus besos, el Pilar y su verbena, el cortejo y mis resistencias los recuerdo como un constante proceso de autoconvencimiento.

“Soy mujer. Una mujer madura. Una mujer moderna. Hago esto y más si me sale de la real gana. Que le den por culo a Miguel, a los demás a sus opiniones y falsedades. Quiero hacerlo, quiero responder a esto. Quiero saber lo que es, saborear la piel de otro”.

Fue irónicamente tu recuerdo lo que terminó por disipar el resto de mis temores.

Me imaginé lo bien que a esas horas estarías, diciéndole gilipolleces a aquella hija de la gran puta mientras yo llevaba un mes a dieta de Valeriana para templar los nervios y poder dormir sin ansiedades un par de horas….malgastando una tras otra madrugada en vela frente a un televisor que solo emitía anuncios de videntes y publicidad de gilipollas.

Sí.

Enrabietada por aquello eché a Ismael atrás y le solté la pregunta;

  • ¿Tienes sitio?

Era su día de suerte.

Ismael compartía un piso ridículamente angosto a apenas quince minutos de camino.

Quince minutos que salvamos deteniéndonos cada cien metros para retomar el jugueteo de piropos, risas, besos y roces a cada paso menos disimulados.

De vez en cuando, un borracho, un viejo desvelado, un niñato envidioso se nos quedaban mirando, lamentando no ser ellos quienes me sobaban descaradamente los dos cachos generosos que formaban mi culo.

Llegamos.

Llegamos y una vez dentro, Ismael, mucha prosa y poco cuerpo, comenzó a besarme con incontenible excitación y yo a corresponderlo con otro tipo de excitación…algo más fingida.

No era culpa de él.

Mi peruano era un buen tipo de eso no cabía duda.

Pero, en otras circunstancias,

habría gozado y le habría hecho gozar de manera más convencida.

Pero yo, quien no había conocido otro hombre en la cama que no fueras tú, pasé aquel trago en una constante inquisitoria, pensando, sopesando y desarrollando mil y una dudas y gilipolleces.

“Dios mío estoy besando a otro hombre….Dios mío estoy ensalivándome con otro hombre….Dios mío me agarra el culo otro hombre…Santo Dios estoy contra una pared, desnuda de cintura para arriba con otro hombre…Dios mío me come el coño otro hombre….Dios mío le estoy bajando la bragueta a otro hombre….Dios mío, estoy completamente desnuda, abrazando a un hombre completamente desnudo en un lugar que no conozco…Dios mío me besa el ombligo…Dios mío besa mi cuello…Dios mío sus dedos…Dios mío, mi coñito”.

Al caer a plomo sobre la cama, esta, un modelo de 0.90x1.90 rechinó oxidada y estruendosamente, anunciando que cuando su somier fue fabricado, a Felipe González todavía le votaban por guapo.

No era el mejor habitáculo para que una mujer cuestionándoselo todo se ratifique en lo que está haciendo.

Bastaba con pensar…”Dios mío me he metido en la cama con otro hombre”…y acompasarlo con aquello chirrido, para perder algo de la, ya de por si poca excitación que aquella situación generaba en mi estómago.

Ismael acariciaba con habilidad media y loable empeño.

Yo, disminuida por los nervios, me dejaba hacer con poca respuesta, como si de repente se impusiera un himen mental y volviera otra vez a tener 19 años, metida de nuevo en aquella habitación de Florencia donde te entregué mi virgo.

Pero no eras tú.

Era Ismael quien se colocó entre mis piernas, las cuales forcé todo lo que pide, asiéndome con los tobillos a los laterales del colchón para acoger con mayor comodidad su grasiento cuerpo.

Fue entonces cuando toda mi atención se centró en el centro.

El centro de mi cuerpo y de lo que estábamos desplegando.

Ismael asió su polla y, girando levemente la cadera, fue penetrándome con igual caballerosidad que como me había conquistado…lentamente, preguntando a cada centímetro si me dolía (yo respondía moviendo la cabeza, apretando los labios), rogándome que le avisara si quería que fuera más despacio.

Una curiosa oferta para alguien que, horas antes no lo conocía y mucho menos planeaba estar junto a él, con su miembro entre las piernas.

“Dios mío, me están metiendo otra polla”.

Y me la metieron.

Ismael no tardó en llegar al máximo de sus posibilidades físicas.

No estaba bien armado y nunca se hicieron más evidentes sus excesos magros como en ese instante cuando, echado sobre mí, apoyando en rodillas y codos, su boca besaba aceptablemente mi cuello sin dejar de respirar con cierta asfixia.

No gocé.

Tampoco padecí para que mentirnos.

Mi coñito estaba lo suficientemente humedecido y el aparato que acogía tenía un tamaño tan modesto, que no hubo dolor entre nosotros.

Pero ni tan siquiera apareció el cosquilleo previo al placer.

Con el encima, empujando con mayor decisión, con creciente brío mientras resoplaba sobre mi oreja, me abrí, acaricie su espalda de abajo a arriba, de arriba abajo y me dejé hacer correspondiendo apenas lo justo, permitiendo que me follara e incapaz de fingir un placer que no me estaba dando.

No, no me lo daba.

Pero ni Ismael ni su olor, ni su físico abandonado, ni su pequeño pene me incordiaban.

Fueron diez minutos.

Diez minutos atenta a cada detalle, por estúpido que pareciera….”Pesa un poquito….¿muevo las caderas para que me roce el clítoris?....¿le mordisqueo el cuello?...voy a abrazarle con mis piernas….uy no hay manera de abarcarlo, mejor como estaba….ay me ha hecho un poquito de daño con ese cambio …umm esa mano en el pecho ha estado muy bien….podía bajar un poquito y lamerme los pezones….esta cama se va a despedazar….¿se está corriendo?...¿se corre?....si se está corriendo”

No es que deseara acabar.

Pero fue algo verdaderamente curioso observar como lo estaba haciendo.

Sentí como penetraba con mayor saña, como sus bufidos se tornaban en crecientes gemidos, como su trasero se hincaba, tratando de llegar donde no podía mientras sus brazos se estiraban hasta enarcar su cuerpo, permitiendo que su magra anatomía, cayera hasta tornarse en tripa tocando mi ombligo…”! Teresa que gusto!”.

Y se vino.

Seis o siete empentones para caer luego derrengado, provocando con la vencida, que mis pulmones perdieran de una exhalación todo el oxígeno.

Fue entonces, una vez saciado, cuando Ismael recuperó las razones por las que me había convencido para acostarnos.

Saliendo se dispuso a un costado, ocupando tres cuartos de la cama, abrazándome, besándome con una ternura encomiable mis mejillas, inventando palabras preciosas y zalameras que ni por un segundo creía pero que me hacían sentir a gusto…”linda, que hermosa eres Teresa, que bien hueles, hacía mucho que no disfrutaba tanto con una hembra tan única”.

¡Que lisonjero!

De haber seguido así, hasta me habría convencido para echar el segundo.

Pero mi exótico e inusual amante estaba derrengado y, a los veinte minutos de poemas y mimos, se quedó profundamente dormido.

¡Pobre Ismael!

¡Qué pena que su habilidad amatoria, no se correspondiera con su verborrea!

Yo por mi parte continuaba dominada por pensamientos tipo puzzle….mil piezas que pretendes mentalmente encajar cuando algo completamente novedoso arriba como elefante en cacharrería, despanzurrándolo todo por el suelo.

Cuando lo sentí entregado al sueño y sin remedio, me levanté y, de puntillas caminé hasta el rincón donde habían caído mis bragas.

Fue entonces, con ellas a la altura de las rodillas, cuando lo vi.

Sobre el suelo, plástico y abandonado, paraba el condón que Ismael había utilizado.

Y respiré…“Gracias Dios mio por el condón” porque deshabituada a este tipo de liturgias, ni había salido con un paquete en el bolso, ni había pensado en ningún momento del proceso, en interponerlo entre yo y la torpeza del peruano.

“Anda que Teresa….estas apañada si de esta sales con bombo”.

Lo curioso fue, que lo mejor de la noche, vino después de ella.

El paseo.

Entre el barrio donde había copulado con alguien que no eras tú y mi cama, mediaban quince minutos de bus o una hora de paseo calmado.

Opté pese al cansancio el dolor de pies y el olor a tabaco, por salvarlos andando.

Y lo hice pensando en todo lo acontecido.

Ismael no eras tú.

Tú adorabas los preliminares sin minutero, el valor del escenario y el cuidado de un físico que, en ocho años, sin ser atlético, nunca había dejado de parecerme atractivo.

Tú procurabas cama ancha, sábanas limpias y el cabecero bien atornillado.

Tú dedicabas tiempo antes, durante y después.

Tiempo para hacerme sentir especial, para alzarme más allá del sexo hasta convertirme en única, hasta hacerme alcanzar el orgasmo.

Tú jamás te quedabas dormido descaradamente ocupando todo el ancho del lecho.

Contigo, desde el segundo uno, no sentí la vergüenza de imaginar el momento de despertar a tu lado con el placebo etílico desaparecido, inventando una excusa para marchar sin dejar huella ni pretender un regreso.

Pero, inesperadamente, tampoco la Teresa que caminaba por aquella ciudad resacosa, era la misma que doce horas antes, había salido a la calle vestida con intención de nada.

No sentí arrepentimiento alguno.

Al contrario.

Por primera vez descubrí la nociva dependencia de ti respecto a mi propia sexualidad, sostenida durante demasiados años.

Convencida de que mis orgasmos dependían de tu presencia, la realidad era que, nadie, por muchos años en pareja que lleve, debería renunciar a la independencia sobre su propio cuerpo.

Cada paso me reafirmaba, sintiéndome orgullosa por haber sido capaz de catar otro ser humano entre mis piernas.

Otra polla, otras sensaciones…aunque entre medio hubieran varios copazos.

Solo hubiera faltado que Ismael diera la talla.

Pero aquello no parecía, mientras caminaba escuchando el ruido de los camiones barrenderos, importarme demasiado.

Al acostarme completamente destrozada, antes de dormirme, tan solo pensaba en que, irónicamente sin orgasmo, me sentía más que satisfecha.

2-. “No tienes ni idea de lo que te acabas de perder”

No hubo números de teléfono.

No quise, tampoco el imagino, saber nada más.

Todo lo que no es plastilina, no puede ser estirada y la brevedad entre Ismael y yo, fue piedra…inmutable, incapaz de causar el deseo de repetirlo.

Agradecí comprar el pan en otro barrio.

Anabel, lo dicho, superficial, llamó esa misma tarde para curiosear.

  • O sea, que nada de “latin lover”.
  • No, pero tampoco…tampoco…, no sé, me quejo.
  • Nada Teresa, que te mereces un tiarrón que te haga gritar de gusto.
  • Que bruta eres Anabel.
  • Anda, quedamos el jueves a tomar un café y me cuentas los detalles. Aunque sospecho que, bajo la magra, no hubo mucho.
  • Pobre Ismael.
  • ¡Pobre de ti que te dejó compuesta y sin gusto!

Sé que Anabel era impropia para lo que tú creías, era mi gusto para escoger amigos.

Pero en ese instante en que mi corazón latía pero mis pies aún estaban embarrados, se necesita la frivolidad de alguien que nunca se tomó la vida tan cronometrada como lo hice yo hasta ese momento.

El jueves acudí a la cita, como siempre, con anticipo.

Y ella, como siempre, me hizo esperar veinte minutos.

Era una trampa.

A su estampa corría Javier.

“!Que cabrona eres!” pensé mirándola con ojos de “¿Por qué me metes en estos líos si no me apetecen nada!”.

Pero ella, como siempre ignoró mis pensamientos.

  • Bueno – espetó al cuarto de hora – Marcho que tengo cita en el dentista. Os dejo pareja – guiñó un ojo.
  • Caradura – no pude evitar espetarle.

Javier era un sinsustancia.

En toda su esencia

Carente por completo de iniciativa o capacidad para mover un dedo sin antes planearlo meticulosamente y pedir permio al aire alrededor por ir a incordiarlo.

Una hora eterna aireando, dirigiendo, alimentando la conversación ante un ser tímido, callado, al que había que sonsacarle la información como si yo fuera policía y el chivato carcelario.

Quinto del año ochenta, Javier estudiaba oposiciones a la judicatura.

Serio, circunspecto, de mirada huidiza era, sin embargo un ser bello, de rostro magnífico y melena morena muy pero que muy espesa.

Casi llamativa por el grosor y su limpieza.

Los hombres que procuran por su pelo, resultan atractivos, sin duda.

Nunca imaginé pasando el resto de mi vida, acariciando la cocorota desértica de un calvo.

Tal vez fuera aquello o que estaba en fase de probar del buffet sin preguntarme si estaba o no salado, que decidí darle mí número y quedar para sesión de cine del sábado.

Las cuarenta y ocho horas que mediaron entre nuestra despedida y aquella sesión de “Cartas desde Iwo Jima” transcurrieron sin que pensara en aquel plan con pena o con gloria.

Tan solo el sutil detalle del tanga, blanco y espartano que escogí como ropa interior, hubiera revelado que, mientras me aderezaba para la cita, sostenía un pequeño porcentaje esperanzado en que, esa noche, Javier terminara por quitármelo.

Siempre me gustaron los trabajos de Eastwood.

Y este en concreto, saturado de intensidad sentimental, me emocionó especialmente.

Javi, no me sorprendió la verdad, la vio sin demasiada atención, casi, imagino, calculando la aritmética de sus posibilidades de aprobar la oposición más que concentrado en el drama de los personajes.

Las contadas palabras que liberaba durante la cerveza previa, luego cena, desvelaban a un ser burocrático y funcional, sin excesivo carisma, parapetado tras una carcasa que, sin llegar a galán, lo convertían en guapo de bandera.

Vestido con una combinación bien escogida, exhalaba aroma de Hugo Boss y aires de pasar mucho tiempo en solitario, manejando papel y pluma antes que escuchando radio Olé entre ladrillos.

Bastó eso, su callada prestancia, su mandíbula plan Conan el Bárbaro y la media botella de vino blanco más dos combinados para que, la falta de locuacidad de mi nueva amistad, dejara de resultarme desagradable.

Era sosillo sí, pero me sorprendí a mí misma, sé que a ti también, pensando los usos de la lengua son múltiples, aparte de los oratorios.

“Si esta no sabe soltar palabra, tal vez supiera sorber bien los jugos de un coño”.

Si, lo pensé así de claro.

Tras la pitanza, marchamos a bailar.

Plan típico.

Javier lo hacía con los brazos pegados al cuerpo.

Algo cómico.

Tampoco para la danza parecía haber nacido con dotes el pobre chico.

“Bueno, puede que no sepa usar las caderas para bailar jotas. Pero si sabe clavar con ellas una buen polla…”

Si, también pensé eso.

El gatillo se apretó a las tantas, motivado por dos anécdotas.

La primera es que una niñata de diecisiete o dieciocho años, si es que los había cumplido, pasó por al lado del aspirante a juez, lanzándole una mirada devoradora.

Me pareció que, siendo evidente que el chaval, solo no es que estuviera, era tentar demasiado la mala educación.

Javi podía ser no excesivamente atractivo, pero esa noche, lo quería en exclusiva.

La segunda fue recordar que había nacido hacía veintiséis años.

Y fue contemplar los treinta más cerca que la veintena, cuando lo vi claro.

“Joder Teresa, tienes veintiséis años. Veintiséis y te apetece echar un buen polvo. De aquí no sacas amor pero si un puñetero, directo y seseante buen polvo”

Y lo besé.

Javier no se lo esperaba.

Lo besé sin miramientos.

Nada de besitos dulces.

Abrir la boca, sacar la lengua, clavarla hasta el garganchón, agarrarlo de los riñones atrayéndolo hacia ti para que la niñata esa viera que esa noche no iba a ser la suya, para que supiera que una mujer de veintiséis años, sabe dar a un hombre más que una quinceañera folla criajos.

Pero Javi besaba cuando yo besaba.

Sus manos, no se aferraban a mi cintura…”copón aprieta culo…apriétamelo Javi”

Así que tuve que hacerlo yo, añadiendo un suspiro en su oreja cuando el correspondió clavando superficialmente sus dedos en el mío.

Un suspiro de los que bien claro dejan que, esa noche, podía hacerme lo que quisiera.

Pero no lo hacía.

Así que a la media hora, harta de besuqueos, desesperada porque el chaval pareciera querer firmar los formularios precisos, numerados y establecidos que le concedieran permiso para apretarme las tetas, eché un paso atrás…

  • Vamos a mi apartamento Javi.

Hubiera soltado el “quiero follar” que pensaba, pero ya de por si me parecía algo asustadizo el muchacho.

En el taxi, donde Javi se acongojaba ante el retrovisor bien alineado de aquel taxista vallecano, tuve que conformarme con hacerle sufrir, manoseando discretamente su entrepierna sobre la tela, contemplando como, su reflejo en la ventana, revelaba una tez sofocada y sus vanos esfuerzos por ocultarlo.

Me sentí cruel.

Me sentí divina.

Sobre todo cuando entramos en mi habitáculo.

A esas alturas mi santurrona pero aceptable compañera estaba ya encamada.

  • Pasa – le ordené – Sígueme – añadí descalzándome e invitándole a hacerlo, más que por el ruido, porque me hacía gracia eso de caminar descalzos, de puntillas, con aire de estar cometiendo un terrible pecado.

La vivienda era un antiguo piso de los concebidos para familias demasiado cristianas…cuatro habitaciones, un salón monumental y una cocina de escándalo.

Nuestras habitaciones paraban bien distanciadas lo que nos hacía ganar intimidad.

La mía, la más alejada, casi necesitaba de GPS para encontrarla.

Así fue como me siguió, cogiéndome la mano, como un perrito faldero, hasta que entramos en ella.

Y, al llegar, retomamos el impulso.

Al menos yo por lo que es Javi, asustado o sencillamente timorato, se dejaba hacer sin echar el mucha gasolina al fuego.

Yo le arrancaba la camisa y me desabrochaba la mía.

Yo le quitaba el pantalón y me quitaba el vestido a mi misma.

Yo le quitaba los calcetines (bajo los cuales aparecieron unos hermosos pies) y me quitaba las medias a la francesa.

Yo le apretaba los muslos y le enseñaba los míos, no muy largos pero si bien torneados.

Yo le acariciaba los pectorales y tenía que indicar a sus manos donde paraban los propios.

Yo lo tumbé sobre la cama porque el chico parecía tener miedo de deshacerme las sábanas cuando en realidad, le estaba invitando a arrancar la tela y devorarme sobre ellas.

Allí, el largo y respirando nervioso sobre el lecho, yo de pie, aun con las braguitas puestas, puede contemplarlo, por fin, desnudo.

Su cuerpo era, sin llegar a ser enloquecedor, un ensamblaje muy bien formado.

Fibroso, compuesto, tenso, con unos dedos largos, estudiantiles y finos y un miembro idéntico al tuyo, solo que algo más grueso.

Un miembro palpitante que me llamó la atención por el vello, abundante, rizadísimo y sobre todo ¡pelirrojo!

Definitivamente el desarrollo capilar de Javi, no dejaba de generar sorpresas.

Un vello propio, en nuestros tiempos, de quien hacía mucho no se bajaba los calzoncillos ante una mujer y no pensaba haberlo tras sufrir una película de Eastwood.

  • Relájate Javi…-susurré-…si te dejo, claro – levanté pícaramente las cejas a modo de gata traviesa.

Acercándome directamente, sin muchas sutilezas, dispuesta a demostrar que si el no cogía las riendas, yo lo haría, me apoderé de su miembro, acercándomelo a los labios, jugando con la punta de mi lengua para, justo cuando con el reojo veía como se mordía los labios y cerraba los ojos, comérmela de una sola y taxativa vencida.

Fascinante.

  • Uufffffffff

Aquel gemido animó todavía más el hambre de polla, incrementando el ritmo de la chupada, sintiendo que su grosor aumentaba todavía más hasta superar definitivamente el de la tuya, hasta notar como palpitaba dentro de mis mofletes y era capaz, con su punta, de llegar casi hasta la entrada de la garganta, justo en el rincón donde nacen las arcadas.

La lamí con tal fruición que el pobre Javi tuvo que rogarme, a su manera…”No, no, no sigas Teresa por favor” al presentir que se corría…”No sigas y deja que me recupere un poco”.

  • De eso nada-contesté – De eso nada-añadí avanzando hacia el hasta quedar a horcajadas, a la altura adecuada.

Con el capullo ya entre mis dos labios inferiores…

  • ¡Uy casi lo olvido! – me dirigí con rapidez, eficacia y habilidad al cajoncillo que abrí, sacando un preservativo, abriéndolo con la boca, colocándolo en dos segundos –ahora – volví a disponer el capullo donde estaba – Ahora sí.

Y empujé hacia abajo, exhalando un sonoro gemido.

  • Oggg Javi que buenooo.

Bueno para mí, porque el pobre, aparte de cerrar los párpados y tener un evidente rostro de placer inserto, mantenía sus manos extendidas sobre el colchón, inertes y lánguidas.

Llevaba ya veinte o veinticinco vencidas, placenteras, sentidas….

  • ¿Para qué tienes las manos Javi? – le dijo con voz suave, aunque interiormente algo enfadada mientras se las cogía, llevándoselas a mis pechos- Aprieta por tu madre. Aprieta.

Y lo hizo.

Con mayor habilidad de la esperada entre otras porque el tamaño de su polla resultaba ser el justo y mi vaivén iba, lentamente incrementándose.

  • El culo, cógeme el culo.

Lo hizo, con ambas manos, probando por la manera firme de ejecutar el movimiento, de atraerme hacia él, combinándose bien su ritmo con mi deseo.

Al muy cabronazo le estaba gustando y, como yo, estaba a punto.

Él sería el primero hombre con el que me corrí después de ti.

Y lo hice muy, muy a gusto.

Eché la cabeza atrás, apreté caderas, aferré con mis muslos los suyos y, sintiendo que los nervios se tensaban hasta lo desconocido, que mis pies se punteaban y mi garganta comenzaba a gritar el regusto, llegué a mi primer orgasmo sin ti generándomelo.

Al principio, un segundo, pensé en hundir mi cabeza en su cuello para que no viera mi rostro descompuesto, impropio y sonrosado.

Pero luego…”!Que ostias! ¡Que disfrute de lo que le estoy dando!”… me dejé llevar.

  • Si, si, si Javi sí que buenoooo ogggg

Javi todavía resistió dos minutos más.

Dos minutos fantásticos pues, a pesar de que estaba ya relajada,

me encantó alzarme, continuar el ritmo, metiendo, sacando, controlando sin miramientos su rostro, percibiendo como se contraía, como sus caderas se desbocaban, como eyaculaba en un espasmo largo, quince venidas dentro hasta que se desplomó en el colchón y yo hice lo propio, sonriente, sobre su capilar pecho.

  • Me ha gustado muchísimo – dije antes de sacarla y quedarme, a su vera, adormilada.
  • Sí, sí. A mí también.

Nos dormimos.

Mi cama, mucho más ancha, me permitió soñar a gusto con aquel deleite casi olvidado y la posibilidad de repetirlo, cuando el cuerpo diera señales de quererlo.

Fue la luz que penetraba por la persiana que olvidamos bajar y Javi, sentado en el colchón quienes me despertaron.

  • ¿Qué haces? – pregunté acariciando su espalda.
  • Me visto.

Era cierto.

Tenía los calzoncillos en la mano.

  • ¿Qué dia es hoy Javi?
  • Ummm – parecía dudar la respuesta o sentirse descolocado por la pregunta – Domingo.
  • ¿Y qué se hace un domingo por la mañana cuando uno se despierta al lado de una mujer desnuda con toooooda la mañana libre por delante?

Sonrió.

Como si se tratara de un niño sorprendido en plena travesura.

  • Anda ven – lo invite corriendo las sábanas para que viera lo que le estaba esperando.

Y vino.

Tan sumiso, achantado y dirigido como la primera vez.

Volví a devorarlo, volví a felarle, volví a escupir algún pelillo colado entre las comisuras y volví a montarlo indicando a sus manos donde colocarse para incrementar mi placer.

Y volví a correrme, esta vez debido tal vez a la luz o al hecho de sentirme rectora con pupilo vago, ligeramente más fuerte.

  • Ufff – bufé derrengada la segunda, en parte culpa del regusto, en parte por la tardanza de Javi en eyacular tras alcanzar yo el orgasmo. Un aguante bien recibido cuando el amante sabe aprovechar cada milímetro de su piel y que resulta, hasta tedioso, cuando es un tronco movido menos por inercia que por instinto – No estás nada mal Javi.
  • Gracias. Tú, tú también eres muy guapa.

“Copon pero que sosainas”.

Comí sola.

Su abuelita lo aguardaba con el puchero dominical hirviendo así que el domingo lo pasé tratando de relajarme; larga ducha, larga lectura.

A pesar de mis dos conquistas, a pesar de quitarme ese peso interior que suponía verme desnuda antes dos hombres y que uno contemplara mi rostro contraído por el orgasmo, seguía arraigando una enquistada pena rabiosa contra ti.

No me gustaba esa obligación de buscar una nueva pareja, aunque solo fuera sexual que tu abandono me estaba imponiendo.

No me gustaba mentir, fingir o mostrar mis vulnerabilidades y rincones íntimos a gente que conocía de días…incluso de horas.

Y todo por culpa tuya, mierdero.

Decidida a profundizar en aquella nueva veta, aguardé hasta el jueves para llamar a mi calladito amante y planear juntos otro sábado.

  • Es que – objetó – tengo que estudiar las oposiciones. Voy retrasado.
  • ¿Qué?
  • Las oposiciones.
  • Mira Javier – el tono de mi voz dejo bien claro que hasta aquí había llegado – Javi no me llamas ni una sola vez después de echar dos buenos polvos conmigo. Cuando alguien como yo, una mujer, una mujer chaval de veintiséis años te llama para quedar un sábado, no es para que me hables de oposiciones. ¡Es para follar ostias!. Follaaaaar Eso que parece le gusta a todos los tíos menos a ti. Niñato – respiré hondo- no tienes ni idea de lo que te acabas de perder. Brillante soplagaitas estas hecho.

Y colgué.

El resto de la semana lo invertí en digerir el disgusto.

Pero en digerirlo con cierto deleite escabroso.

Era la novedad de pasarme aquellos días recibiendo entre ocho y nueve llamadas diarias de semejante “rozacodos”…y no responder ni una sola de ellas.

Llamadas que cesaron el martes y me permitieron, el viernes, borrar de la memoria su teléfono.

“Au revoir sosainas” – pensé al hacerlo.

Javier no eras tú.

Nunca tuve que decirte donde ni cómo.

Nunca tuve que hacer yo los planes.

Nunca tuve que guiar tu intuición.

Nunca tus manos, estuvieron descompensadas con el ritmo de tus caderas.

Tú nunca fuiste momia.

Y para ti, un polvazo, fuera bueno, fuera malo, era algo que primaba por encima de unas oposiciones a juez, astronauta o bombero.

3-.

¡Eres una diosa!

Me mentí.

Me mentí jurando que pasaría las siguientes semanas, negándome a entrar en el juego.

No me sentía cómoda en aquel trapicheo de carne sin sentido.

No veía en ello un objetivo claro.

Por supuesto que me gustaba sentirme deseada y deslizarme en una cama sosteniendo entre las piernas un buen rabo (si Miguel, ahora digo rabo).

Pero ¿y luego?

¿Qué se puede hacer luego, con el condón relleno, junto a alguien sin complicidad ni talento?

Necesitaba descansar, tiempo libre, respirar, ordenar y buen alimento.

A ser posible planear un viaje tranquilo en solitario, sin una Anabel histérica por carecer de plan un viernes por la noche.

Pero no hubo forma.

Mi prima Alicia robó ese derecho si bien tampoco es que yo presentara mucha resistencia.

Su hermano José se casaba en un par de meses y claro, la despedida, organizada por ella en una casa rural en Ávila era de esas que sonaban a fiesta sin comedimiento donde si bien el local daba para diez, iban a meter treinta y la madre.

No me hacía mucha gracia coger el coche y conducir durante horas hasta un descampado abulense para pasar el fin de semana entre desconocidos.

Nada sabía de los amigos y amigas invitados al evento.

Tan solo, y ocasionalmente, había compartido mesa navideña con mis dos allegados.

Mil veces mientras trataba de encontrar la carretera exacta y el debido punto sobre un mapa arrugado, me invadieron las ganas de torcer el volante e iniciar el regreso.

Por fortuna, toda la rabieta que generaba mi falta de carácter para decir no a una prima, desapareció en cuanto nos reencontramos.

A ella la vi vestida.

Mi primo para su desgracia, exhibía un tanga grotesco que realzaba su soberana tripa sobre la que alguien con mal tino, había escrito con gigantescas letras rojas “reserva de cerveza”.

  • ¡!Primaaaaa!!

Llegué, evidentemente, con la fiesta ya avanzada.

Un retraso que tan solo se recuperaba de dos formas: disfrazándome de Heidi picarona, con coletas rubias y liguero y bebiendo cerveza como si no hubiera hepatólogos dispuesto a recordarte que esa decisión era una mala idea.

Fuera pudores.

Venga risas.

Con mi sentido depredador en pleno despiste, oculto, engañado bajo la falsa premisa de divertirme sin buscar nada, lo cierto es que pude disfrutar sobremanera de que mi nombre y fama no fueran conocidos y de que, una vez llegado el lunes, dudaba mucho que alguien lo recordara.

Además, el mercado no era precisamente de los que te obligan a afilar los caninos.

Una docena de chicas, media de chicos.

Y como mi primo resultaba ser todo un fanático del Metal, de los estereotipados, de los de levantamiento de jarra e higiene escasa pues, esos amigos, resultaban ser excelentes calcomanías.

Por suerte Ali siempre fue la favorita de mis primas.

Ella, un ser sin ataduras, barreras ni prejuicios, ninguna ideológica, religión o defecto físico suponía un problema a la hora de conocer, hablar y echar unas risas.

Algo juiciosa y mucho de cabra loca, era capaz de hacerte reír en un funeral y llorar en un circo.

Fue ella la que me hizo sentir como si conociera a todos, de toda la vida

Y la que me presentó a Germán.

El chaval, luego una se entera de todo, se había pasado toda la tarde del viernes echando miraditas de reojo mientras planificaba maldades contra el pobre de mi primo; una de ellas, obligarle a comer sentado en el trono real, con los pantalones y calzoncillos en los tobillos mientras todos, por turnos, le observábamos.

  • Aquí, un amigo de José desde la guardería. Engordaron juntos – añadió palpando su barriga.

Porque German calzaba una más que generosa barriga.

Y lo peor, es que no era gordo.

Porque su cuerpo, en lo restante, hubiera resultado, con un poco de esfuerzo, incluso atlético.

Pero la ausencia de deporte y el exceso de juerga, resultaron acumulados en aquel barril malamente oculto por el negro de una camiseta homenaje el grupo “Obús”.

  • Claro – respondió el – Como tu prima salió como salió – la señaló como la estuviera admirando – Aunque bueno, hasta hoy no sabía que en la familia, ella era la segunda.
  • Uffff – bromeó Alicia – Aquí huele a intento…

Fue una tarde maravillosa.

Reí, bebí, comí verdaderas porquerías como pizza grasienta, croquetas quemadas, bollería industrial con más química que harina.

Y disfruté de German.

Porque German, era un ser verdaderamente peculiar.

Músico profesional, administraba su propio y modesto estudio que no le daba para mansiones marbellíes, pero si para pagarse el alquiler del local y de un pequeño piso, más el capricho de algún disco de vinilo propio de coleccionista.

Tocaba con virtuosismo todo tipo de guitarras e incluso el violín…”Algo que no es propio de heavies como yo, pero que mantengo en secreto. Donde esté Bach, en ocasiones, no para Sepultura”.

Además, componía.

La tarde se la pasó junto a mí, tarareando sus propias canciones y versos.

Versos impropios para alguien de aspecto poco lustroso, poco aderezado y que, a primera vista, hubiera parecido más un adorador de Satán que de García Lorca.

Pero era así.

Y eso me gustaba.

Pero como el viernes no daba para más tras ochocientos kilómetros y demasiadas cervezas, a la una en punto de la madrugada, incapaz de mover más las piernas, me quedé, completamente dormida, sobre el sofá.

Y no me enteré de más.

El personal se diluyó en torno mío sin que me enterara por lo que, cuando desperté, con la luz tenue del amanecer colándose entre el enrejado, no pude evitar asustarme, sola, resacosa y descolocada.

Finalmente reubicada, regresó la calma y el lacerante dolor del cerebro, acompasado por un tenue griterío.

Griterío de dos personas.

Griterío evidente de dos personas dándose el uno al otro.

No sé por qué lo hice.

No sé por qué no permanecí allí quieta.

No sé por qué me levanté, asentando correctamente mis descalzos pies en el suelo para caminar hacia el origen de aquel ruido.

No tuve que alejarme demasiado.

En el pasillo donde la casa, sus pisos y habitaciones se dividían, mi primo se dejaba montar por una de las mejores amigas de Alicia.

Una chica lechoncilla, de pezones inmensos y trasero caído, impropio de alguien con veintidós o veintitrés años que, no obstante, mostraba una potencia admirable asentando sus pies en el suelo para darse un prodigioso impulso.

Incluso era capaz de observar como el pene de José salía casi completamente, para volver a introducirse hasta los testículos.

La espalda de la muchacha, que luego supe se llamaba Irene y sus brazos, apoyados en las abrazaderas del sofá, otorgaban a la escena un aire enérgico…casi porno.

“Vaya con mi primito…y vaya con la cuerna de su futura”

  • No te preocupes – escuché un susurro a mis espaldas.

Intencionalmente arrinconada, con una camiseta transparente y en braguitas, mi enigmática prima observaba la escena con evidente e incomprensible expresión de complacerse en ella.

Una actitud que, nunca supe imaginar aconteciera, compartí con ella, aguantando ante la evidente sensación de que José e Irene sabían que eran observados, hasta que con un sonoro gruñido, mi primo se corrió y deshicieron el abrazo.

  • Mi futura cuñada – aclaró Alicia con posterioridad dando vueltas a una taza de café americano – debe estar ahora haciendo lo mismo en su despedida.
  • Vaya plan.
  • ¿Por qué Teresa? Ambos lo saben y, si no lo ven….no hay divorcio – sonrió pícaramente mientras se levantaba ofreciéndome un poco de aquel mejunje negro.

Estaba claro que la vida da esporádicas sorpresas.

Y mis primos, en ese fin de semana en la tierra de Santa Teresa, estaban regalándome unas cuantas.

Sábado de confesiones, alcohol, narices y barbacoa.

Barbacoa, un interminable proceso en la que los hombres se empecinan en regenerar el mito del fuego para crear apenas cuatro brasillas escuálidas donde socarrar una cantidad salvaje de costillas, morcilla y cordero.

Hacía falta lo segundo, mucho alcohol para zamparse aquel embrollo carbonífero.

Las narices llegaron cuando con la panza mal llena y el hígado reventando, no se les ocurrió otra que aprovechar una piscina, aun llena en noviembre, con una temperatura de doce grados.

  • ¡A ver quién tiene huevos cabrones!

Con el ambiente gélido, gélido abulenses, lo primero fue mandar la proposición a la mierda.

Fue mi primo, forzado por las circunstancias, quien rompió la negativa, arrojándose primero para luego, recibir encima el chapuzón del resto.

En mi caso fue un claro error el hacerlo.

Porque ya en el aire, a punto de estamparme contra el agua, recordé que, bajo mi camiseta blanca, atiborrada de lamparones vinícolas, no se parapetaba ningún tipo de sujetador.

Al resurgir del agua, mis pechos aparecieron empapados bajo la tela…frente a los ojos de todo el mundo.

Y ese mundo, respondió silbando, jaleando, haciendo uso de los piropos más soeces y lascivos, anunciando al viento lo que harían con ellos, si yo les diera permiso.

No me importó demasiado.

Las había que, tirándose en bragas, hicieron de su trasera espectáculo público y otras que, solidarizándose conmigo, se libraron de la camisa demostrando que una teta es algo natural…lo anormal es que ante su visión, un hombre se transforme, en cerdo.

Con semejantes pintas no podía aguantar mucho.

Corría riesgo de pulmonía o cuanto menos, un grueso catarro.

Salí de la piscina, regresé al chalet, subí al abuhardillado que hacía de dormitorio para chicas y en un pispas, quedé en medio de la estancia, desnuda, mojada, rebuscando algo con lo que tapar aquel desaguisado.

Intuí que me estaba observando.

Y aun con todo, no hice resistencia ni paré mis movimientos.

Mi cuerpo, en toda su plenitud, caminaba de lado a lado buscando en la maleta lo que fuera, movimiento muslos, tetas, piernas y glúteos con esa manera tan burbujeante para el deseo de algunos.

Sabía perfectamente que German paraba detrás, que me observaba nervioso.

Lo sabía.

Por eso me di la vuelta.

No sentí vergüenza.

No me tapé.

  • Teresa.
  • Acércate.

German lo hizo tratando de ganar confianza.

Desde luego, no se creía que no lo expulsara a gritos de allí, modo de Jesús entre fariseos.

El, como yo, estaba ligero de ropa, apenas un bañador.

Al aproximarse vino el recordatorio…

  • No tengo condones.
  • No – contestó – No quiero follarte.

Extrañada incluso inicialmente ofendida porque un hombre en semejante condición física pareciera rechazarme, contemplé como se liberaba de los calzones, extrayendo un miembro mediano, ya erecto que comenzó a masturbar a dos pasos de mi rostro.

Comprendiendo, me eché sobre la cama, abrí mis piernas y respondí haciendo uso sobre mi clítoris de mis dedos.

Me sentía una Astarte babilónica, una diosa de prehistoria adorada en su desnudez y capacidad reproductiva.

Porque German me adoraba de una manera morbosamente pecaminosa.

Apenas aguantamos cinco minutos.

Disfruté sin llegar al orgasmo.

Disfruté viendo como su ritmo se aceleraba, ofreciendo una tez roja como la sangre y unos ojos desorbitados ante la contemplación de mi vagina humedecida mientras una mujer se masturbaba antes su presencia.

  • Ummmmmm
  • ¿Llegas?
  • Si, si Teresa, si ogggggg -  se mordió los labios mientras disparaba todo su semen, en chorros cortitos, poco generosos, sobre mi vello vaginal, sobre mi bajo vientre y ombligo.

Aun sin el éxtasis, la situación ratificaba mi deseo de probar un poquito de todo, de saciar mis curiosidades.

Algo que planteé cuando comencé a salir del pozo…pero que nunca imaginé, fuera capaz de estirar hasta encontrarme en medio de semejante meollo.

  • Perdona tía…disculpa. Es que hace tiempo que nadie me consiente esto  - argumentó recomponiéndose, inocultablemente perturbado – No, no quiero que te sientas mal. Eres, eres una mujer legal. Es que te he visto allí, desnuda y….eres….eres una diosa Teresa.
  • Oh – no me lo esperaba – Gracias – sonreí.

Nunca me hubiera esperado que desnuda sobre una cama, con el semen de un tío aun cálido sobre mi vientre, fuera a recibir semejante piropo.

  • Gracias a ti – añadió – Me marcho. Querrás ducharte. Querrás vestirte.

Y lo quería.

Al devolverme al jardín pensé en que todo el mundo se giraría para juzgarnos con una sonrisa diabólica inserta en los labios.

Pero en aquella casa, no había delito, juicios ni pecados.

Allá la que pasara, se quedaba.

Sin más.

Sin consecuencias.

  • ¿Qué tal con el amigo Germán?

Solo Alicia inquirió ligeramente, sentada en la tumbona, con las gafas de sol a media nariz y un tetrabrik de Don Simón en la mano.

  • Es un tipo….peculiar – contesté tratando de ser generosa en el adjetivo.
  • Prima es un artista. Esos tipos tienen menos pelo que rarezas. Como la de disfrutar más viendo que participando- sospeché que también mi familiar, había advertido en algún momento de su vida, las perversiones de su amigo.

El sábado continuó y cuando llegó a su fin, la verdad agradecí meterme en mi camita.

Dormí bien a gusto hasta eso de las cinco de la madrugada.

Luego quedé insomne, incapaz de volver a encajar el sueño.

Pero no hubo manera.

Algo perturbaba mi conciencia.

Y sospechaba que era.

Sopesaba si merecía la pena ocupar el lugar que Irene había ocupado la noche anterior, en el mismo sitio, con German bajo mi sexual abrazo, hincándome bien adentro el pene que por la tarde, ante mis ojos, se había masturbado.

Calibre la posibilidad de levantarme, de colarme de puntillas en el cuarto de chicos, de sacarlo, llevarlo al pasillo, sentarlo, bajarle los pantalones del pijama y frotarme contra su barriga hasta satisfacer el nervio, calmarme y poder dormir de nuevo.

Pero algo me retenía.

Algo extraño que paraba bajo la estampa poco afortunada de mi heviorro poeta.

Me lo imaginé sentado, para los restos, en un tresillo, con la tele encendida, tragando una tras otra cerveza mientras su tripa se inflaba hasta alcanzar un grosor grotesco, ofensivo.

Me lo imaginé echando los cuernos con los dedos mientras tarareaba Metálica.

Me lo imaginé y desestimé la idea.

No podía explicarme como le consentí lo que hicimos por la tarde, con el cuerpo goteando agua clorada de piscina.

Cuando nos despedimos, German, con aire ilusionado, puso un trozo de papel en el bolsillo de mi gabarra con los nueve números de su teléfono.

Conduje durante más horas de las debidas, en parte cansancio, en parte pensando, con aquella información pesándome primero en el bolsillo, luego en la conciencia.

Y fue a la altura de Calatañazor, donde bajé la ventanilla y arrojé el papel a la carretera.

Fui injusta ya lo sé.

Fui también superficial lo se.

Germán no era mal tipo….pero tenía mal tipo y eso, a la hora de calibrar si te vas con un hombre directamente a la cama, supongo que importa.

El físico y la capacidad para sudar de manera natural, sin esfuerzo, jadeando asfixiado por el peso mientras sientes que el corazón pincha y lamentas que en la casa no halla cerca un desfibrilador.

No me disgustó, aunque si sentí cierto arrepentimiento.

No obstante, estaba seguro que si hubiera dedicado un solo minuto a follar con el, el arrepentimiento me hubiera durado toda la vida.

German no era tú.

Tú tenías un físico siempre cincelado y aunque no eras gimnasio puro, siempre me resultó agradable y erótico.

Tú cuidabas la higiene diaria y nunca buscabas en el alcohol, la excusa única para olvidar incapacidades y desinhibirte.

4-.

¿A mí?...me gusta más a pelo

Fue el sábado 20 de noviembre a las ocho y diez minutos.

Fue en el bar de calamares de la calle Otranto.

Hacía un frío tremendo que se me quitó de sopetón en cuanto le di dos besos.

Una no olvida momentos como ese.

Sí, siempre llevaré en las entrañas el chasquido interno que sentí, al darle esos dos besos.

  • Alberto acaba de llegar de Inglaterra – Anabel hizo las presentaciones – Llevaba dos años allá y otros dos en Alemania.
  • ¿Eras del grupo? – pregunté extrañada porque en aquellos meses nadie me hubiera hablado de él.
  • Si claro – Continuó Anabel – Desde chiquitines.

No puedo explicarte con palabras el efecto que aquellos dos besos y aquel silencio nada incómodo que durante unos minutos se instaló entre ambos, generó en mí.

Quedamos así, frente a la barra, esperando el pedido, mirándonos como tontos.

Estas cosas no engañan.

Es cierto que las mujeres poseemos mil sentidos que nos advierten de que va a suceder algo.

Algo importante.

Algo decisivo.

Los míos se presentaron allí, en aquel bar atestado de olor a tentáculo, advirtiéndome que, más temprano que tarde, iba a acostarme con Alberto.

Alberto olía a hombre.

Pero no a hombre que mea de pie y viste pantalones.

Alberto era varón extremo, dominante pero tierno, inteligente, servicial, diplomático, educado, generoso, sociable y sobre todo, poseedor de un irresistible e irrefrenable atractivo.

Aunque lo hubiera pretendido, jamás habría podido ocultar ese imán sensual que su presencia imponía.

Ingeniero, políglota, ser de mundo, apasionado de Paris, las playas nudistas y el arte impresionista, le gustaba pasar su poco tiempo libre en el gimnasio, sacudiéndose las telarañas de la mente, el stress de la neurona y la grasa del cuerpo.

Cultivado sin ser pedante, esgrimía una capacidad impresionante para saber integrar su palabra y gesto con el momento y las personas adecuadas.

Noche que se hizo breve a pesar de terminar a las tantas y que disfruté conversando constantemente con él, sin apenas interrupciones, sin que nos faltara ni argumento ni temática, sintiéndonos cómodos.

Es así como se descubre su prestancia, su planta y la habilidosa forma de combinarse la ropa…pantalones vaqueros apretados y rotos, jersey suelto de pico muy caído, pelo espeso, inmaculadamente peinado pero sin pringosas gominas, que nunca fueron de mi agrado.

Tu nunca supiste poner dos pelos alineados…siempre con esa caspilla resaltando.

Y el olor a colonia de vainilla, a aromática y ecléctica colonia de vainilla que siempre fue, entre todas, mi favorita.

Hasta bebiendo, a sorbos cortos, acompasándolos con una explicación, haciendo breves interrupciones para tensar un momento la atención y continuar hablando de pinceladas, Janis Joplin, el Metropolitam, los pimientos gallegos y el último libro de Saramago.

Una noche perfecta a excepción del pequeño detalle que suponía, primero sentirse inferior a el y segundo, arrepentida hasta el vómito, de no haberme acostado con Alberto sin darle demasiados giros al invento, sin pensarlo, follarnos sin talento a la primera.

“Si lo hice con un gordito. ¿Cómo no pude con este ejemplar?”

“Idiota eres Teresa” – me repetí ya encamada- “Idiota”

Para calmar mi turbación, me giré, hundía la cara en la almohada y, utilizando mis deditos, me complací con el redescubierto y hasta entonces poco utilizado placer del onanismo.

Imaginé que de repente, la puerta de mi habitación saltaba en mil pedazos y era Alberto quien entraba entre las astillas, ya desnudo y en estampida, para ensartarme, para hacerme gritar con una follada tan breve como animalesca.

Por la mañana, no tan calmada como hubiera deseado, lamenté aún más mi poca pericia cuando descubrí, que no nos habíamos despedido sin darnos los números.

“Esto lo retrasara todo” – pensaba – “Si antes una guarra no se me adelanta”.

Me pasé la jornada malhumorada, evitando dar explicaciones a Resu, saliendo a pasear en chándal, crucificándome a mí misma por haber dejado pasar aquella oportunidad de sentir algo que, presentía, podía llegar a ser único.

Y lo hice hasta que, a las siete de la tarde, pensando en la cena, sonó el teléfono.

  • Hola – era imposible no reconocer aquel vozarrón – Le pedí tu número a Anabel. Espero no te haya incordiado.

“Anabel tía te debo una” – pensé.

  • No, no me ha importado nada.

Cinco días más tarde, invertí el tiempo desde las 16 a las 20 vistiéndome con intención de conseguir que, antes de las dos de la madrugada, fuera salvajemente desnudada.

Sí.

Iba predispuesta a arrastrarme, a humillarme, a perder el orgullo con tal de conseguir que esa noche de sábado, Alberto me fornicara como solo fornican los desesperados.

Finalmente, opté por salir de compras.

Cayó un conjunto negro de encaje con media a medio muslo aunque sospechaba iba a fastidiarme de frío.

No adquirí ningún vestido.

Para eso, no sé si en parte porque era válido, en parte por venganza, escogí el violeta ceñido que me regalaste y que tan embrutecido te ponía.

Si me habías dejado solita, tú, e parte, me ayudarías a atraer otro hombre a mi costado.

No me reconocía.

Duchándome, vistiéndome, depilándome el coñito con esmero, maquillándome, caminando hacia el lugar de nuestra cita….imaginando con recreo cada gesto que le vi hacer una semana antes, su voz segura, el olor enérgico, sus guiños pícaros y la manera que tuvo, al despedirse, de posar su mano en mi espalda, a

la altura renal, acariciando como quien no quiere nada….pero sabe que lo va a tener todo.

Me bastó verle, aguardando con la espalda apoyada en la esquina de aquella cafetería, con aquella chupa de cuero negro y cuello de falso borreguillo, como si fuera un vulgar chapero con pretensiones, para comprender que su intención, también era la de echarse a la cama conmigo y no precisamente para continuar durmiendo.

Prácticamente perfecto.

Zapatos brillantes, pulcramente limpiados, hoyuelo pícaro y sonrisa de oreja a oreja.

Y otra vez dos besos y otra vez su mano en los riñones, posada tres segundos de más que por mi gusto, hubieran sido trescientos.

Porque yo, cuando Alberto caballerosamente me abrió la puerta, escogió la mesa y con una seguridad pasmosa llamó al camarero, ya estaba incómodamente húmeda.

  • Me pagué la carrera poniendo cervezas – explicaba – Se agradece mucho un cliente como yo la verdad que le ahorre al persona dar pasos.

Pedí una cerveza con limón….el un whisky añejo con dos hielos.

“! Pero que clase tiene el cabronazo!”

La cerveza se convirtió en tres más y el whisky se quedó en solo uno, más que bebido, degustado.

Comedido, llamativo, seguro de sí mismo, controlándose disimuladamente para conseguir disfrutar con conciencia de las situaciones, regalando confianza para reír u opinar, respetando en todo momento la risa y opinión de quien tuviera delante, pero dejando, alto y claro, en aquel bar con suelo de madera vieja, que allí, estábamos no precisamente para hablar de la influencia de los Pitufos en nuestra infancia.

  • Estas vibrante Teresa – dijo mientras, al salir, dispuso mi abrigo sobre los hombros – No necesitas mucho para animar el ambiente

“Follame, fóllame, fóllame aquí y ahora. Fóllame Alberto”.

Pero en su lugar, propuso para la cena, un pequeño pero exótico restaurante turco.

  • Viví en Estambul un mes– dijo – Haciendo prácticas. Un puente y el alcantarillado de un barrio humilde. De allí me traje el gusto por la comida oriental y un fez rojo que preside mi salón.
  • ¿Y te lo pones mucho?
  • Solo en confianza.

El local resultó una maravilla de gastronomía y trato, agradada aun más porque, al conocerle de otras ocasiones, nos ofrecieron una mesa tranquila y algo arrinconada, lejana de servicios, corrientes de aire y grupos folloneros.

Una mesa para conversar y, en los postres, pedir café y cogernos de la mano.

Incluso el dueño, un patriarca de bigotes rizados, salió para saludarnos, poniendo sobre el mantel una botella de Raki, obsequio de la casa, así como el permiso para beber y acaramelarnos cuanto quisiéramos.

Y quisimos.

Olvidamos que habíamos hablado de ir a bailar o acudir a la sesión golfa de cualquier cine.

Cada palabra era deliciosa, la música desacostumbrada pero agradable, el ambiente inigualable, el licor entrando como agua y la predisposición….absoluta.

Nunca me había mostrado tan abierta y directa con un hombre, sin retirarle la mirada, sin temor al siguiente paso, sin plantear que hacía o si lo que estaba haciendo estaba bien.

Delante de mí paraba un ejemplar único que,! o milagro!, había puesto sus ojos en mía.

Y pensaba exprimirlo.

Al levantarnos, cerca ya de la una, tuve un pequeño traspiés con la alfombra que Alberto evitó fuera a mayor, agarrándome con delicada firmeza.

  • Eh cabeza loca – rio alzándome con una facilidad sorprendente y besándome sin pedir un innecesario permiso.

Sentir unos labios de veras y su mano, acogiendo mi caída, puesta entre los omoplatos, extendida, sobre la tela violácea del vestido que tú me regalaste y que en breve, otro se encargaría de arrancarme a cachos.

A esas hora, me daba igual bailar o ver una película checoslovaca.

A esas horas, reconozco, llevaba ya un tiempo largo cachonda, deseando ese beso y que Alberto hiciera aquella pregunta.

  • ¿Vives cerca?
  • A quince minutos andando…..pero lo haremos en cinco. Lo juro.

No quise preámbulos que demoraran lo nuestro.

Deseaba tanto ese quesito dulce en el amargor que desde que tu me dejaste se había convertido mi vida que, cogidos de la mano, avanzando con paso ligero, atravesábamos semáforos en rojo, hicimos hueco en aceras atestadas, pisamos algún callo hasta llegar y abrir la puerta, volviendo a sentir como sus manazas atrapaban mis caderas mientras metía la llave, besando mi cuello, mordisqueando el lóbulo de una de mis orejas.

Me dio igual cual…estaba húmeda.

A trompicones, moviendo algún que otro mueve, dislocando algún que otro cuadro, conseguimos llegar al cuarto.

El cuarto donde verdaderamente, comenzó todo.

Nunca me consideré inexperta o mojigata.

Pero ante Alberto, era imposible no convertirse en una duda temblorosa.

Sus perfectas maneras de besar,

sus intenciones claras y directas, sus palabras comedidas….

Y yo allí, recibiendo el aluvión de besos sin quitarme los tacones, acomplejada por mi modesta altura al lado de aquel titán, parecía adoptar postura de Javier, sin saber muy bien como quitarle la ropa o si debía hacerlo, o si le gustaba como mordisqueaba su labio inferior o si debía quitarme directamente las bragas para terminar de aclarar lo que mi coño estaba deseando.

Alberto volvió a demostrar su buena traza, comprendiendo que me sentía inferior, atemorizada y algo inhibida.

  • Soy humano – se retiró dos pasos para desabrocharse lentamente la camisa.

Y yo allí, como una pánfila, con los dedos nerviosamente entrelazados.

  • Los pantalones – rogué cuando la primera prenda tocó al suelo – Por favor los pantalones.

Alberto no puso cara de “Estás loca por qué te de esto”

Acató mi rogativa con generosidad, con un “Te mereces esta noche y te agradezco me escogieras”.

Con una habilidad extraordinaria (luego me confesó que había dado clases de baile erótico), se quitó aquellos vaqueros de trescientos euros, dejándolos no arrugados en el suelo, sino algo más recogidos, sobre la mesa de estudio.

Un detalle que a mi yo meticulosamente germánico, aun le subió todavía más la lívido.

  • ¿Te molesta?
  • ¿El qué? – respondió intrigado.
  • Tú, desnudo y yo, aun con la ropa puesta.
  • Aun no estoy desnudo – aclaró haciendo intención de quitarse lo último.
  • No espera – rogué.
  • ¿Te gusto?

“! Que si me gusta dice el tío!”.

Asentí.

Asentí porque no encontraba la respuesta adecuada.

Alberto era musculoso.

Mucho.

Pero no una musculatura obsesivamente cultivada a base de gimnasio y pastillas de testosterona.

Era natural, de nacimiento, tan solo ligeramente cincelada con horas de pesas.

Cuello grueso, marcados sus nervios y unido al cuerpo por aquellos trapecios triangulares, estéticamente perfectos y fusionados.

Los hombros anchos, anchísimos que hubieran desentonado de no ser porque finiquitaban en sendos brazos, voluminosos, aspecto fibroso y duro junto a unos pectorales amplios que abarcaban como nunca fue visto.

Los pezones curiosamente llamaron mi atención, tan pequeños como circularmente inmaculados, resaltando encima de lo que estereotipadamente se llama tableta de chocolate y que en su caso, era una evidente prueba de su existencia.

Me gustaba verlo respirar.

Excitado pero no nervioso, potencia en watios sexuales con el freno aun puesto.

Bajé la mirada.

El bóxer, de marca, bastante caro, estaba apurado tratando de retener el contenido.

  • Solo es que…que quiero hacerlo yo – le dije descalzándome, arrodillándome mirándole con expresión de súplica - ¿Puedo?
  • Claro cielo – respondió dejando que su mano se depositara tiernamente en un carrillo.

Metí mis dedos entre sus muslos y el calzoncillo, con visible resistencia, aireé lo que había dentro.

Y si, también Alberto, era, en las dimensiones de su polla, perfecto.

¡Qué le vamos a hacer si escogí a Míster egregio!

Grande, pasaba sobradamente de veintitantos, en esos momentos a medio camino, prometedora, soltando un leve líquido seminal y, sorpresivamente, olía tan bien como su ropa o el resto del cuerpo.

“Ya. Ya lo he encontrado” – pensé.

Acariciando sus testículos con creciente firmeza, eché la mano izquierda hacia arriba, recorriendo toda la extensión del aparato hasta que, asiéndola, miré hacia arriba, directamente a sus ojos, abriendo la boca y…comiendo.

Siempre dijiste que era una magnifica feladora.

Aquel día, no di ni mucho menos la talla.

Intenté comerla entera pero no había boca capaz de comerse semejante caramelo.

Luego la lamí como un Chupa Chups, recreándome en las venas que, como enredaderas, daban una y mil vueltas al falo.

Un falo que creía, dificultando aún más mis movimientos.

Me sentía ridícula.

Miraba constantemente a Alberto desde allá abajo con ojos inquisitorios…”¿Te gusta? ¿Te gusta como lo hago? Por favor, dime que te gusta”.

Y él no cerraba los ojos para encajar el placer.

Tal vez porque no lo sintiera.

Me contestaba con otra mirada y una maravillosa caricia constante en el rostro.

“No le gusta. No le gusto. Está acostumbrada a tías más guapas, con más tetas, que la chupan mejor que yo”.

Un alfa tiene dos opciones cuando intuye que la mujer con la que se acuesta no está a su altura; burlarse o ejercer de comprensivo maestro.

Alberto escogió conquistarme del todo.

Me levantó.

Me levantó y me dio un largo beso.

  • Es grande – confesé mis temores – No la abarco.
  • No te preocupes Teresa.
  • Me hará daño. Es grande.
  • Cielo…cuando entré dentro de ti, me estarás suplicando que sea más grande.

¡Qué razón tenía!

Porque Alberto adoraba todo lo que representaba el cuerpo de una mujer…sus virtudes y defectos, cada milímetro de su piel, cada dedo, hebra de pelo o uña, sus pechos, sus vértebras, sus gestos y gemidos pero sobre todo, sus miedos, que aprendía a encauzar rumbo a la confianza y a transmitir esta hasta conseguir transformar una duda, en un deseo y un deseo, en una certeza.

Durante una maravillosa hora, me sentí la reina de aquella cama.

Una reina adorada, besada, masajeada con aceite corporal, lamida y sobre todo, excitadísima como nunca lo había estado con ningún hombre en mi vida.

Alberto me alzó, convirtiéndome en un ser especial mientras, sin que me diera cuenta, desnudaba todas mis telas y complejos.

Porque hubo un instante en que mi mente descubrió que sentía sus dedos y piel con un calor intenso, sin vestidos violáceos, y, sencillamente, me agradó tanto que no entendí como había aguantado tanto tiempo con un ser así, separado por tantísima ropa.

Me retorcía entre las sábanas recibiendo aquel juego de dedos, besos suspiros y aderezos.

Me retorcía hasta suplicar que llegara a más y que lo hiciera pronto.

Pero justo entonces, Alberto decidió hacerme algo nuevo.

Sus dos dedos comenzaron a juguetear con los labios vaginales, incrementándose concienzuda y lentamente.

De normales no toleraba ese gesto, pensando en mi incapacidad, en la incomodidad que generaba.

Desde entonces supe que el problema no era yo, sino la habilidad de quien me los estaba introduciendo.

Porque cuando los introdujo, dos dedos adoptando postura de presionar mi clítoris desde dentro y la palma de la mano desde fuera, lo recibí con una boca abierta queriendo gritar y unas cejas enarcadas revelando que aquello me estaba acercando al cielo.

Fue el primer Squirting serio de toda mi vida.

Y la primera vez, si, que escuché el chapoteo de un coño en toda su inmensidad.

Ese que la vagina genera cuando recibe placer por mano de quien sabe hacerlo a conciencia.

Grité.

Finalmente lo hice sí.

Sin importarme lo que mi compañera de piso pensara.

Grité, suplicando que no continuara.

  • Alberto para para para que me corrooo Albertoooo.

Y Alberto paró…..veinte segundos mientras en la habitación resonaba mi angustiosa respiración tratando de recuperar el resuello.

Veinte segundos y, sin aviso, reinició el golpeteo de sus dedos en mi vagina y su palma en mi clítoris.

  • Albertoooo ogggggg.

Nuevamente paró y, con tanta maestría como empezó, sacó sus dedos completamente empapados uno de los cuales, lamió lascivamente para que pudiera contemplar lo que le gustaba aquel dulce que tenía dentro.

Me gusto como me contemplaba.

No bajaba la mirada de mis ojos.

Sabía bien que le aguardaba debajo del cuello.

Lo sabía y lo tomó.

Echándose sobre mí, se colocó entre mis piernas que quedaron cómodamente abiertas, con los pies apoyados sobre el colchón.

  • Alberto, Alberto cielo, no llevas condón.
  • Confía….te correrás antes de que empecemos.
  • Yo…

No dejó objeción.

Tampoco la hubiera expuesto.

Su polla se abrió paso con una facilidad que le daba la razón y un placer celestial brotó desde mí al sentir como entraba, al sentir que abarcaba rincones ignotos, desconociendo yo que mi vagina fuera tan elástica y profunda.

Gemí largamente.

Gemía y enarque el cuerpo para acogerla más intensamente.

Cuando tocó fondo, cuando su musculatura rozó el bajo vientre, abrí los ojos todo lo que pude por la intensa arcada de placer que se apoderó de cada célula.

El comprendió y dio otro empentón, y otro y otro hasta que al sexto no pude…

  • Me corro, me corro Alberto ¡Me corroooooo!

….más.

Fue intenso no.

Pletórico, extasiado, absoluta y radicalmente pecaminoso…y muy breve.

  • Alberto, Alberto – decía su nombre acariciando su espalda – Perdona Alberto no pude evitarlo perdona. Sigue, sigue si quieres que aguanto.
  • No.

¡Dijo un “No” dulce y tuvo una manera tan delicada de salir de mi!

Alberto se recostó pegado a mi piel y, durante el siguiente cuarto de hora, se empeñó en acariciarme tiernamente, sembrando mi calma y tranquilidad hasta conseguir que quedara, plácidamente dormida, con su falo, aun erecto, inserto entre mis dos glúteos.

“He sido una egoísta”.

Ese fue el primer pensamiento que me asaltó cuando por la mañana, la luz solar más intensa que recuerdo en un invierno, me despertó.

“Una egoísta y Alberto saldrá de aquí corriendo”.

Me levanté, caminé desnuda por la casa, aun a pesar de sentir como mi compañera estaba ya en pie.

Eché una larga meada y, al regresar a mi habitación lo vi allí, dormido, completamente desnudo, con una naturalidad tal, con una expresión de sosiego, que me quedé ensimismada como una pánfila, deleitándome.

Alberto era un ser tan que rompió el molde cuando lo parieron.

  • Deja de mirar Teresa – dijo sin abrir los ojos – Y acércate. No hay nada mejor un domingo por la mañana que hacer el amor con una mujer como tú.

No, no lo había.

Para evitar mis traicioneros y tempranos orgasmos, Alberto cambió de posición varias veces aprovechando siempre el instante en que presentía que el placer rompía presa, apoderándose de mi lívido.

Comenzó con el encima, con toda su potencia incrustándose dentro, apoyado en sus poderosos brazos tan tensos que no podía evitar acariciarlos, incapaz de comprender que unas extremidades pudieran excitarme tanto, siendo que acogía veinte centímetros de polla dentro.

Luego a cuatro con el haciendo sonar mis nalgas en cada arremetida, intercalando momentos tiernos de besarme el cuello con otros en los que aferrado a mis caderas, me decía “!Como me gusta follar este culo!” arreciando el ritmo hasta sonsacar el grito.

Pero fue el final lo que no esperaba.

  • Ven, hazme caso – dijo mientras me cogía de la mano – Solo piensa en disfrutar Teresa.

¡Que a gusto lo hice!

Tumbándonos de lado sobre el lecho, girados hacia el espejo donde probaba mis modelitos, se colocó habilidosamente accediendo a mí desde atrás, cogiendo mi pierna derecha hasta alzarla y echarla ligeramente hacia un lado, envolviendo con ella su cadera, tocando con el talón su culo.

Así facilitaba la penetración y el que mi cuello girara apenas sin esfuerzo, para besarlo mientras lo estaba haciendo.

El tamaño de su polla daba de sobras para insertarme a gusto, usando tan solo la mitad, dejando la otra al aire, tan solo dentro cuando daba un empentón algo más serio.

Yo me dejaba hacer, completamente entregada mientras sus dedos abarcaban mi pequeño tamaño desde atrás, una mano manoseando los pechos, y la otra, agarrando la pierna colgada del brazo mientras susurraba digitalmente mi clítoris.

Estaba en una nube.

  • Abre los ojos – hasta que me lo dijo.

Los abrí.

Vi nuestros dos cuerpos, hermosos como jamás los había visto, reflejados en el espejo, con el besando mi lóbulo, mirando igualmente, con su polla entrando tan jugosamente, con mis pechos bamboleándose y ese pie en el aire y colgado apuntándose cada vez más, aviso de que llegaba el momento sin freno…el reflejo de un placer criminal que, justo entonces, se desbordó.

Acelerando, Alberto avisó que no le quedaba mucho.

  • A mi nada – respondí entegada.

Sin duda todo el bloque supo que por fin, me estaban follando como debe follarse a una mujer madura y dispuesta a ello.

Nos corrimos al unísono, sintiendo todas y cada una de sus acometidas, hundiéndome junto a él en una orgia de besos babosos con lengua, lamentando el condón que, con un cuarto de milímetro, nos estaba separando.

Un asqueroso cuarto de milímetro que parecía una muralla china contra el deseo

Si me corría así con eso en medio, como sería liberados.

Cuando desperté, lo hice sola y la casa olía a lentejas.

Lamenté que no estuviera a mi lado.

Lo lamenté, pensando que me había convertido en una más, de fin de semana para alguien que, como Alberto, debía tener la agenda y las posibilidades repletas.

Hasta que vi su nota…”Tengo que irme cielo. Has sido fascinante. Hacía mucho que no me gustaba tanto acostarme con una mujer. ¿Querrás repetir? Yo, seguro”.

Nunca me había dado una ducha tan larga como durante aquellos días posteriores a aquella maravillosa anoche.

El domingo por la noche, ya lo hubiera llamado, ya le habría suplicado que volviera a mi cama.

No cambié las sábanas.

Quería que oliera a él y masturbarme incrustando la nariz en la almohada.

El lunes, en el trabajo, mi calentura era irrefrenable.

Tanto que no quedó otro remedio que fingir malestar para disponer de cinco minutos onanistas en el cuarto de baño.

Por la tarde le llamé para contarle mi problema.

  • Tranquila – contesto – Tengo mucho trabajo esta semana. ¿No puedes esperar al sábado?
  • Malo, eres malo. Anda, cuéntame algo para consolarme.

Alberto también era imaginativo.

Cuando una hora más tarde colgué, lo hice satisfecha y con una buena factura de teléfono.

El martes me llamó el.

  • Puede ser hoy? – le rogué.
  • No, no. Mañana tengo que entregar unos planos.

El miércoles no podía más.

No conseguía concentrarme en una conversación con mis padres, en un balance de cuentas o en rellenar el más estúpido formulario.

Necesitaba a Alberto y lo necesitaba ya.

Así que el jueves salí a las seis de la tarde, cogí el coche y le llamé.

  • Estoy conduciendo. No pienso parar hasta que me digas donde debo ir. De hoy no pasa.
  • Ummm así me gusta – se regodeó facilitando la dirección.

El muy cabrón ganaba lo suyo.

Ganaba mucho.

Mi humilde nómina como administrativa apenas daba para pagar el alquiler y su mantenimiento.

O me ennoviaba, o compartía piso.

El en cambio, había abonado a tocateja aquel unifamiliar de doscientos metros cuadrados en tres pisos y ajardinado, algo alejado del centro pero de fachada hermosa y dos plazas de aparcamiento.

La reja estaba abierta.

Entré.

Toqué el timbre que sonó en plan Big Ben entre neblina británica.

No escuché por detrás ni ruido ni pasos.

La puerta, madera espesa, se abrió lentamente.

Alberto aguardaba al otro lado, de pie, completamente desnudo.

Sonreí.

Tal y como lo había soñado, me asió del brazo comenzando una batalla de besos a cada cual más acalorado mientras me transportaba hacia adentro cerrando de un exagerado portazo, quitándome primero los zapatos, luego el vestido, luego el sujetador que lanzó sobre el cuadro de ¿una mujer?, luego las braguitas que terminé por cierto perdiendo en aquel combate, sentándose en el sofá, poniéndome a horcajadas , asiendo su pollón, apuntando y penetrándome….muyyyyy lento.

  • Oggggggg Alberto.
  • Uffffff que ganas teníaaaaaa
  • ¡Yoooo yooo y yoooo!

Empezamos el metesaca de manera húmeda, casi violenta, conmigo temiendo que otra vez me viniera precozmente el orgasmo y todo se malmetiera.

Me así a su cuello, lo besé tratando de pensar en Dios, en los curas, en una depilación, en el IRPF de junio en la próxima factura de la luz…en todo lo que me alejara…

  • Oogggg – no había forma.

Alberto lo presintió.

  • Agárrate bien – avisó al tiempo que se levantaba – Esta es mi postura favorita.

Una postura que lo enclenque de mis anteriores amantes me había acotado.

De pie, en medio de aquel gigantesco salón, abrió mis piernas sostenidas por sus brazos mientras mis manos aferraban su cuello.

  • ¿Preparada?

Asentí con rostro de “Hazme lo que te entre en gana”

Aceleró de inmediato.

Sin piedad, sin cuestionar si me dolía o no pues era evidente que no lo hacía.

Mis pechos, se movían tan rápido que casi tocaban la barbilla, mi cabeza hacia atrás lanzaba el cabello para que se bamboleara y Alberto, con una tensión energética, muscular, boyante, metía y sacaba esa cosa gigante dentro de mi coñito.

  • No puedo más Alberto…!No puedo!
  • ¡Pues vamos!

Y fuimos.

Nos corrimos juntos tan desbocadamente, que el mundo, literalmente, desapareció y quedamos los dos, desnudos, tan intensamente ayuntados que olvidé mis limitaciones y miedos para correrme de aquella forma tan salvaje como pecaminosa.

Si existiera un undécimo mandamiento, sería el de no publicitar el placer como lo publicitamos.

Quedamos resoplando, el de pie, yo entregada.

Cuando notó que me recuperaba, que abría los ojos para verlo y besarlo, salió cuidadosamente depositándome de nuevo en el suelo para fundirnos en un abrazo.

  • Vamos a la cama. Hay que aprovechar la noche.

Cogiéndome de nuevo, me deje guiar ciega y confiada, hasta que subimos dos peldaños y note algo viscoso y cálido que se escurría por mis muslos.

Semen aun humeante, en cantidades incalculables.

Mire.

Mire y me aterré.

  • Alberto.
  • ¿Qué ocurre?
  • Alberto no tomo la píldora – lo habíamos hecho a pelo. A pelo sin pensar en nada. Cuatro días de calentón, retrasándolo, nos hizo olvidar que aquello puede derivar en cinco cambios de pañales diarios.
  • Tranquila.

Nuevamente mi ingeniero, supo cómo salir al paso.

  • Mañana vas a estar enferma. Llamarás al trabajo. Yo iré a comprar croissanes calientes, chocolate y la pastilla del día después. Desayunaremos juntos, te la tomarás. Pasaremos el viernes tu pachucha y yo cuidándote.
  • ¿De verdad? ¿No pasara nada?
  • No. Por eso, esta noche, aprovecharemos. Follaremos hasta hartarnos.
  • Si – me derretía solo de pensarlo.
  • Y lo haremos a pelo.

Nunca sabré que me gustó más…si los dos increíbles polvos que practicamos o el cariño inmenso que demostró hacia mi durante todo el viernes….si sentir sus empentones lácteos llegar disparando a lo más profundo de mi vagina o sus besos en la frente cuando notaba que la pastilla me había mareado….si sentir sus arremetidas de pie, con el culito en pompa, desde atrás y con la vista puesta en una calle y descampado donde un hombre paseaba al perro y si alzaba la cabeza hubiera visto mis tetas incrustadas en los cristales o la manera que Alberto tuvo de arroparme durante todo el día siguiente y traerme algo de caldo.

Solo sé que cuando llegó el domingo, tras pasar todo el fin de semana junto a él, el coño me dolía de follar y la conciencia aguardaba con la tranquilidad de haber encontrado el hombre adecuado.

Estaba completamente loca por él.

Le consentí todo.

Cuando el siguiente sábado volví a su unifamiliar tras una cena y baile de escándalo, haciéndole una felación por el camino, mientras conducía e incluso tocaba el claxon a unos guardias municipales que conocía justo cuando le lamía los huevos, follamos si pero en el momento preciso, cuando lo decidimos todo, el, con su polla a punto de abrir camino me lo preguntó…

  • ¿Saco un condón?
  • A mí me gusta más a pelo Alberto.

Y nunca más volvimos a acordarnos.

Alberto, cuya resistencia era prodigiosa, tenía un sorprendente conocimiento y control de su cuerpo.

Sabía cuánto quedaba y como administrarlo para conseguir no correrse jamás con su polla dentro, privándome de mi orgasmo.

Tres meses y medio si, de sexo vicioso, de sexo salvaje, de sexo sin paredes entre medio.

Tenía veintiséis años, era una mujer madura y sabía que si caían consecuencias, tendría que actuar como tal.

Y, con Alberto al lado, lo haría.

Sin dudarlo.

Tres meses y medio en los que, siento decirlo así, hice de todo y aprendí demasiado.

Todos los fines de semana los pasamos juntos, en ocasiones solo un día, la mayoría los dos.

A veces alternábamos su casa con la mía pero en cuanto mi compañera se quejó con poca sutileza de que el portero iba a pensar, por el griterío, que aquello era una casa de citas “es que estáis toda la noche de bacanal Teresa”, preferimos optar solo por la suya.

Con el me dejé sodomizar por primera vez, en nuestra cuarta cita.

Bebí mucho, muchísimo y el utilizó sirope de fresa para lamerme el coñito durante media deliciosa hora.

Al final, a cuatro, con el culito tan en pompa como era capaz, note que el sirope se metía por mi ano y sus dedos se encargaban de expandirlo.

La otra Teresa, la anterior a septiembre, hubiera dicho que no de manera tan tajante que no habrías insistido.

La Teresa de esa momento tan solo pidió que lo hiciera con cuidado.

Y me corrí analmente por primera vez.

Su polla era de buen tamaño pero es que además, Alberto, allí dentro sabía moverla para, desde las caras internas del conducto anal, rozar las paredes vaginales mientras una de sus manos acariciaba el clítoris.

Además, aquella era la única manera de sentir su eyaculación dentro sin consecuencias….por lo que insistimos mucho en ella.

Solo perdí la cabeza completamente tres veces más.

La primera fue durante una cena, en la que no estuvimos solos.

Me enfadé mucho con él.

Había estado como solía, de lunes a jueves cachonda pensando en lo que me iba a hacer el sábado y cuando llegue a su casa, me encontré con que había organizado una cena de amigos en la que yo era la única fémina.

Cuatro tíos y yo.

Decidí respirar hondo y tragarme el orgullo.

Quería algo y no me volvería a casa sin obtenerlo.

Todos bebimos mucho y, bajo la mesa, Alberto jugueteaba con las manos.

Sus amigos me miraban pícaramente “Mira, la nueva putita de Alberto” escaneando descaradamente los pechos y el culo.

Incluso uno llegó a tocármelo con aire sátiro cuando pase a su lado para agenciarme el postre.

Fui a decírselo a Alberto, que estaba buscando algo en su habitación, para que reaccionara a tortazos y lo echara de su casa.

  • Esta algo borracho, no se lo tengas en cuenta.
  • Oye esto no estaba planeado – le espeté visiblemente enfadada.

Y él respondió con un beso ariete que destroza toda resistencia y una rápida bajada de bragas.

  • Alberto – susurré- No es lugar no que tus amigos pueden ooooo

No dio lugar.

Dándome la vuelta, apoyando mi carrillo contra la puerta, me penetró haciéndome incluso algo de daño…un daño que desapareció con la avenida del inocultable que para Alberto, era todo aquello.

Supe allí que su criptonita, era el morbo de ser escuchado, el peligro de que pudieran sorprendernos en plena cópula, yo acongojada y los dos con la ropa interior en los tobillos.

Esa posibilidad era de las pocas, tal vez la única que le hacía correrse como un quinceañero y

perder la cabeza.

Y la perdió.

Eyaculó, perdón, eyaculamos en apenas cuarenta segundos, conteniendo las ganas de publicitar nuestro placer a base, el de morder mi hombro, yo de hundir mi cara en el gotelé de la pared.

Recuerdo que ni me acordé de que no saco la polla antes de hacerlo.

Pero si de que justo cuando gemía muy ligeramente mi corrida, hubo una risa generalizada en el comedor.

Al regresar, todos volvieron la vista pero no a nosotros, sino hacia mí en exclusiva.

Fue entonces cuando que lo sabían y que eran parte de la fantasía de Alberto, quien los había convocado allí, para satisfacerla.

Y aun con todo, aun humillada, pasamos la noche juntos, haciendo lo mismo que hicimos de pie y medio vestidos, solo que sin amigos y desgañitándonos a gritos.

La segunda fue en el único fin de semana que pasamos de hotel y juntos.

Puente de tres días en los que alquiló una habitación en un resort tinerfeño a todo trapo en Lanzarote.

Yo probaré lo que es convivir contigo y tú lo que es el mundo nudista.

Porque el establecimiento, tenía vetada tajantemente la ropa.

Mentiría si dijera que no estaba nerviosa.

Me costaba horrores vencer mis complejos ante un amante, por muy selecto que fuera.

Imagínate el esfuerzo que suponía hacerlo ante desconocidos.

Pero entre la amabilidad del personal (curiosamente vestidos) y que al ser temporada baja apenas éramos una veintena de clientes cada uno por su lado, más, com no, la prestancia de Alberto, terminé por sentirme como si estuviera vestida.

Además, descubrí lo que era presumir de tener del brazo a un portento humano como lo era mi ingeniero.

Del brazo y del resto del cuerpo.

Durante tres noches y sus días no salimos del resort y su playa exclusiva.

Durante tres noches y sus días, follamos a conciencia aprovechando todas las posibilidades de la piel, de la suite presidencial y de la crema de manos.

Alberto no se cansaba.

Alberto exhibía una enorme resistencia física.

Y yo ganaba ambas cualidades a media que ganaba anchura vaginal y experiencia.

Una creciente confianza que generó, aquella mañana del domingo, el que quisiéramos aprovechar al máximo la jornada antes de coger el avión de vuelta, marchando a la playa “para tostarnos”.

Una playa inmensa con apenas una pareja extranjera y cincuentona a doscientos metros de nosotros.

Alberto se metió solo en el agua.

Durante una hora lo vi disfrutar, nadar, hacer exhibición de su potencia física.

Y en esa hora, la mujer extranjera no paró de míralo, de catarlo, de desearlo.

Cuando lo vi salir, justo una ola se estampaba sobre sus muslos.

El efecto de su cuerpo musculoso, desnudo avanzando hacia mí y los celos, consiguieron el resto.

Lo saludé con un beso que dejó claro que la mitad del trabajo (puse su mano sobre mi coñito) ya lo tenía hecho.

  • Teresa que alegría llevas.
  • Y tú – añadí cogiendo su polla y batiendo un poco para terminar de animarla.

Alberto me penetró rápidamente.

Poseyéndome con aquella manera salvaje de montar que exhibía cuando sabía que el polvo sería breve pero muy crecido, culminamos al unísono, con mi cabeza girada hacia donde paraba la pareja y los ojos abiertos, lo que me regaló el placer, mirando a la mujer, de dejarle bien claro que en aquella playa había solo un macho, y era mío.

Derrotada, ella salió de la arena cachonda y sometida.

Su marido se quedó, acabando de mirar el espectáculo.

El viaje fue maravilloso.

No vi casi nada de la isla.

Sin embargo, en el avión, mientras Alberto dormitaba, por primera vez, generé dudas.

Llevábamos tres meses y medio juntos y nunca habíamos terminado con la ropa puesta.

Llevábamos tres meses y medio juntos y, en todo ese tiempo, había disfrutado del intelecto, la cultura, el saber estar, el don de gentes y el arte fornicatorio de Alberto.

Pero jamás habíamos hablado de nada serio.

Alberto inspiraba confianza sí, pero no era el hombre capaz de por ejemplo, sostener un matrimonio y varios hijos.

Su atractivo radicaba en la ausencia de compromiso, en la volatilidad, en la falta de responsabilidades.

Si, él hubiera pagado la manutención de lo que viniera pero no lo acunaría por las noches, no lo llevaría al colegio, no se enfrentaría a un profesor ni le curaría un resfriado.

Además, Alberto hablaba educadamente pero nunca cedía en sus argumentos.

Jamás daba la razón al contrario y eso, en una relación de pareja seria, cuando a los dos o tres años comenzáramos a irnos a la cama con las bragas y el bóxer puestos, podía ser un peligro.

Tal vez por eso, cuando regresé, comencé a pensar que tal vez, Alberto era un capricho, una necesidad saciada, un imposible.

Y volví a pensar en ti.

Tú no eres Alberto.

El huele a placer, a vivir el momento, a no pensar más que en gozar sin imaginar que vendrá luego.

Él es un macho que no es lo mismo que un hombre.

Alberto no eres tú.

Nunca te asustó, desde el minuto uno, decirme uno y mil te quieros o querer estar junto a mi aunque estuviera de mala leche, aunque supieras que no acabaríamos corriéndonos.

Por eso estoy ahora contigo, sin saber cómo te sientes después de contarte esto.

  • ¿Y la tercera?
  • ¿La tercera?
  • Has dicho que tres veces lo hicisteis sin condón. ¿La tercera?

Teresa se calló.

Dio un largo trago a una cerveza ya largo rato asquerosamente templada.

No hizo gesto de disgusto sino de preocupación.

  • Hace dos días.
  • ¿Y luego me llamaste para recuperar lo nuestro?
  • No. Fue después de llamarte – bajó la cabeza - Quedé con él para despedirnos, para explicárselo. El, el parecía tan distante, tan que le daba igual que me enfadé. Por eso cuando me propuso una última noche, la última me dijo, la pasamos juntos. ¿Sabes lo que dicen? Eso de que en una guerra se practica sexo sin cabeza porque sospechan que puede ser la última vez. Eso nos ocurrió. Pasamos la noche en un hotel del centro, un cinco estrellas que el pagó con botella de champán y todo, para hacerlo aún más especial. No dormimos. Cuando a las ocho de la mañana el apretó los dientes encima de mí y yo clavé las uñas su trasero, cuando me quedé a solas sobre sábanas de lino negro, supe que algo había pasado.
  • Te volviste a enamorar de el – respondí tajante, sabiendo todo lo que podía significar aquello.
  • No.
  • Vamos no me jodas Teresa – estaba enfadado. No por la retahíla de  confesiones, no porque a mi ex, que en definitiva durante esos seis meses era mi ex, se la hubieran follado de todas las maneras que a mi durante años me habían estado vedadas– Vas, me llamas, me creas ilusiones y luego te lo tiras y recuerdas que estas ya no solo cachonda con el Albertito sino que encima te enamoras. Y me lo vas a soltar aquí, en un local repleto de gente y con el detrás por si te defino a gritos como lo que eres.
  • No Miguel – las retinas comenzaban a revelar que su temple se tornaba en lacrimoso.
  • Sí, me vas a dar una patada. Márchate con el Don Perfecto ese y déjame a mi tranquilo con mis chichas, mi pene normalito y mi trabajo de mil euros justos y haciendo horas extras. Pero no me hagas daño – levanté un dedo amenazándola – No me hagas daño porque te juro que….
  • Estoy embarazada.

4-.

Y ya está

.

Mi hija Clara nació en noviembre.

Mientras escribo, me mira con cara de no temer el mundo mientras yo contemple como juega con sus columpios.

Mientras escribo, la miro convencido de que tomé la decisión correcta.

Una decisión complicada, dolorosa, pero del cual salió el trato que a ambos, a mí y a Teresa nos hace felices.

Un trato que incluye la mirada cargada de amor profundo y agradecimiento que mi mujer, la madre de mi hija, regala en todo momento apenas entro en la casa.

Un trato con cláusulas especiales: cuando pongo los pies sucios sobre la mesa del salón Teresa se arrodilla y acaricia mi polla antes de chuparla….cuando hay que hacer algo que odio tanto como fregar la vajilla, ella lo hace con un delantal como única ropa….cuando me ducho durante una hora llenando de vaho el cuarto de baño ella se mete dentro para animarme con “su cariño”…cuando se tumba sobre la cama a leer con sus gafas empollonas de pasta lo hace desnuda con las piernas abiertas, tratando de concentrarse en Cela mientras yo absorbo sus labios…cuando quedamos solos una tarde aburrida de domingo, ella se desnuda, se sienta en la terraza y se masturba…cuando llegó agotado a casa, es ella quien se encarga de cocinar y traerme al salón la comida procurando que el postre no sea culinario…cuando se planean vacaciones siempre lo hago yo, sin posibilidad que elija destino ni objetar nada a los hoteles liberales o nudistas que escojo.

¿Y el cambio?

El cambio es un amor no convencional pero natural e interminable que resurgió de las cenizas del dolor y que nos fusiona como dos planchas soldadas de puro hierro vizcaíno.

El cambio es no preguntar que hace Teresa, las tardes de los domingos.