El calvario de Susana, Parte 1: El accidente

Una mujer normal, madre de dos hijos y abnegada esposa, ve como toda su familia peligra por un simple accidente...

Las horas pasan lentas aquí, y una tiene todo el tiempo del mundo para reflexionar. Es profundamente estúpido que una mujer de 37 años esté con su marido y sus dos hijos en coche, de vuelta a casa tras unas vaciones de diez días, y de pronto, una rueda pinche... y te veas envuelta en el Infierno. ¡No hay derecho!

Me llamo Susana, y desde que tuvimos el accidente, vivo en el Infierno. No recuerdo muy bien todo lo sucedido: tras el choque del coche en el que viajábamos, recuerdo brevemente ser trasladada, y escuchar voces ahogadas a mi alrededor. ¿Que decían? Imposible saberlo. Me salía sangre de la boca (me había roto tres dientes, como sabría luego) y tenía un gran moratón en la sien, lo que me causaba en esos momentos, una jaqueca monstruosa. El dolor era tan intenso que pasé varios minutos sin preguntarme qué sería de los míos. ¿Estaban tan heridos como yo? ¿Peor? ¿Estaban...?

Fui subida a un coche, una furgoneta de la que apenas pude ver nada. Era de madrugada, no se escuchaba ningún ruido en aquella carretera de mala muerte, solo aquellas voces ahogadas a mi alrededor. Fui consciente de que no era normal que aquellas personas que nos estaban... ¿rescatando?, me ataran de manos y pies con cuerdas. Tendida en la parte trasera de la furgoneta, vi que varios cuerpos eran puestos a mi lado, e igualmente atados, excepto mi hijo pequeño Alex, de tan solo un año de edad, que en aquel momento echó a llorar. Pero no fue puesto a mi vida, sino que se lo llevaron. Mi marido Mario, mi hija Elena y yo, estábamos atados y aturdidos en una furgoneta que extraña que desde luego, NO ERA una ambulancia.

Fantaseé con la idea de que aquellas personas eran nuestros rescatadores, y nos llevaban al hospital. Incluso me inventé una excusa creíble para haber sido atados: que el camino sería accidentado y no querían que nos hiciéramos daño durante el trayecto. No se lo habría tragado ni un niño, pero sentía miedo, cada vez más, y mi cabeza intentaba calmarme buscando explicaciones. Cuando la furgoneta se puso en marcha intenté hablar con mi marido o mi hija, pero resultó inútil, dormían. Dormían, si, ¡dormir! eso hacían. No estaban muertos. No podían estarlo.

Durante el viaje, que duró unos 45 minutos, fui consciente de que mis heridas no eran tan graves como podía suponerse, y que al menos mi marido Mario, que era el que iba atado a mi lado, respiraba con normalidad. Un motivo de alivio. Me quedaban pocos motivos de esos, de ahora en adelante pero yo, ingenia e inocente, no lo sabía. Era una mujer que siempre creyó en que la ley y la medicina resolvían todos los problemas, que existía la justicia, y las personas decentes como ella y su familia nunca se verían molestadas. Pese a ser ya mayor, Susana tenia demasiados pajaros en la cabeza.

Llegamos a una especie de casucha medio derruida, más allá de la carretera. Tenía dos pisos, pero era muy pequeña y estaba excavada sobre la tierra. Había pintadas sobre las paredes, observé, aunque no podía leerlas. No se escuchaba nada ni se veía a nadie por aquellos contornos, no debían existir más casas como aquella cerca. En resumen, como me gritaba mi mente, cada vez más asustada: estábamos solos y aislados en un lugar extraño. La furgoneta fue conducida a la parte de atrás de la casa, desde donde no era visible para los coches que pudieran pasar cerca por la carretera. Allí había unas estanterías llenas de herramientas, y toda clase de piezas de bricolaje y fontanería diseminadas por allí, algunas bien cuidadas y ordenadas, otras desechadas. Había un carro lleno de ladrillos semi cubierto con una lona. ¿Donde diablos estábamos?

-Yo voy a buscar al viejo, tú quédate aquí con esos tres. Me llevo al crío.

De inmediato empecé a gritar que a mi hijo no se lo llevaba nadie a ninguna parte, que nos desataran a todos de inmediato y que quienes eran aquellos hombres, qué querían, y porqué se llevaban a mi hijo... grité un montón de incoherencias. El que entró en la casa me ignoró por completo, ni siquiera le vi. El otro bajó de la furgoneta y abrió la puerta trasera, mirándome. Era un muchacho delgado, alto, pero con una pronunciada chepa en la espalda. Tenía el pelo largo, descuidado y mugriento, y parecía a punto de comenzar a perderlo. No podía distinguirle del todo en la oscuridad, pero su mirada no presagiaba nada bueno. Él tampoco contestó.

Un minuto después volvió el otro ocupante del vehículo, u muchacho bajito, pero muy corpulento, casi gordo, aunque en sus brazos se adivinaba fuerza. Este ya estaba casi totalmente calvo, y dijo que iban a entrarnos uno por uno. Comenzaron por mi hija Elena, para mi profundo horror, y grité que por favor, no le hicieran daño y me dejaran ir con ella. Me ignoraron. Al menos algo bueno hubo, mi hija se despertó y pudo caminar por si sola, no estaba muy malherida, aunque tenía un corte bastante grande en la mejilla. Volvieron un minuto después, y fueron a por mi. El tipo corpulento me susurró al oído mientras el otro me desataba los tobillos.

-Tu hija está dentro con el resto de mi familia. Como hagas alguna tontería, salir corriendo, atacarme o esas chorradas, lo pagará ella. Y el bebé. Así que pórtate.

No me quedó más remedio que obedecer sus crueles indicaciones. No dudaba de que, si me pasaba de la raya, cumplirían la amenaza. Me tuvieron que sujetar, porque al bajar de la furgoneta perdí el pie, y me condujeron dentro. Ambos apestaban a sudor acumulado, a grasa y a polvo, como si no se lavaran desde hacía semanas. Me acercaron a la casa. Puse ver que las ventanas, todas, estaban selladas con ladrillos, y la puerta tenía cerrojo y cerradura, ambos, por su aspecto, instalados hacía muy poco tiempo.

La habitación a la que pasamos era un salón grande, porque era casi toda la casa, de hecho. Había unas escaleras que conducían arriba, y una sola puerta, de la que venían voces ahogadas y salía un leve olor a beicon, por lo que adiviné que era una cocina. El salón estaba compuesto por una mesa y unas sillas en un extremo. Allí había una estantería repleta de libros viejos, y una televisión muy pequeñita, que debía funcionar a pilas, aunque yo pensaba que tales trastos ya no se fabricaban. Al otro lado del salón, había tres colchones tendidos del suelo, en uno de los cuales estaba mi hija. La habían tendido sobre él y le habían atado las manos, esposadas con esposas de verdad, a una cañería. Esta cañería iba horizontal sobre la pared, por lo que también yo fui atada a ella. Me pusieron las esposas y me obligaron a tumbarme, dejándome después sola en el salón. No había electricidad, la luz provenía de dos focos, uno que iluminaba la mesa, y otro a nosotros. Acto seguido se abrió la puerta de la cocina y salió una mujer, cerrando tras ella. Era una mujer bajita, delgada y canosa, aunque no parecía ser muy mayor, apenas había arrugas en su cara, que además era bastante bonita, excepto cuando hablaba o sonreía, pues tenía los dientes llenos de sarro, como si no se los hubiera cepillado jamás.

Se arrodilló junto a mi hija con una caja, que resultó ser un botiquín, bastante deficiente, y se puso a curar la herida en la cara de Elena. Cuando acabó le preguntó si le dolía algo más y ella dijo, en voz muy bajita, que el tobillo. La mujer lo tocó un poco y dijo que solo estaba torcido, trajo una bolsa de hielo de la cocina y se la puso en el tobillo.

-¿Quienes sois? ¿Qué vais a hacernos? ¿Donde está mi hijo?-la interrogaba yo. Pero solo conseguí que me mirara con una extraña sonrisa, nunca contestó, ni siquiera cuando perdí la paciencia y le grité que quería inmediatamente, ver a mi hijo pequeño. Aquella sonrisa, como si le diera pena pero también la divirtiera, me hizo comprender que no era la primera vez que había habido gente atada en aquellos colchones. Si así era, ¿donde estaban ahora, y qué les había pasado?

La mujer me puso a mi hielo en la sien, que me dolía bastante, y me dio un vasito de algo que resultó ser alcohol, para enjuagarme la boca, lo que me causó un dolor insufrible.

-Es bueno. Te curará, aunque duela-me explicó, justo cuando entraban a mi marido. Tenía la camisa manchada de sangre que le brotaba de la nariz, y comprendí que no se lo había hecho en el accidente. Habría tratado de hacer algo para escapar, y le habían pegado. No parecía muy mal. También a él le curaron, antes de que hiciera su aparición el que indiscutiblemente, era líder de aquella grotesca familia. Era un hombre tan achaparrado y jorobado como un monstruo de feria, con una cara como una bolsa arrugada, calvo como una bola de billar, gordo y grasiento.

-Hoy es tarde, ya hemos apagado el fogón y no podemos daros de comer. Sin embargo, queda algo de café, para que os lo echéis al estómago. Mi mujer, Maya, os lo preparará.

-¿Donde está mi hijo-vociferé. El hombre me sonrió, de la misma forma que lo había hecho su mujer, pero él si que me contestó... ojalá no lo hubiera hecho.

-Es nuestro hijo ahora.

Se fue a la cocina, y solo quedaron allí los dos jóvenes, que nos obseraban con rostros que parecían más de perros hambrientos que de hombres. El más joven se acercó a Elena y comenzó a agacharse sobre ella, pero el mayor le detuvo.

-¡Quieto, tú! ¿Que haces, loco?

-Me quiero follar a la nena-respondió el otro, tan tranquilamente. Los peores temores de cualquier ser humano acababan de hacerse realidad para mi. El mayor le dio una bofetada, no obstante, y negó con la cabeza.

-No, tío. No hasta que venga Maegy por lo menos-y le sonrió, amistoso, como si le pidiera perdón por haber sido brusco-Pero podemos tirarnos a su mamá.

El mayor se me echó encima antes de que pudiera empezar a gritar. Me desgarró la falda y me bajó las bragas. Le grité que por favor, me dejara en paz, le grité incoherencias, pero me tapó la boca con la suya, violó mi boca con su lengua, y después me susurró.

-Me gusta que las cerditas peleen, pero no tanto. Tenemos prohibido meter la polla en el coñito de tu hija, pero si sigues peleando así, se la clavaré en el culo ahora mismo, delante de ti. Y mi hermano le follará su boquita. Así que portate bien, y que toda tu familia vea lo puta que eres, mamá. Si te comportas, nadie tocará  a la nena... por el momento. Abre las piernas, y bésame.

Mi marido estaba allí, mi hija estaba allí. Supliqué en voz baja que al menos le taparan la cara a Elena, pero mi violador se limitó a reírse en mi cara. Apestaba a meados y su dentadura no era mucho mejor que la de su madre. En otros tiempos su cara había sido guapa, o al menos normal, pero era como si se hubiera degradado, hinchándose a comer sin el menor control, sin haber pisado un hospital en su vida. ¿Quienes eran aquellas personas? Era evidente que estaban locos. Pedí por favor que mi hija no lo viera (mi marido, al menos, lo entendería) pero no me dieron ni ese pequeño descanso. Me hizo abrir las piernas y me penetró sin el menor cuidado. No tenía el pene más grande que mi marido, de hecho era menos largo, pero si era más grueso, y me arrancó un quejido de dolor las primeras penetraciones. Me violaba mi boca con su lengua, me chupaba la cara, el cuello... su hermano, como un perro en celo, comenzó a desnudarse y se masturbó. Yo miraba todo aquello, asqueada, sintiendo la saliva en mi cara, aquella lengua repugnante en mis pechos, las manos tocándome, pellizcándome con crueldad, ensuciándome. Al menos no sentía ningún placer. Ni siquiera estaba siendo violada: estaba siendo jodida, como si un hombre metiese su pene en un trozo de carne de matadero. A una mujer, la violan. A la carne la joden, y eso me estaba haciendo a mi aquel hombre repugnante. Me sentí como si no fuera un ser humano, nada que tuviera sentimientos, dignidad, nada a lo que respetar. Era como si ya me vieran como carne. Estaba siendo USADA delante de mi familia. Oía sollozar a mi marido. Mi hija lloraba por lo bajito. No quería mirarlos, no quería ver sus ojos mientras tenía a aquel animal encima de mi, dentro de mi. Cerré los ojos, pensando que pronto acabaría, y tras diez minutos de empujones, acometidas, salivazos y pellizcos, el animal se corrió dentro de mi. No le preocupaba usar protección, pero yo me preguntaba cuantas enfermedades podían tener aquellas personas, para quienes la higiene, la sanidad y la medicina parecían no existir. Su saliva en mi boca sabía a vómito.

-¿Te ha gustado, mamá?-preguntó, con aquella voz pastosa, voz de animal de granja, una voz de alguien que jamás había pisado una escuela-¿Verdad que si, perrita? Ya era hora de que tuviéramos juguetes bonitos como tú, por aquí. Ha sido solo la primera vez. Habrá más.

Se levantó, y sentí su semen, particularmente viscoso, correr por mis muslos. A pesar de todo, a pesar de que no podía parar de llorar, a pesar del semen de aquel hombre dentro de mi, y su saliva repugnante en mi garganta, di gracias: yo no había sentido nada. No me había corrido.

El otro hombre más joven, que visto ahora a la luz de los focos no podía tener más de 20 años, dejó de masturbarse al comprender que había llegado su turno. El pene de aquel chico era mucho más pequeño que el del otro, mucho más pequeño que cualquiera, de hecho, medía apenas diez centímetros y no era mucho más grueso que un rotulador. Se acercó a mi, y al ver que no hacía ademán de tumbarse encima, comprendí lo que quería. Aún así, me resistía. Sentía calor en las mejillas, el calor de una verguenza inhumana, un borchorno insoportable. Mis hijos se escaparon hacia ellos, mi familia. Mi marido lloraba con los ojos cerrados. Mi hija me miraba, sollozando, entre asustada y confusa. Ninguno de los dos me dio una mirada de ánimo, de pesar por lo que yo acababa de sufrir. ¿Es que aquello no acababa nunca?

Por supuesto, acababa de empezar. El otro muchacho hizo ademán se arrodillarse en mis hombros, y se apoyó en la pared, fue bajando de forma que su pene llegase a mi boca. Me lo metí en la boca con un asco infinito, jamás había hecho sexo oral a un hombre. El miembro, que se veía pequeño y ridículo a mis ojos, parecía gigante en mi boca, tocaba mi lengua, mi paladar... fue peor cuando empezó a moverlo, y con cada penetración en mi boca, parecía que iba a llegar al paladar. Tuve arcadas varias veces, y dos de ellas estuve convencida de que iba a vomitar, pero no lo hice. El hombre me jadeaba constantemente ordinarieces.

-Nunca has chupado una polla así, ¿verdad mamá? Pues te vas a hinchar. Vamos, cómemela, muñequita. Chupa arriba, joder, quiero correrme ya.

Este no tardó en correrse tanto, quizá porque mientras el otro me penetraba, él se había estado masturbando. Su semen entró en mi garganta, una sustancia espesa, de gusto asqueroso, intrusa en mi boca. Apenas se hubo corrido, se levantó, satisfecho. Yo comencé a escupir el semen, deslizándolo por mi barbilla, pero el chico me detuvo.

-Trágate la lefa, puta. Porque de ahora en adelante va a haber mucha lefa en tu menú, más vale que vayas acostumbrándote al sabor. De todas maneras, está rica.

Tragué con asco aquello. Era espeso y viscoso, y costaba pasarlo por allí con la garganta seca, pero lo conseguí. Creí que, al menos por ahora, el calvario había terminado. Entonces, un minuto después, salió el hombre mayor de la cocina, con una sonrisa viciosa en la cara y su pene bien levantado y tieso: no llevaba nada de ropa. Al verlo, cerré los ojos, consciente por primera vez de que aquello apenas había empezado...

---CONTINUARA---