El calvario de Luciana (5)
Ya reducida por completo a una condición animal Luciana es desvirgada por su primer cliente.
Emilia consideraba imprescindible la enseñanza de modales a sus presas antes de ponerlas a trabajar, modales adecuados a su condición de prostitutas sumisas y serviciales con la selecta clientela de la mansión.
Por eso estaba ese anochecer en la habitación de Luciana, con Luisa, a la que instruyó respecto de que todo en ese cuarto estuviera listo para cuando la chica empezara a recibir a los clientes. Juego de sábanas renovadas a diario, dos juegos de toalla y toallón en el baño y los juguetes y elementos de BDSM al que ella sabía eran adictos algunos de sus clientes.
-Poné esos chiches en el placard esta noche y que queden allí listos para su uso.
-Sí, señora. –contestó la mucama y se retiró dejando a Emilia a solas con Luciana. La chica estaba desnuda y reposando en la cama.
-Levantate, tesoro. –ordenó Emilia y Luciana obedeció de inmediato. Se quedó de pie junto al lecho y la proxeneta comprobó, sumamente satisfecha, que la perrita obraba como una suerte de robot: no hacía ni más ni menos que lo que se le ordenaba. Su mente había sido programada por la doctora Mónica para eso y funcionaba a la perfección.
-Vení, pichona. –dijo y Luciana se acercó a ella mirándola con esos ojos de mirar perdido vaya uno a saber en que profundidades oscuras.
-Bien, cachorra. Te voy a enseñar los modales que vas a tener con los hombres y mujeres que van a visitarte cada noche. Quiero que seas con esa gente una perrita muy obediente y servicial.
-Voy a ser una perrita muy obediente y servicial… -repitió Luciana.
-Sabés quién soy, ¿cierto, bebé? –probó Emilia.
-La señora Emilia, usted me ayuda. –dijo la jovencita para satisfacción de la dueña de casa.
-Bien, pichona, ahora a los modales. No estás parada como corresponde. Junta las piernas y poné las manos atrás. –y Lucia lo hizo de inmediato.
-¡Perfecto, pichona, perfecto!... Así te quiero siempre cuando estés de pie. Ahora sentate en el borde de la cama.
La jovencita se sentó y quizá recordando algún hábito cruzó las piernas.
Emilia tuvo un impulso que no quiso reprimir. Se acercó a Luciana y le dio una bofetada. La chica la miró con una expresión de terror en su cara y se echó en la cama en posición fetal, respirando agitadamente.
La proxeneta tenía por costumbre abofetear en alguna oportunidad a sus presas antes de ponerlas a trabajar, para que el animalito tuviera memoria de que no hacer algo bien significaba un castigo. Al ver que el efecto que la bofetada había causado en Luciana era el buscado se inclinó hacia la jovencita y la consoló acariciando con suavidad y largamente su cabeza.
-No me gusta pegarte, pichona, –mintió. –pero tuve que hacerlo para que aprendieras que si hacés algo que me disguste podés resultar golpeada. ¿Entendés, Luli?
-Debo ser obediente… -dijo la chica manteniendo en su rostro la expresión de perrita apaleada.
-Eso es, pichona, obediente y sumisa.
-Obediente y sumisa. –repitió Luciana y esas palabras activaron una orden grabada en su cerebro por la doctora Mónica mientras ella estaba en trance hipnótico. –Debo hacer todo lo que se me ordene. –agregó entonces. –Debo ser una perrita en celo todo el tiempo, para mi placer y para el placer de todos los hombres y mujeres con quienes voy a estar. –y miró a Emilia con ojos que buscaban la aprobación de la proxeneta, como una mascota busca la aprobación de su dueño.
-¡Ay, mi tesoro! ¡Qué dichosa me siento al escucharte! –dijo Emilia, exultante y tomando entre sus manos la carita de Luciana, que esbozó una especie de sonrisa al percibir que la señora ya no estaba enojada.
-Cuando estés sentada no debés cruzar las piernas jamás. –la instruyó. –Tenés que estar con las rodillas juntas y la palma de las manos en los muslos, pichona. A ver, hacelo. –Y luciana lo hizo.
-Muy bien, pichona, muy bien. –aprobó Emilia y salió del cuarto para dirigirse al escritorio, donde revisó su cuenta de correo electrónico. Vio, entusiasmada, que tenía ya tres respuestas a su oferta de una nueva presa.
Leyó primero el del doctor M, Juez del Fuero Federal: “Mi muy estimada, estoy dispuesto a ser yo quien desvirgue a esa perrita y para eso oferto 6.000 dólares. Saludos.”
Pasó luego al mensaje de Rogelio O. fuerte industrial de la industria automotor: “Qué bella esa hembrita. Oferto 5.500 dólares y le mando mis respetos, Emilia.”
El último era del comisario P, de cierta departamental bonaerense: “Se me hizo agua la boca al ver esas fotos. Mi oferta es de 6.000 dólares. Saludos, señora.”
“La cosa ha empezado muy bien. Seguramente vamos a pasar los 10.000 dólares.” –pensó la proxeneta y su predicción resultó acertada. Al cabo del ir y venir de decenas de mails con ofertas que Emilia recibía y reenviaba a todo su mailing hubo un ganador. Era el doctor Máximo R., abogado penalista y estanciero que ofertó 11.500 dólares. Emilia lo llamó por teléfono inmediatamente después de recibido el ofrecimiento y reenviado a toda su clientela..
-Estimado doctor, supongo que recibió el mail, ¿verdad?.
-Sí, y le aseguro que se me ha hecho agua la boca. ¿Cuándo tendré a la chica?
-Cuando usted lo disponga a partir de mañana, doctor. Pero eso sí, avíseme un día antes.
-Perfecto, entonces téngamela preparada para mañana mismo. La tendré toda la noche, supongo.
-Así es, doctor. Tal como lo anuncié en las bases de la subasta. Será suya a partir de las 10 de la noche hasta la mañana siguiente a la hora que usted decida, mi estimado amigo.
-Tengo un pequeño capricho, Emilia.
-Dígame, doctor.
-La quiero vestidita de entrada.
-Perfecto. ¿Alguna ropa en especial?
-No, Emilia, la que usted disponga.
-Bien, doctor, lo espero mañana, entonces y para mí sería un placer si viene un rato antes de las 10 y tomamos algo.
-Será también un placer para mí, mi estimada señora. Estaré allí a las 21,30. ¿Le parece bien?
-Recuerdo muy bien sus preferencias, doctor, así que a esa hora lo estaré esperando con un excelente whisky escocés.
Apenas cortó la comunicación Emilia hizo comparecer a Luisa.
-Bueno, llegó el momento de estrenar a la pichona. Será mañana a la noche con el doctor R, ¿lo recordás?
-Claro que sí, señora, es ese hombre canoso, más bien alto y gordote, ¿cierto?
-Exactamente, él hizo la mejor oferta y ganó el privilegio de desvirgar a nuestra amiguita.
-Bien, señora.
-Va venir mañana a las 21,30 para que nos tomemos un whisky y charlemos un poco antes de que tome posesión de Luciana. Pero de eso vos no te preocupes porque haré que nos atienda Elba. Vos te ocupás de la pichona. ¿Su ropa está preparada?, porque el cliente la quiere vestida.
-Sí, señora. La blusa y el jean y que traía cuando vino están listos y también el corpiño y la bombachita que mandé lavar.
-Fantástico. Entonces mañana a la noche que no cene. Le hacés tomar un buen baño, le ponés una enema, la perfumás y la tenés lista en su habitación para recibir a las 10 al doctor.
-Pierda cuidado, señora. –dijo Luisa y salió del escritorio.
…………..
Al día siguiente, poco antes de las diez de la noche, Emilia Martínez Olascoaga y el doctor Máximo R. conversaban en el saloncito mientras bebían la segunda medida de Blue Label, un whisky por el que ambos tenían predilección.
El cliente era un hombre de sesenta y dos años, de considerable estatura y algo gordo, de cabello gris y escaso, rostro ancho y una mirada que el deseo y la impaciencia hacían algo libidinosa. Vestía un ambo de tela italiana color gris oscuro, camisa celeste y corbata azul. Bebió un trago del whisky y dijo torciendo sus labios en una sonrisa viciosa:
-De todas las chicas suyas que he conocido ésta es la mejor, Emilia, ¡qué cuerpo! ¡qué carita! ¡y además virgen en esta época!
-Coincido, doctor, es una belleza increíble y además virgen, algo insólito a su edad en esta época.
-Imagino que me la tiene vestida.
-Por supuesto, como usted me lo pidió, doctor, y con el diu, como todas.
……………..
Mientras Emilio y el cliente conversaban en el saloncito, Luisa se ocupaba de los últimos aspectos de la preparación de Luciana. La jovencita lucía muy hermosa con una blusa blanca sin mangas, chaleco beige, jean azul y zapatos marrones de taco alto. Debajo tenía una tanguita negra y corpiño del mismo color. Luisa le había puesto delineador en los párpados y pintado los labios de un tono rosa pálido, para luego perfumarle con un extracto francés el lóbulo de las orejas, el dorso de las manos, las muñecas, las sienes y el cuello.
Antes le aplicó una enema y le hizo tomar un baño. Finalmente le dio a tomar la pastilla de la droga. Ahora estaba lista para recibir a su primer cliente, el afortunado que iba a desvirgarla y a gozarla durante toda la noche por sus tres agujeros.
-Bueno, pichona. –le dijo luego de ordenarle que se sentara en el borde de la cama. -¿Cómo te enseñó a sentarte la señora Emilia?
Luciana se sentó con la cabeza gacha, las rodillas juntas y las palmas de las manos en los muslos.
-¡Perfecto! –aprobó la mucama y siguió hablándole:
-Ahora vas a recibir a cierto señor con el cual vas a tener sexo, tesorito.
-Tendré sexo todos los días, placer sexual todos los días, con hombres y mujeres y debo ser obediente con esa gente. –recitó Luciana provocando la morbosa satisfacción de Luisa.
-Exacto, pichona, vas a ser muy obediente y servicial con ese señor que vendrá dentro de un rato. Vas a hacer y a dejarte hacer todo lo que él te ordene y vas a gozar mucho, perrita.
- Soy una perrita en celo y eso debo ser porque la señora Emilia, la arquitecta Graciela y la doctora Mónica quieren que yo sea una putita muy calentona, una perrita en celo todo el tiempo, para mi placer y para el placer de todos los hombres y mujeres con quienes voy a estar…
La pérfida mucama gozaba al escucharla tan robotizada merced a la impecable tarea de Mónica. Se acercó a ella, le levantó la cara tomándola por la barbilla y se excitó sádicamente al ver esa mirada perdida que expresaba la neblina de un cerebro que ya no era el de un ser humano sino la obra monstruosa de un grupo de perversos del cual ella formaba parte por el muy buen dinero que cobraba, sí, pero también, como la doctora Mónica le había dicho alguna vez, por el goce que eso le deparaba.
Se apartó de la jovencita y mientras se dirigía hacia la puerta le dijo con tono firme:
-Te quedás ahí quietita y esperás al señor. ¿Entendido?
-Entendido… -contestó Luciana con voz apenas audible.
Mientras tanto, en el saloncito, el doctor Máximo R. se despedía de Emilia, que tomándole una mano entre las suyas y con una sonrisa profesional en su rostro le dijo:
-Ha comenzado la noche disfrutando de un excelente escocés, mi querido doctor, y la terminará gozando de un hermoso animalito hembra.
Hasta mañana, mi estimada señora. –dijo el cliente y luego de un movimiento de saludo con la cabeza salió del saloncito. En el pasillo lo esperaba Elba, que lo guió hasta el cuarto donde estaba Luciana.
-Toda suya, doctor. Que la disfrute. –dijo la mujer y el cliente entró en la habitación. Cerro la puerta y se detuvo un momento a mirar a Luciana, que permanecía en la posición ordenada. Respiró hondo y se acercó despacio a la jovencita, que sólo levantó la vista cuando lo tuvo ante ella. El cliente estaba habituado a esas miradas perdidas en los ojos de las prostitutas de Emilia, pero le llamó la atención la belleza de esos ojos enormes y oscuros como la noche que imperaba en esa mente reducida a lo mínimo indispensable.
-Hola, mi tesorito. –saludó el abogado mientras devoraba con la mirada ese bomboncito que iba a disfrutar a fondo.
-Soy una perrita en celo todo el tiempo, una putita muy calentona y eso debo ser, porque eso quierenla SeñoraEmilia, la arquitecta Graciela y la doctora Mónica… Debo ser una putita calentona para mi placer y el placer de todos esos hombres y mujeres con quienes voy a estar todos los días. –recitó Luciana en tono monocorde.
El doctor Máximo R. se quitó el saco mientras sus labios se curvaban en una sonrisa libidinosa y se sentó después junto a la chica, rodeándole los hombros con un brazo. Acercó su rostro despacio al de Luciana y tomándole la barbilla lo puso de frente.
-Linda boca tenés, putita, una linda boca de chupapijas. –le dijo. –Vas a hacer todo lo que yo quiera. ¿Entendido, cachorra?
-Debo ser una chica obediente, señor. –y la respuesta de Luciana excitó al cliente aún más. Sentía que su verga se iba hinchando y endureciendo bajo el calzoncillo y decidió que era tiempo de desvestirse. Se quitó el calzado y luego toda la ropa, con movimiento veloces y nerviosos y por fin exhibió su corpachón peludo ante Luciana, que jamás había visto a un hombre desnudo. Su sensación, porque en su cerebro ya no había ideas, fue de desagrado, pero se impuso la programación a la que estaba sometida por la hipnosis y la droga y entonces no opuso resistencia cuando el hombre la abrazó y comenzó a darle besos baboseados en el cuello, las mejillas, los hombros y los labios para finalmente ordenarle que se desnudara.
Luciana lo hizo sin dejar de mirar ese pene que palpitaba de calentura, duro y erecto, listo para entrar en acción. En el cerebro de la jovencita destellaban ciertos recuerdos traducidos en imágenes: masturbaciones, el muy reciente encuentro sexual con Emilia y la doctora Mónica acariciándola y hablándole del sexo que tendría a diario con hombres y mujeres. Escuchó la orden: -Desnudate, bebé. –y se desvistió mecánicamente para exhibir ante el cliente su cuerpo magnífico.
El abogado había observado el strip tease sentado en el borde de la cama sosteniendo su verga ya erecta y dura con una mano. Su mirada libidinosa recorría lentamente cada parte del cuerpo que iba quedando al descubierto y cuando Luciana estuvo totalmente desnuda le ordenó que girara sobre si misma despacio, muy despacio. La chica lo hizo y entonces el cliente pudo apreciar la magnitud y perfección de su belleza. Se incorporó bufando de calentura y cuando puso ambas manos en las nalgas de su presa ésta dio un saltito hacia delante. El doctor Máximo R la aferró por un brazo.
-¿Qué pasa, tesorito? ¿Tengo que enojarme?
-Tengo miedo. –murmuró Luciana y el abogado advirtió que era el miedo de un animalito ante una amenaza desconocida.
“Claro, nunca estuvo con un hombre.” –pensó. “Es lógico que sienta miedo. Tengo que tratarla con cierta delicadeza para no arruinar el asunto.”
-Tranquila, perrita. –le dijo entonces. -¿De que tenés miedo?
-No sé. –contestó la jovencita con el rostro tenso.
El hombre era un experto en gozar de las chicas de Emilia, aunque ésta, por virgen, era un ejemplar especial que requería de un tratamiento muy cuidadoso. Lo que él quería era cogerla, gozarla sexualmente y para lograr ese objetivo debía tranquilizarla, no mostrarse impaciente y mucho menos violento. Estaba ante un animalito asustado y había que tranquilizarlo y hacer que entrara en confianza. Fue entonces acariciándola suavemente evitando las zonas erógenas hasta que la respiración y la cara su presa le indicaron que el susto inicial había desaparecido. Sintió una morbosa satisfacción por esa primera victoria y estimó que había llegado el momento de pasar a la segunda fase del plan. Llevó entonces despacio una mano hacia los pechos, tan redondos, tan firmes, tan tentadores con esos pezoncitos rosados. Su pija ya semejaba un ariete de cemento mientras sus dedos escalaban una de las tetitas desde su base hasta la cumbre con intenciones de apoderarse del pezón. No hizo falta que lo trabajara demasiado para notarlo duro entre sus dedos. Entonces llevó su otra mano lentamente a la entrepierna de la jovencita, cuya respiración se iba haciendo cada vez más agitada. Cuando la mano llegó a destino sus labios se curvaron en una mueca lasciva al encontrarse con esos jugos que brotaban de la conchita por la cual había pagado una fortuna. Siempre lo había excitado sobremanera cogerse a esos animalitos de Emilia, a esas hembritas sin voluntad ni ideas, despojadas de su ser personas y convertidas en bellos robots de carne y hueso. Introdujo un dedo y escuchó el largo gemido de la jovencita que acompañaba la entrada del invasor. Su otra mano abandonó el juego con el pezón y aferró una de esas nalgas firmes, redondas y duras, y puso en acción al dedo medio en busca del pequeño orificio posterior. Lo violó y mientras introducía el dedo hasta el nudillo se deleitó con el corcovo de su presa, con sus jadeos. Tenía muy en cuenta la total inexperiencia de Luciana y la recomendación de Emilia para que actuara con prudencia por ser éste el estreno de la chica. Ya habría tiempo de allí en adelante para hacerle probar la dureza.
El doctor sintió que era el momento de tumbarse en la cama con la pichona y entonces la derribó en el lecho, donde Luciana cayó de espaldas y así se mantuvo mientras el hombre gordo y peludo se tendía a su lado.
La jovencita miraba con esa mirada perdida el pene erecto y obedeció cuando el hombre le ordenó que lo tomara con una mano. Lo sintió palpitante y en su confusión esperó que ese señor le ordenara qué más debía hacer, porque aunque le gustaba lo que estaba viviendo, su memoria no registraba nada anterior que fuera similar a esa experiencia.
………………
Mientras tanto Emilia, desnuda bajo el camisón de finísima seda, se paseaba nerviosa en su dormitorio, intrigada por lo que estaría ocurriendo en el estreno sexual de Luciana. Por un instante había pensado en llamar a Graciela para invitarla a pasar la noche juntas en la mansión, pero inmediatamente descartó esa posibilidad porque la arquitecta era una hembra que merecía ser atendida sin distracciones y en cambio ella iba a tener la mente puesta en la perrita y su primer cliente.
………………..
-Muy bien, putita… Veo que sos obediente, ahora inclinate, acercá tu carita a mi pene, sin soltarlo.
Y Luciana lo hizo.
-Abrí la boca, bebé. -Ordenó el cliente y la jovencita obedeció.
-Metételo en la boca y empezá a chuparlo. –y Luciana chupó mientras algo parecido a un recuerdo se instalaba en su cerebro. Algo que no era el recuerdo de una experiencia personal pero sí de imágenes que provenían de algún momento del pasado. Después de un primer instante de confusión con eso en la boca, empezó a experimentar una sensación agradable que excitaba su instinto sexual. Su cerebro había sido inhabilitado por la hipnosis y la droga para producir ideas, le habían sido anuladas las nociones de bien y mal y todo sentimientos de culpa, pero en cambio le había sido inducida la entrega total a sus sensaciones y por eso mamaba con gusto ese pene duro y palpitante hasta que cliente lo retiró de su boca y ella quedó respirando agitadamente y los ojos fijos en esa pija, con el deseo de seguir chupándola. Pero el doctor quería probar otro de los agujeros de la putita y entonces le ordenó que se pusiera en cuatro patas. Sabía que en el cajón de la mesita de luz había vaselina, la tomó, abrió el envase y aplicó un poco de la pasta en la entradita de ese hermoso culo que se le ofrecía cual delicioso manjar listo para ser disfrutado. Luego se envaselinó la pija y apoyó la punta en la diminuta entradita. Luciana corcoveó un poco y el doctor, entonces, la aferró por las caderas.
-Quieta, putita, quieta que vas a gozar. –le dijo con un tono firme y enseguida tomó su pene con la mano derecha y comenzó a presionar para introducirlo mientras Luciana, inquieta, no dejaba de mover sus caderas de un lado al otro. Por fin, después de varias embestidas, la pija forzó la entradita y avanzó por el estrechísimo sendero lentamente, notando lo cerrado de ese culo y se infló de satisfacción sabiendo que él era el primer hombre que lo forzaba. Luciana gemía, dolorida, e intentaba corcovear para librarse de ese ariete que la penetraba, pero el doctor la aferraba con fuerza por ambas caderas y impedía conseguir su propósito.
-Quieta, potranca… quieta… -repitió dos o tres veces mientras experimentaba el exquisito goce de ir y venir por tan apretado caminito. Poco a poco, los gemidos de dolor de la jovencita y sus intentos de corcovear se fueron transformando en jadeos y movimientos que acompañaban las embestidas del cliente.
-¿Te està gustando, ¿eh, putita?
-Sí… ¡¡¡Síiiiiiiiiiiiii!!
Y el hombre siguió entonces yendo y viniendo hasta que cuando sintió que no estaba lejos de correrse sacó la pija y sin dilaciones la metió en la concha. De inmediato la punta del glande dio con el himen, el ariete siguió adelante y Luciana sintió como un fuerte y doloroso pinchazo. Gritó y quiso librarse pero el hombre la tomó del pelo con ambos manos y como si estuviese domando a una potranca salvaje la retuvo mientras seguía con lo suyo a favor de que el dolor del pinchazo ya era pasado en la jovencita, que lentamente iba conectándose con el goce de la penetración.
-Ya no sos una virgencita, perra, ahora sos una puta, una reverenda puta a la que de ahora en adelante van a llenar de leche… -le dijo el cliente disfrutando del goce de humillar a la pobrecita, que respondió en tono monocorde: - Soy una putita muy calentona, una perrita en celo todo el tiempo, para mi placer y para el placer de todos los hombres y mujeres con quienes voy a estar…
El doctor sintió una oleada de placer morboso recorriéndolo de pies a cabeza, por fuera y por dentro, al comprender hasta qué punto Emilia y sus métodos de despersonalización habían lavado el cerebro de esa chica a la que él se estaba cogiendo. Fue tal el estímulo de esa comprobación que a partir de allí le bastaron unas pocas embestidas más para explotar en el orgasmo en medio de un largo grito y caer después caer de costado sin importarle lo que ocurría con Luciana, si ella se había corrido o no. Al fin de cuentas las prostitutas de Emilia no eran personas, no eran mujeres sino animales, carne de verga para el goce de la clientela, y si ellas gozaban o no era cosa absolutamente sin importancia. No, Luciana no había llegado al orgasmo y por eso se tendió de espaldas, temblando de deseo insatisfecho y comenzó a masturbarse con la mirada perdida en el cielorraso mientras el cliente iba al cuarto de baño a higienizarse y quitarse la sangre que proveniente de la vagina desvirgada le manchaba el pene. Luego volvió a la cama y sus labios se torcieron en una sonrisa al ver a la jovencita masturbándose.
Se tendió a su lado y dejó que lo envolviera ese agradable sopor que preanunciaba el sueño.
Con el doctor ya dormido, Luciana tuvo su orgasmo, un largo orgasmo que vivió y gozó entre gemidos, jadeos y un temblor que la sacudía de pies a cabeza.
Durante toda la noche el cliente la usó una vez más por sus tres agujeros y Luciana tuvo varios orgasmos y gozó como lo que era, eso en lo que el tratamiento de despersonalización y reducción de su capacidad cerebral la habían convertido: una perra en celo sin conciencia ni censuras racionales.
Como perra en celo, como prostituta sin otra opción, había entregado sin resistencia alguna su virginidad y fue apenas un cuerpo ardiendo de calentura en manos del cliente que, después de un sueño reparador, despertó para volver a echarse sobre su presa. La habitación estaba sumida en una semipenumbra, con sólo una lámpara de pie encendida y en esa semipenumbra Luciana dormitaba cuando el doctor Máximo R la despertó dándole una cachetada no muy fuerte que sobresaltó a la chica. Se sentó en la cama como impulsada por un resorte y el cliente la llevó al baño, miró la sangre que manchaba los muslos de Luciana y le ordenó que la limpiara.
Después la condujo nuevamente a la habitación, hizo que se pusiera en cuatro patas y le dijo: -Abrí la boca y chupámela.
La jovencita obedeció dócilmente y sintió que gozaba con ese pene que se iba poniendo duro dentro de su boca.
-Chupá, putita, chupá. –le exigió el cliente y ella chupó y chupó disfrutando cada vez más de la tarea y cada vez más excitada. De pronto el doctor le sacó esa golosina de la boca y le ordenó:
-Date vuelta, perrita, quiero tu culo.
Luciana giró sobre sus manos y sus rodillas para ofrecer sus nalgas perfectas que la posición agrandaba y sin perder tiempo el doctor Máximo R. dirigió su pene hacia el diminuto y rosado objetivo. Presionó un poco y enseguida hundió todo el pene de un solo envión mientras sujetaba fuertemente a Luciana por las caderas para impedirle que corcoveara. La pobre lanzó un grito de dolor e intentó en un primer momento librarse de aquello que la penetraba tan brutalmente, como si le estuviese desgarrando las entrañas.
-Quieta, potranca, quieta… quieta que ya te va a gustar… -repetía el cliente entre bufidos de placer, y después del primer dolor, a Luciana empezó a gustarle ese ir y venir del pene por dentro de su culo hasta que el cliente lo sacó:
-Quiero acabarte en la boca. –le dijo y la hizo girar otra vez en sentido inverso hasta tenerla de frente. En el cerebro de Luciana sólo había llamaradas de deseo y su cuerpo ardía.
-Abrí el hocico. –le ordenó el doctor Máximo R. Volvió a meterle la pija hasta la garganta y la dejó allí gozando sádicamente de las arcadas de la jovencita, de ver cómo iba ahogándose con eso que le llenaba la boca. Quiso llevarla al límite y entonces le tapó las fosas nasales con el dedo pulgar y el índice de su mano derecha y rió mientras la pobrecita se iba asfixiando y movía con desesperación la cabeza tratando infructuosamente de liberarse. Por fin, el doctor puso término al suplicio y Luciana abrió la boca desmesuradamente para enviar a sus pulmones ese aire que reclamaban después del torturante ahogo. El cliente la dejó respirar en libertad por un momento. Luego le ordenó que abriera la boca.
-Chupá tranquila, perra, que vas a tomar la lechita… -y Luciana chupó hasta que el cliente explotó en el orgasmo y llenó la boca de semen. El primer impulso de la chica fue expulsar esa sustancia de sabor un tanto agrio, pero el doctor se lo impidió tapándole la boca con una mano:
-Ni se te ocurra, putita, vas a tragarte toda mi leche. –le dijo acercando su rostro al de ella, que luego de un inicial movimiento de cabeza tragó una y otra vez hasta la última gota y mientras tragaba, el sabor del semen le iba siendo cada vez menos desagradable.
El movimiento en la habitación cesó del todo a la cinco de la mañana y eran las once cuando Emilia recibía con un café humeante en el saloncito a un muy satisfecho doctor Máximo R.
-Tiene usted una mina de oro en esa perrita, mi estimada señora.
-Lo pasó muy bien, ¿verdad, doctor?
-Más que bien, fue una noche perfecta. Esa chica es la nena más hermosa que me he cogido en toda mi vida. ¡Y qué calentona es! ¡Una verdadera perra en celo!
Emilia sonrió muy complacida:
-Le comento, doctor, que luego del privilegio que usted tuvo de desvirgarla, ya la tengo comprometida por quince noches. El book ha sido un éxito.
-Es que con semejante hembrita no cabía esperar otro resultado, Emilia.
Y siguieron conversando un rato más hasta que el doctor Máximo R. dijo:
-Bien, mi querida señora, debo irme. Me esperan varios asuntos en mi estudio, pero desde ya le digo que me agende otra vez, quiero la noche dieciséis para mí.
-Con gusto, doctor, lo espero entonces esa noche. –dijo Emilia y llamó a Luisa para que acompañara al cliente hasta su automóvil mientras ella marcaba el número telefónico de la arquitecta Graciela en la inmobiliaria.
(Continuará)