El calvario de Luciana (11)

Luisa seguía recuperando la cola de Luciana con aplicaciones de crema mientras el próximo cliente esperaba ansioso darle la mamadera.

Elba se consumía de ansiedad mientras esperaba la hora de ir a la celda de Graciela para obligarla a llamar a su marido. Estaba segura de que iba a oponer resistencia o, cuanto menos, algún reparo y entonces tendría la oportunidad de darle unas buenas bofetadas hasta doblegarla.

Mientras tanto Luisa le practicaba una nueva aplicación de crema a Luciana en sus nalgas, que poco a poco comenzaban a mostrar un mejor aspecto. Se ilusionaba con la promesa de Emilia y la emoción la ganaba cada vez que Luciana decía, a veces con un ronroneo: -Usted me ayuda…

La mucama le aplicaba la crema lentamente, acariciándola, no con intención erótica sino con ternura, procurando que la jovencita disfrutara de sensaciones placenteras.

Por su parte, Emilia recibía en su correo electrónico la respuesta del último de los clientes a los que debió informar respecto del desdichado incidente que la obligaba a dejar fuera de circulación a su putita durante algunos días.

El hombre, un cincuentón, importante empresario del gremio de la carne, le contestaba: “Una pena, estimada, espero que la chica se reponga pronto porque no sabe usted las ganas que tengo de darle la mamadera.”

La proxeneta recordó entonces que efectivamente Víctor W. no usaba a las mujeres sino por la boca y le respondió, sólo por morbo: “Lo comprendo, mi estimado señor, pero me permito sugerirle que sepa contenerse y guarde usted esa mamadera bien repleta para que Luciana beba hasta la última gota. Saludos. Lo veré pronto.”

Por fin llegó el momento en que Elba debía ir a ver a Graciela. El ama de llaves vestía un traje sastre negro, camisa blanca y una corbata azul que le daba un aire masculino acentuado por el pelo cortado a lo varón. Graciela estaba sentada en el borde la cama con expresión preocupada cuando Elba entró y sin más le tendió el celular. Graciela la miró sin comprender.

-Llame a su marido y dígale que hoy se queda a dormir en lo de esa amiga que no está bien.

La esclava tomó el teléfono y miró a Elba a los ojos, sin recordar que eso le estaba prohibido y antes de que pudiese articular palabra recibió una bofetada y una advertencia:

-No vuelva a mirarme a la cara y obedezca o el golpe que le di será sólo el principio.

Graciela se impuso controlarse y después de una pausa para poner en algún orden sus ideas preguntó:

-¿Puedo hablar, señora Elba?

-Hable.

-Es que… por favor, el otro día le conté que mi amiga está mejorando mucho y a lo mejor le suena raro esto… Le ruego que me deje ir… -dijo y debió dominar un sollozo que le cerraba la garganta.

El ama de llaves la escuchó disfrutando sádicamente de su poder sobre la esclava, que mantenía la mirada en el piso, y por fin dijo saboreando cada palabra:

-Imposible, yegua, su Ama ha decidido hacerle pasar la noche aquí y ya sabe que lo que usted quiera o deje de querer no tiene la menor importancia, así que acepte la decisión de la señora y compórtese, a menos que le gusten mis bofetadas y quiera más. –completó el ama de llaves ante la manifiesta desesperación de Graciela.

-Vamos, llame. –la apremió Elba y Graciela lo hizo.

-Hola, querido… Tengo que… que decirte que lamentablemente mi amiga tuvo una recaída… Sí, muy penoso, acaba de… de llamarme rogándome que me quede con ella esta noche… -su voz sonaba ronca, quebrada. –Sí, te aseguro que estoy bien… No, no me pasa nada, es sólo lo preocupada que estoy por ella… Bueno, bueno, está bien… No te preocupes, sí, sí… Yo también te quiero, besos a los chicos y hasta mañana…

Cortó y Elba le sacó el celular de la mano.

-Muy bien, fue una buena perra. A eso de las nueve Luisa le traerá la cena.

-No tengo hambre. –dijo Graciela irreflexivamente y de inmediato el ama de llaves le enderezó la cabeza tomándola del pelo y con la otra mano le dio una nueva bofetada aún más fuerte que la anterior, y al soltarla la pobre cayó de espaldas sobre el camastro con los ojos llenos de lágrimas y la mejilla izquierda enrojecida.

-No se imagina cuánto me excita pegarle. -le dijo Elba mientras abandonaba la celda.

Un instante después estaba ante Emilia en la oficina de la proxeneta.

-¿Y? ¿cómo se comportó?. –quiso saber la proxeneta.

-Me dio la oportunidad de darle un par de buenas cachetadas. –respondió el ama de llaves con una sonrisa malévola. –Pero finalmente llamó al marido.

-Ah, bien. Ocupate, como te dije, de que Luisa le lleve la cena.

-¿Puedo ocuparme yo de eso, señora?

Emilia la miró, intrigada.

-Es que presumo que se va a poner difícil. Me dijo que no quiere comer.

-Mmmmhhhh, entiendo, y vos la vas a obligar, ¿cierto?

-Exactamente, señora. Conmigo, quiera o no, va tener que tragar hasta el último bocado.

-Disfrutás de esto, Elba, ¿eh?

-Mucho, señora. –admitió Elba.

-Yo también, querida, y más porque hace mucho no tenía una esclava. Hace mucho no gozaba de este placer exquisito de ejercer el poder absoluto sobre una hembra. –y al decir esto el rostro de Emilia se crispó.

-¿Me autoriza entonces a que yo me ocupe de la cena de la yegua?

-Sí, Elba, sí, esta bien, ocupate nomás.

-Gracias, señora, ¿puedo retirarme?

Emilia la autorizó con un gesto de su mano y volvió a fijar la atención en la computadora mientras Elba abandonaba la habitación sonriendo

perversamente.

Poco después la proxeneta terminó de ordenar documentos en la computadora y llamó por teléfono a la doctora Mónica.

-Hola, querida, ¿cómo estás? –saludó la médica. -¿Cómo está la niña?

Emilia le contó el incidente con el vejete. –Ahora la tengo a Luisa aplicándole una crema reparadora tres veces por día y según me ha dicho la mucama esa hermosa cola va mejorando. Al viejo le dije que por su culpa deberé tenerla inactiva cinco días y le saqué 5.000 dólares por lucro cesante, jejeje, pero en realidad, según lo que me dice Luisa, creo que con tres días será suficiente. De todas maneras en un rato voy a inspeccionarla y ya veré. Pero ahora decime cuándo considerás necesario un service para comprobar el estado de su mente.

-Mmmhhh, podría ir mañana a la noche, a las 10, ¿te parece bien?

-Me parece muy bien, querida, te espero después de cenar entonces.

-Perfecto, un beso, Emilia.

-Otro, preciosa. –y ambas cortaron la comunicación. Emilia llamó entonces a Luisa y cuando la mucama se hizo presente ambas se dirigieron a la habitación de Luciana, que dormía.

-¿Quiere que la despierte, señora?

Emilia demoró la respuesta mientras miraba a su putita, que boca abajo exhibía sus hermosas piernas, una de ellas semiencogida, la finísima cintura y sus portentosas nalgas muy mejoradas respecto de cómo las había puesto el vejete.

-No, dejala que duerma. Me basta con ver que realmente su culo está mucho mejor. Mañana a la noche sí quiero tenerla despierta. La doctora Mónica va a venir a las 10 para inspeccionarla, así que ocupate de que que cene y a esa hora la tengamos lista. Mientras tanto seguí con la crema.

-Por supuesto, señora. –dijo Luisa y mientras abandonaban la habitación preguntó con tono algo vacilante: -Señora… ¿ya resolvió sobre el pedido que le hice?

-En verdad no todavía, Luisa, pero quedate tranquila que en cuanto decida qué hacer te avisaré inmediatamente.

-Bien, señora, se lo agradezco. –y la mucama se encaminó a las dependencias de servicio mientras Emilia volvía a considerar el tema que le había planteado Luisa.

“Es verdad lo que dice: esta chica es una mina de oro, la más valiosa de todas las infelices que he tenido. ¿Por qué no seguir explotándola yo en lugar de venderla y que la arruinen en ese prostíbulo de cuarta?... En fin, ya veré…” –se dijo y miró la hora: las nueve de la noche.

En ese momento Elba estaba en la amplia cocina de la mansión ocupada en preparar la cena de Graciela, por cierto una cena muy especial. Alimento para perros con sabor a pollo mezclado con un poco de arroz. Puso esa mescolanza en un recipiente de plástico y vertió agua en otro similar, tomó ambos y sonriendo se encaminó al sector de celdas. Graciela estaba echada en el camastro, semidormida, cuando el ama de llaves entró. El ruido de la llave en la puerta de metal hizo se disipara esa niebla del sueño que había comenzado a invadir su mente. Con alguna dificultad se sentó en el borde del camastro, evitando mirar a Elba a la cara.

-Su cena. –dijo el ama de llaves y depositó ambos recipientes en el piso. Graciela miró lo que había en uno de ellos y su rostro se contrajo en una mueca de dolorido asombro al advertir de qué se trataba. Tenía un perro y sabía perfectamente que aquello era comida para canes. Su respiración se hizo agitada, dificultosa por la enorme tensión que sentía.

“No puedo estar viviendo esto, Dios mío. ¿Dónde está el límite de mi perversión?”, se preguntó dándose cuenta, aterrada, de que por un lado era una enorme angustia lo que sentía, pero a la vez estaba excitada, muy excitada por la humillación extrema a la que Elba la sometía.

-En cuatro patas. –le ordenó el ama de llaves, y ella, trascendida por completo en su voluntad e incluso en su conciencia, obedeció.

-Coma. –fue la orden siguiente. –Y no quiero ver ni el más mínimo resto en ese recipiente, ¿entendió?

-Sí, señora Elba. Respondió en un susurro, tragó saliva, cerró los ojos y fue acercando su rostro lentamente al comedero, hasta notar en sus labios la textura del alimento. Volvió a tragar saliva  y recogió un poco entre los dientes, algo de arroz y de lo otro. Trató de no pensar, masticó un poco y pudo notar, con alivio, que no era tan malo ese alimento, esos trocitos con cierto sabor a pollo o algo así. Elba, de pie ante ella, la observaba en silencio con profundo y morboso placer. De vez en cuando, Graciela sorbía un poco de agua del otro recipiente y volvía a comer, motivada por la velada amenaza del ama de llaves. No tenía hambre y mucho menos de ese menjunje, pero debía comerlo porque se lo habían ordenado. Por fin, después de un gran esfuerzo, pudo terminar la ración y permaneció en silencio, sin moverse hasta que escuchó la voz de Elba:

-Paresé.

Algo se activó en su cerebro y adoptó entonces la posición que le había sido enseñada: la cabeza gacha, las manos en la nuca y las piernas juntas.

Sintió que el ama de llaves le tomaba la barbilla entre sus dedos para enderezarle la cabeza y cerró los ojos, porque no debía mirarla.

Escuchó la risita de Elba, que dijo:

.-Está asquerosa con el hocico enchastrado de comida. Limpiesé con la mano, perra.

Graciela obedeció mientras la tensión interior, que era cada vez más intensa, le llenaba los ojos de lágrimas. Sintió que un sollozo le subía a la garganta y trató de contenerse, pero le fue imposible.

-Sin escenitas, esclava. –dijo el ama de llaves. –Recoja sus recipientes y démelos.

Graciela se agachó, tomó ambos recipientes y los puso en manos de Elba, que luego de echarle una última y lujuriosa mirada salió de la celda, cerró la puerta con doble vuelta de llave y dejó a Graciela en angustiosa soledad. Segundos después la luz que provenía de una lamparita colgando del techo se apagó cuando Elba accionó el interruptor ubicado en el pasillo y la oscuridad incrementó el padecimiento sicológico de la esclava. Se tendió entonces en el camastro boca abajo y dio rienda suelta al llanto mientras rogaba que llegara el sueño, única forma de liberarse de aquello tan intenso y contradictorio que estaba sintiendo.

……………..

Eran las once de la mañana del día siguiente cuando Elba entraba a la oficina de Emilia, que revisaba unos papeles.

El ama de llaves ocupó una silla frente al escritorio luego de pedir permiso respetuosamente y dijo:

-En el celular de la yegua hay como seis llamadas perdidas del marido, todas de esta mañana, y un mensaje de voz.

-Mmhhhhh, pobrecito, cómo debe extrañar a su mujer… -fingió compadecerse la proxeneta. –y pregunto: -Qué dice en ese mensaje de voz?

-Le pregunta qué pasa que no ha vuelto todavía, que por qué no lo ha llamado. Es de hace media hora.

Emilia movió la cabeza de un lado al otro varias veces:

-Pobre imbécil, si supiera en las que anda su mujercita… y en las que andará. --y soltó una risa que a Elba, aun con lo malvada que era, le sonó siniestra.

-Mmmhhhhh, me atrevo a suponer que tiene planes para la señora arquitecta. –dijo sintiéndose invadida el morbo y con alguna esperanza de que la jefa se los contara.

Emilia la miró a los ojos, sonrió y le dijo:

-Lo vas a saber en su momento, Elba. Ahora andá a encargarte de la yegua antes de que la deje ir. Hacé que se dé una ducha, que se vista y me la traés.

-Bien, señora. –dijo el ama de llaves y se retiró para cumplir con las instrucciones.

Tomó de la sala de juegos la ropa, los zapatos y la cartera de Graciela y se encaminó a la celda. La esclava se hallaba tendida en el camastro y se incorporó prestamente al oír el sonido de la llave girando en la cerradura. Estaba de pie en la posición correcta, la cabeza gacha, las piernas juntas y las manos en la nuca cuando Elba le dijo con ese tono duro que empleaba siempre con ella:

-Sígame, va a tomar una ducha.

Sin levantar la cabeza, Graciela pudo sin embargo ver que el ama de llaves tenía su ropa y dedujo entonces que había llegado el momento en que la dejarían irse de la mansión. Pensó en su marido, en sus hijos y en su empresa y siguió dócilmente a Elba hasta las duchas. El ama de llaves la empujó adentro de uno los estrechos cubículos y no dejó de mirarla de arriba abajo durante la ducha.

“¡Cómo me calienta esta hija de puta!” se dijo mientras la tomaba de un brazo para sacarla del cubículo una vez que Graciela se hubo secado.

-Vistasé. –le ordenó y dejó en el piso la ropa, la cartera y el calzado. Cuando Graciela terminó de hacerlo le dijo: -Sigamé. La señora la espera.

“La señora…” repitió la esclava para si misma y sintió de pronto un intenso deseo de ver a su Ama.

-Dejanos solas, Elba. –dijo Emilia cuando tuvo ante ella a una Graciela demacrada y ojerosa por la noche de insomnio. La proxeneta estaba sentada a su escritorio, con la esclava de pie, las piernas juntas, las manos en la cabeza y la mirada en el piso.

-Bueno, perra, ahora a casita. –le dijo.

-¿Puedo hablar, Ama?...

-Puedo ladrar, habrás querido decir.

-Sí, Ama, ¿puedo ladrar? –repitió notando que se iba degradando cada vez más y que nada haría para impedirlo.

-Ladrá, perra. –la autorizó Emilia.

-Ama, ¿cuándo… cuándo vuelvo aquí?... –preguntó en un susurro.

Emilia demoró la respuesta sabiendo que eso ponía muy ansiosa a su esclava y por fin dijo:

-No lo sé, supongo que cuando me den ganas de volver a tenerte.

-Ama… no… no puedo vivir sin usted…

-Lo sé. Sé que siempre fuiste una perra, una miserable y puta sierva a la espera de que alguien te descubriera tu esencia. Y ese alguien soy yo.

-Es verdad, Ama… Nunca he sido más yo que ahora…

-¿Qué estás esperando entonces para agradecérmelo, miserable puta?...

-Gracias, Ama, se lo agradezco con todo mi ser…

Emilia se puso de pie, rodeó el escritorio y se plantó ante Graciela, le ordenó que se pusiera en cuatro patas y le dijo:

-Lamé mis zapatos, perra callejera.

Graciela respiró hondo, cada vez más excitada y mientras advertía que había comenzado a mojarse acercó su rostro a los pies de su Ama y comenzó a lamer uno de sus zapatos, negros y de altísimos tacos.

Mientras lamía fue como si su conciencia se disolviera en un pozo negro. Perdió la noción de si misma, aun de su condición de esclava de Emilia y sólo fue su lengua lamiendo esos zapatos.

Al cabo de un momento Emilia ordenó:

-Basta. Ahora arrodillate. –y cuando la tuvo en esa posición dijo:

-Voy a someterte a un test de identidad, sierva.

Graciela no entendió hasta que Emilia, de pie ante ella, dijo:

-¿Qué sos?

La esclava dudó un momento sobre el sentido de la pregunta, pero luego dijo convencida:

-Una esclava, su esclava, Ama, y todo lo que usted quiera que yo sea.

-Entonces, ¿no sos una empresaria?

Ya segura de lo que sentía dijo sin vacilar:

-No, Ama, ésa no es mi esencia.

-¿Tampoco sos una esposa?

-No, Ama, tampoco ésa es mi esencia.

-Pero supongo que sos una madre, ¿verdad?, la madre de esos dos hijos que tenés. –dijo la proxeneta con  un dejo de desprecio en la voz.

-Sí, Ama, soy una madre esclava…

Emilia pensó que la respuesta había sido perfecta. No esperaba que la yegua abjurara de su condición de madre, pero se había definido como una madre esclava y eso era realmente notable. La miró a sus pies, de rodillas, en postura de sumisión, totalmente entregada, Miró su hermosa cabellera rojiza, con esos rulos que la hacían tan sensual, y se felicitó de haber atrapado a tan valiosa presa.

-Bueno, listo, ya veo que sabés perfectamente cuál es tu identidad.

Graciela supo que no debía decir nada.

-Andáte. -ordenó Emilia y ella entonces preguntó mientras tomaba su cartera del piso:

-¿Puedo hablar, mi señora?

La proxeneta sonrió al oírse llamar de esa manera y autorizó a la esclava, que dijo:

-Espero que… que no pase mucho tiempo hasta que usted me convoque, Ama… Cada día sin usted es muy duro para mí…

-Será cuando yo lo decida, perra callejera y puta. Y ahora andate de una buena vez.

-Sí, ama… -dijo Graciela con tono dolido y salió de la oficina rumbo a su automóvil sintiendo que la angustia la oprimía al ignorar cuando volvería a ver a su dueña absoluta.

Una vez de regreso en su casa le resultó un suplicio la escena que le montó su marido, que estaba a punto de irse al trabajo, y logró apenas contenerse y no estallar en un ataque de nervios. Sus hijos no estaban y eso le facilitó las cosas. En determinado momento dejó al hombre con la palabra en la boca, fue hasta el dormitorio, se desnudó y se metió rápidamente en el baño para tomar una ducha. Estaba bajo el agua caliente y reparadora cuando su marido le dijo al otro lado de la puerta:

-Me voy a trabajar. A la noche hablaremos.

-¿Para qué hablar?. –dijo Graciela en voz baja. De pronto se permitió tomar conciencia de algo que venía perturbándola desde hacía algún tiempo y que ella venía tratando de ocultarse a si misma: había dejado de amar a su marido, ya nada la unía a él, ya no le importaba ese hombre; sólo sus hijos y su Ama tenían sentido para ella, su empresa era un muy buen medio de vida y nada más; pero ella, como le había dicho a su dueña, era esencialmente una madre esclava y le pertenecía por completo a Emilia.

…………..

Y a la noche, en la intimidad del dormitorio luego de la cena familiar que había transcurrido en un clima tenso, su marido le dijo: -Estás rara desde hace algún tiempo, Graciela. No sé qué te pasa pero me preocupa.

Ella permaneció en silencio, con un cúmulo de pensamientos girando vertiginosamente en su cerebro, aturdiéndola, y con sensaciones intensas que la estremecían, hasta que por fin, decidida a romper con esa vida de simulación que, de continuar, pondría en peligro a su equilibrio mental, a su sistema nervioso:

-Quiero el divorcio, Enrique.

-¡¡¡¿Qué?!!! ¡¡¡¿Estás loca?!!!

-No grites, por los chicos.

La conversación siguió un rato más, con Graciela tranquila y firme en su decisión y el hombre sin entender la conducta de su esposa, mascullando interrogantes que ella respondía una y otra vez con el mismo argumento expresado de distintas formas:

-Traté de ignorarlo, Enrique, durante bastante tiempo últimamente, pero es inútil, ya… ya no te amo, ya… ya no hay amor…

Él insistía desconcertado por lo repentino y brutal de la confesión, hasta que por fin, agotado, dijo:

-Estamos cansados, Grace… Es eso… Mucho trabajo... tensiones, es eso… Ahora vamos a dormir y mañana estaremos más tranquilos…

Graciela escuchó aliviada la propuesta, tomó el somnífero al que recurría en situaciones especiales y poco después comenzaba a sumirse en las brumas del sueño pensando en su Ama, en la mansión, en Elba, en la sala de juegos, en esa celda.

Al día siguiente, cuando despertó su marido ya había salido dejándole una nota en la cama: “Tranquila Grace, esta noche hablamos.”

Graciela tomó la nota, la rompió en trozos muy pequeños, la llevó con ella al cuarto de bañó y la hizo desaparecer en el inodoro.

Se sentía liberada después de esa charla con su marido y de buen ánimo tomó su ducha, se cambió, desayunó y salió hacia la inmobiliaria.

-Buen día, arquitecta. –la saludó Rolando. –Seguimos sin noticias de Luciana, ¿no?

Se sobresaltó ante la pregunta y tratando de recomponerse contestó sin detener la marcha hacia su oficina:

-Sí, sí, lamentablemente… ¿Vos no atendiste acá ningún llamado de la comisaría?

-No, arquitecta, no.

-Bueno, no perdamos la fe. –dijo mientras entraba a la oficina. Ya sentada a su escritorio escuchó que Rolando le decía:

-Es que ¿sabe una cosa, arquitecta?, está este asunto de la trata, no sé…

Se estremeció ante el comentario y respondió casi gritando:

-¡Ay, Rolando, por favor!

-No sé, arquitecta, no sé qué pensar.

-Bueno, tengo que ver varios asuntos. –dijo dando por terminada la inquietante conversación que la había hecho pensar nuevamente en Luciana.

“Deben estar dándole con todo.”–se dijo y al recordarla sintió deseos de ella y pensó en pedirle a Emilia que volvieran ambas a tener una sesión de sexo con la pajarita. Minutos después marcaba el número del celular de Emilia, ansiosa por contarle la charla con su marido, pero estaba el contestador y la voz de su Ama diciendo con ese tono majestuoso que tan bien conocía. Señora Emilia.

-Ama, tengo que contarle algo muy importante… -dijo agitada. –La llamo más tarde ya que no puedo pedirle que me llame porque eso sería una insolencia de mi parte. Un beso de su esclava, de su perra, de su yegua.

No hubo llamado de su Ama en todo el día, a pesar de que ella había insistido con el mismo mensaje y eso la sumió en la desazón y la ansiedad. A las siete de la tarde tomó una decisión trascendental: llamó a sus hijos y les comunicó lo que había decidido respecto del divorcio. Ambos jóvenes, Lorena, de 17 años, y Manuel, de 20, coincidieron en que semejante cuestión debía ser tratada personalmente y acordaron reunirse esa misma noche, a las nueve, en cierto bar que los tres conocían.

Se encontraron y cuando Graciela les explicó el motivo de su decisión Lorena dijo:

-Mamá, ¿es eso?, ¿no hay otro hombre?

Manuel se sumó a la pregunta y ella contestó sabiendo que no mentía:

-No, chicos, les juro que no hay otro hombre.

Hubo más preguntas, comentarios y finalmente tanto Lorena como Manuel le expresaron su comprensión, aunque aclarándoles que sentían un gran dolor por ese final.

Manuel quiso saber qué pasaría en la práctica con ellos, con el departamento y las otras propiedades. Les contestó que ellos tendrían todo el derecho de elegir con quien vivir y que sobre el departamento y las otras cuatro propiedades que estaban alquiladas ya se discutiría con Enrique.

En ese momento sonó su celular y se estremeció imaginando que era Emilia.

-Murmuró un tembloroso “hola”, pero del otro lado le llegó la voz de su marido.

-Estoy con los chicos explicándoles. –dijo. –En un rato vamos para casa. –y cortó la comunicación.

……………

Media hora más tarde, exactamente a las diez de la noche, la doctor Mónica estaba acompañada por Emilia ante Luciana en la habitación de la jovencita. La proxeneta había examinado la cola de su putita, satisfecha por la notoria recuperación que mostraba esa portentosa grupa.

-En dos días ya está lista. –dictaminó la médica.

-Bien, lo voy a llamar al cliente para que se ponga contento. –dijo Emilia. -Y ahora a lo tuyo, Mónica.

-Bueno, preciosura mía. –dijo la doctora mientras tomaba una mano de Luciana entre las suyas. La chica estaba recostada en la cama, de espaldas, y al sentir el contacto dirigió hacia la visitante sus ojos que siempre estaban como detrás de cierta niebla, la misma que invadía su cerebro y lo mantenía reducido al mínimo imprescindible, por el tratamiento hipnótico y por la droga que se le seguía suministrando diariamente. La mèdica extrajo el péndulo de su cartera, comenzó a moverlo ante el rostro de Luciana y ordenó:

-Seguí con la mirada este movimiento, queridita.

Luego comenzó a inducirla al sueño hipnótico y muy poco después la chica estaba en un trance profundo.

-¿Te estás portando bien, Lucianita? –preguntó la médica.

-Me porto bien porque tengo que portarme bien y ser obediente. –contestó la jovencita en un  tono monocorde.

-Bien, muy bien, mi chiquita. Y ahora decime, ¿tenés familia? ¿papá, mamá?

Luciana frunció el ceño, como tratando de recordar, y finalmente dijo:

-No sé…

-Perfecto. –aprobó Mónica y siguió inspeccionando la mente de Luciana.

-¿Quién es la señora Emilia?

-Ella me ayuda…

-Muy bien, bomboncito, ¿y quién es Luisa?

-Luisa me ayuda…

-Y ahora vamos a ver, Decime quien es Graciela.

Luciana no contestó inmediatamente, Volvió a fruncir el ceño y finalmente dijo:

-Yo… yo trabajaba con ella y la arquitecta me ayuda…

La doctora y Emilia se miraron y la proxeneta hizo una seña con el dedo pulgar hacia abajo. Entonces Mónica dijo:

-Eso ha cambiado, Luli, ¿sabés una cosa?, la arquitecta no ha vuelto por aquí, pero no debés preocuparte porque no la necesitás. Con los cuidados que te brindan la señora Emilia y Luisa y también yo te es suficiente. ¿Entendiste, perrita linda?

-Sí, no debo preocuparme por la arquitecta Graciela… Con los cuidados que me dan la señora Emilia, Luisa y usted me es suficiente…

-Me alegra mucho que lo comprendas, nena… Y ahora contame, ¿estás teniendo sexo, ¿verdad? –preguntó la médica, que seguía reteniendo una mano de la jovencita entre las suyas.

-Sí… soy una perrita en celo para mí placer y el placer de los hombres y mujeres con los que estoy…

-Y sentís mucho placer, perrita en celo? –y al hacer la pregunta, la médica comenzó a acariciar con su otra mano  los pezones de Luciana, que casi de inmediato se pusieron duros y erectos.

Luciana exhaló un largo suspiro que provocó sonrisas de satisfacción en la doctora y en Emilia y dijo:

-Sí… sí, doctora… mucho placer… y volvió a suspirar mientras los dedos de Mónica seguían jugueteando con sus pezones.

-Su mente está perfecta. Te das cuenta, me imagino. –dijo la doctora dirigiéndose a Emilia.

-Se ve a las claras. Pero decime, si interrumpiéramos tu tratamiento hipnótico y dejáramos de suministrarle la droga, ¿su cerebro se recuperaría?

-No, la droga ya le ha quitado toda posibilidad de que vuelva a ser un cerebro normal. Y en cuanto a la hipnosis, es necesario seguir practicándosela para que mantenga las consignas que he introducido en su mente. Si interrumpiéramos las sesiones de hipnosis, en alrededor de una semana su mente se oscurecería totalmente y estaría perdida por completo.

-Entiendo. –dijo Emilia. –Vámonos, ya cenó y ahora vendrá Luisa a darle la pastilla.

Ambas abandonaron la habitación y mientras iban camino al saloncito la doctora preguntó:

-¿Qué es eso de que la arquitecta desapareció?

Emilia rió entre dientes y dijo:

-No, querida, no desapareció sino que la esclavicé, es mi perra ahora. Aproveché la pasión increíble que siente por mí y la inicié en la esclavitud.

-Es decir que volviste a las andadas. –dijo la médica sonriendo.

-Así es, ya llevaba demasiado tiempo sin gozar de estos placeres y esta estúpida con sus tonterías de enamorada me ha venido como anillo al dedo.

-Tu crueldad me fascina, Emilia, tengo que admitirlo.

-Creeme que a mí también me fascina mi crueldad, mi absoluta falta de escrúpulos, que son condiciones imprescindibles para ir adelante en la vida.

(Continuará)