El calvario de Luciana (10)
Luisa sorprende a Emilia con una pedido sobre Luciana mientras la proxeneta sigue tejiendo sui tela de araña en torno de Graciela.
Desnuda, arrodillada, con los ojos vendados y las manos en la cabeza, Graciela iba perdiendo la noción del tiempo mientras el dolor en sus rodillas se acentuaba. Había sido largo el desplazamiento en cuatro patas y ahora el peso de su cuerpo sobre las rodillas incrementaba el padecimiento. Pero Elba le había dado una orden y era conveniente no desobedecerla. Sin embargo, llegó un momento en que no pudo más y entonces apoyó sus nalgas en los talones. De pronto, en medio del silencio espeso, sobrecogedor, experimentó en la mejilla izquierda ese impacto que conocía muy bien: el impacto de una bofetada. El golpe la hizo tambalear. Sintió que la tomaban del pelo y escuchó la voz de Emilia:
-Sacale la venda.
Cuando Elba lo hizo la esclava vio a Emilia frente a ella, imponente en su estatura, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, escrutándola con mirada severa.
-¿Qué orden se te había dado, perra desobediente?
-Que… que esperara de rodillas y con… con las manos en la cabeza…
-¿Arrodillada de qué forma? –insistió Emilia.
Graciela tragó saliva y contestó:
-Sin apoyar las nalgas en los talones.
-Ah, muy bien. ¿Y cómo estabas cuando llegamos, grandísima indisciplinada?
El tono de Emilia hizo que se estremeciera mientras Elba la mantenía firmemente sujeta del pelo, arrodillada como ambas mujeres pretendían, sin apoyar el culo en los talones. Sentía miedo, dolor en las rodillas y excitación.
-¡Conteste! -la apremió el ama de llaves tirando de su cabellera.
-Estaba con las nalgas apoyadas en mis talones. –admitió Graciela en un susurro mientras luchaba por mantener su mirada en el piso cuando en realidad deseaba mirar a Emilia, a esa mujer extraordinaria que la tenía seducida por completo, que se había apoderado totalmente de ella, de su voluntad, de todo su ser.
-Soltala, Elba. Parate, puta. –Ordenó la proxeneta.
Y cuando Graciela estuvo de pie volvió a cruzarle el rostro de una cachetada y enseguida fueron dos más.
-Las manos en la nuca. –le ordenó.
-Cabeza gacha. –y Graciela obedeció inmediatamente.
-Las piernas juntas. –y la esclava juntó sus piernas, que temblaban como todo su cuerpo.
A sus espaldas, Elba luchaba contra la tentación de sobar ese hermoso culo redondo, blanco y tan firme todavía.
-Así vas a estar siempre en mi presencia y ante Elba cuando te tengamos de pie, ¿entendido, puta?
-Sí, Ama.
-Y cuando estés sentada prohibido cruzar las piernas, las rodillas un poco separadas, las palmas de las manos en los muslos y la cabeza gacha. ¿Está claro?
-Sí, Ama.
-Cuando camines, vas a hacerlo lentamente, con la cabeza gacha y las manos en la nuca.
-Sí, Ama.
Entonces Emilia le enderezó la cabeza y le pegó una bofetada.
-Hablaste sin permiso, perra estúpida.
Graciela sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas por la violencia del golpe y estuvo a punto de pedir perdón, pero se contuvo al comprender que eso hubiera significado hablar nuevamente sin autorización.
-Cuando se te ordene que te arrodilles nunca apoyes el culo en los talones y siempre las manos en la nuca. ¿Entendido, esclava?
-Sí… sí, Ama… -contestó Graciela con voz apenas audible y sintiendo que su excitación aumentaba.
-A ver que tan claro está, perra. Elba, tomale examen. –dispuso Emilia y el ama de llaves preguntó:
-¿Cómo debe estar cuando la tengamos de pie?
-Con las piernas juntas, la cabeza gacha y las manos en la nuca…
-¿Cómo debe sentarse?
-Sin cruzar las piernas, con… con la cabeza gacha, las rodillas algo separadas y las palmas de las manos sobre los muslos…
-¿Cómo tiene que caminar?
-Despacio, con la cabeza gacha y las manos en la nuca…
Mientras respondía, Graciela iba sintiendo que ya no era la que siempre había sido, ya no era la arquitecta, la empresaria, la esposa, la madre de familia. Era otra, otra reciente, otra que acababa de nacer, era la esclava Graciela, la perra Graciela, la yegua Graciela, era todo lo que su Ama quisiera que fuese. Sentía que su lugar en el mundo era la mansión y la única actitud posible para sentirse plena era la obediencia, la entrega total a Emilia.
-¿Puede hablar sin permiso? –siguió Elba.
-No, señora Elba.
-¿Puede mirarnos a la cara a la señora Emilia y a mí?
No, señora Elba.
Entonces intervino Emilia.
-Arrodillate, puta. –ordenó y cuando Graciela estuvo en esa posición le dijo:
-Aprendés rápido y eso me gusta. –la esclava estuvo a punto de agradecer, pero se contuvo y luego de una brevísima pausa Emilia continuó:
-Voy a darte la última oportunidad de volver a tu vida anterior, de ser otra vez una mujer libre.
Graciela sintió que los latidos de su corazón se aceleraban y se mordió el labio inferior en ansiosa espera de lo que su Ama iba a decirle.
-Si elegís recuperar la libertad te vas ahora mismo de aquí y no nos vemos nunca más.
Graciela imaginó esa situación y fue tal su angustia que tuvo que respirar hondo varias veces para tranquilizarse. Emilia se dio cuenta de lo que su presa estaba sintiendo e intercambió una mirada cómplice con el ama de llaves.
-Bueno. –siguió la proxeneta. –Hablá, arquitecta. ¿Elegís volver a ser libre o estás dispuesta a seguir adelante con tu esclavización?
Graciela tragó salida. Esas dos palabras, arquitecta y esclavización, habían resonado con fuerza en su mente. Eran la alternativa que sólo ella podía resolver. Sabía que Emilia no estaba trampeando y que si elegía la libertad iba a poder irse de la mansión para siempre sin que nadie se lo impidiera. Volvía a escuchar las palabras de Emilia una y otra vez. Su conciencia las procesaba y finalmente dijo: -Elijo mi esclavización, Ama. Ya no podría vivir como una mujer libre. No puedo vivir sin usted, mi amada señora. Todos los días, cuando me despierto, lo primero que siento es el deseo de que usted me convoque, que me ordene venir y cuando siento eso me veo echada a sus pies como una perra y lamiendo sus zapatos.
Emilia respiraba hondo y fuerte mientras la escuchaba. Ya era suya. Ese animal hembra de la especie humana de cabello rojizo, piel muy blanca y cuerpo apetecible en su madurez ya le pertenecía por completo y podría hacer con ella lo que se le antojara. Entonces en su mente comenzó a tomar cuerpo una idea malvada. Disfrutó un instante de lo que acababa de ocurrírsele y mientras sus labios dibujaban una sonrisa perversa decidió que debía castigar a su yegua por haber desobedecido una orden.
-Elba, ponela en el caballete. –ordenó y recién entonces Graciela se dio cuenta del nuevo instrumento de castigo que Emilia había instalado en la sala de juegos. La fuerte tensión que sentía le había impedido advertirlo antes. Era un caballete de madera oscura que tenía en su parte superior un acolchado recubierto de cuero negro y en el extremo inferior de cada una de sus patas, un aro de metal que se abría y cerraba con una pequeña llavecita.
Elba la puso de pie tirándole con rudeza del pelo y sin soltarla la llevó hasta el caballete, la inclinó sobre el acolchado y le sujetó después con los grilletes las muñecas y los tobillos, mientras Emilia contemplaba la escena con mirada caliente.
-Vendale los ojos. –ordenó y el ama de llaves volvió a cubrir con el trozo de tela negra los ojos de la esclava, cuya respiración se hacía cada vez más agitada.
Emilia llamó a Elba con una seña y cuando la tuvo a su lado le dijo en vos muy baja, para evitar que Graciela escuchara:
-Vamos a azotarla entre las dos, una a cada lado le daremos por turno en las nalgas y los muslos, vos con la fusta, yo con la vara, pero no le vamos a dar muy fuerte porque quiero terminar de hacerla adicta a los azotes y para eso el placer debe ser mayor que el dolor; entre ambas sensaciones tiene que haber una proporción adecuada. ¿Entendés, Elba?
-Entiendo perfectamente, señora, no se preocupe. –respondió el ama de llaves mientras miraba codiciosamente las nalgas indefensas de Graciela, sus hermosos muslos blancos y bien torneados.
Emilia sonrió complacida.
-Bueno, a lo nuestro entonces y seguida de Elba fue hacia el estante donde estaban los instrumentos de azotar. Tomó la vara, Elba se hizo de la fusta y ambas se ubicaron en la posición justa para empezar con el castigo. Emilia a la izquierda de la esclava, Elba a la derecha fue la primera en golpear para que el ama de llaves imitara la fuerza del azote. El varillazo cayó sobre ambas nalgas y Graciela emitió un gemido y enseguida otro al sentir el fustazo en su nalga derecha. Así siguieron las tres, vinculadas por un juego erótico de altísimo voltaje que las tenía mojadas y respirando agitadamente, con Graciela jadeando y gimiendo a cada azote, algunos en las nalgas, otros en sus muslos, mientras sentía que su vagina era una catarata de flujo. Algo así intuyó Emilia y entonces hizo una seña a Elba y ambas detuvieron la azotaína. Emilia le ordenó a Graciela que abriera la boca y le metió la vara entre los dientes:
-Sujetala. –le ordenó y se colocó después detrás de la esclava, buscó la concha e introdujo dos dedos, hurgó un poco en la mojada cavidad y lanzó después una carcajada hiriente:
-¡Sos muy puta! –le gritó insultante a Graciela dándole un chirlo. Rodeó después el caballete, le quitó la vara de la boca y repitió inclinándose hacia ella, con la cara muy cerca del rostro de su esclava:
-Sos muy puta, sos un animal en celo.
Graciela permaneció en silencio, sabiendo que no podía hablar sin permiso, aunque hubiera querido gritar que su Ama tenía razón, que ella no era más que un animal hembra en celo permanente que le provocaba su adorada Ama Emilia. Jadeaba en silencio y Emilia la miraba complacida y cada vez más excitada por el alto nivel de dominación que estaba logrando sobre su presa.
-¿Me equivoco, yegua puta?
La pregunta era un permiso para hablar y entonces dijo:
-No… No, Ama, no se equivoca… Soy una puta siempre en celo, pero porque usted ha hecho esto de mí, usted me ha convertido en lo que soy, Ama…
-Mmhhhhhh, bien… Muy bien, y ahora decime, puta Graciela, ¿alguna vez te sentiste tan caliente con tu marido? ¿alguna vez tu maridito te hizo arder como ardés conmigo? ¿alguna vez tu concha chorreó tanto con él como chorrea conmigo?
Graciela sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas bajo la venda, por la dolorosa realidad que Emilia le develaba con sus preguntas:
-No, Ama… nunca sentí con mi marido lo que usted me hace sentir…
-¿Y si yo decidiera echarte a la calle ahora mismo y no quisiera saber nada más de vos?
Graciela se revolvió inmovilizada en sus grilletes, presa de la angustia:
-¡No, Ama, nooooooooooooooo!...
-Vamos, perra, no dramatices, seguramente retomarías tu vida normal de esposa y madre de familia, de empresaria exitosa y ya que descubriste el encanto del sexo lésbico te pondrías a seducir a alguna hembrita de vez en cuando.
-Por favor, Ama, no siga torturándome así… Por favor… -suplicó Graciela con los ojos arrasados en lágrimas bajo la venda que los cubría.
Emilia y Elba intercambiaron una mirada cómplice y la proxeneta siguió hablándole a Graciela:
-A ver si nos entendemos, yegua, yo te hago lo que se me antoja. Vos pudiste elegir volver a ser libre, pero perdiste esa última oportunidad que te di y ahora, a partir de ahora, vas a atenerte a las consecuencias. Te voy a convertir en una esclava total, vas a ser mi objeto de placer, Graciela.
-¿Puedo decir algo, Ama?
-Adelante, te autorizo. –concedió Emilia y entonces Graciela dijo con voz algo enronquecida por la emoción:
-Nada deseo más que eso, mi adorada señora, ser su esclava total, un objeto para que usted goce, Ama. Nada me haría más feliz.
Al escuchar a la esclava, Emilia y Elba volvieron a dirigirse una mirada malévola. El ama de llaves ignoraba lo que su patrona planeaba, pero curiosamente, sin saberlo, comenzó en ese momento a tener la misma idea.
Emilia seguía inclinada sobre Graciela, con el rostro casi pegado al de su presa. Unió sus labios a los de su esclava, que inmediatamente abrió los suyos y ambas bocas se fundieron en un beso ardiente y largo, casi interminable. Elba, sin poder contenerse, metió dos dedos en la vagina chorreante de Graciela, que corcoveó por la sorpresa y Emilia, al darse cuenta, alentó a su ama de llaves:
-Bien, Elba, muy bien… -y mientras Elba agradecía la licencia, la proxeneta se sumó estimulando con su dedo el clítoris de Graciela, que de inmediato comenzó a gemir y a jadear cada vez más fuerte mientras ambas mujeres la cubrían de insultos. Finalmente la esclava estalló en un violento y prolongado orgasmo. Emilia dijo entonces:
-Elba tiene sus dedos empapados de tus flujos de perra puta y vas a limpiárselos. ¡Abrí el hocico!
-Si, Ama… -murmuró Graciela y entonces Elba le metió en la boca los dedos con los que acababa de masturbarla y le ordenó:
-Vamos, límpiemelos. –y Graciela chupó y lamió, primero con algo de asco y enseguida dejándose ganar por el goce que le producía ser humillada de semejante manera, y cuando el ama de llaves le quitó sus dedos de la boca Emilia le indicó que la sacara del caballete.
-Esta perra va a pagar el placer que le dimos. –dijo. –Vamos a mi dormitorio.
…………..
Mientras tanto, Luisa estaba dedicada a una nueva aplicación de crema en la maltrecha cola de Luciana, que experimentaba una sensación muy placentera al contacto suave de esas manos en sus nalgas.
-Usted me ayuda… -murmuraba cada tanto y la mucama sentía que le era imposible renunciar a ese cariño que había comenzar a sentir por la jovencita. Nunca antes le había pasado con ninguna de las víctimas de Emilia, pero veía en Luciana algo muy especial que ni siquiera podía definir.
-Ay, mi chiquita, cómo te ha puesto la cola ese viejo degenerado, pero mami Luisa se va a encargar de dejártela como nueva…
-Usted me ayuda… dijo una vez más Luciana y Luisa, al oírla, terminó de decidirse. Hablaría con Emilia.
……………
Emilia estaba en ese momento en su dormitorio, con Elba y Graciela, a la que ambas tenían en cuatro patas sobre la cama, mirando hacia la cabecera. A una seña de la proxeneta e acostaron de espaldas dejándola en medio de las dos.
-A ver, puta, quiero tus dedos ahí abajo, en mi nidito, que ya está empezando a mojarse.
Graciela miró la concha de su Ama, cuya humedad relucía en los labios externos y hacia allí dirigió sus dedos índice y medio de su mano derecha. Los introdujo y había empezado a moverlos cuando Elba le dijo:
-Chupe mis tetas, y mejor que se esmere…
Graciela se inclinó y apresó entre sus labios el pezón de la teta izquierda del ama de llaves, que de inmediato comenzó a gemir. Sin dejar de trabajar con sus dedos la vagina de su Ama se aplicó a esas tetas de gran volumen, cuyos pezones oscuros iba honrando alternativamente con chupeteos y lamidas-
-Así… ahhhhhhh… así… qué bien lo hace, grandísima puta… -la alentó Elba mientras sentía que su concha era un lago de flujo.
-Tiene dos manos… -dijo de pronto el ama de llaves. –Use la izquierda conmigo… ¡Vamos!... –y Graciela lo hizo. Ahora masturbaba al mismo tiempo a Elba y a su Ama, que muy pronto le reclamó:
-Aquí están mis pezones duros y erectos, mamona, ocupate de ellos…
Y Graciela fue lamiendo y chupando los cuatro pezones: oscuros los de Elba, de un marrón claro los de su Ama. El voltaje erótico iba elevándose cada vez más entre gemidos, jadeos y expresiones obscenas hasta que en determinado momento el orgasmo llegó al unísono para ambas mujeres y el cuarto se llenó de gritos crispados e imprecaciones que brotaban en medio de jadeos y respiraciones agitadas.
Emilia se sentó en la cama, tomó a Graciela por el pelo y le ordenó: -bebé mis jugos, yegua.
La esclava vaciló, pero fue apenas un instante y después se metió en la boca los dos dedos que había usado para masturbar a su Ama y los chupó con los ojos cerrados y una mueca de asco al principio, que se trastocó en dolor cuando Emilia le dio una fuerte bofetada.
-¡Sin muecas, puta! –le gritó.
Elba quiso lo mismo y Graciela tuvo que limpiar en su boca los dos dedos de la mano izquierda, aunque esta vez pudo disimular el asco y terminó sin incidentes la segunda humillación.
Después, cuando las respiraciones normalizaban su ritmo y un agradable sopor se adueñaba de Emilia y Elba, la proxeneta dijo con tono cansino:
-Sé que te gustaría dormitar un rato, Elba, pero quiero que antes encierres a la yegua en una de las celdas.
El ama de llaves se restregó los ojos y respondió:
-Está bien, señora. –se incorporó dificultosamente y dirigiéndose a Graciela ordenó:
-Salga de la cama.
Graciela obedeció y mientras Elba, después de haber recogido su ropa del piso la llevaba del brazo hacia la puerta del dormitorio, preguntó con voz trémula:
-¿Puedo hablar, Ama?
-Hablá, yegua. –autorizó Emilia y entonces Graciela dijo en un susurro:
-Quisiera… quisiera llegar no muy tarde a casa…
-Elba, antes de dejarla encerrada dale una buena paliza con vara por haberse atrevido a querer algo. –dijo Emilia mientras giraba sobre su costado derecho lista para entregarse al sueño.
-No se preocupe, señora, tendrá su merecido. –contestó el ama de llaves, alzó del suelo su ropa, que se había quitado apresuradamente, y tomando por el pelo a la esclava le ordenó con voz dura:
-Camine.
En el camino hacia las celdas Elba le dijo:
-Usted podrá ser una buena empresaria, pero es la vez muy estúpida. ¿Cómo se atrevió a hablarle a la señora como lo hizo? Evidentemente todavía no aprendió que usted no puede querer nada.
-Ay, Elba, es que yo…
-¿Lo ve?, sigue indisciplinándose, acaba de dirigirse a mí sin permiso. Voy a tener que darle duro con la vara, yegua estúpida.
Camino a la sala de juegos, Graciela sentía a la vez temor y excitación, esto último al pensar en que iba a estar encerrada en una de esas celdas que habían perturbado su ánimo cuando las viera por primera vez.
Elba la metió de un empujón en la sala, eligió una vara y tomando de un brazo a Graciela la llevó hasta las celdas.
Volvió a empujarla para meterla en una de ella y de inmediato le ordenó que se pusiera en cuatro patas. Graciela obedeció mientras sentía que su excitación crecía incontrolablemente. Iba a quedar encerrada en esa celda, que era como una metáfora de su encierro mental en manos de Emilia. Tuvo miedo de que no la dejaran salir de esa celda y tuviera que pasar allí la noche sin que su familia supiera de ella, pero se tranquilizó al recordar que Emilia le había dicho que no pensaba interferir en su vida familiar ni en su trabajo. Fue en ese preciso momento que sintió el primer varillazo. Gritó de dolor y siguió gritando, porque Elba le daba sin pausas, a veces haciendo restallar la vara en ambas nalgas, otras veces eligiendo una de las redondeces como objetivo. El ama de llaves seguía pegándole, implacable, y en medio de su suplicio Graciela podía percibir que su torturadora respiraba muy fuerte. Sus nalgas quemaban y el dolor de cada varillazo era insoportable mientras sus gritos se habían convertido en aullidos.
Elba jadeaba de calentura disfrutando sádicamente de castigar ese culo de cuya blancura natural no quedaba nada y en cambio se veía rojísimo en toda su superficie. Por fin, cuando Graciela corcoveaba llorosa y suplicante, decidió dar por terminada la paliza y dijo:
-Espero que haya aprendido la lección y no vuelva a atreverse a querer algo ni a no querer algo. Usted no tiene voluntad propia, arquitecta. Usted es solamente una miserable esclava.
Graciela se estremeció cuando se oyó llamar “arquitecta” y enseguida ser descripta como “una miserable esclava”. El choque de esas dos realidades la conmovió en lo más profundo de su ser. Y volvió a sentir el miedo de que la retuvieran en esa celda y no pudiera volver a su casa esa noche. Elba le echó una última y codiciosa mirada, recogió su ropa, que había dejado en el camastro y abandonó la celda cerrando la puerta con llave.
…………..
Mientras tanto, Luisa esperaba impaciente que Emilia despertara. Se había impuesto hablarle de Luciana y la ansiedad la consumía. Por fin, cuando eran las cinco de la tarde escuchó el timbre de llamada de la patrona, y acudió presurosa al saloncito.
-Traeme un café cortado con dos medialunas, Luisa.
-Enseguida, señora. –dijo y poco después regresaba con lo pedido.
Depositó la bandeja en la mesa ratona y después de vencer algún recelo dijo luego de tragar saliva:
-Señora, quiero hablarle de algo… de… de Luciana…
Emilia, que había tomado el pocillo y estaba por beber el primer sorbo, detuvo el gesto y miró a la mucama:
-¿De Luciana? ¿y qué querés decirme sobre ella?
Luisa respiró hondo:
-No la venda, señora… No la venda, por favor.
Emilia frunció el ceño, depositó sobre la bandeja el pocillo y miró fijamente a la mucama:
-¿Qué no la venda? ¿y por qué, Luisa? ¿Te enamoraste de la pajarita? ¿te calienta? ¿es algo de eso? Sabés que si le tenés ganas, yo…
-No, señora, no es eso. No soy lesbiana, es que…
-Vamos, Luisa, hablá…
-Es que siento algo muy especial por ella, señora… algo que no me había pasado con ninguna de las anteriores…
¿Y qué sentís?
Luisa bajó la cabeza y dijo luego de una pausa:
-La siento como a una hija, señora… Se lo juro… Por eso me atrevo a rogarle que no se la venda a esos miserables… Se me parte el corazón de sólo imaginar a Luciana en manos de esos hijos de puta. Usted gana mucho dinero con esta niña, señora, de manera que mantenerla y seguir explotándola no será ningún perjuicio.
Emilia no podía salir del asombro que le provocaba la confesión de la mucama. La miró durante un momento mientras Luisa permanecía con la vista fija en el piso y retorciéndose nerviosamente las manos.
La proxeneta era una mujer impiadosa y por cierto nunca le había importado la suerte que corrían sus víctimas en manos de esos tratantes de carne humana a los que se las vendía al cabo de un año de explotarlas. Eran gente lumpen que poseía varios prostíbulos en distintos lugares de la provincia. Tampoco le importaba el destino de Luciana una vez vendida, pero Luisa tenía razón en que la pajarita le rendía muy bien y no encontraba razón alguna para no prolongar su estadía en la mansión. Sin embargo no quiso aceptar en ese momento porque hubiera significado –eso sentía- una muestra de debilidad. Entonces dijo:
-Lo voy a pensar, Luisa. Ahora andá y seguí ocupándote de curarle esas nalgas.
-Gracias por pensarlo, señora, y no se preocupe que la estoy atendiendo tal como usted me dijo, aplicándole la crema cada seis horas.
El corazón parecía saltarle dentro del pecho cuando abandonó el saloncito para dirigirse al dormitorio de Luciana. Que la señora le prometiera pensar sobre su pedido le permitía tener esperanzas.
A todo esto Emilia recibía a Elba mientras daba cuenta, por fin, del cortado apenas tibio y de las medialunas.
-Ya está, señora, le dí una buena zurra y la dejé encerrada. No se imagina cómo la hice gritar. –informó el ama de llaves con una sonrisa maligna. ¿Hasta qué hora piensa tenerla acá, señora?
Emilia demoró la respuesta y finalmente dijo:
-Va a pasar la noche en esa celda. La vara fue una primera forma de enseñarle que no puede querer nada, y teniéndola encerrada hasta mañana le vamos a mostrar que le haremos exactamente lo contrario de lo que ella quería.
Elba volvió a sonreír malignamente y a admirar, una vez más, la refinada maldad de la proxeneta. Estaba a su servicio desde mucho tiempo atrás y la había secundado en el adiestramiento de otras esclavas, aunque desde algunos años atrás Emilia no tenía ninguna sierva y ella había extrañado eso. Por eso la alegraba tanto la captura de Graciela y poder así satisfacer sus perversiones.
-A eso de las siete de la tarde le llevás su celular a la celda y hacés que llame al maridito con la misma excusa que la otra vez, que se va a quedar a dormir en casa de una amiga que no está bien. Si te hace alguna escenita la calmás a bofetadas y si te pregunta cuándo la vamos a dejar ir le decís que eso es asunto mío.
-Entendido, señora. –dijo el ama de llaves y abandonó el saloncito con una mueca de intenso placer. La cosa se estaba poniendo interesante.
(Continuará)