El cajón de los secretos

Ese que a veces es mejor mantener cerrado.

El cajón de los secretos.

Lorena metió la escoba debajo de la cama, y al sacarla, además de polvo y pequeños trozos de papel, se llevó consigo una llave. La recogió del piso y la miró intrigada, pensando que no podría ser posible, que su marido no la olvidaría ahí tirada, no después de tantos años de misterio, no después de tanto tiempo de secretos. Estaba casi segura de que ese objeto que tenía entre sus dedos no era el que abría aquel cajón confidencial, aquel el único rincón que no conocía de la intimidad de su esposo el contador, del alma de Manuel. Estaba casi segura, pero no lo estaría del todo hasta comprobarlo, hasta probar violar aquella cerradura jamás por ella violada. Sumamente nerviosa y emocionada ante la posibilidad de adentrarse en terreno hasta entonces para ella prohibido, corrió hasta el despacho e introdujo la llave en el cerrojo del estante. La giró y, para su sorpresa, el compartimiento se abrió, dejando frente a sus ojos un mundo desconocido, una tierra inexplorada que no dejaba de causarle cierto miedo.

Aún incrédula de lo que observaba, recorrió la gaveta de arriba abajo, al principio con la vista y luego con las manos, sacando una carpeta que contenía varios papeles, cartas al parecer. Tomó los lentes de Manuel, que para su fortuna tenían la misma graduación que los suyos, y se dispuso a leer aquellos documentos privados, aquellas hojas que en lo más mínimo le pertenecían, que de nada pretendían enterarla pues no estaban a ella dedicadas. Escogió una y la separó de las demás. La colocó sobre el escritorio, encendió la lámpara pegada a éste y sus ojos comenzaron a viajar por aquellas palabras, por aquellas frases que no tardaron en impactarla, que la perturbaron desde la primera línea.

Mi morenito chulo:

¿Cuándo vas a venir a verme? El otro día que te llamé te dije que en estos días el hospital sería un caos, y tú quedaste en visitarme. ¿Qué? ¿Ya no te acuerdas? ¿O es que acaso te has cansado de mí, de mis besos y de mis abrazos? ¿Por qué no me has buscado? Pensé que te gustaba estar conmigo, dormirnos juntos luego de hacernos el amor. ¿Acaso me mentiste? No lo creo, esos gemidos al tenerme dentro no eran fingidos, esa forma de mover tu culo delicioso no era un acto, era amor, lo sé, lo siento. ¿Por qué negarlo? ¿Por qué si estamos tan enamorados? Por favor, te pido que me eches un telefonazo. ¿Qué te cuesta? ¿A poco no me extrañas? Sé que sí, se que me sueñas y te masturbas pensando en mí, luego de cogerte a tu asquerosa vieja, esa que de seguro no te hace sentir lo que yo, esa que deberías de una vez por todas abandonar y venirte aquí conmigo: a gozar aquí en mi cama.

Llámame, por favor. Estaré esperando a que lo hagas.

Te amo. Te amo cómo nunca imaginé amar a nadie.

Tu lindo rubito.

Heriberto.


Manuel volvió a mirar su reloj, como lo había hecho cada dos minutos desde hacía una hora. Se le notaba claramente desesperado, incapaz de concentrarse en su trabajo. Una idea rondaba su mente y ocupaba toda su atención. Todavía faltaba tiempo para su cita, pero deseaba estar ya en camino, por si él se aparecía antes, por si no lo esperaba al no encontrarlo. Sus dedos se azotaban contra el escritorio, una y otra vez. No podía soportarlo más, tenía que escapar de aquella prisión que representaba su oficina. Sin importarle que la hora de salida aún no había llegado, se levantó y corrió hacia el ascensor, a toda velocidad, más que para no toparse con su jefe, para emprender más pronto el viaje, para iniciar la travesía que lo llevaría hasta sus brazos, hasta sus labios.

Heriberto lanzaba una maldición tras otra, sumamente enfadado por el embotellamiento en el que llevaba estancado más de media hora. El insoportable ruido de las bocinas de los autos, el sofocante calor de verano y el no llegar donde su amado, lo tenían hecho un manojo de nervios, una bomba a punto de estallar. Ni siquiera la balada que sonaba en la radio, esa canción con la que bailaran por vez primera, podía calmarlo un poco. Necesitaba verlo, necesitaba abrazarlo y decirle que lo amaba después de tres meses de no hacerlo, de tres meses de ausencia. Pero la fila de coches no avanzaba, y de no hacer algo pronto, no llegaría a tiempo. Debía actuar de inmediato, y así lo hizo: descendió de su vehículo y, abandonando su automóvil en medio de aquel tráfico infernal, corrió hasta el hotel donde habían acordado encontrarse.


Lorena se quedó pasmada ante tan reveladoras e insultantes palabras. No podía creer lo que acababa de leer, su mente era incapaz de asimilar tan sorprendente información. Sus ojos estaban abiertos como platos y sus dedos comenzaron a temblar, dejando que el papel cayera al suelo describiendo un lento baile que parecía burlase de ella, un suave vaivén que al cortar el viento creaba sonidos que sin hablarle le decían lo estúpida que era, lo ciega que había sido todos esos años de supuesta felicidad, todo ese tiempo de perfecto matrimonio. Dentro de sí, nació una sensación desconocida que no tardó en convertirse en un huracán de emociones encontradas, de sentimientos confusos que a pesar de estar dentro de ella, parecían rodearla por afuera, envolverla en un aura de incertidumbre que no le permitió hacer otra cosa que seguir examinando aquellos documentos, que continuar lacerando su alma para ver si ésta despertaba, para ver si volvía a sentirla.

Manuel:

Quiero pedirte una disculpa por lo que sucedió la otra noche. Perdón por hacerlo por escrito, pero tú me has obligado a ello pues no contestas mis llamadas, y no te has aparecido por el club desde entonces. Créeme que estoy muy apenado, no por lo que ocurrió sino por cómo pasaron las cosas. Siento que prácticamente te violé y me habría gustado que nuestra primera vez fuera diferente, que te me entregaras sin dudas y sin miedos, por el simple gusto de estar conmigo, pero ya ves, las cosas no siempre salen como uno las desea.

No sé que es lo que va a pasar entre nosotros, pero, sea lo que sea que suceda, quiero que sepas que te quiero, que te amo, que todo lo que hice fue porque no puedo dejar de pensar en ti, desde aquella vez que nos topamos en el club, aquel día que me destrozaste en el tenis y después nos duchamos juntos, o casi juntos, tú en una regadera y yo en la otra, observando disimuladamente tu culo, tan firme, tan redondo, tan rico. Y tu verga: morena y respingona, absolutamente deliciosa. Nada más de imaginarte desnudo, se me pone tiesa. Es que me traes loco, Manuelito. Me pones mal y algo me dice que yo te provocó exactamente lo mismo, que al leer estas líneas te acordaras de lo que hicimos, te tocaras pensando en ello.

¡Ah, como me gustas, condenado¡ Pero bueno, no quiero incomodarte más, no quiero presionarte a nada. No quiero forzar las cosas que aún espero se den por sí solas, por amor. No sé si vuelva a saber de ti, pero ya sabes dónde encontrarme. Para lo que quieras o por si me quieres.

Hasta pronto, porque algo me dice que aquella noche no será la última.

Te amo, mi morenito chulo. Te amo.

Tuyo hasta la muerte.

Heriberto.


Manuel entró al hotel y pidió al recepcionista le diera el cuarto de siempre. El muchacho, sonriéndole de manera pícara, le entregó la llave y prometió después enviarle al acompañante. "Cuando llegue se lo mando", le dijo. El contador, un tanto apenado un tanto molesto, por lo embarazoso de la situación y la falta de discreción del empleado, hizo como que no escuchó nada y se dirigió a la habitación. Una vez dentro de ésta, se metió bajo la regadera y limpió de su cuerpo el aroma acumulado de cigarrillo y el sudor seco pues quería estar presentable para su amor, oler rico para él. Y habiéndose dado una ducha, se tendió boca abajo sobre la cama, completamente desnudo y con las piernas bien abiertas, listas para recibir al invitado.

Heriberto arribó al hotel y ni siquiera se molestó en preguntar por su amante, pasaban ya quince minutos de la hora pactada y él de seguro se encontraba en el cuarto. El impaciente médico subió hasta el tercer piso usando las escaleras y se escurrió por el pasillo hasta el número treinta. Se encontró con que la puerta estaba entreabierta, señal que interpretó como empezar su pene a endurecerse. Atravesó el umbral y, callado y cuidadoso, caminó en dirección a la cama, deshaciéndose de sus ropas a cada paso. Una vez tocando sus rodillas el colchón, ya sin una sola prenda encima, se abalanzó sobre el moreno cuerpo frente a él tumbado, lo sujetó por las muñecas y le restregó contra las nalgas su enhiesta y palpitante verga.


Lorena depositó la carta sobre el escritorio y tomó otra, sin su rostro expresar sensación alguna, como si su cuerpo desconociera los estados de ánimo y actuara por inercia, por el simple y único hecho de estar viva. Levantó la hoja al nivel de sus ojos, y cual robot comenzó a repasar aquellos trazos, ya sin estar segura de en verdad estar leyendo, de entender todo aquello con lo que empezaba a desear nunca haberse encontrado.

Amor mío:

Ya todo está listo para nuestro viaje. Ya he comprado los boletos de avión y he reservado la habitación más lujosa en el hotel de más prestigio. Vas a ver cómo nos vamos a divertir, cómo vamos a gozar estando lejos de todos y de todo: del hospital, de tus números, de tu esposa, de los amigos, de los testigos indiscretos. Allá sí vamos a poder amarnos sin secretos, sin miedo a que alguien nos descubra y le cuente a todo mundo. Sabes que eso a mí poco o nada me importa, pero sé que a ti sí te preocupa, por eso es que más contento me pone la idea de unas vacaciones juntos, juntos y alejados. Me alegra el pensar que te sientas libre, sin el peso de la culpa y la mentira sobre tus hombros, sin el pretender algo que no eres. No sabes cuánto me alegra eso, cuánto ansío que llegue le momento. Ya he comprado nuestros trajes de baño. Para ti escogí uno pequeño, pequeño y ajustado para que marque bien tus encantos que son muchos, para que todos vean lo que tienes, lo que es mío, para que todos me envidien al pensarme mamando esa rica verga y dándote por ese rico culo. ¡Ah, que bello eres, mi morenito chulo¡ No sabes lo qué daría porque en verdad fueras mío, completamente, sin mentiras y medias tintas. No sabes lo que daría por yo tampoco sentir esta culpa, por que no tuvieras que decirle a Lorena que te vas por el trabajo y no conmigo, a querernos y a amarnos cómo nunca los has hecho con ella, cómo sólo puedes hacerlo tú conmigo. No sabes cuánto me gustaría, pero bueno, no quiero empezar con mis reclamos, no quiero ni un solo problema cuando tomemos el avión y mucho menos cuando pisemos la playa. Quiero que todo sea perfecto, que por primera vez, todo sea felicidad.

No puedo esperar a que se llegue el viernes. Nos vemos en el aeropuerto.

Te amo y te deseo, más que nunca y como siempre.

Siempre tuyo.

Heriberto.


¡Que culito tan más rico¡ – Exclamó Heriberto al tiempo que movía su miembro de arriba abajo, simulando el vaivén de una follada.

¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? – Preguntó Manuel muy asustado.

¿Qué importa quién soy? Lo que importa es lo que tengo y lo que voy a hacerte con ello, puto de mierda. – Indicó el médico siguiéndole el juego, pretendiendo ser un desconocido a punto de violarlo.

¡No, por favor¡ Por lo que más quiera, ¡no me lastime¡ – Suplicó el contador con tono femenino y agitando su abultado trasero.

¡No te asustes¡ Vas a ver que te va a gustar, vas a ver que después de tenerme dentro… vas a pedirme más. – Aseguró el rubio besándole el cuello y acariciándole los muslos.

¿Cómo cree que me va a gustar, si soy bien hombre? ¡Suélteme, por favor¡ – Imploró el moreno – ¡Suélteme o

¿O qué? – Cuestionó el supuesto agresor enterrándole un par de dedos en el ano – ¿O me vas a violar? No, papacito. Aquí, el único que tiene ese derecho, soy yo. – Reclamó girando los dedillos en direcciones contrarias.

¡Ay¡ ¿Qué me está haciendo? ¡Dios¡ ¡Pare, por favor¡ – Exigió la falsa víctima entre suspiros y sobresaltos provocados por los roces sobre en su próstata.

¿Qué no le gusta? – Preguntó Heriberto fingiendo indignación.

Pues… sí. Por eso… ¡Ay¡ Por eso mismo le pido que se detenga: no vaya a ser que me vuelva adicto. – Argumentó Manuel retorciéndose de placer.

Y eso que aún falta lo mejor. – Advirtió el galeno.

¿Ah sí? ¿Lo mejor? ¿Pues qué más me va a hacer? – Interrogó el profesional de las facturas y las cuentas.

¡Esto¡ – Expresó el de arriba al penetrarlo con su inflamada y húmeda polla.

¡Ay¡ – Gritó el de abajo al sentirla dentro – ¿Pues qué fue eso que me metió, que tan rico se siente? No me diga que es usted policía.

¡¿Policía?¡ ¡Dios me libre¡ No lo soy, pero igual cargo mi pistola. – Reveló el verdugo de mentira – ¿Verdad que es muy bonita?

Bonita, pues no sé. Larga y gordita, seguro que sí. Pero dígame una cosa – ordenó el supuesto castigado – ¿también tiene balas?

¡Claro que tiene balas¡ – Aseguró Heriberto – Nada más que para disparar, antes hay que moverla un rato. Lo haría, pero la verdad es que ha empezado a caerme bien y no quisiera lastimarlo.

¿Lastimarme? ¿Cómo, si ya me está gustando? Muévase usted con confianza – propuso Manuel –. Muévase sin piedad, que yo aguanto un piano.

¡Así me gustan¡ Machos y aguantadores. Ahí le va, pues. – Advirtió el doctorcito.

¡Ay, Dios mío¡ ¡Ay, que rico¡ – Chilló el mago de los números ante las feroces embestidas.


Esa fue la última carta que Lorena leyó, más no lo último que averiguó. De entre los papeles, cayeron al suelo unas fotografías. Con su mano temblorosa, y entonces sí sumamente aterrorizada por lo que ya antes había descubierto, las levantó y, luego de un instante de duda, decidió revisarlas. La primera de ellas no mostraba algo raro: a su esposo y a Heriberto abrazados, como los buenos amigos que siempre habían dicho ser. La segunda tampoco revelaba mucho, pero la tercera sí que le caló hondo. La imagen de su marido mamando la verga del rubio médico fue en extremo dolorosa, tuvo que apoyarse del escritorio para no caer, y por poco esparce el desayuno por el piso, asqueada por la que consideró, ignorante de las que vendrían a continuación, la escena más grotesca que había visto en su vida. A ese cuadro de sexo oral le siguieron otras en diferentes posiciones y ya más entrados, que vengan las penetraciones, mutuas y desde tendidos en la cama hasta piernas apuntando al cielo. Al llegar a la veinteava, y producto de la tortuosa revisión de las estampas, el llanto de la pobre mujer era inconsolable y su corazón yacía regado por toda la habitación, despedazado por las muchas y malditas mentiras, por el humillante y cruel engaño.


Ya dejándose de payasadas, haciendo a un lado las actuaciones, los dos hombres se dedicaron a vaciar sus armas. Se esforzaron uno en el dar y el otro en el recibir, uno en el salir y entrar y otro en apretar y estrujar. Ambos sudaban y sus cuerpos, unidos por esa hinchada invasora, vibraban, temblaban. Las manos de Manuel se perdían bajo las almohadas mientras sus gemidos, arrancados con cada bestial estocada de su amante, se esparcían por el cuarto. Los dedos de Heriberto se sumergían entre el colchón y el cuerpo de su amado, buscando esa otra herramienta hasta entonces desatendida, masajeándola para ayudarla a disparar, para animarla a hacerlo junto con la suya, al unísono, en un orgasmo simultáneo que los elevara a la cima de la gloria.

Y así siguieron por varios minutos: contoneándose al ritmo del chapoteo de sus fluidos, gritos y respiraciones, y acercándose poco a poco al clímax, ese que les llegó prácticamente al mismo tiempo, justo como ellos lo deseaban, ese que el de arriba depositó en el culo del de abajo, y éste derramó sobre las sábanas, almidonándolas al igual que a su vientre. Intensos espasmos, profundos embates y veloces movimientos. Balas blancas, pieles rojas y frases de entera satisfacción. La espera había valido la pena, esos tres meses separados les habían regalado el mejor de los orgasmos, el más poderoso y placentero en años. Completamente complacidos, luego de bajarse Heriberto de Manuel, se besaron tiernamente y se durmieron abrazados, soñando, como siempre, el uno con el otro.

Te amo. – Dijo el médico antes de despedirse, prometiendo que se verían al día siguiente, en el mismo lugar y a la misma hora.

Yo también te amo. – Respondió el contador subiendo a su automóvil y arrancando rumbo a su casa, dispuesto a soportar la tortura de complacer a su "amada" esposa.


La etapa de confusión e indeferencia había pasado, y se sentía completamente destrozada. El aire le faltaba y no podía pensar con claridad. Furiosa y enardecida, lanzó las fotos y las cartas contra la pared, salió del despacho y comenzó a golpear todo lo que encontró a su paso, estrellándolo contra el piso o los muros, dejando un desastre tras de sí. Toda su vida se había desmoronado en cuestión de minutos y no supo cómo manejarlo. Su marido había resultado no ser el hombre que ella creía. De hecho, ya no sabía si llamar hombre a alguien tan cobarde para hacer lo que él había hecho, a alguien tan despreciable que utiliza a un tercero para cubrir los miedos y las dudas propias. Estaba profundamente decepcionada y dolida, la cabeza parecía estallarle y las asquerosas imágenes de esos dos teniendo sexo volaban por su mente. Necesitaba sacarlas, necesitaba ponerle fin a su desesperación. Se arrastró hasta el dormitorio y abrió uno de los cajones del buró. Tomó la pistola que ahí guardaba y, sin pensarlo dos veces, en un lapso de debilidad y cobardía sólo comparable al de su esposo, se la metió en la boca y jaló del gatillo sin siquiera titubear, convencida en su locura de que ésa era la mejor opción. La pared se manchó de sangre, y su cuerpo ya sin vida se desparramó por el piso, cayendo el arma asesina a su lado. En efecto, para ella, todo había terminado.


Manuel entró a la casa, extrañado de que su esposa no hubiera salido a recibirlo. Gritándole su nombre y temeroso por el desorden que reinaba el sitio, la buscó en la cocina y en el baño sin obtener respuesta. Un tanto preocupado, cómo si sospechara algo de lo que estaba a punto de hallar, caminó hacia el despacho. La puerta estaba abierta, y regadas en el piso, encontró las cartas y las fotografías prohibidas, las que nunca debían ser nombradas, las que debieran haber permanecido en secreto, ocultas en aquel cajón cómplice de sus mentiras y de sus engaños. La cara se le llenó de terror y entonces sí se preocupó en serio, entonces sí corrió hasta el cuarto esperando lo peor y, ahí: tirada sobre un charco de sangre y con el revólver al lado, descubrió muerta a su mujer. Su labio superior comenzó a temblar y de sus ojos resbaló un par de silenciosas lágrimas. Se dejó caer sobre sus rodillas, estupefacto. Metió su mano en el bolsillo de sus pantalones y cogió el celular. Torpemente, marcó el número de la policía y espero a que alguien contestara. Con una voz casi imperceptible, le comunicó al oficial lo sucedido y éste, tratando rutinariamente de calmarlo, le pidió no se moviera del lugar, que esperara a que ellos llegaran a hacerse cargo de todo. El perturbado contador deseó que esas palabras fueran en verdad ciertas, pero sabía que era imposible, que los agentes no resolverían nada pues todo estaba perdidamente roto, ya nada tenía arreglo. Con la misma pasividad, llamó también a Heriberto, quien de inmediato acudió a su auxilio.

Las horas pasaron sin que Manuel notara que se iban, estaba demasiado trastornado como para mirar su reloj, como para preocuparse por el tiempo. Ya los policías se habían llevado el cuerpo prometiendo dar inicio a las averiguaciones, y Heriberto y él se habían quedado solos. Estaban en la sala, el primero abrazando al segundo, intentando consolarlo, intentando convencerlo de que nada era su culpa, de que no podía derrumbarse. El moreno hacía caso omiso de sus palabras y no dejaba de imaginar el cráneo destrozado de Lorena. Estaba ido, estaba ahí pero no estaba, estaba ahí pero quería estar en otro lado, en otra parte de ahí lejos. Así se lo comunicó a su amante y ambos partieron rumbo a la casa de éste último, esperando que el cambio de residencia les brindara al menos un instante de paz.

Y ya en el departamento de Heriberto, los dos se metieron bajo las sábanas, desnudos pero cubiertos por la culpa y el remordimiento, al menos Manuel que no paraba de recordar los hechos, que no podía detener a su pensamiento verdugo, a su consciencia maldita. El rubio abrazó al reciente viudo y empezó a acariciarle todo el cuerpo, buscando despertarlo, buscando excitarlo y gozar otra vez de su verga y de su culo, esos que finalmente tenía en su cama y para él solo, esos que no serian más de Lorena pues ella estaba muerta, pues ella se había ido y algo de felicidad le provocaba, algo de provecho había dejado. El contador, sin ánimos de otra cosa que dormir, sin ganas de si quiera un simple beso, rechazó los esfuerzos de su amor por encenderlo, los ardores de su médico por curarlo, por calentarlo y en el sexo hacerlo de todo olvidarse.

Hoy no, por favor. No tengo ganas. – Mencionó Manuel girándose de lado, dándole la espalda.

Está bien, cómo tú quieras – acordó con antipatía Heriberto –. Que duermas bien, mi morenito chulo. – Dijo sin obtener contestación y acomodándose también de costado.

Ninguno de los dos concilió el sueño de inmediato, ambos cavilando acerca de cosas diferentes: el galeno preguntándose hasta cuando volverían a coger, hasta cuando volvería a tener ese culito, y el mago de los números castigándose en busca de obtener el perdón, en busca de lavar sus pecados lastimándose con los recuerdos. El tiempo fue pasando, y Heriberto se fue perdiendo en otro nivel de consciencia. A Manuel le costó un poco más entrar al mundo de los sueños, pero una vez habiéndolo logrado y por primera vez, se durmió pensando en ella: en Lorena.