El café se enfría

Siempre es mejor tomarse el café bien caliente, pero hay momentos en la vida que es necesario y recomendado dejar que el café se enfríe.

Todo empezó sin empezar. Sin pistoletazo de salida. Simplemente nos encontramos porque el destino decidió que debía ser nuestro momento. Nuestras miradas se cruzaron y algo nos removió a ambos. Todo se conectó como si siempre hubiera tenido que estar conectado. Como si ya nos conociéramos de otra vida pasada. Un café. Una sonrisa. Una mirada. Una confidencia y muchas risas.

Nuestros encuentros y desencuentros se repetían semana tras semana. Sabíamos que no podíamos, que no debíamos estar juntos. Pero era volver a encontrarnos, a cruzar nuestras miradas y aquella atracción nos impulsaba a romper todas las promesas que ambos nos habíamos hecho a nosotros mismos. Yo, la que no quería volver a llorar o sufrir por quien  decía no poder amarme. Él, la que no quería sentirse culpable por el miedo que le recorría cada vez que me veía e imaginaba lo que podría llegar a ser su vida con alguien que le amara sin esconderse.

Y sin apenas quererlo. Sin apenas darnos cuenta volvían a ser ...

Aquella mañana me había despertado con el deseo de verle. De decirle todas las ganas que tenía de él. ¡Pero no! ¡No lo haría! Había decidido que callaría, que me contendría y que simplemente, disfrutaría de un café con él, de unos minutos con él. Me había propuesto que todo aquello que debía decirle, todos los besos que quería darle, todos los abrazos que deseaba regalarle, se quedarían dentro de mí hasta podrirse. Hasta dolerme.  Fuera por orgullo, por vergüenza, por miedo o por cualquier otra tontería, allí quedarían.     No obstante, recuerdo que le esperaba y me iba repitiendo a mí misma: Amor no tardes demasiado que esta piel, estos besos se enfrían como el café.

Le abrí la puerta, le miré y allí mismo, le hubiera desnudado. Le hubiera sentido.  Pero ambos dejamos que pasaran unos minutos, unas miradas, unas sonrisas y aquel anhelado café que había sido el pretexto y testigo de nuestros primeros encuentros. Él me miraba con aquella dulzura de quien sólo desea ser amado. Sus manos frías buscaron el  calor de las mías. Con ese primer contacto, nuevamente surgió un beso, un abrazo y el roce de nuestras caricias. Al sentirnos de nuevo, nos recordamos. Dejando que la imprenta del camino recorrido y del sentimiento vivido, hiciera el resto.

Nuestros cuerpos ya desnudos se besaron. Al instante, noté como él me empezaba a quitar mis bragas ávido de aquel placer que únicamente podía proporcionarle penetrarme. Pero mi cuerpo atrajo sus besos y ganaron éstos. Unos  besos que fueron orientados a mi entrepierna. Su lengua recorrió mis labios. Aquellos más ocultos humedeciéndolos, acariciando mi clítoris, jugando con éste para así prepararme. Para hacerme vibrar de placer. Para hacerme gemir sin control y transportar todo mi deseo a aquellos labios palpitantes que se abrirían para recibirle. Me agarré con fuerza a las sábanas de mi cama retorciéndolas, notando como todo mi cuerpo se tensaba ante aquel primer orgasmo que él había sido capaz de arrancarme con el simple juego de su lengua...

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