El cadete de farmacia
Llovia y hacía frio, pero esa noche aquel cadete de farmacia perdería su virginidad y dejaría de soñar despierto
Farmacia, iglesia de los desesperados . Pablo Neruda.
Yo tenía 18 años, acné juvenil, madre viuda, tres hermanitos más chicos, y unas ganas locas de coger. Coger con un macho. Si, ya sé que ustedes dirán que eso de vivir caliente todo el día, les pasa a todos los adolescentes de esa edad. Que querer coger con otro macho, también le pasa a muchos chicos gay. Puede ser que todo eso sea cierto, pero yo siempre tuve la impresión que nadie era tan calentón, tan pajero como yo: veía una foto cualquiera, no necesariamente de desnudos y le daba y le daba, hasta que de mi verga flaquita y dura, salía un chorro de espuma, de leche, de calentura y porque no, de cierta sensación de desamparo. Eso lo vi, lo pude entender, cuando fui al terapeuta unos años después. Pero esa es otra historia. Mis amores con el Dr. Taborda (el que la tenía bien gorda), duraron como un año pero él no me llegó a ayudar mucho más que a sacarme "el afrecho" en el diván de su consultorio en dos sesiones semanales de cincuenta minutos cada una. Todavía sigo siendo el mismo infeliz pero vivo contento.
Volviendo a mis 18 años. En esa época, y de esto hace muchos años, a través de un tío político, Romualdo (que a veces me tiraba los galgos o sea se me insinuaba sexualmente el muy puto, con sus dientes cariados y su olor a pis de gato), conseguí un trabajo como empleado de limpieza, mantenimiento, mandado y entregas, o sea un multi-oficio conocido como cadete de farmacia, en "La Droguería Feliz" del centro de la ciudad. Éramos como doce empleados, diez mujeres y dos hombres. Todos los demás estaban a la venta, menos una gorda que hacía de cajera y yo, que hacía de todo. Bueno de todo en el trabajo, porque era virgen de toda virginidad, tímido y callado, el pelo enrulado, la cara medio pálida, salpicada de algunos granitos, ojos grandes, cuerpo flaco y desgarbado. Parecía un patito mojado, dando vueltas como un trompo en la tormenta.. No sé si por la edad o por mi naturaleza, yo era medio torpe: rompía botellas y frascos, se me caían los vasos, chocaba contra las puertas o barría sobre los pies de las vendedoras. Había, claro, una encargada, Clotilde que era flaca pero con barriga y eso que nunca estuvo embarazada (que yo sepa), de ojos saltones, pelo escaso y nariz aguileña, que me miraba con asco. Haciéndose la mandona, me hacía limpiar estantes que ella decía que estaban polvorientos, y nunca perdía la oportunidad para señalar que no los limpiaba bien, que yo tenía el pelo demasiado largo, los ojos lagañosos o la ropa desprolija. Clotilde era separada y seguramente mal cogida, porque siempre andaba con mal humor y quejándose de todo. Era como si la tipa tuviera la menstruación todos los días del año. Las vendedoras le decían también "asistencia perfecta", porque, vino el lunes, vino el martes, vino el miércoles: la vieja era además de una bruja malvada, flor de borracha, ebria, alcohólica, beoda, chupandina y otras bellezas más. Gran consumidora de vino la mujer. Y por ahí de otras bebidas espirituosas como solían llamarse en esa época.
Yo tenía que obedecerla, y lo hacía y me cuidaba bien de no le faltaba el respeto porque temía ser despedido. Ella se abusaba, pidiéndome cosas siempre urgentes, siempre "importantes" criticándome con esa cara de cotorra enjaulada, hablando a mis espaldas.
Un día me vengué y en un descuido, le puse sal inglesa (que es un poderoso laxante) en un té de hierbas que se había servido (cedrón creo que era la hierba) y la hice cagar hasta la bilis. No paraba de ir al baño y se cagaba encima, pobre. Por un tiempo, me dejó de jorobar, quizás sospechando de mí, pero sin pruebas, por temor o quizás debilitada por la diarrea que había tenido. Es que Clotilde Amanda Batilana, me había hecho la vida imposible y yo me tuve que defender. Había hasta perdido el deseo sexual que me caracterizaba y tenía la verga dormida y mustia como un pimpollo echado a perder.
Volvía a casa y me molestaba todo, desde los gritos de mi vieja a los ruidos de mis hermanitos, y hasta casi no tenía apetito.
Mi colección de revistas gay, las primeras que se vendieron en la Argentina, con la democracia , allá por el año 84, con fotos de machos en pelotas, yacía allí donde yo siempre solía esconderla, debajo de una camita del estilo cucheta que había en mi pieza. Mis dedos no volvieron a pasar sus hojas pegadas por tantas jornadas de paja y leche, leche y paja.
¡¡Como la puteaba a esa vieja asquerosa y repelente. Clotilde Batilana, la concha de tu hermana!!.
Volvía todos los lunes a la rutina: barrer, lavar, limpiar, calentar agua, cebar el mate, limpiar el depósito del sótano, repasar vidrios y alacenas, pasar el plumero a las cajas de remedios que se apilaban en el depósito. Por las tardes me subía a mi bicicleta y llevaba los pedidos a domicilio. Y era feliz en la calle. No tenía que soportar el cacareo de aquella mujer. Me divertía gritando "Clotilde Batilana, andate a la concha de tu hermana ".
Ese es un insulto muy común en Buenos Aires, y se refiere a la vagina, vulgarmente llamada concha.
En la farmacia trabajaba como ya dije otro hombre, aparte de mi, era vendedor y se llamaba Enzo. Enzo Amilcar Piacentini. Tendría unos 30 años, era medio rubio, pero el pelo comenzaba a escasearle, tenía ojos saltones, era alto y tenía el cuerpo trabajado por el gimnasio y el ciclismo amateur. El delantal celeste del uniforme de los empleados le quedaba chico de hombros y corto. Pero todo le caía bien. Era para mí lo más lindo que había visto en mi vida.
Yo me la pasaba mirándolo, admirando su físico, sus piernas gruesas y musculosas adivinadas a través del pantalón, sus brazos peludos y musculosos , tan distintos a los míos flacos y casi sin pelitos, el arito de oro que usaba en una oreja, sus gestos bien de macho, su andar seguro y firme, el brillo de su piel, sus zapatos enormes, su culo gordo y levantado, su bulto adivinado a través de sus pantalones negros. Usaba siempre el mismo jabón perfumado y una colonia cítrica que perduraba en mis sentidos mucho después de estar cerca, de chocarme por casualidad con él, de olerlo inadvertidamente mientras yo barría detrás del mostrador. Era una mezcla de limón y mandarina, algo penetrante y ácido.
Yo lo miraba y no podía dejar de hacerlo. Estaba fascinado con él. En ese mundo tan femenino de la farmacia, con tantas voces agudas y reacciones de mujeres, Enzo era mi igual y al mismo tiempo era muy distinto a mí: éramos dos hombres, pero yo todavía era un chico casi lampiño y desgarbado, que secretamente lo adoraba, y él un hombre hecho y derecho, de pelo en pecho con perdón de la rima, como se dice, que a veces desviaba la mirada cuando se enfrentaba con la mía adolescente y medio bobalicona.
A la hora de la salida, algunos días lo pasaba a buscar una chica gordita de pelo corto que Enzo presentaba como su novia. Se llamaba Norma, creo.
Una vez por semana, la farmacia estaba de guardia por la noche, o sea que no cerraba y dos empleados se turnaban con los dos socios dueños del negocio en la atención al público a través de una ventanita enrejada por razones de seguridad.
Una noche, era un miércoles del mes de julio, (lo recuerdo porque había mucho frio y llovía, era época de invierno en Buenos Aires), Clotilde me pidió si podía quedarme para la guardia, y yo, que sabía que como era menor de edad, no me correspondía trabajar de noche me iba a negar, hasta que me dijo que el otro empleado de guardia iba a ser Enzo.
Tuve fantasías durante la noche anterior sobre la oportunidad de estar con él a solas, sin la interferencia de las empleadas, de Clotilde Batilana y de los clientes. Pasar horas en un lugar cerrado con él, hablando con un tipo que me calentaba tanto, que me gustaba tanto, mirarlo, poder mirarlo a mi antojo, oler su perfume, hacerme amigo. Por momentos me atrevía a pensar algo más, pero me reprimía.
Quería que las horas hasta el momento de la guardia pasaran rápido, del mismo modo que soñaba que la guardia no terminara nunca.
Durante el día, nuestros ojos se encontraron varias veces, al principio como siempre el desviaba la vista para no encontrase con mi mirada. Pero se ve que cansado de mis ojos de vaca cansada mirándolo con adoración, en un momento no la desvió y me miró. Una mirada que me pareció amistosa, cómplice y hasta dulce. Y me hizo un guiño con el ojo y me sonrió.. Creía morir de la emoción. Comencé a temblar. La pija se me endureció y se sentía prisionera de mi bragueta. Casi pierdo el equilibrio. En mi confusión le pase el escobillón por sobre los pies de Clodilde que me miró como queriéndome ahorcar. Fijáte lo que haces mocoso, me dijo con cara de asco. Bueno con la única cara que ella tenía, cara de asco. Con esa misma cara, seguro que la pusieron en el cajón el día que se murió, pero a ese entierro no fui.
Para ir a la guardia, me bañé, me peiné y me puse la ropa que más me gustaba. Ni que fueras a bailar, me dijo mi madre mientras me iba. ¿Llevás documentos? preguntó y yo no le contesté. Llevaba documentos, pañuelos, pastillas de menta, un peinecito negro, plata para el viaje y una calentura atroz. De solo pensar en acercarme a Enzo me ponía a temblar como una hoja, si las hojas temblaran de deseo.
Llegué y me estaba esperando. Lo miré con timidez. Nunca habíamos estado solos antes. Y si bien el tenía novia y seguramente era heterosexual , yo me ilusionaba con tocarlo en la oscuridad, acariciar esos muslos gruesos, recorrer con mis manos ese pecho desarrollado, sentir el calor de sus labios. Quería que me abrazara, que me tranquilizara, que pasara sus manos con pelitos por mi cabeza como quien acaricia a un animalito mimoso. Sueños inconfesables de un pajero como yo.
Afuera llovía fuerte, a torrentes, y hasta por momentos granizaba. Tras las cortinas metálicas de la farmacia, se escuchaba el fuerte sonido del agua mojando las calles, del viento deslizándose por las veredas, empujando las hojas de los árboles caídas y amarillas por todos los caminos de la noche.
En esa noche tan desapacible, vendrían pocos clientes. Algún desesperado para conseguir el medicamento recetado de urgencia, alguien que saldría a la lluvia torrencial cubierto por un paraguas chorreando, la cara pálida, el pelo despeinado. La mirada ansiosa de quien sospecha que en esta noche alguien iría a morir.
Adentro de la farmacia, una estufa antigua, que le decían salamandra, calentaba las habitaciones oscuras o semi iluminadas, recubiertas de estanterías con cajones rotulados. Cuartos húmedos y sombríos que olían a salicitato de metilo, a éter, y cloroformo, alcanfor y clavo, a alcohol de romero y otras hierbas aromáticas. Olor de remedios, ungüentos antiguos, desinfectantes, extractos, tinturas, y esencias resecas. Sobre un armario de metal un mortero dormido y un viejo pildorero que hacía las veces de pisapapeles.
Aquellos olores que invadían las paredes y los techos, y los frascos y las cajas que se reproducían en las sombras de las paredes oscuras, daban al lugar un aspecto de terror, y la lluvia y el viento meciendo los árboles, inquietaban aún más mi imaginación calenturienta. Ahora las farmacias nuevas casi no huelen, pero las antiguas, las de aquella época, delataban su mercadería con fuertes olores.,
Había un sofá cama, antiguo y raído, detrás del escritorio de metal y contra la pared y Enzo me dijo que me acostara. Me saqué los zapatos y los pantalones, pero no las medias. Tenía frío, mucho frío. Una mezcla de anticipación y angustia. El calor de su cuerpo, tan cerca, el roce de su piel mientras me tiraba una manta sobre el cuerpo, su voz tranquila y varonil me daban escalofríos.
El permanecería levantado me dijo, y en algún momento escuché sonar el timbre de la calle que denotaba la presencia de algún cliente y vi su sombra dirigirse al frente del local , hacia la ventanilla enrejada por la que se despachaban los medicamentos y se cobraba el precio.
Más tarde, no se cuánto tiempo pasó, el se recostó en el sofá, que era angosto, pero que soportaba nuestros cuerpos casi pegados el uno al otro, bajo la manta, cobijándonos del frío, de la lluvia que no dejaba de caer. Sentí su aliento en mi cuello, y al mismo tiempo el calor de su cuerpo semi desnudo y el frío de sus pies chocando contra los míos con medias, su pierna musculosa caliente y velluda apoyada entre las mias, y su brazo peludo rodeando mi cuerpo. Fingí dormir, apretando los ojos, tratando de probarme a mi mismo que eso no era un sueño. Arqué mi culo para sentir su pija, para convencerme. El se sorprendió, pero pensó que era un movimiento involuntario de mi cuerpo dormido. Y se apartó pero luego volvió a acercar su pelvis a mi piel, y refregar su miembro duro contra mi orto expectante. Dejé casi de respirar, contuve el aliento, hasta que su abrazo se hizo más tenaz, hasta que su lengua recorrió mi nuca y mis orejas, y su mano de hombre me agarró la pija con fuerza. Seguí fingiendo, aunque él ya no creía en mi sueño cuando besó mi pelo , cuando apretó mi vientre para acercarlo a su pija dura y caliente, su pija deseada y excitada. Pero de a poco me fui dando vuelta hasta encontrar sus ojos negros brillantes en la oscuridad, hasta buscar su cara con barba de varios días e intentar besarla. El dio vuelta su cabeza hacia mí y dejó que mi lengua recorriera sus mejillas marcando una estela de saliva, pero sin lograr alcanzar su boca.
El suspiró, y me abrazó muy fuerte. Mi suspiro de gata caliente recorrió el ambiente oscuro apenas iluminado por el cartel eléctrico de la puerta: HOY DE TURNO, que se encendía y apagaba intermitentemente.
Nos besamos, no sé de dónde saqué el valor para buscar su lengua, para jugar al esgrima con su lengua de tabaco y pastillas de anis. El me abrazó, y en ese momento me sentí por primera vez seguro en la vida. El me sacó la ropa, una a una, acariciando mi pecho, mi vientre , mi espalda, mi culito, mis brazos , mis piernas y mis pies. Yo le agarré la verga, y se la sobé con ganas por sobre el calzoncillo, mientras el buscaba mi culo, tentativamente con sus dedos largos y calientes. Yo no escuchaba sus palabras apenas audibles, pero entendía que eran mandatos, amorosas órdenes para que lo desnudara, para que acariciara esa pija gorda y grande que se escapaba entre mis dedos, húmeda e hirviente. Para que no dejara de acariciar sus huevos llenos de leche, para que se la chupara como lo hice, abriendo mi boca y dejando que su enorme pedazo se introdujera salvaje y total entre mis labios ansiosos.
Tenía que abrir la boca para dejar que su tronco viril entrara en mi garganta o pretendiera hacerlo, para evitar las arcadas, para contener aquella lanza hiriente que me quería violar.
El me dio vueltas, besándome tiernamente y diciéndome palabras dulces y cariñosas y besó mi culo, lo acarició con su lengua, lamió mi ano con deleite, una y otra vez mientras yo gritaba del deseo, y mi grito se estrellaba contra las botellas de la farmacia, contra las vitrinas de los armarios, y se hacia un gemido de goce impostergable y desesperado. Luego sentí sus dedos hundiéndose en mi culo virgen y grité, y el sin prisa pero sin pausa, siguió besándome y lamiéndome y perforando mi inocencia primero con los dedos, luego con su pija, con esa verga deseada hace mucho, con esa verga de macho soñada, hasta hundirse en mi cuerpo, hasta contestar todas mis preguntas, sin esperar ninguna de mis respuestas.
Acabamos al mismo ritmo que la lluvia en la calle, como un torrente, como la erupción de un volcán de semen, de deseo, de desesperación, en una noche de invierno, en una noche de guardia, en una farmacia.
galansoy. En mi regreso a estas páginas con un abrazo a todos los que me leen.