El caballero de mi corazón

La invasión del norte ha acabado. Los guerreros vuelven a casa envueltos en su gloria militar. Pero para un chico que vive en el palacio, solamente la vuelta de uno de ellos le importa a pesar de sus dudas y tribulaciones.

Las trompetas resonaron con fuerza lanzando el eco de sus notas por toda la ciudad. La gente sabía lo que eso significaba y la afluencia de gente empezó a moverse hacia la puerta norte de la ciudad. Las cabezas y los cuerpos empezaban a agolparse, en busca de un pequeño resquicio o un sitio privilegiado para poder presenciar con todo lujo de detalles lo que estaba a punto de suceder. Los niños se encaramaban a los edificios como monos, sentados en los tejados para contemplar el espectáculo que estaba a punto de hacer su aparición. Los que poseían un carro se subían sobre sus maderos, antes ocupados por mercancías y otros productos, para poder asomar la cabeza sobre el gentío. Mientras la gente se empujaba y se acomodaba al cada vez más diminuto espacio, las puertas se abrían, lentas y pesadas como eran por su gran estructura de madera y hierro forjado.

Cuando hubo el espacio suficiente, un hombre a caballo, enfundado en una armadura polvorienta que había vivido días mejores, hizo acto de presencia. La gente empezó a vitorear y a gritar al jinete y a la gran procesión de soldados que marchaban detrás de este, formando filas y columnas que hubieran sido la envidia de cualquier matemático. Marchaban a través del pasillo que les abría la muchedumbre enfervorecida, la mirada siempre al frente y la barbilla alzada con orgullo. De vez en cuando, entre escuadra y escuadra, entraban caballos arrastrando carros. Ni siquiera estos animales se asustaban, acostumbrados como estaban a emociones más fuertes que tampoco les conseguían espantar. La larga procesión de hombres armados fue introduciéndose en la ciudad, como una serpiente que se desliza al interior de su guarida, arropados por el caluroso recibimiento del pueblo, que no se cansaba de gritar, de agitar los brazos y de saltar ante los salvadores de su patria y de su rey.

Toda esta escena era contemplada desde lo alto de las almenas del palacio por un joven de cabello negro y ojos castaños como la madera de un árbol. Viktor, pues ese era su nombre, rondaba los veinticinco años de edad y vestía una túnica simple de color verde que le distinguía como el bibliotecario del palacio, guardián del saber del rey y de la historia de su patria, aunque todavía era un aprendiz del verdadero. Tenía la nariz pequeña y algo achatada, los ojos grandes, los labios finos y la piel pálida por la falta de exposición al sol. No era especialmente alto y tenía una pequeña tendencia a encorvarse, como solía hacer cada vez que se concentraba en un libro, aunque todavía no era muy notable y mantenía la espalda recta cuando no leía. Y precisamente con esos ojos lectores divisaba a la comitiva que había acabado con una incursión enemiga en las fronteras del país, con orgullo, pero también buscando un rostro familiar entre los cascos de los numerosos soldados que, por fortuna para ellos, habían podido volver sanos y salvos de la guerra.

-¡Viktor!-gritó una voz oxidada detrás de él-. ¡Ven aquí! ¿Qué demonios estás haciendo?

El joven volvió junto a su maestro bibliotecario, que revisaba algunos tomos a la luz de unas velas. Era un hombre extremadamente anciano, como lo delataban su pelo blanco como la cima de una montaña nevada que caía en alud hacia su venerable barba. Su rostro estaba surcado de numerosas arrugas y padecía un tembleque que evidenciaba su fragilidad. Era un hombre sabio y respetado, pero Viktor y todos en palacio sabían que no viviría muchos años más. Por eso debía entrenar a Viktor para que fuese su sucesor.

-Los soldados han vuelto-comentó Viktor mientras se acercaba a su maestro-. Los invasores deben haber caído ante la fuerza de nuestro poderío militar.

-Me parece estupendo-dijo el anciano, como si no le preocupase en absoluto-. Léeme lo que pone aquí.

Una muestra más de que el hombre no duraría mucho, pues los incontables años de lecturas habían debilitado su vista hasta el punto de que apenas podía leer las letras, antes claras y diáfanas para sus ojos. Viktor solo esperaba no acabar tan achacoso cuando llegase a mayor, aunque los nada despreciables noventa años del maestro bibliotecario eran todo un logro por su parte.

Viktor ayudó a su maestro a ordenar los últimos tomos de la amplia biblioteca fuera de lugar y, una vez hubieron acabado, ambos marchaban con la lentitud de una tortuga a la gran sala del trono del palacio, donde se estaría recibiendo a los héroes de la patria en esos mismos instantes. El anciano renqueaba, aferrado al brazo de su joven ayudante, y para cuando llegaron a su destino, el lugar estaba atestado. A ambos lados, formando un pasillo que llevaba directamente al trono, se agolpaban las damas y los señores nobles de la corte, con gesto orgulloso y alegre. También se podía vislumbrar la intrusión de algún juglar, los cuales no perdían ningún detalle para luego poder cantar las alabanzas y gestas de los victoriosos. El monarca se encontraba en su posición privilegiada, acompañado de los comandantes de sus ejércitos, pronunciando un glorioso discurso en el que alababa la victoria alcanzada por sus ejércitos, la determinación de su pueblo contra los invasores y a aquellos que habían caído en combate por el bien de toda la nación.

Los oídos de todos los presentes no perdían ni un solo detalle, pues ese era un día histórico y de celebración, pero Viktor apenas oía las palabras del rey como un hilillo de voz que se introducía por algún resquicio de su cerebro. Y es que aunque él también se regocijaba como los demás, su mente volaba por otros derroteros. Pues fue hace varios meses, justo el día en que las tropas marcharon a la guerra, cuando vio por última vez a su amante. Su amado Zac, un joven de cabello de fuego y mirada de hielo, el amor de toda su vida… Él había marchado como un soldado raso más a aplacar esa invasión norteña y desde entonces no lo había vuelto a ver. Viktor se preguntaba si había sobrevivido. Su corazón anhelaba volver a ver su rostro, a sentir su tacto… Todavía no sabía si se encontraba entre aquella procesión de hombres que había entrado triunfante por las puertas o su cuerpo yacía perdido en el campo de batalla, tal vez cremado en una pila de cuerpos agujereados por las espadas y las lanzas. Prefería no pensar en ello. Prefería creer que había vuelto y que lo vería en cualquier momento. Pero, al mismo tiempo que su corazón ansiaba reencontrarse con él, su mente aborrecía esa idea. Y la razón de ello había sucedido exactamente el mismo día en que se vieron por última vez, cuando… No. Viktor prefería no rememorar esa escena. Le resultaba horrorosa y traumática. No quería volver a pasar por eso de nuevo. No quería rememorarlo. Y precisamente por eso no quería verle de nuevo. Pero le amaba tanto…

Los subsiguientes días se desenvolvieron entre celebraciones y honras. Viktor y su maestro, como hombres letrados y privilegiados dentro del círculo de confianza del rey, tenían acceso a todos los banquetes que el monarca organizaba. Aunque solían permanecer a un lado, lejos de los bailes de la corte y sus temas políticos, siempre disfrutaban de una cena frugal y abundante en frutas y carnes. Por lo menos las celebraciones le disipaban de sus pensamientos, al menos durante un tiempo. Siempre era bonito contemplar a las damas de la corte relucir sus hermosos vestidos, con faldas que volaban cada vez que daban rápidas vueltas sobre sí mismas o se movían al compás de sus pies como olas del mar. Los hombres también lucían prendas de envidia, no tan pomposos pero no por ello menos lujosos. Viktor a veces se imaginaba a su amado Zac enfundado en uno de esos trajes. Resultaba tan atractivo… ¿Y qué hubiera pensado la gente si alguien averiguase que su amante era un hombre? Eso le tribulaba y, por suerte, su maestro era demasiado anciano como para percatarse de sus suspiros o siquiera sospechar alguno de sus pensamientos. Por eso no podía volver a verle…

Las celebraciones por la victoria duraron cinco días. Una vez terminados los festejos, la rutina normal se volvió a imponer y el trabajo duro y las enseñanzas de su maestro volvieron para seguir distrayendo la mente de Viktor. Pero un día en que maestro y aprendiz estaban concentrados en la colocación de algunos tomos, un mensajero real irrumpió en la biblioteca.

-El rey ha pedido que se le lleven los últimos tomos que recogen la historia del reino a sus dependencias-anunció.

-Por supuesto-respondió el anciano bibliotecario-. Decid al rey que enseguida los tendrá. Viktor, ayúdame a buscarlos.

El orden en la clasificación era un tema estricto e indispensable y Viktor, al igual que su maestro, se lo sabía de memoria. Ambos buscaron y recogieron los tres o cuatro últimos tomos, grandes losas de papel envueltas en cuero y llenas de letras y grabados que contaban los hechos y hazañas de reyes pasados. El anciano designó al propio Viktor  para cargar con dichos volúmenes hasta las dependencias del monarca, una tarea que se presentaba ardua por el peso de estos, pero a la que Viktor estaba acostumbrado. Al fin y al cabo, había cargado con libros de todo tamaño e índole de un lado a otro del palacio y de la biblioteca a pesar de su raquítica complexión.

Los pasillos del palacio se encontraban desiertos. Ese ala solía ser poco frecuentada por los nobles y los sirvientes, que sólo acudían allí en casos de necesidad o de orden. Viktor oía el eco de sus propios pasos rebotar por las paredes y volver a sus oídos, el único acompañante en su trayecto. Aunque no fue del todo solitario, pues cuando viró una esquina, se apareció ante él una figura con la que estuvo a punto de chocar. Lo único que llegó a ver del recién llegado era que vestía la armadura que le reconocía como sargento dentro de las filas del ejército.

-Perdonadme-dijo Viktor, cerrando los ojos en un acto reflejo y retrocediendo para evitar que los tomos cayesen-. Estaba distraído, yo… Lo siento mucho.

Viktor alzó los ojos para intentar reconocer al personaje con el que había estado a punto de chocar. Y cuando lo vio, se quedó sin aliento. Allí estaba… Zac… Su pelo largo del color del fuego… Sus ojos azules del color del hielo… Su nariz fina y sus labios en forma de arco… ¿Acaso era un sueño? Tenía ganas de soltar los libros, que cayesen al suelo de manera estrepitosa  y poder alzar el brazo y acariciar ese rostro de ángel, tan sólo afeado por una pequeña cicatriz en el pómulo izquierdo que Viktor veía por primera vez… Pero se contuvo, pues no podía desatender sus labores y dañar un material tan valioso. En cambio, fue Zac el que alzó una mano y acarició el rostro de Viktor. Este sintió el frío y metálico contacto del guantelete. No era un sueño… Era real.

-Viktor, mi amor…-musitó el soldado-. Tantos meses separados… Te he echado tanto de menos…

Viktor deseaba unir sus labios con los de su amado. Un contacto que apenas sería suficiente para describir lo mucho que habían ansiado ese reencuentro. Tantos meses separados, sin verse, sin percibir su aliento o su tacto… Pero la mente de Viktor volvió al recuerdo de esa última noche, de ese último contacto, y retrocedió una vez más, como si el tacto metálico del guantelete le repugnase.

-No… No podemos… No debemos volver a vernos-exclamó, apartando la mirada.

-¿Por qué no? Viktor, he vuelto de la guerra después de tantos meses… ¿Y así me recibes?

-Yo… Lo siento… Me alegro de verte… Vivo… Pero no puedo… No podemos…

-No sabes cuántas veces he soñado con este momento… Luché por ti, vengo con un nuevo rango…

-Me alegro por tu promoción. Ya veo que te han ascendido a sargento. Pero no podemos volver a vernos.

Suerte que no había nadie por los alrededores para verles y oírles.

-¿Por qué dices eso?-inquirió Zac, apenado-. ¿Acaso ya no me amas?

-No es eso. Todavía te amo. Es que…

El recuerdo le turbaba y le impedía hablar.

-No quiero que nos separen de nuevo-soltó Viktor de sopetón-. No quiero que nos encarcelen por nuestro amor. No quiero…-una lágrima empezó a correr por su rostro-. No quiero perderte…

-Y no me perderás. He vuelto, esta vez para quedarme. ¿Por qué lloras?

-¿Acaso no lo recuerdas?-gritó.

Viktor apretó los labios tan pronto como se percató de que había levantado la voz más de lo debido. Cualquiera en palacio podía haber oído aquello. Viktor cogió carrerilla y eludió a Zac, dispuesto a seguir con su tarea y dejar atrás a su amado. Pero este le agarró por la túnica y le detuvo.

-¿Qué te pasa, Viktor? ¡Por favor, dímelo!

-Ya no te acuerdas, ¿verdad?-estaba al borde del llanto.

-Dime de qué me tengo que acordar.

-De nuestro último día juntos… Antes de que te fueses a la guerra…

El rostro de Zac se iluminó. Ahora comprendía. Ahora recordaba.

Era su última noche juntos. Al día siguiente, Zac se marcharía a repeler a los invasores de la frontera norte del reino. Era una empresa arriesgada en la que muchos hombres morirían, pero era necesaria para el bienestar de todos. Y aún en el caso de que Zac sobreviviese, pasarían muchos meses antes de volverse a ver. Ninguno de los dos podía soportar separarse del otro. Era una idea inconcebible en sus mentes y sus corazones llenos de amor por el otro. Por eso, en medio de la noche, mientras todo el mundo dormía, Viktor se escabulló de su alcoba. Amparado por la oscuridad, recorrió el palacio y se deslizó hasta los barracones, donde los soldados dormían, entre ellos Zac. Ambos amantes habían acordado escaparse de sus respectivos dormitorios y verse cerca de allí. Cuando Viktor llegó a las puertas del edificio de la soldadesca, no vio a su amado de cabello de fuego, pero si oyó a sus espaldas el ulular de un búho. La señal convenida. Viktor se acercó al origen del sonido y allí le vio, escondido entre unos barriles. Su amado Zac, una visión gloriosa y sublime… Cogidos de la mano, traviesos entes nocturnos, se alejaron de ese lugar en busca de un sitio apartado para manifestarse su amor, al igual que habían hecho otras tantas veces. Nadie hasta entonces les había descubierto mientras se besaban con pasión, se desnudaban y se rozaban sus cuerpos desnudos. Entonces todavía era verano y las noches no eran frías, con lo cual podían hacerlo a la intemperie, escondidos donde solo la luna pudiera verles. Ambos gozaban sintiendo el latido del otro, sus pezones, sus ombligos, sus manos, su pelo… Y cuando Zac le penetró, era como haber alcanzado el cielo. Amaban verse, pero aún más amaban quererse, y lo hicieron como tantas otras veces con anterioridad. Y tanto disfrutaron haciendo el amor bajo las estrellas que bajaron la guardia, y por eso no oyeron al capitán Garamiah acercarse a ellos. El comandante en jefe del ejército en el que servía Zac les pilló en pleno acto profano, dos cuerpos masculinos completamente desnudos en un acto que para alguien tan ortodoxo como el capitán resultaba grotesco e inconcebible. Los gritos y maldiciones que les dedicó el militar jamás se oyeron con anterioridad en parte alguna del mundo y su separación, que debería haber sido placentera y convenida, se convirtió en un momento brusco e incómodo mientras el capitán se llevaba a su soldado de vuelta a las barracas, dejando al aprendiz de bibliotecario con la marca de la bofetada que el capitán le propinó. Desde entonces, Viktor no volvió a saber nada de Zac, que al día siguiente se marchaba en formación hacia el norte, una cabeza con casco más e irreconocible dentro del bosque de soldados con el mismo atuendo de batalla. Gracias a ello, evitaron un juicio que fácilmente se habría saldado con la ejecución de uno de ellos o los dos, pero Viktor, al tiempo que añoraba a su amado, temía el día en que volvería junto con el capitán Garamiah, el cual les delataría tan pronto como llegase junto al monarca. Y entonces ya no habría vuelta atrás.

Zac lo recordaba perfectamente. Pero no había vuelto a pensar en ello hasta ese mismo instante.

-Ya veo a que te refieres-musitó el chico de pelo de fuego.

-No quiero perderte…

Viktor empezó a sollozar, esta vez de verdad. Zac le atrajo hacia sí mismo y le abrazó. Las lágrimas resbalaron por la reluciente armadura nueva de Zac, mojando algunos folios de los tomos que quedaron atrapados entre ambos. La congoja les oprimía el pecho.

-No pasa nada…-dijo Zac, como quien intenta consolar a un niño pequeño-. No me vas a perder.

-¿Por qué dices eso?

Zac tomó aire antes de responder.

-El capitán Garamiah murió en combate. Un flechazo fatal. No se lo llegó a contar a nadie.

Viktor alzó la mirada para observar a su amado.

-¿Lo dices en serio?

-Sí. Por eso han ascendido a muchos de mis superiores. Y, gracias a mi valor en el campo de batalla, a mí me ascendieron a sargento.

Viktor sonrió. No por la muerte del capitán, sino por el alivio que suponía que su amor, prohibido para el resto del mundo, siguiese siendo un secreto. Pero entonces un oscuro pensamiento pasó por la mente del aprendiz de bibliotecario y se zafó bruscamente del abrazo de su amado. Miró a ambos lados nervioso, pero todavía estaban solos.

-Pero… ¿Y si nos vuelven a descubrir?-exclamó-. No podemos tentar a la suerte otra vez. No podemos volver a vernos.

-Tomaremos más precauciones…

-¡Ya las tomamos aquella vez y nos pillaron! ¡No quiero que nos vuelva a suceder! ¡No quiero verte morir por nuestro amor!

Zac le contempló atónito. Pero en el fondo le comprendía.

-Jamás me verás morir.

-¿Cómo estás tan seguro?

El chico de cabello de fuego suspiró.

-No lo estoy…

El silencio se hizo entre ambos. Viktor le había contagiado sus preocupaciones.

-No podremos seguir juntos…-dijo el aprendiz de bibliotecario-. No así…

-Entiendo lo que dices…-respondió, con una calma inusitada-. Entonces, ¿no quieres volverme a ver?

La respuesta le dolía a Viktor.

-No… Si eso me garantiza que no te veré morir, entonces no quiero volver a verte.

La respuesta también le dolió a Zac y no lo disimuló. Sin embargo, lo sobrellevó con firmeza, como correspondía a todo un militar bien entrenado.

-De acuerdo, pues. Que así sea.

Viktor notó cómo se le rompía el corazón. Zac también sentía lo mismo. Pero era por el bien de ambos. El chico de cabello de fuego se giró y se dispuso a marcharse. Sólo llegó a dar unos pocos pasos antes de detenerse y darse la vuelta.

-Esta noche, a medianoche, visitaré tu alcoba-anunció-. Llamaré con nuestra llamada secreta. Si me abres, entenderé que todavía quieres amarme y verme, a pesar de los riesgos que pueda entrañar. Si no me abres, aceptaré que no me quieras volver a ver y así quedarán las cosas.

-De acuerdo…-musitó Viktor.

Zac se alejó por el mismo camino por el que había venido. Viktor ya estaba pensando en esa noche y en la decisión que tomaría. Pero dudaba. No sabía qué decisión tomar. ¿En serio sería capaz de no abrirle la puerta, de rechazarle, después de tanto tiempo separados y queriendo verse? ¿Y si le abría, seguían consumando su amor y les acababan pillando en un fatal desliz? Se quedó plantado allí durante varios minutos, sin decidirse por ninguna de los dos opciones, sopesando todas las posibilidades que cada una entrañaba, hasta que recordó por qué estaba allí y qué hacía con esos libros en sus brazos. Rápidamente se dirigió a las dependencias del rey, donde estarían esperando con impaciencia su llegada con los libros.

El día dio paso al crepúsculo, y el crepúsculo dio paso a la noche. La luna asomó su gentil rostro por el horizonte en compañía de su vasta prole de estrellas, iluminando la oscuridad celestial sin llegar a eclipsarla. Tras la cena, Viktor se retiró a su alcoba con el pretexto de que se sentía cansado, pero una vez allí se sentó en su cama, los ojos abiertos y la mente activa. A través del ventanuco podía ver a la emperatriz de la noche ascender por la bóveda celestial, al igual que hiciese su esposo solar por el día. El aprendiz de bibliotecario aguardaba a que su amado golpease a la puerta con la inconfundible llamada que ambos habían inventado para saber que estaban allí, que no eran nadie más que ellos. En ocasiones anteriores, cuando eso sucedía, ambos se introducían en esa misma habitación, al amparo y la intimidad de la noche, y daban rienda suelta a su amor, sin nadie que sospechase lo que se cometía entre esas cuatro paredes. Pero ahora Viktor no lo tenía tan claro. ¿Le abriría o no le abriría? Si lo hacía, había probabilidades de que al menos uno de ellos terminara en el cadalso,  con el hacha del verdugo empapada de sangre y la cabeza rodando, escindida del resto del cuerpo. Y si no lo hacía, se arrepentiría durante toda su vida de no haber cogido el pomo y haber permitido la entrada de su amado, de manera que la próxima vez que se viesen sería desde lejos, como extraños que viven en mundos distintos, pero el corazón destrozado por la culpa y el arrepentimiento.

La luna se acercaba a su cénit. Era cuestión de unos instantes. Viktor no se había movido de esa posición durante todo el tiempo que estuvo ahí. Casi parecía una marioneta que había sido abandonada en un rincón para que cogiese polvo. Y entonces sonó. Un golpe, seguido de una pausa, dos golpes consecutivos, otra pausa y otro golpe. La señal convenida por ellos tantos años atrás. El corazón de Viktor empezó a latir con fuerza, tanto que parecía que reventaría su pecho y saldría al exterior de manera frenética. Como una exhalación, el aprendiz de bibliotecario llegó junto a la puerta y extendió la mano hacia el picaporte. Pero, antes de asirlo, vaciló. ¿Qué debía hacer? ¿Abrir o no abrir? Las múltiples variantes que su mente había concebido a lo largo del día pasaron como una exhalación ante sus ojos. Se sentía tenso e indeciso. ¿Qué debía hacer? No había nadie más allí que le diese una señal.

Respiró hondo. Cerró los ojos y escuchó a su corazón. Dejó de pensar, sólo actuó. Su mano llegó hasta el picaporte, lo agarró con fuerza, como si se fuese a resbalar entre sus dedos, y tiró. Las bisagras se quejaron del esfuerzo producido. La puerta de madera se hizo a un lado y, cuando Viktor abrió los ojos de nuevo, allí estaba. Zac, pleno en su hermosura aún cuando la penumbra nocturna la escondía. Enfundado en su armadura con un león rampante grabado en su pecho. Ambos se miraron, una mirada que habían ansiado durante tantos meses y que por fin se hacía de nuevo realidad.

-Sabía que lo harías-musitó Zac.

-Si lo sabías, ¿por qué me pusiste a prueba?

-Precisamente por eso.

El caballero entró y se abalanzó a los brazos de su amado. Sus manos se entrelazaron, rodeando con los brazos el cuerpo del otro, al tiempo que sus bocas se fundían en un beso apasionado. Se saboreaban mutuamente, el mayor dulce que jamás podría haber concebido el más experto pastelero. Zac agachaba la cabeza ligeramente, ya que era unos pocos centímetros más alto que su amado. Cerraron la puerta y su intimidad quedó sellada, lejos del mundo exterior que no aprobaba su unión. Sólo acompañados por el fuego que crepitaba en la chimenea, unos libros que yacían tirados en la mesa y la traviesa mirada de las estrellas que podían espiarles a través del ventanuco.

El beso se cortó. Querían más. Tenían que disfrutarse con plenitud. Viktor se separó de él y, de una manera tan frenética que parecía poseído por un demonio, se abalanzó contra las correas y cinchas que sujetaban la armadura al cuerpo de su amado. Adoraba hacer eso y Zac lo sabía; por eso había venido preparado como si marchase a la guerra. Primero fue el peto, que Viktor depositó en el suelo junto a él, con suavidad para que el ruido metálico no atrajese la atención de visitas indeseadas. Luego el espaldar, las escarcelas, las botas, el codal… Zac también ayudaba quitándose las partes que menos ayuda requerían, como los guanteletes o las grebas. Cuando toda sobrevestee de metal quedó desperdigada a un lado, Zac se quedó vestido con una simple camisa de lana y unos calzones de cuero. Pero no era suficiente para Viktor, quien también tenía que quitarle aquello. Cogió la camisa por la parte más baja y tiró hacia arriba. El torso nervudo y fibroso de Zac quedó al descubierto, de hombros anchos y brazos potentes. Tenía una pequeña mata de pelo rizado en el pecho del mismo color del fuego y una larga cicatriz en el pectoral derecho que iba desde el pezón hasta la clavícula, recuerdo del día en que ambos se conocieron. También tenía otras marcas y heridas malamente curadas, producto de la guerra de la que acababa de volver, pero poco le importaron a Viktor, pues sólo añadían atractivo a su hercúleo cuerpo. Las manos de Viktor empezaron a pasearse por la piel descubierta de su amado, un tacto rugoso que llevaba tantos meses sin tocar que ahora se sentía morir.

Zac consideró intolerable esa desventaja. Se agachó y tomó la túnica de Viktor por el extremos de los faldones y tiró hacia arriba. Por debajo, Viktor también vestía camisa y calzones. Zac no se detuvo ahí y primero le quitó la parte de arriba, revelando un cuerpo delgado y pálido como la luz de la luna, sin marcas y con apenas un pequeño arroyo de pelo que nacía en sus genitales y desembocaba en su ombligo. Zac también disfrutó de esa textura, más virgen y más suave que su cuerpo lleno de cicatrices de batalla y ambos  juntaron sus cuerpos y sus labios una vez más. El pene erecto de Zac empezaba a hacer fuerza hacia fuera y, sin siquiera soltar su boca, él mismo se desabrochó los calzones y se los retiró. Debajo tenía un miembro alargado y venoso que nacía de unos testículos abultados y peludos. Su pene tenía el grosor de una nuez y estaba coronado por un glande rosado que empezaba a rozar el ombligo de Viktor. Cuando sus calzones cayeron, Zac hizo lo propio con los de Viktor, revelando un miembro más delgado y no tan venoso como el suyo, aunque igualmente largo y coronado por un glande del mismo color que su amante, aunque no tan saliente ni grande. Sus testículos también eran más pequeños e igualmente peludos aunque, mientras los de Zac se veían envueltos en una vorágine de fuego, los de Viktor lo estaban en una masa de oscuridad cósmica.

Cuando los labios estuvieron satisfechos, los dos amantes se recostaron en la cama del aprendiz de bibliotecario. Zac se recostó de manera normal, mientras que Viktor se acomodó entre sus piernas abiertas, contemplando la extensión del amor de su amado. Agarrándolo con firmeza, se lo llevó a la boca y empezó a paladearlo con su lengua, explorando cada textura y sabor como si fuese un manjar digno de dioses. El vello de fuego de Zac le hacía cosquillas en la nariz cada vez que engullía, pero estaba acostumbrado a ello. El joven militar soltaba de vez en cuando pequeños gemidos de placer, producidos por el contacto de la boca de su amado con su pene, y movía las caderas en consecuencia, como si quisiese infiltrarse por completo en la garganta de Viktor y servir como su cena.

-Oh, Viktor…-susurró-. Cómo te he echado de menos…

Su amado le soltó y trepó por su cuerpo, hasta llegar a reposar su cabeza sobre el peludo pecho de color del fuego. El contraste de color de las pieles de ambos delataba dónde acababa uno y empezaba el otro.

-Yo también te he echado de menos…-musitó.

-Yo todavía más… No sabes lo que es permanecer días y días durmiendo a la intemperie, enfundado en metal, con los enemigos al acecho y tú tan lejos de mí…

-Tienes razón… No puedo… Pero yo también he sufrido sin ti…

La pueril disputa por averiguar quién lo había pasado peor se dirimió con otro beso. Sus manos bailaban por el cuerpo del otro, explorando los pezones erectos, los fuertes hombros, los huesos más salientes, los ombligos, las cicatrices, las pieles… El calor que exudaban sus cuerpos los envolvía y los calentaba aún más que el fuego de la chimenea. Sentían el latido de sus corazones, potentes y bombeando su amor a cada una de las fibras de su cuerpo. Sentían el aliento cálido y agitado que se deslizaba por sus rostros. Y, sin siquiera soltarse ni un instante, Viktor trepó los últimos centímetros que separaban su cadera de la de Zac y se sentó sobre ella, sobre ese pene erecto que siempre miraba hacia arriba, el soldado más firme que podía haber en el ejército del rey. Con una mano Viktor la guió hacia su retaguardia y, sintiendo el contacto del glande en su ano, se lo introdujo con fuerza, obligando a sus músculos a ceder. Le llevó seis o siete intentos y varios gemidos de dolor acomodar la totalidad de ese miembro duro y grueso en su interior, tan familiar y tan deseado. Y sólo cuando Zac estuvo enteramente en su interior se sintió pleno.

Viktor se incorporó, cortando el beso, y empezó a subir y bajar, poniendo cada ápice de su cuerpo en el empeño. Era como si luchase para introducirse enteramente a Zac en su interior, que su existencia le llenase por dentro y llegase hasta su cerebro. Sus nalgas caían con fiereza sobre la cadera de Zac y ambos reprimían los gemidos de su placer para evitar hacer más ruido del debido. Por las mentes de ambos pasaron sus vidas, la vez que se conocieron, sus múltiples roces sexuales, su largo número de éxtasis vividos, y ambos fueron uno con el cosmos. Viktor agitaba su propio pene con la mano con el mismo ritmo con el que subía y bajaba, y cuando su cuerpo pedía más, él aumentaba la cadencia. La tensión se fue acumulando en los penes de ambos y, cuando no pudieron aguantar más, sendos chorros de semen salieron volando en el interior de Viktor y sobre el pecho de Zac.

El aprendiz de bibliotecario se derrumbó sobre el pecho de su amado, sin que este saliese de su interior.

-Cómo te he echado de menos…-dijo Viktor con apenas un hilillo de voz.

-Esto ha sido demasiado poco para todo el tiempo que te he añorado-susurró Zac al oído del otro.

-Sí… Pero estoy exhausto.

-No te preocupes… Yo seguiré por ti.

Zac abrazó el cuerpo de Viktor e hizo rodar a ambos sobre el lecho hasta que el soldado estuvo por encima. Ahora era Viktor el que yacía boca arriba con las piernas extendidas, levantadas en el aire. Zac, con todo su poderío tomando la posición de ventaja, se recostó sobre su amado, sin cargar todo su peso sobre él, y volvió a penetrarle. Mientras las poderosas caderas de Zac embestían las finas nalgas de Viktor, los dos amantes se miraban, ojos de hielo y de madera frente a frente que devoraban la belleza del otro que tantos sueños habían copado durante los meses de distancia. Y mientras sus zonas bajas conectaban y chocaban, sus pieles volvieron a sentir el roce del otro y sus besos se volvieron a sellar, ahogando cualquier gemido que pudiese escapar. No necesitaban nada más en sus vidas para ser felices.

-¿Sabes qué?-dijo Zac cuando cortó el beso, pero no los embates.

-Dime…

-Ahora que soy sargento, tengo una alcoba para mí solo. Podrás venir y visitarme alguna vez…

-Tendremos que tener cuidado para que no nos pillen…

-No nos volverán a pillar…

-¿Me lo prometes?

-Te lo prometo.

Viktor confiaba en él. Confiaba en que decía la verdad. Ambos volvieron a unir sus labios y a entrelazar sus cuerpos y poco después, con una última acometida, Zac volvía a derramar su simiente en el interior de su amado.

Cuando sus cuerpos satisfechos se relajaron, la hora de la despedida había llegado. Pero no una despedida como la de meses atrás, sino un pequeño lapsus entre la noche y el día siguiente en el que se volverían a ver. Zac se volvió a enfundar en sus prendas y su armadura con ayuda de Viktor, quien ya no se volvió a vestir para poder pasar la noche. Cuando el soldado, ahora sargento, de cabello de fuego estuvo de nuevo presentable, le dio un último beso a su amado y se dirigió a la puerta.

-Estaremos juntos por siempre, ¿no es así?-preguntó.

-Tú siempre serás mío y yo siempre seré tuyo-respondió el aprendiz de bibliotecario-. Sin importar las circunstancias ni los azares del destino.

Zac sonrió. Le dedicó un último vistazo a su amado y abrió la puerta. Tras cerciorarse de que el pasillo estaba vacío, salió sin apenas hacer ruido. Viktor le vio marcharse en medio de la noche y agradeció haber tomado la decisión acertada.


GRACIAS POR LEER MI RELATO

SI VEO QUE ESTE RELATO RECIBE SUFICIENTE ACEPTACIÓN, EN EL FUTURO RELATARÉ LA HISTORIA DE CÓMO ZAC Y VIKTOR SE CONOCIERON