El búnker

Una familia superviviente de una tragedia nuclear decide saltarse los prejuicios y dar rienda suelta a sus instintos.

EL BÚNKER

Me llamo Thomas Vargas y soy un superviviente de la bomba nuclear que cayó sobre la ciudad tejana de Austin aquel fatídico veinticuatro de junio de 2021. Sé que mi caso no es único, pero mi buen amigo Mariano Peláez me ha pedido que rememore y plasme sobre el papel lo que viví entonces, junto a mi familia, en aquel terrible momento en el que la diplomacia y la presión internacional no bastaron para contener la locura arrogante y desmedida de ese sátrapa aquejado de megalomanía llamado de Tiao Ming y Corea del Sur entró en guerra con Estados Unidos.

Hoy tengo cuarenta y dos años, y aunque aquello me ocurrió a los quince, aún conservo nítidos recuerdos grabados en mi memoria. Recuerdo que estaba en pleno revuelo hormonal de la adolescencia, como todos los chavales a esa edad. Al principio rehusé el ofrecimiento de mi amigo, pues no soy partidario de abrir las heridas cicatrizadas, pero estuve dándole vueltas al asunto y, al cabo, cambié de opinión. Decididamente haré caso a Mariano, y narraré los hechos acaecidos desde la distancia del tiempo como una terapia, pero con autenticidad, sin omitir detalles escabrosos u obscenos, y mucho menos adaptando el texto a mentalidades puritanas o infantiles.

Antonio, mi padre, fallecido aquel terrible día, era mexicano, de Tijuana en concreto, y no había cumplido la mayoría de edad cuando decidió emigrar al país de las barras y las estrellas. Atravesó la frontera ilegalmente, por donde tantos otros, por las cercanías de El Paso, guiado por el corazón y azuzado por la necesidad, con la esperanza siempre presente de hacer realidad el sueño americano. Las pasó canutas el pobre y no solo para que no le atrapara la policía que opera en la franja que separa Estados Unidos de México, sino para encontrar los primeros trabajos como emigrante ilegal hasta que pudo conseguir los permisos que legitimaban su presencia en Estados Unidos.

Trabajó incansablemente en innumerables oficios, compaginando muchas veces dos trabajos distintos. Su esfuerzo se vio recompensado por cierta prosperidad y un buen puesto como peón caminero en una empresa de construcción que se dedicaba a hacer autopistas y circunvalaciones. Se casó con Graciela Negredo, hija también de emigrantes mexicanos, aunque nacida allí y, tres años después de tener a mi hermana, Nelly, nací yo.

Los problemas de mi país con Corea del Sur no surgieron de la noche a la mañana. Como todo el mundo sabe, el desencadenante de la discordia, lo que empezó a enturbiar la paz entre los dos países, fue un avión militar que pillaron en el espacio aéreo de Estados Unidos y que la artillería antiaérea de un acorazado estadounidense se encargó de derribar sin contemplaciones. Los coreanos alegaron que el piloto había tenido una avería que le había impedido controlar el avión y por ello se había desviado de la trayectoria prevista, pero que, en ningún momento, albergaba malas intenciones. Dijeron que le habían disparado sin previo aviso, cosa que las autoridades estadounidenses negaban. "Nadie entra en nuestro espacio aéreo sin nuestro consentimiento. Y el que lo haga, que se atenga a las consecuencias.", fue la frase del general Arthur Weldon, jefe del Departamento de Defensa de la Casablanca. Al otro lado del Pacífico, el presidente de Corea del Sur pronunció su archiconocida y cacareadísima frase: "A nosotros no nos avasalla nadie". La semilla de la guerra ya estaba sembrada. Hubo más cruces de declaraciones, y poco a poco fueron surgiendo diferentes conflictos de poca entidad que finalmente cristalizaron en un ataque nuclear que solo se temían los más pesimistas.

Recuerdo que un año atrás más o menos, mi padre, después de ver las noticias por televisión, nos habló a la familia durante una cena.

—No me gusta como pintan las cosas con estos asiáticos. No me fio un pelo de ese Tiao Ming. Voy a tener que hacer algo.

La verdad es que a Tiao Ming, nuevo enemigo público número uno del país, la televisión lo ponía a caer de un burro a todas horas. Todo eran escándalos y excentricidades. Supongo que algo tenía de cierto y algo de exagerado. Decían que nunca se acostaba dos veces con la misma mujer, que antes de acostarse con cualquiera de ellas las daba un baño en una bañera de oro previamente llena con champagne de la mejor calidad, que tenía más de quinientos hijos, que nunca jamás había repetido un traje. Los más alarmistas comentaban también que una de sus muchas mansiones disponía de un refugio subterráneo más grande y mejor equipado que el de la Casablanca.

—¿Y se puede saber qué vas a hacer? —le preguntó mi madre.

—Yo también haré un refugio nuclear —sentenció—. Esos tipos tienen la bomba nuclear y a ese chiflado le veo capaz de usarla.

—¿Te has vuelto loco? —saltó mi madre—. La chica acaba de empezar la universidad y, por si fuera poco, este mes nos han vuelto a subir la hipoteca. Ya sabes que llegamos por los pelos a final de mes. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?

—De donde haga falta, Graciela, de donde haga falta. Si es necesario venderé el coche y me compraré una moto de segunda mano para ir al trabajo. Pero no me voy a quedar de brazos cruzados esperando que pase lo peor. Esa gente tiene bombas nucleares y ese líder que tienen me da mala espina.

—¿No bastaría con un refugio antitornados?

—No —respondió tajante mi padre—. Si tiran una bomba nuclear hace falta un sitio más seguro, que esté a mayor profundidad, para protegernos de la radiactividad que permanecerá en el ambiente durante mucho tiempo. Hay que aislarse.

Cuando a mi padre se le metía una idea en la cabeza no había forma humana de hacerle cambiar de opinión. Don Antonio Vargas veía un peligro inminente, a pesar de que, por lo pronto, los observadores internacionales, los periodistas y los tertulianos no vieran motivos para inquietarse. Huelga decir que gracias a la intuición de mi progenitor: mi madre, mi hermana y yo salvamos la vida.


Un sábado por la mañana, mi padre nos levantó a todos para empezar el trabajo.

—Arriba, gandules, que hay faena. Movilícense por una buena causa: su supervivencia. Como recompensa, esta noche les haré unos tacos que se chuparán los dedos.

Antonio había tomado prestado un martillo neumático de su empresa para empezar a excavar la oquedad donde construiría el refugio. Y también había tomado prestada una camioneta para llevarse la tierra esa misma noche.

Mi padre nos reveló que quería hacerlo en secreto. El motivo principal era que no quería que la burocracia retrasase y encareciera su proyecto. Tampoco le apetecía que se enterara el vecindario. El refugio estaba pensado para que cuatro personas pudieran sobrevivir durante un año, y no para acoger a un grupo más numeroso. Loco o visionario, lo tenía todo cuidadosamente pensado. Tenía planos acotados del búnker en planta, alzado y perfil. Pensaba hacer las paredes de ladrillo y recubrirlas con pesadas planchas de una aleación que contenía amianto y no se qué metales más a modo de protección.

Vivíamos en una casa unifamiliar, rodeada por un pequeño jardín y cercada por una verja de madera pintada de blanco. En la planta de arriba había cuatro dormitorios y un baño. En la de abajo estaba el garaje, la cocina, el salón y otro baño.

Antes de que mi padre se pusiera manos a la obra, expuse mis temores:

—¿Y si te encuentras con alguna cañería importante al excavar?

—Tommy: está todo pensado. Las cañerías importantes, como tú dices, se extienden a lo largo de las calles, de modo que a muchas de ellas se pueda acceder desde los túneles del sistema de alcantarillado. Debajo de nuestra casa solo hay tierra o roca. Ni hay cañerías, ni cables, ni nada que se le parezca.

Nelly, mi hermana, puso música heavy metal a todo volumen para contrarrestar y disimular el estridente repiqueteo del martillo neumático. Ahora fue mi hermana la que metió baza:

—Papá: ¿no temes que les pueda pasar algo a los cimientos de la casa?

—No, solo es un agujero en el suelo de un metro cuadrado. A la casa no le pasará nada.

Mi padre tuvo que sudar la gota gorda para agujerear las losetas del suelo y una especie de capa de cemento llamada zapata, sobre la que estaba construido el edificio, pero una vez hubo superado estos escollos, llegó a un punto en el que el suelo era de tierra dura entremezclada con piedras, y los avances fueron mayores. Dejó de usar el martillo neumático y pudo valerse de un pico y una pala.

Mi hermana llevaba puesto una raída sudadera y un viejo pantalón de chándal de fibras sintéticas que le quedaba un poco pequeño. Ella abría el saco, mientras mi padre echaba paladas de escombros en su interior. Recuerdo que mi hermana estaba agachada a la espera de que mi padre terminara de llenar el saco y sin pretenderlo tuve una hermosa panorámica de un tanga rojo con un pequeño triángulo y del inicio de la raja de su culo (justo desde la rabadilla), un culo esplendoroso, no seré yo quien lo niegue, aunque era mi hermana. Fue una sensación extraña: me sentí subyugado y avergonzado a partes iguales.

Por algún motivo inexplicable, cuando nos quedamos mirando fijamente a alguien, enseguida nos pillan, aunque la persona en cuestión esté de espaldas. Esta vez no fue una excepción. Mi hermana se volvió hacía a mí y me miró con gesto furibundo, con lo que tuve que desviar mi mirada y buscar otro sitio en el que posar mis ojos.

Pensé divertido para mis adentros que si todo el mundo tuviera una hucha tan bonita donde depositar sus monedas, la gente ahorraría más. Vaya con mi hermana, que se ponía un tanga a sabiendas de que aquel día no iba a salir de casa. Bien sé que no es la ropa interior más cómoda del mundo. En mi fuero interno, también me pregunté por qué las formas más típicas que suelen adoptar las huchas es la de un cerdito, si le pegaba mucho más la de una cerdita.

Estaba claro que Nelly ya no era la chica a la que sorprendía cuando éramos pequeños regándola con la manguera mientras estaba leyendo en una hamaca del jardín. Recuerdo que me perseguía sin tregua hasta capturarme y dejarme a su merced y que me llevaba unas merecidas zurras en el culo que me lo dejaban enrojecido y sin ganas de repetir la travesura en un buen tiempo. La vida nos había cambiado. Ahora hablábamos menos que antes y con menos espontaneidad.

—¡Tommy! Estás en Babia, hijo mío. ¿A qué esperas para llevarte el saco?

La voz de mi padre me sacó de mi ensimismamiento. Se me había ido el santo al cielo tras contemplar el tanga de mi hermana. Cogí el saco, lo puse sobre la carretilla, lo llevé a la pequeña camioneta aparcada en el garaje y, trabajosamente, lo coloqué en la parte trasera junto con otros similares. Esa misma noche llevaríamos los sacos llenos de cascotes a una barranquera que hay a pocas millas de nuestra casa, y nos desharíamos de ellos.


Los domingos y los festivos no se trabajaba. Mis padres eran muy católicos y no consentían que se hiciera nada, salvo ir a misa, pasear, leer o hacer la comida. Yo estaba en esa edad en la que empiezas a dudar de todo y a hacerte preguntas por todo. Verbigracia: ¿Qué había de malo en trabajar los domingos? ¿Qué tenía de aleccionador escuchar un sermón soporífero en el que se habla de poner la otra mejilla cuando alguien te golpea, como si eso solucionara algo? ¿Por qué no puedo comer carne durante la vigilia? ¿Para qué hace falta un confesor si Dios lo oye todo, lo ve todo y lo sabe todo? ¿Por qué no se pueden repartir preservativos para frenar la excesiva natalidad en según que sitios? ¿Qué beneficio podía obtener la humanidad de que yo me pusiera de rodillas en según qué momento?

Había otra cosa que también me rechinaba. ¿Qué le importaría al Supremo Hacedor que me masturbara? De un tiempo a esta parte, lo hacía todas las noches sin ninguna clase de arrepentimiento, puesto que la inquietud que me entraba si no lo hacía, me impedía conciliar el sueño. Simular que me arrepentía de algo de lo que no me arrepentía en absoluto, pues era uno de los momentos más esperados del día, hubiera sido de hipócritas.

¿Qué había de malo en qué dos personas del mismo sexo tuvieran encuentros sexuales? En la Antigüedad, la iglesia, que siempre estuvo muy ligada a los próceres de la guerra, condenaba que dos hombres se sodomizaran porque mediante esa práctica no se concebían hijos, que era justo lo que hacía falta para ganar las guerras, pues a mayor número de vástagos, más guerreros que pudieran ganar las batallas. Pero hoy en día aquella idea ya no tenía sentido, pues no era el número de soldados los que determinaban el resultado de una guerra, sino la tecnología. No obstante, esas ideas inservibles aún perduraban.

A grandes rasgos, me gustaba la espiritualidad y consideraba que había algo más de lo que vemos, pero no creía que nadie con dos dedos de frente y que se considerase dueño de su vida, necesitara que nadie le dijera cuáles debían ser sus principios éticos. Cuando pudiera escapar del amoroso y también opresor yugo familiar, ya me regiría yo mismo por mis propias decisiones y no por lo que dispusieran los mandamases de ninguna religión. No es que estuviera radicalmente en contra de la religión católica, ya que, a mi modesto entender se sustenta, en buena medida, en nobles valores y ayudan al prójimo con hechos reales, sino que consideraba que necesitaban renovar algunas ideas caducas y carentes de sentido.

Las obras concluyeron casi un año después de empezar; todo estaba listo a principios de junio de 2021. Al búnker se llegaba abriendo una pesada trampilla metálica en el suelo y bajando por unas escaleras de mano. Había otra más abajo, de manera que el lugar quedaba sellado casi herméticamente. El recinto se hallaba a unos cinco metros de profundidad sobre la superficie de la tierra.

La pieza tenía treinta metros cuadrados y contaba con un pequeño aseo de dos metros cuadrados conectado a nuestras propias tuberías y de una profunda fosa séptica o pozo oscuro a donde iban a parar las aguas fecales. Disponía de un cuarto diminuto que albergaba un generador de gasolina que, llegado el caso, podría suministrar energía al habitáculo, pues había varios barriles llenos de combustible. Contábamos con una conexión a la red eléctrica, pero mi padre quiso que hubiera un generador, por si ésta fallaba. También había un depósito de mil litros de agua para lavarnos y ducharnos.

El mobiliario consistía en una cama familiar y dos individuales. Y, sobre todo, lo que ocupaba una extensión mayor, eran unas sencillas estanterías metálicas repletas de: garrafas de agua, cajas de galletas, paquetes de leche en polvo, botes de crema de cacahuete, latas de conservas, frutos secos, chocolatinas y otros alimentos con la fecha de caducidad bastante lejana. También había dos enormes frigoríficos y un congelador industrial con fruta variada como naranjas o melocotones, para que no pilláramos el escorbuto, como esos navegantes de antaño que no sabían que sin vitamina C, eran hombres muertos en pocas semanas. Aparte de los alimentos, mi padre también había almacenado fluorescentes y cebadores de repuesto, pilas para la radio y una caja de herramientas. Colgado en una pared había un aparato usado en las centrales nucleares y en otros sitios que servía para medir el nivel de radiactividad ambiental. Ni que decir tiene que, por lo pronto, no había nada de radiactividad.

—Cocinar no se podrá, porque tendría que haber habilitado una salida para humos —explicaba mi padre, que había hecho un trabajo impecable con pocos medios—. Pero el problema de la ventilación lo he solucionado instalando un tubo en cuyo extremo hay un filtro antirradiación, del mismo material que utilizan en las centrales nucleares para protegerse. Y para no sacarlo directamente al exterior lo he conectado al túnel más próximo de la red de alcantarillado. De esta manera, el aire se renueva y disminuye el riesgo de vernos afectados por la radiactividad.


El 21 de junio de 2021 se produjo uno de los momentos más terribles y sangrientos de nuestra joven nación, Estados Unidos. Unos terroristas habían introducido una bomba nuclear de neutrinos en un sencillo un avión de carga procedente del extranjero que, en ese momento sobrevolaba suelo estadounidense. Amenazaron con dejar caer la bomba en dos horas en una ciudad indeterminada si el Tesoro Público no aligeraba sus arcas en diez mil millones de dólares con destino a cierto número de cuenta en las islas Caimán. La verosimilitud de la amenaza hizo que todas las cadenas de televisión y las emisoras de radio interrumpieran su programación y divulgaran esta información para tratar de que todo el mundo se enterara.

La cúpula del Pentágono apretó las tuercas a los controladores aéreos para tratar de localizar la nave que pretendía bombardear el suelo estadounidense, pero éstos alegaron que todos los aviones que en ese momento sobrevolaban el suelo patrio habían entrado con todas las garantías legales.

El presidente de Estados Unidos hizo un comunicado de urgencia que retransmitieron en directo de forma unánime las radios y las televisiones, en el que se opuso al chantaje terrorista, por el sencillo motivo de que con los terroristas no se puede negociar nada, porque pagar el dinero no garantizaba que no fueran a ejecutar la amenaza. "Con gente miserable y sin escrúpulos no hay nada que negociar. Aunque eso sí: tengan ustedes por seguro que si se les ocurre hacer algo, no van a tener donde esconderse en esta galaxia".

A mi hermana, a mi madre y a mí nos pilló en casa. Mi madre se apresuró a telefonear a mi padre, que recibió la llamada en una pista de tierra polvorienta, con la moto averiada. Porque para sufragar los gastos del refugio nuclear, mi padre había vendido su utilitario y se había comprado una moto de segunda mano que había recibido mucho trote y no estaba en buenas condiciones, con tan mala suerte que se le había parado aquel día.

El pánico había cundido y en las salidas de las autopistas de todas las ciudades estadounidenses se arracimaban un montón de vehículos desesperados por salir de la urbe. Sociólogos y periodistas llamaron después a este fenómeno: éxodo preventivo. No olvidemos que los terroristas especificaban en la amenaza que la bomba caería sobre una ciudad. En vista de la lentitud del tráfico, mi padre había tomado un atajo por una pista de tierra para volver a casa, con tan mala suerte que el motor se le había recalentado y la moto se había detenido. Mi madre tenía puesto el dispositivo "manos libres" del teléfono y todos pudimos oír como decía: "No puedo entretenerme más. Tengo que intentar arrancar este cacharro. Coge a los chicos y baja al refugio. Te prometo que llegaré a tiempo."

Cogimos ropa, mantas y otros enseres y bajamos al búnker por la escalerilla. Allí esperamos con el alma en vilo el desenlace de aquella historia.

Desgraciadamente, mi padre no pudo cumplir su promesa. Como todos ustedes saben, la bomba estalló reviviendo y haciendo rememorar el holocausto de Hiroshima y Nagasaki, setenta y seis años después, precisamente en Austin, mi ciudad natal. No quiero entrar en detalle de las cifras de heridos y fallecidos, porque para eso están los registros oficiales y las hemerotecas. Ni de cómo quedó arrasada la ciudad en su mayor parte convirtiéndola en una ruinosa ciudad fantasma. Ni del incendió devastador que se produjo a resultas del impacto, que pulverizó todo lo que había a dos millas a la redonda. Porque no soy un entendido en la materia, de puntillas pasaré por el hecho de que la bomba era similar a la que estalló en Hiroshima en cuanto a kilotones de potencia, pero que la actividad radiactiva resultante se prolongó durante dieciséis meses en un radio de cuarenta millas a la redonda, desde el punto del impacto.

Pero he de decir que el estruendo que oímos ha sido la sensación más atroz, infernal e inhumana que había experimentado. No sé ni cómo no nos quedamos sordos. Bueno, eso y la luctuosa certeza de que ese hombre tenaz, laborioso y lleno de bondad que era mi padre, había muerto cumpliendo su última misión: salvarnos.

Hubo gente que se ocultó en aparcamientos subterráneos o en el metro y que también sobrevivió. Ahora me viene a la cabeza la impactante película de Stan Robson, "Austin" en la que un grupo de personas se organizan para sobrevivir con los alimentos de las máquinas expendedoras del metro, una máquina de fruta entre ellas, su bien más preciado. Y como el bien que necesitaban para subsistir era escaso (la fruta la tenían que racionar entre los doce que eran) la defendieron a tiro limpio en una guerra sin cuartel, pues todos llevaban una pistola encima, haciendo uso de una de las libertades democráticas de los estadounidenses, que era la de portar armas de fuego.


¿Qué culpa tengo yo de que las cosas sexuales sean tan imprevisibles? Le explicaré por qué digo esto.

Cuando el sonido de la atroz detonación cesó y nuestras esperanzas de volver a ver a mi padre con vida, terminaron por completo, encendí el generador, pues estábamos a oscuras, en la plena negrura. Después vi como, derrengada y sin fuerzas, mi madre se dejaba caer en el suelo y se echaba a llorar desconsoladamente. Mi hermana y yo nos acurrucamos junto a ella y la abrazamos.

Mi hermana y mi madre eran físicamente muy parecidas: con el pelo negro y liso, morenas, delgadas, con buen tipo. Lógicamente mi madre tenía los pechos un poco más voluminosos y caídos que mi hermana, pero estaba bastante potable para su edad, pues frisaba los cuarenta. Al abrazarla, el contacto con su pecho me provocó una erección casi repentina. Mi pene era tan rebelde, maleducado e inoportuno que no entendía que aquel no era el momento adecuado para enderezarse. Pero lo que me hizo sonrojarme y sentir un sofoco indescriptible fue que mi madre, al girarse para acomodarse mejor tocó involuntariamente con su muslo mi pene tieso. Al instante se apartó evitando alargar el contacto con mi tieso manubrio, pero era obvio que lo había notado. Me temí que me dijera algo, porque mi madre es muy religiosa y aquello no parecía muy normal, pero no hizo ningún comentario al respecto. Eso sí, bisbiseó un responso y estuvo un largo rato en silencio con los ojos cerrados y la cabeza gacha.

Después mi hermana y mi madre se levantaron. Mi hermana fue en busca de un pequeño televisor portátil para ver y oír las noticias —u oírlas, al menos— y mi madre se dirigió a las estanterías para escoger la primera cena. Lógicamente había muchos canales que no se sintonizaban, pero siempre se podía oír la radio porque algunos de los repetidores se hallaban a una distancia considerable y no habían sufrido daños con la onda expansiva. Yo me quedé sentado contra la pared con las piernas dobladas para disimular mi vergonzosa erección hasta que mi mente se distrajo en otros asuntos y la rigidez de mi pene fue desapareciendo poco a poco.

Colgado en la pared, el medidor de radiactividad marcaba una cantidad insignificante, fuera de todo peligro para la vida humana.


Lo que va a continuación ocurrió la tercera noche. Como no podía ser de otra manera en el reducto subterráneo, al apagar los fluorescentes, la oscuridad era absoluta, sepulcral. De pronto y haciendo que me sobresaltara, pues estaba a punto de empezar a masturbarme, percibí que alguien siseaba en las proximidades de mi cabeza, conminándome a guardar silencio.

—Guarda silencio, hermanito, que sé lo que me hago.

Desconcertado y con el aliento en suspenso oí como alguien —que por la voz supe que se trataba de mi hermana— se introducía bajo las mantas y sábanas de mi cama, rozándome con su suave y tersa piel. Una mano audaz se deslizó por debajo del elástico del pantalón de mi pijama y sus dedos recorrieron y se enroscaron sobre mi miembro, sobre mis testículos, sobre el incipiente vello de mi pubis.

Yo aún era virgen de cualquier contacto sexual con otro ser que no fuera yo. Tenía amigos que se vanagloriaban de haber tenidos varias novias, pero yo, como por aquel entonces era un poco retraído y me centraba casi exclusivamente en los videojuegos y en los estudios, por este orden, todavía no conocía mujer en el sentido bíblico del término.

Como es natural, mi pene no tardó en adquirir dureza. Mi hermana se metió de cabeza por debajo de las sábanas, me bajó los pantalones con mi colaboración e introdujo mi miembro en su boca. Como superviviente de una catástrofe de esta envergadura así, me sentía mezquino por estar sintiendo ese placer que me invadía, mientras otros estarían muertos, agonizantes o gravemente heridos. Pero el sentido común me llevó a darme cuenta de que yo no era el causante de aquello y de que por mucha rabia y dolor que albergara en mi interior, no podía hacer nada por nadie más que por mí o por alguna de las personas con las que compartía aquel cautiverio. Así que más me valía adaptarme a las nuevas circunstancias agradeciendo al cielo que estaba vivito y coleando. Y, sobre todo, que mi bella hermana se estaba prestando a aquello si que nadie se lo hubiera pedido.

Mi hermana me ensalivaba el tronco de mi miembro y luego lo chupaba con suma delicadeza. Me puse de medio lado para facilitarle la tarea. También aproveché la cercanía de sus nalgas para acariciarlas y apretarlas entre mis dedos, refocilándome con su suavidad y su elasticidad. Me hubiera gustado verlas, pero no podía encender la luz, puesto que no sabía cómo iba a reaccionar mi madre al ver a su hijo menor, recibiendo una felación bajo las sábanas de su propia hermana. Acaricié su raja (imagen predilecta de mis masturbaciones por su realismo desde que le vi su bonito trozo de piel, en un descuido, aquel día ya lejano en que empezamos a construir el búnker), donde empezaba a condensarse un fina capa de sudor y, en la oscuridad, mis manos también palparon su entrepierna, húmeda y rezumante de flujo.

Mientras Nelly chupaba y chupaba mi arqueado miembro, yo me recreaba magreando su trasero sin parar, con creciente frenesí, y olvidando por un momento mágico la desazón inconmensurable que me embargaba por estar allí encerrado. Entonces me di cuenta del inmenso poder del sexo, que aún en las condiciones más ingratas y penosas te hace sentirte dichoso y afortunado: un auténtico privilegiado.

Conteniendo los gemidos como pude, para no despertar a mi madre, eyaculé con fuerza en su boca y ella tragó y luego succionó todo mi esperma como una bomba humana, procediendo luego a limpiar con su lengua los restos de líquido que resbalaban por la superficie de mi miembro. Esa noche recuerdo que concilié el sueño enseguida.


Mi hermana y yo habíamos establecido un acuerdo tácito en el que el incesto entraba dentro de lo aceptable. Y también, que ella, universitaria y mayor de edad, podía tener sexo con un menor. Lo malo es que teníamos que hacer nuestras prácticas amparados en la oscuridad y procurando no hacer mucho ruido, para no despertar a nuestra madre, ya que las camas estaban bastante próximas unas de otras. Éramos como topos en una madriguera.

Aunque todavía no habíamos follado, no hablábamos de ello porque irnos a un rincón a contarnos secretitos hubiera despertado suspicacias en nuestra progenitora, de modo que manteníamos toda la discreción posible al respecto. Los cuerpos, por instinto, se entendían a la perfección, como en la natación sincronizada o como dos gemelos en el útero.

Por el día comíamos, bebíamos, escuchábamos música por la radio, pero, sobre todo, veíamos la televisión, nuestro único escaparate hacia el espacio exterior en aquella especie de celda, pues curiosamente éramos prisioneros voluntarios y, al mismo tiempo, obligados.

Se sospechaba que los terroristas, cuyo avión había sido derribado por un avión de la Fuerza Aérea estadounidense al negarse a aterrizar donde les decían, recibían órdenes de Corea del Sur, pero nadie podía demostrar fehacientemente las conexiones. El caso es que, pendientes de esclarecer la autoría de los hechos, Estados Unidos había puesto en marcha su plan para restablecer la normalidad después de la hecatombe. Entre otras cosas, se había delimitado la zona devastada, concediendo un amplio margen de seguridad, cortando las autopistas y carreteras que discurrían por el perímetro cuyo acceso estaba prohibido.


Una noche me acerqué a la cama de mi hermana. Habían transcurrido unas cinco semanas desde la explosión nuclear. Por costumbre, procuraba acudir al lecho de Nelly unas dos horas después del toque de queda, pues antes de acostarnos, mi madre siempre nos obligaba a rezar un sinfín de oraciones. Era la única manera de asegurarme de que mi madre ya estaba dormida.

Al introducirme en la cama de Nelly y abrazarla me di cuenta de que en esa ocasión me esperaba completamente desnuda. Hasta el momento, nuestros escarceos amorosos se habían limitado a tocamientos o a sexo oral. Todavía no habíamos hecho el amor, aunque yo ardía en deseos de que llegara el momento.

—Hoy te tengo preparada una sorpresa —me susurró al oído—. Hoy vas a saber lo que es bueno, pero tienes que prometerme que no te correrás dentro, ¿si?

—Te lo prometo.

Me dejé guiar por ella y me tumbó boca arriba sobre el colchón. Para dejar mi herramienta tiesa lo tuvo relativamente fácil. Bastó colocarse encima de mí, y restregar sus senos bien configurados durante un rato contra mi torso lampiño. Mis manos no pararon quietas en sus recias posaderas y su sedosa espalda, haciéndome sentir su contacto un placer electrizante, escalofriante. Sentí un placer creciente y egocéntrico que solo buscaba obtener más placer en una escalada infinita hasta que uno perdía la noción del tiempo y de la realidad.

Después de los juegos preliminares, ella se sentó a horcajadas sobre mi cintura y, a ciegas, se introdujo la cabeza de mi pene en su vagina. Los primeros compases del coito no fueron espacialmente memorables, pues mi pene había perdido algo de su volumen, pero al momento ya estaba yo disfrutando al máximo con mi verga bien dilatada.

De súbito, se encendió la luz. Mi madre nos contemplaba furiosa, indignada:

—¿Pero no os da vergüenza lo que estáis haciendo? ¡Sois hermanos! ¡Me oís! ¡Hermanos! No me puedo creer lo que estoy viendo.

Fue mi hermana la que se detuvo y se puso en pie desnuda. Estábamos en ese momento en el que uno mataría para que no le interrumpiesen, pero mi madre había desbaratado nuestro mejor encuentro sexual sin piedad. Ofuscado, me quedé sentado sobre las sábanas cubriendo mi erección con las sábanas.

—No mamá, no me da ninguna vergüenza —respondió mi hermana—. No sabemos qué será de nosotros, no sabemos lo que nos queda de vida, no sabemos si moriremos pasado mañana por efecto de la radiación. Lo único que podemos hacer es disfrutar todo lo que podamos del presente.

—Nelly, ¿pero te das cuenta de lo que estáis haciendo? ¿Has perdido el juicio? No estáis usando ni siquiera anticonceptivos. Podrías quedarte embarazada. Es una locura.

—No lo creo. Tommy tendrá cuidado.

—¡Tommy es un niño!

Esto me ofendió un poco, pero no quise intervenir. Nelly optó por el sarcasmo.

—La verdad es que puede que me denuncie. De hecho, me temo que en cualquier momento puede aparecer la policía y ponerme las esposas.

—¡Te lo tomas todo a cachondeo! ¡Estás yendo en contra de la naturaleza y en contra de la palabra del Señor!

—De la palabra del Señor —repitió Nelly—. ¿Dónde está ese Señor que permite que pasen estas cosas? ¿Por qué permite que vivamos como ratas si nosotros no hemos hecho nada? Mama: yo tengo ética en mi comportamiento, pero no es Dios quien rige el mundo, sino el egoísmo de los hombres. ¿Por qué no criticas a esos malnacidos que nos han condenado a permanecer aquí encerrados?

—Hay que tener fe. Esos malnacidos tendrán su merecido.

—Pues mientras esos malnacidos se llevan lo suyo, que sepas que en este agujero infernal no rige más ley que la de la supervivencia. Aquí no pueden regir las mismas normas que existirían en unas circunstancias normales. A Dios, suponiendo que exista, no le tiene por qué importar cómo use o deje de usar mi coño. No es a mí a quien debe castigar. Todo esto me ha sido impuesto, no lo he elegido yo y si voy a morir, prefiero hacerlo aprovechando hasta el último minuto. Y ten en cuenta que si pudiera elegir, escogería otros chicos, pero solo tengo a Tommy a mi disposición.

Esto también me molestó un poco, pero mi orgullo no se interpuso con enfados o resentimientos contra mi hermana que tan buenos y fraternales ratos me estaba haciendo pasar. Mi madre se dirigió a mí:

—¿Y tú qué dices, Tommy?

Con gran dolor de mi corazón, pues una madre es la que brinda su amparo y protección incondicional cuando uno llega al mundo desvalido hasta que depende de sí mismo, pero me puse de parte de mi hermana.

—A mí me parece que no perjudicamos a nadie por practicar sexo.

Mi madre se quedó mirándome sin decir nada. Había depuesto su actitud beligerante y parecía reflexionar acerca de las palabras de mi hermana. Su rostro estaba triste, ensombrecido. Seguramente no tenía motivo para prohibir nada a mi hermana, pues era mayor de edad. Y seguramente mi hermana tenía razón en sostener que allí no tenían por qué regir las mismas normas morales que regirían en otras circunstancias más normales. Viendo que teníamos la batalla ganada, porque mi madre no nos podía atar, añadí algo en un arrebato de osadía. Cuando uno ve la muerte de cerca, se vuelve más audaz.

—No hay ningún motivo para privarse de algo que te dé placer y que no molesta a nadie. Tú también podrías participar.

Mi madre se me quedó mirando fijamente sin decir nada. Se dio media vuelta y se acostó. Consciente de las miles de vidas truncadas y desperdigadas que reposaban sobre mi cabeza, consciente de la fragilidad de la vida, me tiré a mi hermana con ímpetu, con rabia, con toda la intensidad que me permitió mi resistencia física, arrancando a mi hermana gemidos y resoplidos y debilitándome hasta que no poder tenerme en pie.


La relación con mi madre no se deterioró a causa de aquel incidente, al contrario de lo que se podría pensar. Entendía el duelo que mi madre llevaba por dentro por la muerte de papá, pero la vida sigue y la vida también se basa en alegrías; no sólo en pesares. Las raciones menguaban a un ritmo razonable y las interminables horas las pasábamos oyendo la radio o jugando a las cartas.

Una tarde y haciendo gala de esa forma de ser inesperada e imprevisible propia de las mujeres, mi madre se dirigió a nosotros:

—Escuchad, tengo algo que deciros. He estado pensando en lo que me dijisteis y he llegado a la conclusión de que lleváis razón, que no sirve de nada seguir unos principios ideales cuando las circunstancias en las que una vive no son perfectas.

Hecha esta declaración de intenciones se quitó su camiseta de manga larga y se desabrochó el sujetador, dejando sus senos a la vista. Mi hermana y yo nos aprestamos a chupar sus pezones en una regresión a la infancia, mientras mi madre nos acariciaba la nuca. Los pechos no los tenía tan duros como mi hermana, pero resultaba adictivo tocarlos y manosearlos.

Luego nos dirigimos a su cama y allí nos desnudamos para proseguir nuestros juegos. Mi hermana se dedicó a lamer a mi madre sus partes, mientras yo continuaba chupando sus pechos a mi antojo. Nunca me cansaba de la sublime sensación de meterme la dureza de un pezón en la boca. Quizá aquello no fuera tan extraño: en algunas tribus africanas los jóvenes tienen sus primeras prácticas sexuales en el seno de su familia.

En el búnker era el rey del mambo porque era el único hombre y ellas no disponían ni siquiera de un dildo. Así que disfruté lo indecible con el cambio de pareja. Mi madre, que estaba muy necesitada, se puso a cuatro patas sobre la cama y yo la cabalgué despaciosamente empujando hasta la empuñadura, colocando mis manos en sus pechos, con creciente gusto, hasta que, sacudido por los espasmos, estallé en su interior. No, no saqué el pene cuando sabía que me iba a correr porque me dio pereza, porque el gusto al fusionarnos era mayor así y porque quizá albergaba un poco de complejo de Edipo y buscaba resarcirme de la opresión paterna. Además, subconscientemente quizá buscaba procrear, porque el deseo de mantener la especie estaba por encima de todos los inconvenientes.


Habían pasado ya un año y cuatro meses cuando los primeros soldados americanos, ataviados con sus trajes especiales, que eran como escafandras futuristas, entraron en el la ciudad de Austin. Los expertos dijeron que la radiactividad ya no revestía tanto peligro como al principio y uno podía estar expuesto un tiempo sin consecuencias negativas. Se desplegaron por el terreno y por medio de sofisticados detectores de calor y de latidos fueron descubriendo a los supervivientes de la catástrofe, que eran muy escasos.

Entre ellos nos encontraron a nosotros. Bajaron y nos entregaron tres trajes como los suyos. Luego nos ayudaron a salir del refugio. Mi madre estaba embarazada y tuvieron que emplearse a fondo para ayudarla a salir por aquella especie de escotilla. En la pantalla de nuestro receptor, televisaban los bombardeos de las principales ciudades de Corea del Sur, un país que pronto habría que eliminar de las enciclopedias.

Lo único que no me quedaba claro es el parentesco de mi hijo —que afortunadamente no nació con ninguna malformación— en relación con mi hermana. ¿Era su hermano por ser hijo de mi madre o era su sobrino por ser hijo mío? Y respecto a mi madre: ¿Era su hijo por haberlo engendrado ella o era su nieto por proceder de mis espermatozoides?

Si después de leer esta historia, algunos de ustedes piensan que soy un pervertido, les recomiendo que pasen dieciséis meses encerrados bajo tierra con dos mujeres agraciadas de su familia, con la incertidumbre de no saber sin van a a sobrevivir y quizá aumente su comprensión hacia mí.