El bufón y la reina

- Te ordeno seas mi amante- espetó la reina al bufón con soberbia majestuosidad.

El bufón y la reina.

-Te ordeno seas mi amante- espetó la reina al bufón con soberbia majestuosidad.

A dicha sentencia respondió el aludido con un gesto de pavorosa agitación. ¿Cómo podría él, miserable sirviente, llevar el peso de tremenda responsabilidad? Quedose inmóvil en medio de la estancia, donde el silencio era la única respuesta posible.

-Esta noche deseo te escabullas en mi alcoba cerca de la meianoche, después de asegurarte que el rey se halle sumido en su soberano descanso- dictaminó Su Alteza clavando la mirada en aquel hombre paralizado y sudoroso.- Ahora puedes retirarte.

Kafir hizo una reverencia y se marchó caminando hacia atrás.

Enseguida se escabulló entre las sombras a desahogar su desesperación. Estaba seguro de no poder satisfacer las ansias de Su Majestad. Era una mujer rabiosamente bella, imponente y altiva. No era que él se considerara poco hombre, pero sabía que no podría contra todo lo que ella representaba.

Anduvo el resto del día desdichado; arrastrando su desgracia que pesaba más y más a medida que las horas avanzaban.

El reloj de la torre dió las doce y Kafir, extraño sin sus ropajes de bufón, caminó quedo por los pasillos oscuros hacia la suntuosa alcoba del rey.

Llegó hasta la puerta y la notó vagamente iluminada por resplandor que escapaba de la habitación al otro lado del pasillo.

Empujó con cautela la puerta del durmiente soberano y se acercó de puntillas al lecho real, de donde provenía un fuerte ronquido.

Al distinguir en la oscuridad un tupido bigote que subía y bajaba acompasadamente, el involuntario traidor volvió a salir al pasillo para dirigirse hacia el charco de luz que lo aguardaba.

Nunca había entrado en la alcoba de la reina, por lo cual, al atravesar la puerta y encontrarse con un pesado cortinaje, se quedó allí parado sin saber qué hacer.

Numerosas velas color violáceo chisporroteaban en la antesala, diseminadas en pequeñas mesitas escalonadas.

La cortina, lo mismo que la mullida alfombra, eran de un color ciruela bordadas con hilos de oro formando espirales y exóticas flores.

Toda esa ambientación le hubiese parecido muy sensual en otras circunstancias, en ese momento, en cambio, no supo más que mirarse los pies.

Al cabo de un rato, una apagada voz femenina se oyó desde el otro lado de las cortinas. Un simple "adelante" que le hizo dar un respingo.

Entregado sin mas a su destino, Kafir atravesó la suave tela encarnada exhalando un suspiro.

La alcoba en cuestión no era de gran suntuosidad. Los colores de la antesala predominaban también allí, alternando con algunos azules y verdes oscuros.

El mobiliario no contaba más que con na enorme cama en medio de la habitación y un gran espejo que ocupaba prácticamente toda una pared. Un biombo de madera ricamente tallada debía hacer de vestidor, puesto que cerca del mismo podía observarse un par de puertas, probablemente un armario y un sanitario.

La iluminación era escasa, sólo velas diseminadas como en la entrada. Un suave aroma a incienso llenaba el aire.

Kafir observaba todo como embriagado: era un aposento digno de una sensual reina que no se hallaba allí.

Entonces surgió desde atrás del biombo una criatura esbelta y morena, envuelta en una túnica de seda dorada que dejaba adivinar la subyacente desnudez. Llevaba el cabello recogido en una larga trenza que acababa debajo de su cintura.

El bufón estaba conteniendo la respiración, temiendo que al mover un dedo aquella aparición se esfumase.

Se hallaba ante la mujer más apetitosa que hubiese podido desear, pero podía ver la corona aunque no reposara sobre su cabeza.

Sintió el calor subir por sus mejillas y su corazón latiendo desquiciado, mas el miembro entre sus piernas no respondía.

Ella se acercó en silencio, se detuvo a pocos centímetros y con un sólo movimiento de manos dejó caer la túnica sobre la alfombra. La mirada de Kafirno pudo evitar la enorme redondez de los pechos, la pronunciada curva entre la cintura y las caderas, la espesa negrura de la selva del pubis.

Sintió que iba a morirse. Alzó los ojos suplicantes, pero antes que hallara los de la reina, un par de ágiles manos comenzó a despojarlo de sus ropajes.

Intentó articular una frase, explicar que aún no estaba listo, que no sabía si podría lograr una erección... pero ¿cómo decirlo sin ofenderla? Y además ¿qué mejor palabra que los hechos? Allí estaba al fin, desnudo y abatido.

Entonces algo extraño sucedió. Se encontró con los ojos de la mujer desnuda delante suyo y no eran los de una altiva soberana. Aquellos ojos negros de tupidas pestañas, siempre tan orgullosos y soberbios, esta vez no daban órdenes.

Tenía la mirada clavada en el suelo como una esclava servicial. Toda la postura de su cuerpo era diferente. Reflejaba docilidad; y eso excitó a Kafir de una manera que no creía posible.

Su pene levantó la cabeza de súbito, como sacudido por una oleada de deseo reprimido. Y esa pareció ser la señal esperada, puesto que ella se arrodilló en la alfombra, tomo aquel endurecido miembro entre sus manos y se lo introdujo en la boca sin más preámbulos.

El absorto bufón no podía creer lo que sucedía. Sentía esa boca húmeda y caliente succionando su pene con avidez, la lengua inquieta lamiendo veloz arriba y abajo, cada vez más rápido.

Veía la alcoba en penumbras girar a su alrededor, la actitud sumisa y lasciva de la reina lo volvían loco.

Entonces, sin saber ni qué hacía, la tomó por la trenza e introdujo su miembro en aquella boca hasta el fondo. Sintió la saliva humedecer sus testículos, estaba por acabar en la boca de la reina arrodillada a sus pies.

Se detuvo. Se sentó en la cama y la observó, desnuda y jadeante, indefensa pero ardiente. Podía ver sus pezones erectos. Sus manos ansiaron perderse en la húmeda entrepierna.

Con una voz que le sonó ajena, ordenó "levántate". Ella se incorporó, se acercó a él y, con la vista baja, quedó allí parada, esperando temblorosa de deseo.

Kafir caminó hacia la reina, se paró detrás de ella y respiró con fuerza contra su nuca inmóvil. Tomó sus pechos con ambas manos, mientras se apretaba contra aquel cuerpo suave y cálido que ansiaba ser penetrado.

Empezó a empujarla hacia la cama, mientras jugaba con uno de sus pezones y hundía un dedo en la vagina mojada y expectante.

Al llegar a la cama la hizo arrodillarsey, agarrándola por la trenza, susurró en su oído:

-Ahora vas a abrirte bien de piernas.

Empujó la cabeza hacia adelantey, una vez obedecida su orden, su paisaje fue el trasero real hacia arriba y los carnosos y húmedos labios suplicando palpitantes.

Se entretuvo un rato jugueteando con el clítoris, un rato con sus dedos, otro con la cabeza de su pene, mientras la sentía gemir de placer.

Luego introdujo un dedo en la vagina, después, dos. Los metió y sacó numerosas veces hasta que ella gritó de placer.

Enntonces intrudujo un dedo, ya absolutamente lubricado, en el ano de la dócil reinay al oírla gemir de excitación sintió que no podría aguantar mucho más.

La penetró, parado detrás de ella, mientras hurgaba con el dedo en el orificio posterior con mucha dedicación.

Con movimientos frenéticos y gimiendo a cada embestida sintió el grito ahogado de ella contra la almohada y eyaculó extasiado, introdujo el dedo hasta el fondo, sintiendo los músculos contraerse alrededor.

Se recostó en el lecho, admirando la obscena belleza de la reina, desnuda y sudorosa.

Ella susurró en su oído: "mañana".

Él comprendió. Se vistió y se retiró.

Pero había comprendido del todo. Ahora él hacía las reglas.