El brazo que te falta.
Relato de terror. Abstenerse mentes frágiles o de temperamento sosegado.
—No sé ni para qué voy —me dije mientras caminaba hacia la casa de mi tía Dorothy.
La noche estaba bien cerrada y el ambiente húmedo presagiaba lluvia. El frío y el viento me obligaban a levantar las solapas de mi abrigo para cubrirme parte de la cara. No entendía por qué había salido de casa a estas horas, con este tiempo; mucho menos porqué iba a casa de mi tía Dorothy.
Detestaba a mi tía Dorothy. Nos había negado a mi madre y a mí un lugar donde descansar una noche como esta, años atrás, una en la que mi padre ebrio golpeó por última vez a mi madre. De eso ya hace algún tiempo (pero el tiempo ayuda a perdonar, no a olvidar).
Era de noche. Yo estaba dormida. Me despertó un fuerte golpe sobre la pared. Poco después oí llorar a mi madre y a mi padre chillando como un gorrino desangrándose. Siguieron varios golpes ahogados por la pared. Mi padre chillaba y chillaba y las paredes y el techo parecían deshacerse con sus chillidos, sus agudos chillidos de gorrino agonizante mezclados con los golpes graves, unos golpes graves que reverberaban sobre el suelo. Golpes fortísimos, golpes potentes, de hachazos sobre la cerámica del suelo. Uno de mis poster junto a la cama, ése que estaba sujeto a la pared con chinchetas, se desmoronó sobre mí. Luego mi padre calló. No se oyeron sus gemidos, no hubo más golpes sobre el suelo. Mi madre abrió la puerta de mi habitación al poco. El perfil de su cuerpo oscuro, casi negro, recortado sobre la luz del pasillo me hizo estremecer. Su cuerpo era una sombra espesa, una sombra deshilachada meciéndose en la brisa de la muerte. Tenía el pelo alborotado y llevaba agarrado del dedo pulgar una sección de brazo amputado, hasta más arriba del codo. Los tendones colgando, el hueso astillado rezumando médula; gotas espesas cayeron de una arteria vivaracha. Lo tiró al suelo, a un lado; el reloj de pulsera de mi padre, el que yo elegí en su anterior cumpleaños, golpeó el suelo y se quebró el cristal de la esfera. Mamá entró en mi habitación y se acercó a mí. Cerré los ojos. Un hedor a sangre y descomposición, a heces embadurnando carne recién cortada, me hizo regurgitar una bilis incandescente a mi garganta. Me cogió en brazos y salimos de casa. Yo simulé estar adormecida, aun cuando sus lágrimas goteaban sobre mi cara, aun cuando el hedor a heces y carne corrompida me hiciese regurgitar más bilis espesa. Simulé estar dormida mientras me llevaba en brazos por la calle.
—Búscate otro sitio, aquí no puedes estar —le dijo a mi madre cuando aparecimos de madrugada, ella en pijama y yo con la braga y el camisón, delante de su puerta. No nos preguntó qué había ocurrido. Entreabrí un ojo y mi tía Dorothy se fijó en mí. Enarcó una ceja y levantó el labio superior, mostrando un colmillo amarillento, picado.
Mi madre suplicó y lloró pero mi tía Dorothy no dijo nada y cerró la puerta. Tiempo después recordé que mi madre estaba cubierta de sangre y pedazos de órganos y materia fecal fresca y que su pelo alborotado tenía astillas de hueso.
Tras deambular por las calles esa noche, un coche de policía nos recogió.
No volví a ver a mi madre. Yo simulaba estar adormilada y mis siete años de edad contribuyeron a la mentira. Recuerdo una casa de acogida, unos nuevos padres muy severos, un hermano que se divertía escondiendo restos de chicles recogidos de debajo de los asientos del tren, del autobús, de los inodoros, restos multicolores que escondía entre mi pelo cuando dormía y un perro de pupilas ambarinas y colmillos romos que me mordió en la cara y se comió un pedazo de mi oreja porque yo me había subido a su lomo y le había metido los dedos en los ojos. Mis recuerdos se fragmentan y se tornan difusos a partir de los nueve años. Las eminencias de batas blancas me han diagnosticado un desorden nemotécnico originado en la represión de experiencias traumáticas. Tengo un certificado que avala mi inferior desarrollo cognitivo. Al último doctor le pregunté si había visto uno de mis pendientes en el suelo. Cuando se agachó debajo de mí le pegué una patada en la boca. Mientras contenía la sangre de los labios rotos con su bata impoluta, me aparté el pelo de una oreja y le mostré el lóbulo ausente, la oreja cercenada por un mordisco canino.
—Ayúdame, mi amor. Soy Dorothy, ¿me recuerdas? Ayúdame, querida mía, ayúdame, Margaret —susurró al teléfono mi tía una hora antes.
Mi memoria será confusa pero recuerdo bien su labio superior levantado, evocando un canino amarillento y carcomido por el tabaco. No sé por qué acudo a su llamada; ella no nos ayudó entonces, ¿por qué habría de hacerlo yo ahora?
Y, sin embargo, llego hasta el portal del edificio ruinoso de tres plantas donde mi tía tiene su piso que era y es su hogar. Sigue viviendo en el segundo. El viento arrecia en la noche fría y húmeda; las ráfagas arrastran polvo que me daña la piel de la cara y me obliga a entrar dentro del portal sin pensar qué hago. La puerta que encontré abierta no cierra bien, raspa con el suelo, rechinando mil lamentos como mil son las piedrecitas que patinan en el gres. La dejo entornada, como estaba.
La luz del portal no se enciende. En la penumbra rota por cientos de sombras en movimiento distingo las escaleras que llevan al primer piso y me dirijo hacia ellas. El frío también se ha adueñado del interior del edificio y siento sutiles brisas que parecen provenir de debajo de los escalones, ascendiendo, internándose por los bajos de mis pantalones, lamiendo la piel de mis espinillas.
Cuando llego al rellano, dejo atrás la penumbra y la oscuridad se hace espesa; voy ascendiendo a tientas, sujeta a la barandilla carcomida con una mano y a la pared húmeda con la otra. El vaho de mi respiración se me clava como agujas en la cara y mis pasos producen ruidos que la negrura se traga al instante.
Llego hasta el segundo piso, el de mi tía Dorothy, y pulsando el interruptor de la luz del pasillo una bombilla se enciende despidiendo una luz informe, como una nebulosa fosforescente de bordes definidos, una gota de aceite luminoso que hace retroceder a las sombras oscuras. Camino hasta la puerta de la casa de mi tía y la encuentra medio abierta. Al abrirla para entrar, la luz de la bombilla titila y se apaga con un zumbido.
Una penumbra violácea surge del interior. Un hedor a hacinamiento y comida pútrida impregna un pasillo estrecho, iluminado al fondo, en un recodo, de donde surge una claridad rojiza que se mezcla con la oscuridad azulada que ahora me envuelve. Contengo la respiración, pues no quiero que la fetidez de la comida podrida evoque la imagen de la carne agusanada atravesando mis labios. Intento cerrar la puerta del piso tras de mí pero el pestillo dela cerradura está trabado y choca contra el marco de la puerta produciendo un golpe sordo mezclado con el ruido de astillas humedecidas aplastándose.
—Tía Dorothy —la llamo levantando la voz—. Soy Margaret, tu sobrina Margaret, ¿dónde estás, tía querida?
Durante unos segundos solo escucho los golpes del pestillo golpeando la puerta, cada vez más espaciados porque a cada acometida abro más y más la puerta para dar impulso y horadar con un crujido sordo el marco humedecido, y no sé por qué lo hago pero me siento disfrutar oyendo los quejidos de la madera astillándose, desgarrándose y el pestillo desclavándose del marco con cada tirón, seguido de un golpe sordo, un golpe húmedo, cada vez más fuerte, y más fuerte.
El último golpe deja encajada la puerta y no la puedo abrir. Tiro del manillar y no se abre. Una rendija asimétrica separa la negrura del rellano de la penumbra violácea del interior. En mi imaginación se asemeja a un humo espeso, voluptuoso, una repugnante viscosidad espacial de negrura infinita que lame la madera humedecida de la puerta y pugna por invadir este repugnante hogar y adueñarse de la penumbra morada del fondo del pasillo.
Camino por el pasillo estrecho. Dejo atrás la puerta abierta de la cocina después de mirar de soslayo. La luz titilante del interior de un frigorífico abierto, ilumina varios contenedores de plástico, cuyo contenido visto al trasluz, muestra a varias formas de vida chapoteando sobre gelatinosas salsas de colores oscuros.
Un siseo acompañado del ruido de unas babuchas arrastrándose por el suelo surge a mi espalda. Al volverme hacia la puerta no veo a nadie y al girarme de nuevo hacia el final del pasillo aparece, recortado tras la luz rojiza del recodo, el perfil de mi tía Dorothy; un cuerpo achatado y encorvado y regurgitante, surcado de protuberancias óseas que desfiguran su espalda. Sus babuchas se arrastran por el suelo hacia mí, convirtiendo su andar en un reptar desapasionado, carente de vida, como si el pellejo deforme que es su cuerpo fuese arrastrado por el suelo.
Llega hasta mí y un nauseabundo hedor a muerte y descomposición me envuelve y parece fagocitarme, engullendo el perfume con el que me goteé el cuello y las muñecas al salir de la celda del asilo. Una mano temblorosa, más un borrón oscuro y vibrante que una mano, se aferra a mi codo, por encima del abrigo, y sus uñas atraviesan mi abrigo y mi blusa y se clavan como agujas en mi carne, igual de palpitante que sus dedos, pues siento temor y aprensión y quiero marcharme de esta cueva donde habita un ser muerto ya hace tiempo. Un ser que ha muerto y cuyo cadáver se resiste a ser olvidado. Mi piel palpita porque tengo miedo, pero también frío. En el interior de la casa hace frío, tanto como en el exterior.
—Llegaste, querida. Ven, Margaret, ven conmigo, querida —surgen sus palabras de una rendija informe en la cara. Su aliento me irrita los ojos y me hincha la lengua dentro de mi boca.
Me tira del codo y me lleva al final del pasillo en penumbra y atravesamos el mar de azul oscuridad y nos internamos en la penumbra sanguínea tras el recodo.
Me hace sentar en un sillón de mimbre que cruje bajo mi peso y que exhala un gemido parecido a crujidos húmedos. A mi alrededor, en aquella estancia que es lugar de paso entre el pasillo de negros azulados y el dormitorio oscuro, se esparcen un tresillo antiguo, desconchado y cuyas patas en algún tiempo fueron roídas por alguna rata, un viejo televisor apagado con una raja diagonal que parte el cristal de la pantalla negra como un rayo en la noche. También hay una mesa camilla que se balancea y soporta un tapete de ganchillo a medio y una lámpara encendida cuyo fulgor es incapaz de atravesar la pantalla granate empolvada de insectos resecos, y que es la causante de la luminosidad sanguínea de la estancia.
La tía Dorothy se deja caer sobre el tresillo, a mi lado, y su cuerpo parece desmontarse, las juntas que unen sus miembros parecen desencajarse, sus brazos se agitan y sus piernas se balancean en el aire. La luz de la lámpara granate ilumina un rostro enrojecido, ajado, retorcido por los años, cubierto de una pelusilla que se torna densa y oscura en las comisuras del labio superior y en el mentón, a la manera de una gorda araña de patas cubiertas de púas negras y abdomen recubierto de pelusilla repulsiva. Las rendijas que son sus párpados apenas dejan entrever el blanco amarfilado de unos ojos descompuestos que lloran de continuo y cuyas lágrimas se acumulan en las zanjas de la piel y se pierden para siempre. No sé cuál será el destino de esas lágrimas, al igual que ignoro el de las migajas de saliva espesa que se escapan de la abertura longitudinal que es la boca desprovista de labios.
—Tu madre ha muerto, Margaret —dice con un remedo de voz.
—Murió hace años, tía Dorothy —respondo tiritando, cruzando los brazos y las piernas. El frío se adueña de mis articulaciones y las oigo crujir, desvencijándose como los engranajes de una muñeca de plástico. El aire no está frío, más bien el frío arrastra aire consigo a su paso. No me extrañaría ver aparecer una fina capa de escarcha empapando mi abrigo, un rocío de hielo que luego se agrietaría con mi tiritona.
—No, querida, tu madre ha muerto hoy.
Mi madre murió hace doce años en el penal de Sant Vicent, en el ala psiquiátrica. Se sacó los ojos y escarbó con sus uñas, horadando el hueso en el interior de su cabeza hasta alcanzar su cerebro. Llegó a arrancarse masa encefálica que encontraron dentro de sus puños cuando la descubrieron a la mañana siguiente. Murió en el completo silencio de una muerte que había esperado demasiado tiempo. Mi madre se cansó de esperar y encaró su destino.
No tengo ganas de contradecir a mi tía Dorothy. Aún no sé por qué he venido, solo sé que quiero marcharme. Me juré olvidar su existencia cuando aprendí a jurar y no quiero faltar a mi propia palabra.
Un silencio de minutos arrastrándose entre nosotras se esparce por aquel lugar de paso entre el pasillo azulado y el dormitorio rojizo.
—Decías que tenía que ayudarte —dije para sacudirme el frío de los labios—. ¿Para qué tengo que ayudarte, tía Dorothy?
—Tu madre quiere matarme, querida. Tu madre quiere matarme y yo la mataré a ella primero.
—Mi madre no quiere matarte, tía Dorothy, mi madre está muerta.
Tía Dorothy me miró un instante y luego desvió la mirada hacia el tapete para luego volver a posarla sobre mí. Sus pupilas eran casi indistinguibles detrás de sus párpados plegados.
Posó una mano sobre mi rodilla y un escalofrío me recorrió la pierna entera. Sus uñas estaban negruzcas y quebraron la fina capa de hielo que se había depositado en mi abrigo, aquella que yo había especulado e imaginado que aparecería y que, al final, había surgido. Sus dedos reptaron hasta mi ingle, subieron por mi cintura y se cernieron sobre mi pecho, abarcaron mi seno izquierdo y se atenazaron a la forma a través del abrigo. Pequeños fragmentos de hielo cayeron de las solapas de mi abrigo y tintinearon en sus dedos.
—No me engañarás, hermana —susurró inclinándose hacia mí, lamiendo con su lengua granulosa las cerdas del vello de sus comisuras de araña gorda—. Yo siempre fui la más lista.
Sus uñas se clavaron como alfileres sobre mi pecho, atravesando abrigo blusa y sujetador, penetrando piel y pezón. Su lengua me pareció silbar en el aire, bifurcándose y repartiendo ponzoña en el aire que respiraba.
Chillé horrorizada al notar como mi piel se desgarraba, como mi pecho se desprendía. Agarré su mano por la muñeca y me levanté del sillón de mimbre. Apoyé un pie en su pecho y tiré del brazo sintiendo como las débiles cuerdas que lo amarraban a su cuerpo cedían con un crujido de tensión desgasta, desgajándose como cables carcomidos. El papiro de su piel se desgarró y los huesos se descoyuntaron. Un chillido mudo surgió de aquella boca surcada de pelillos enhiestos, duros como cerdas, como barrotes que su lengua de ofidio intentó atravesar para dejar escapar un estertor agónico. Su otra mano se clavó en el pie que aplastaba su esternón y sus uñas atravesaron el cuero de mis zapatos y se introdujeron en mi carne.
Pero su brazo se tronchó y se separó del tronco. Mi tía Dorothy abrió los ojos soltando un bufido y sus ojos desencajados, sus dos esferas mates de amarillento contenido, surcadas de raicillas de venas azuladas, vieron su brazo separarse del resto de su cuerpo.
Un chillido surgió de la herida de su brazo amputado, un chillido malsano, corrupto, un chillido que acallé cuando me libré del brazo que había desgarrado mi pecho abriendo profundas laceraciones y también cuando me libré de la mano que inmovilizaba mi pie. Acallé el chillido cuando hundí mi pie en su cara arrugada.
Su único brazo se agitó en el aire, buscando a tientas mi pierna hasta que lo encontró y reptó por el muslo interior y sus dedos se hundieron en la carne de mi sexo. Sus uñas me desgarraron pantalón y braga, carne y tejidos. Al igual que la puerta del piso, impulsé mi pie para hendir su cara dentro de su cabeza. Fluidos y polvo surgían del interior de su cráneo deforme. Viscosidades gelatinosas mancharon la suela de mi zapato mientras la mano que me desgarraba mi feminidad iba perdiendo fuerza y el chillido iba muriendo al igual que su dueña.
Mi tía Dorothy se debatió unos segundos más para luego caer su cadáver sobre el tresillo. Sentí los gargajos de sangre manar de mi sexo pero, al igual que los de mi pecho, las heridas se cerraron a causa del extremo frío. La escarcha cubrió el cuerpo inerte de mi tía Dorothy en poco tiempo mientras imaginaba a su espíritu abandonar aquella cáscara hedionda. De su brazo seccionado no goteó una sola gota de sangre y solo sobresalía un hueso ennegrecido, hueco por dentro, recubierto de una humedad viscosa que se heló en poco tiempo.
Tiré el miembro inerte al suelo y caminé como pude, con un pecho y una vagina echados a perder, hasta el pasillo y luego hasta la puerta. Necesité de un gran esfuerzo y el palo de una escoba para desencajar el pestillo del marco. Dejé la puerta abierta y salí al rellano. El humo denso y voluptuoso del exterior comenzó a invadir el interior de la vivienda, adueñándose de aquel lugar de desolación carente de vida. Un zumbido procedente de la bombilla intentando encenderse fue el único ruido que escuché mientras bajaba las escaleras, alejándome del piso de mi hermana Dorothy.
Salí a la calle y contemplé la ventana del rellano del piso segundo. La débil luz titilaba detrás de la ventana pero murió de repente.
Caminé de vuelta al asilo, donde me esperaba la cama calentita de mi celda. La hija que nunca tuve me estaría esperando, ansiosa de conocer los detalles de mi salida.
---Ginés Linares---