El botones

Sexo en el trabajo

Cuando acabé a duras penas la enseñanza obligatoria, mi padre decidió que ya era hora de que me pusiera a trabajar y, gracias a un amigo suyo, me hicieron un hueco en un hotel de las afueras de mi pueblo donde hacía de camarero, botones y lo que hiciera falta, incluso los fines de semana, cuando la clientela aumentaba, me quedaba a dormir viernes y sábado en el hotel y así no tenían que venir a buscarme. Me alojaron en la habitación de otro camarero, de origen portugués, de unos treinta y tantos años al que pareció no importarle mucho tener que compartir la pequeña habitación. La primera noche averigüé el motivo cuando se metió en mi cama y me ofreció que nos masturbáramos el uno al otro. No opuse mucha resistencia ya que no es lo mismo que te hagan una paja que tenértela que hacer tú solo y la verdad es que tampoco me importaba mucho hacérsela a él, incluso me gustaba tocar aquella polla gorda y oscura que, al contrario que la mía, tardaba bastante en darse por saciada expulsando, eso sí, una  generosa lefada en cada ocasión.

Aquellas pajas mutuas duraron solo hasta aquella noche en la que, agarrándome de la cabeza, me condujo hasta su polla para pedirme que se la chupara, a lo que tampoco puse reparos a pesar de que, a partir de entonces, era yo solo el que me la tenía que menear mientras le hacía una mamada que siempre terminaba igual, apartando mi cabeza para tocarse hasta que terminaba de correrse, por lo que más de una vez acabé salpicado con alguno de sus chorros. Así pasaron dos años hasta que, una vez alcanzada la mayoría de edad y, ya con la experiencia laboral necesaria, tuve la oportunidad de irme a trabajar de botones a un hotel que la cadena tenía en plena Gran Vía madrileña.

No era un establecimiento muy grande por lo que tenía bastante tiempo libre, además de una habitación para mí solo, por lo que estaba muy contento. Como allí no tenía compañero de juegos, tomé la decisión de ofrecer mis favores sexuales a aquellos clientes que me pareciera que iban a estar de acuerdo con mis proposiciones. El primero, según constaba en el registro del hotel, fue un marroquí de cuarenta y dos años que vivía en París y se dedicaba al comercio de joyas. Era de piel oscura, delgado y no muy alto y cuando llegó al hotel iba impecablemente vestido con un traje de rayas que con gusto le hubiera quitado allí mismo en la recepción. Le subí la maleta a la habitación y allí me ofrecí en un rudimentario francés a lo que fuera necesario para hacer de sus dos noches en el hotel una placentera experiencia, eso sí, tenía que ser a partir de las diez de la noche, cuando acababa mi jornada laboral.

Esa misma noche a la hora convenida y aún con el uniforme del hotel puesto, me presenté en su habitación. Me recibió con tan solo unos pequeños slips blancos puestos que resaltaban con su moreno cuerpo sin un gramo de grasa y, sin más preámbulos, cerró la puerta tras de mí y, apoyándome contra ella, me obligó a agacharme hasta quedar a la altura de su polla, que acababa de liberar con sus slips y me la introducía de golpe en la boca. Sin apenas tiempo de reaccionar, me obligó a hacerle una mamada mientras mi cabeza seguía aprisionada entre la puerta y su cuerpo. Apenas me había dado tiempo a contemplarla, pero sabía rica y me gustaba esa sensación de ser casi violado por lo que chupé y chupé y aquello no paró hasta que me inundó la garganta con una espesa lechada que retuve en mi boca para no manchar el uniforme. Cuando me iba a levantar para ir al baño a escupir aquella enorme cantidad de lefa, me sorprendió metiendo su lengua en mi boca, de forma que no me quedó más remedio que vaciar su propio semen en su boca, a lo que él me respondió devolviéndomela, comenzando así un placentero juego que no acabó hasta que equitativamente tragamos cada uno una generosa cantidad de su semen. En mi caso era la primera vez que probaba un semen que no fuera el mío pero desde luego que no fué la última.

Al día siguiente no le ví por el hotel hasta entrada la tarde. Era su última noche y me moría por volverle a hacer una mamada y disfrutar de aquellos jugos que había probado por primera vez, por lo que me volví loco cuando me crucé con él en el pasillo y con los dedos me hizo una seña para que subiera a su habitación cuando estuviera libre. Por fin llegó la ansiada hora en la que me recibió, esta vez completamente desnudo, y en la que yo tomé la iniciativa conduciéndole hasta la cama donde le hice sentarse para ponerme yo de rodillas y meterme aquella oscura y preciosa polla circuncidada en la boca después de haberla contemplado detenidamente. Estaba dispuesto a hacerla una mamada hasta que, como la noche anterior, se corriera en mi boca, pero él tenía previsto otra cosa. Me hizo levantar y, desabrochándome el botón del pantalón me empujó contra la cama, me bajó los pantalones y los slips hasta los tobillos y de un golpe metió su polla en mi culo para a continuación empujar todo su cuerpo contra el mío de forma que no me pudiera mover. Cuando penetró mi todavía intacto culo, creí que me desgarraba en dos y en ningún momento de la follada sentí el menor placer, sólo un cierto alivio cuando descubrí que si relajaba los músculos de mis piernas y de mi esfínter, me dolía menos a pesar de que su polla entraba entonces con más facilidad. Pensé que me lo tenía merecido por provocarle de aquella manera y aguanté lo que me pareció una eternidad hasta que sentí cómo se iba corriendo dentro de mí. Me dijo algo en francés que no entendí y luego me pago una propina que no cubría ni de lejos las molestias ocasionadas, pero afortunadamente ya no le volví a ver más.

Al subir a mi habitación expulsé una mezcla de sangre y semen que mantuvo mi culo dolorido hasta casi una semana después. Tras aquella experiencia, decidí olvidar mis proposiciones hasta que un mes después, un piloto negro de las líneas aéreas australianas me dio a entender que le gustaba tanto como él a mí por lo que, nada más subir la maleta a su habitación, acabé quitándole el uniforme y preparándole un baño, no sin antes darme el gusto de chuparle su enorme polla hasta que un aviso de conserjería hizo que tuviéramos que posponer el acto hasta la medianoche.

No sé cómo fui capaz de aguantar el momento hasta que por fin me colé en su habitación y, esta vez con ambos desnudos sobre la cama, me tomé mi tiempo para disfrutar de aquel cuerpazo que era casi el doble que el mío, le lamí el pecho, los pezones, los huevos y finalmente me concentré en aquel pollón que no paré de succionar incluso hasta después de haberle vaciado las pelotas cuando, ya casi flácido, liberé de mi boca tras haberme corrido yo también.

Por lo que respecta a mi culo, lo mantuve a salvo hasta que un año más tarde surgió un trío con una caliente pareja de italianos que me recibieron en su habitación para que les hiciera una mamada a los dos y, como resultaba difícil contentar a ambos al mismo tiempo, me pusieron en la cama a cuatro patas para que, mientras le chupaba a uno la polla, el otro me jodiera por detrás. No sé que me estaba gustando más, si la mamada que estaba haciendo y en lo que ya me había convertido en todo un experto o una experta follada sobre mi culo que, aunque taladrado por segunda vez, lo estaba disfrutando como si fuera la cosa más natural del mundo. Sin embargo, lo más placentero fue cuando se pusieron de acuerdo para vaciarse al mismo tiempo, por lo que nada más sentir los líquidos dentro de mi boca y de mi culo, me corrí yo también abundantemente.

Hubo más mamadas y folladas hasta que dos años después un malentendido con un cliente provocó que me acabaran echando pero, con mis veintiún años y más de cinco años de experiencia, no tardé mucho en encontrar otro excitante trabajo.