El Bosque de los Sodomitas
El antaño hermoso Bosque de los Gamos es conocido ahora como
El Bosque de los Sodomitas
Francia, mediados del siglo XIII.
El señor de Guisan era un pequeño aristócrata, como tantos otros. Vasallo del conde Porhoet, quien a su vez no era más que uno de los vasallos del gran duque de Bretaña, uno de los grandes de Francia y amigo personal del buen rey Luis.
El señorío de Guisan era tan modesto que apenas se extendía sobre un bosque y algunas aldeas próximas. Era también un señorío pobre, pues apenas tenía tierras de cultivo ni ganado, y toda su riqueza residía en aquel bosque, llamado de Guisan, aunque por la abundancia de piezas de caza mayor, todos lo llamaban Bosque de los Gamos. Mientras fue joven, el señor de Guisan protegió con firmeza los límites de aquel bosque. Él mismo lo recorría acompañado de sus hombres para asegurarse de que no entraran en él cazadores furtivos, y todo aquel quisiera cruzar el bosque, recoger leña o, sobre todo, cazar en él, debía pedir permiso y pagar su tributo al señor.
Aquel señor no tenía hijos varones. Su buena esposa había quedado encinta muchas veces, pero solo consiguió darle tres hijas antes de morir, mientras daba a luz a la última de ellas. Cuando eso ocurrió, el señor ya era viejo y no se veía capaz de casarse de nuevo y seguir buscando un heredero, así que se tuvo que conformar con aquellas tres bellas damitas, para quienes tenía grandes planes.
El señor tenía dispuesto que la mayor, Adelaida, heredara su señorío y se casara con el heredero de algún señorío vecino, con la idea de que sus descendientes pudieran juntar ambos dominios y aumentar su poder. Para la hija mediana, Blanca, tenía previsto un matrimonio con el heredero del conde de Porhoet, su señor, que había tenido un hijo varón casi a la vez que nacía Blanca. Era un plan ambicioso, pero con ello lograría que una de sus hijas fuera madre de condes. Para conseguir que el conde aceptara el matrimonio con la hija de un pequeño señor como él, debía juntar una considerable dote, pero pensaba que con el dinero que juntaba anualmente durante la temporada de caza, lo acabaría logrando. Para su hija pequeña, Margarita, la más dulce, tenía pensado entregarla a la vida consagrada. Se educaría con las monjas de un monasterio cercano y algún día sería una mujer sabia y santa, que rezaría por sus hermanas.
Todos estos proyectos tenía el señor de Guisan y le reconfortaba pensar en ellos, pero la muerte le llegó demasiado pronto y ninguno de ellos llegó a realizarse. Sin heredero varón que se hiciera cargo de su señorío, y con solo tres hijas solteras de las cuales la mayor era apenas una muchacha, y las otras dos aún eran niñas, nadie pudo hacerse cargo de sus modestos dominios. Los hombres de armas que le habían servido se fueron, buscando un nuevo señor al que servir. Solo unos pocos fieles criados se quedaron en el pequeño castillo, que apenas era un torreón, para cuidar de aquellas niñas. Adelaida, la mayor, al ver lo calamitosa que era situación, decidió vestirse de muchacho y abandonar dominio familiar para seguir al rey Luis en su cruzada contra el infiel, como muchos otros nobles, grandes y pequeños. La chiquilla pensaba que con aquella gesta podría honrar el nombre de su padre. Sin embargo, nunca más se volvió a saber de ella. Y de ese modo se quedaron solas las dos pequeñas, en un castillo cada vez más ruinoso, con solo algunos pocos y viejos criados, que fueron completamente incapaces de defender el señorío.
Si nadie trató nunca de asaltar el torreón familiar era simplemente porque no tenía ningún valor, pero el bosque, la única fuente de riqueza del señorío de Guisan, fue depredado sin piedad por los señores vecinos, por lo que llegó a conocerse como el Bosque Sin Gamos. El tiempo pasó y cuando ya no quedó caza en el bosque, aquel lugar inhóspito se convirtió en escondite para los malhechores, por lo que pasó a ser conocido como el Bosque de los Ladrones. El interior del bosque era tan negro y frondoso que cualquier clase de actividad clandestina podía realizarse allí. Eso dio lugar a que se empezara a correr la voz de que actos nefandos tenían lugar en su interior, cuando las gentes de la zona empezaron a referirse a él como el Bosque de los Sodomitas, los propios ladrones lo evitaron, para que no se pensase que ellos participaban en tales actividades. Y así aquel bosque se convirtió en lugar de vergüenza y escarnio, y todas las gentes de la zona lo consideraban sinónimo del peor de los vicios.
Y así fue como las dos hermanas, Blanca y Margarita, crecieron. Solas en un torreón, con apenas un puñado de viejos y fieles sirvientes para criarlas. Y con un señorío de pésima reputación, hecho del que sus leales criados trataron de mantenerlas ignorantes mientras pudieron. Blanca tenía vagos recuerdos de su madre e intentó comportarse siempre como una gran dama, como la recordaba a ella. Un par de viejas criadas la enseñaron todo lo que debía saber para comportarse como era debido en sociedad… aunque nunca tuviese ocasión de ponerlo en práctica. Y un pobre secretario de su padre, casi senil, la enseñó cuanto sabía de leyes y de cuentas, para que algún día pudiera administrar ella sus propiedades… aunque poco hubiera ya que administrar. En cuanto tuvo edad suficiente, Blanca se ocupó de aquellos asuntos lo mejor que pudo. Mandaba a alguno de sus criados a cobrar los tributos en las aldeas vecinas, que habían quedado casi vacías después de que la mayoría de hombres acompañasen al rey Luis en su cruzada. Aquellas pobres gentes pagaban por costumbre y deber hacia su señora, pero casi siempre menos de lo que debían. Entre eso, los pocos animales que criaban en el torreón y las aves y conejos que todavía podían cazarse en el bosque, iban aguantando.
Margarita, por su parte, creció casi salvaje, y las buenas mujeres que educaron a su hermana mayor, al ver el carácter tan indómito que tenía, ni siquiera se molestaron en tratar de hacer de ella una dama. Desde pequeña trabó amistad con el viejo halconero de su padre, que fue quien la enseñó todo cuanto sabía. De él aprendió a manejar el arco y a cazar. Como era ágil y rápida, no se le escapaba ni una sola pieza en el bosque, cuando salía a cazar con aquel anciano que iba siempre varios pasos por detrás de ella. Su hermana Blanca se alegraba de que la pequeña tuviese aquel talento, porque gracias a eso tenían algo más que llevar a la mesa. Los viejos criados, sin embargo, siempre se preocupaban de que la chiquilla se encontrase con algún indeseable en el bosque.
Los viejos criados iban muriendo y la vida continuaba igual que siempre, pero cada día estaban más solas y aquellos muros parecían más fríos. A ello se sumó la vergüenza, cuando descubrieron cómo llamaban en la zona a aquel bosque y qué significaba aquello. Más de una vez, tal y cómo los criados temían, Margarita había contemplado escenas de vicio entre los árboles. La primera vez se asustó tanto que evitó decírselo al viejo halconero, pero sí se lo contó a su hermana Blanca, quien le contó todo lo que sabía de aquel vicio estudiando las leyes del lugar, lo terrible que era y el justo castigo que merecía tal infamia. Por mucho que sus leales sirvientes trataron de ocultárselo, las chicas en ocasiones visitaban a sus vasallos de las aldeas próximas, y allí escuchaban murmuraciones que las hacía comprender hasta qué punto habían quedado cubiertas de vergüenza las tierras que heredaron de su buen padre.
Cuando Margarita cumplió 16 años y su hermana Blanca contaba con 22, enterraron al viejo halconero, que para la pequeña había sido como un padre. El anciano y orondo capellán rezó unas oraciones por él y Margarita lloró desconsolada. Fue en aquel momento cuando la joven Margarita comprendió que ya era casi una mujer, que no podía estar siempre protegida por aquellos pobres y leales ancianos, que su padre había sido señor de esas tierras y que era responsabilidad de ella y de su hermana mantener limpio el nombre de Guisan. Su hermana Blanca era una dama y poco podía hacer, pero ella sí. De manera que fue a su habitación y se recogió su melena de color castaño claro en un moño algo descuidado, para evitar que le molestase, como hacía siempre que se adentraba en el bosque. Se puso el vestido morado que solía llevar siempre para cazar, sencillo y amplio para que le permitiera dar grandes zancadas y con las mangas recogidas hasta el codo para poder manejar bien el arco. Sobre él se ciñó un corsé, para que la amplitud del vestido no la estorbase al mover los brazos. Y finalmente se cruzó el carcaj en la espalda, con la correa cruzándole el torso y resaltando sus pequeños pechos, lo que las criadas siempre habían considerado impúdico pero que a ella poco le importaba. Y agarrando su arco salió a cazar.
Anduvo vagando por el bosque en busca de su presa, hasta que la halló en un pequeño claro, junto a unas rocas. Entre los árboles, Margarita observó a aquellos dos jóvenes escuálidos, con cuerpos blancos y de aspecto sucio. Uno de ellos estaba a cuatro patas en el suelo, completamente desnudo salvo por los calzones, que todavía tenía en los tobillos. El otro estaba sin nada de ropa, montándole por detrás como hacen los perros. Margarita tensó su arco y apuntó al que estaba encima, alcanzándole en el muslo, por lo que cayó de inmediato al suelo profiriendo un aullido de dolor. El otro ni siquiera tuvo tiempo de ponerse de pie, Margarita avanzó hacia él a grandes zancadas, mientras el muchacho trataba torpemente de alejarse de ella, avanzando a cuatro patas. Ella se situó detrás de él, pisando sus calzones para que no pudiera continuar alejándose. Veía cómo el blando saco arrugado que colgaba pesadamente entre sus piernas se balanceaba con cada uno de sus movimientos, y se lo agarró con fuerza, notando como el chico se tensaba y emitía un grito ahogado de pánico.
Sacó el cuchillo de su cinto y lo sostuvo en la mano. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer, su hermana Blanca le había explicado cuáles eran las leyes del lugar, dictadas por el buen duque. Y también le había dicho que eran demasiado laxas comparadas con las de otros lugares del reino, y que aquel acto debería castigarse con más rigor si deseaba ser extirpado por fin de la tierra. Margarita estuvo de acuerdo, aquel no parecía un castigo demasiado terrible, pues al fin y al cabo era lo mismo que se hacía con los animales de granja y podían vivir después de ello sin problemas. La joven había visto realizar aquella operación innumerables veces con los pocos animales que criaban.
El otro joven yacía en el suelo, sin poderse mover, con la pierna atravesada por la saeta, sin dejar de gritar, pero sabiendo que nadie podría oírle. Miraba con horror a aquella joven de ojos felinos que parecía a punto de cercenar de un tajo el escroto de su amigo. Sin embargo, notó duda en sus ojos. Y en efecto, Margarita flaqueó justo antes de asestar el golpe. El llanto de súplica del joven al que tenía atrapado la paralizó. En vez de cortar, apretó con todas sus fuerzas aquel saco carnoso mientras advertía a los dos jóvenes que no volvieran más por allí y que hicieran saber a todos que la justicia había vuelto a aplicarse en el bosque de Guisan.
Los dos muchachos huyeron como pudieron, apoyándose uno en el otro. Y Margarita pensó que aquello quizá sería suficiente para alejar a aquellos viciosos de su bosque, pero se equivocaba. Los chicos volvieron a su aldea llenos de vergüenza y dijeron que les habían atacado unos salteadores de caminos. Los sodomitas de la zona continuaron llenando el bosque como siempre, como pudo comprobar Margarita durante los días siguientes. Como solía ocurrir, todos eran muy jóvenes, pues los hombres adultos partieron hacía años a la cruzada con su rey y pocos volvieron, de manera que la mayoría de los varones de todos los señoríos vecinos eran los chiquillos que se quedaron con sus madres y que ahora tenían edades parecidas a las de Margarita y su hermana. La fama del bosque había crecido tanto que los sodomitas acudían de todos los señoríos del condado de Porhoet y algunos incluso de más lejos. Limpiar aquello sería una tarea más difícil de lo que pensó Margarita, e imposible de cumplir si le fallaba tanto el coraje como en aquella primera ocasión. La joven se lamentó amargamente de lo débil que fue a la hora de aplicar la justicia en el señorío familia y se prometió que no volvería a ocurrir.
Su siguiente oportunidad llegó días después. Vio acercarse a dos jóvenes mientras ella permanecía agazapada entre los árboles como una gata. Vio cómo empezaban a acariciarse con lascivia, mientras se iban desprendiendo de sus ropas. Uno era alto y delgado, de piel morena y pelo corto y negro, mientras que el otro era bastante más bajo e igualmente delgado, pero de músculos algo más trabajados, con la piel clara y con una melena castaña que le caía hasta los hombros. El más alto se tendió mansamente en el suelo a cuatro patas, permitiendo que el de la melena se colocara sobre él. El cuerpo largo y moreno del que estaba abajo se arqueaba, revelando el vello negro de sus axilas mientras sus manos se apoyaban en el suelo. Los marcados músculos del joven bajo que estaba sobre él se tensaron cuando apoyó sus manos también en el suelo, de manera que cubrió por competo a su compañero y sus caras quedaron cerca. El de abajo volvió la cabeza y se lamieron la boca mientras el de arriba penetraba con fuerza y su escroto golpeaba con violencia el trasero del muchacho alto con cada embestida.
Ella contempló la escena llena de furia y repugnancia, pensando en cómo aquellos actos malditos habían mancillado el nombre de su familia. Con ese pensamiento en mente, tensó la cuerda de su arco disparó una, dos y hasta tres flechas que se clavaron en las piernas de los dos jóvenes, que se desplomaron uno sobre el otro mientras gritaban. Se acercó a ellos con el cuchillo en la mano, agarró del pelo al que estaba encima y le hizo ponerse bocarriba. Puso su bota sobre su pecho y se agachó como si fuese a cortar setas. La operación fue rápida, rasgó fácilmente el escroto con su cuchillo afilado y extrajo su contenido. Luego fue a por el otro, que aunque no podía caminar, trató de defenderse con sus largos brazos. El forcejeo duró pareció prolongarse, pero la pérdida de sangre en sus piernas hizo que pronto sus fuerzas comenzasen flaquear y el joven no pudo hacer nada para evitar que aquella muchacha le despojase de su virilidad.
Margarita abandonó aquellos cuerpos ensangrentados a su suerte y fue hasta la aldea más próxima. Las buenas gentes miraron absortas a su joven señora mientras clavaba en un árbol, con el vestido cubierto de sangre, aquellos pequeños órganos. Los aldeanos de más edad supieron al instante lo que ello significaba, recordando los tiempos en los que el viejo señor de Guisan aplicaba justicia.
Después de aquel primer éxito, Margarita contó a su hermana lo que había hecho y también al resto de criados. Todos quedaron admirados e impresionados por la determinación de la chica, aunque también les preocupaba que ella sola se enfrentase a hombres que la superaban en edad, estatura y fuerza. Si aquellos hombres eran tan malvados como para pecar de aquel modo contra natura, no podían imaginar lo que podrían hacer con una chiquilla. Pero también sabían que Margarita no era una chiquilla cualquiera, pues por sus venas corría la noble sangre del buen señor de Guisan.
Los días pasaron y Margarita continuó su cacería, llegando a clavar cerca de una decena de pares de testículos en los alrededores del bosque. Pero aquello no era suficiente. Las noticias no recorrían los señoríos vecinos con suficiente rapidez y el bosque era tan enorme y se accedía a él desde tantos puntos que tendría que cortar muchos más antes de que los sodomitas que iban hasta allí verdaderamente tomasen nota. De los muchachos a los que capaba, algunos morían desangrados allí, sin que nadie los viera, pero los que conseguían huir con vida, ocultaban su desgracia en sus aldeas y villas para que nadie supiera lo que habían hecho y eso también dificultó que todos se enterasen de lo que estaba ocurriendo en Guisan.
El ambiente en la pequeña fortaleza familiar, por primera vez en años, empezó a tener un aroma de optimismo. Blanca veían con orgullo y esperanza los esfuerzos de su hermana por ejercer la justicia como era debido. Aunque ella era la mayor y por tanto la señora de aquellas tierras, necesitaba a alguien fuerte como Margarita a su lado, pero sentía que esa chiquilla no podría cargar sola con esa tarea. Por las noches Blanca rezaba pidiendo a Dios y a sus santos que ayudasen a su hermana. Y en respuesta a sus súplicas, ocurrió algo que para Blanca fue sin duda un milagro.
Llegó hasta el torreón, días después, una figura que a todos les pareció que debía ser un ángel. Se trataba de una bellísima mujer joven y rubia, de piel blanca, ojos claros y rostro severo, vistiendo una reluciente armadura. Aquella joven con armadura y espada en cinto resultó ser Adelaida de Guisan, la hermana mayor de las muchachas, a quien todos daban ya por muerta. Había acompañado al rey Luis a su última cruzada, pero no volvió con él porque decidió continuar luchando contra el infiel junto a otros valientes. Sus compañeros de armas acabaron descubriendo que era mujer, pero no les importó porque estaban impresionados de su valor y su piedad cristiana. Finalmente, todos decidieron volver a sus casas después de años combatiendo enemigos en tierras extrañas.
Aquel fue un día que las muchachas jamás olvidarían y hubo gran regocijo en la fortaleza de Guisan. Blanca lloró de alegría, se puso su mejor vestido y juró ante el capellán entregar el dominio de aquellas tierras a su hermana mayor, como legítima heredera que era. Aunque la comida nunca era abundante en el torreón de Guisan, trataron de ofrecer un modesto banquete a la anfitriona y más tarde, se reunieron las tres hermanas a solas para ponerse al día. Blanca y Margarita quedaron fascinadas con los relatos de aventuras que su hermana mayor les contó. La miraban embelesadas pues era más bella que ninguna otra mujer que hubieran visto. Aunque el cabello de las dos hermanas era claro y Margarita siempre había admirado la abundante melena rubia de su hermana mayor, no era nada comparado con el rubio reluciente de Adelaida, tan claro que parecía brillar como el sol. Su mirada era también de un azul radiante, pero al mismo tiempo extremadamente severa, como la de un guerrero feroz.
Cuando llegó el turno de hablar de las dos hermanas, el ambiente se volvió sombrío. Ellas no tenían grandes aventuras que contar, sino más bien penurias, pero contaron con orgullo a su hermana mayor la labor que Margarita estaba realizando en el bosque. A Adelaida, sin embargo, se le oscureció el rostro al saber la fama tan atroz que habían adquirido las tierras de su padre. Pasó años rodeada de hombres que estaban lejos de sus mujeres y en muchos de ellos apareció aquel vicio que Adelaida conocía bien. Como era muy piadosa y había luchaba contra el infiel para hacer cumplir la voluntad de Dios, no soportaba que entre sus filas apareciesen vicios tan horribles que hacían que los hombres se pareciesen a las bestias y que caballeros cristianos se convirtieran en seres aún más aborrecibles que los propios sarracenos. Por eso, durante la expedición, se castigaba con gran dureza aquel mal pecado y la propia Adelaida tuvo ocasión de impartir justicia más de una vez con sus propias manos. Contó a sus dos hermanas lo que hacían con los sodomitas y a las dos les parecía que era un castigo justo y eficaz, a la altura del horrendo crimen.
Desde el día siguiente, Margarita salió a impartir justicia acompañada de Adelaida. Blanca las despidió desde lo alto de la pequeña muralla que rodeaba el torreón. Pasaron gran parte del día recorriendo el bosque, hasta que encontraron a dos jóvenes fuertes, tendidos de lado en completa desnudez. El que estaba detrás, sujetaba las piernas del otro mientras le penetraba, haciendo que estuviese completamente abierto de piernas. De ese modo las chicas pudieron contemplar con repulsión los genitales de aquellos dos hombres jóvenes, totalmente expuestos. Margarita creyó reconocerles, eran dos aprendices de herrero de una de las villas del señorío vecino, que a veces iban a las pequeñas aldeas que rodeaban el bosque para herrar a los animales de allí. La joven arquera disparó a las piernas como siempre, y después su hermana fue directa a atacar los órganos con los que estaban pecando. A Margarita le impresionó la rapidez y brutalidad con la que Adelaida mutiló a los sodomitas. A diferencia de lo que hacía ella, no los castró como se castra a los animales, abriendo su escroto, sino agarrándolo con fuerza y cortándolo de cuajo, junto con su contenido. Eso hacía que se desangrasen rápidamente e impedía su supervivencia. Los ataron por los pies y los arrastraron con el caballo mientras aún seguían vivos, hasta llegar al límite del bosque. Y una vez allí, los colgaron por los pies de un árbol alto, con los genitales atados al pescuezo. Así era como Adelaida había aprendido a impartir justicia mientras guerreaba y sin duda era un método más eficaz para dar ejemplo.
Repitieron aquello durante los días siguientes y fueron colocando aquellos cuerpos invertidos en algunos de los principales caminos que conducían al bosque, pero aún quedaban muchos más. Castraron a chicos de todo tipo, unos pequeños y enclenques, otros grandes y fuertes, pero ninguno era rival para ellas. En una ocasión, dos sodomitas las oyeron llegar y uno de ellos huyó. Dieron muerte al otro como era habitual y estuvieron buscando a su compañero largo rato, pero no dieron con él. Volviendo al torreón, vieron agazapado entre unos setos a un muchacho que Margarita conocía. Se llamaba Guillaume y era hijo de una molinera de una de las aldeas cercanas. Le preguntaron qué hacía allí y de qué se escondía y el chico, muy asustado les dijo que buscaba leña y le entró miedo al oír ruidos. A ninguna de las dos les convenció el relato, pues no era necesario adentrarse tanto en el bosque para buscar leña ni era probable que aquel chico que había vivió allí toda su vida se asustase de tan solo escuchar unos ruidos. Adelaida estaba convencida de que era el sodomita que escapó y quiso caparle allí mismo, pero Margarita la detuvo, pues si bien era sospechoso, no le habían sorprendido en pleno acto y por tanto no podían condenarle sin pruebas, y propuso dejarle libre. Después de discutir, mientras el chico suplicaba, acordaron que lo mejor sería llevarle al torreón y encerrarle en el calabozo que llevaba tantos años sin usarse, y tratar de hacerle confesar. No les costó mucho atar a aquel joven delgaducho con la soga que siempre llevaban y cargarle en el caballo como un fardo.
Pocos días después, ocurriría el hecho que cambiaría sus vidas. Las muchachas comenzaron a notar que el número de sodomitas que atrapaban iba descendiendo, a causa del terror que provocaban aquellos cuerpos descomponiéndose, y la noticia comenzó a extenderse por todo el señorío, llenando de alegría a las gentes que lo habitaban. Sin embargo, no todos los pecadores usaban los caminos principales para acceder al bosque, y muchos entraban por innumerables senderos estrechos, para no ser vistos. Y como muchos veían también desde lejos, no habían llegado aún las noticias de los ajusticiamientos, por lo que todavía era posible hallar miserables mancillando el bosque de Guisan. Estando Margarita y Adelaida recorriendo el bosque como todos los días, escucharon unos jadeos y supieron que una nueva presa andaba cerca.
Sorprendieron a los dos jóvenes desnudos recostados sobre sus capas. El que estaba siendo penetrado era rubio y de piel clara, mientras que el otro tenía el pelo oscuro y piel blanca y velluda. Los dos parecían fuertes, quizá fueran herreros, aunque tenían demasiado buen aspecto para ellos. Margarita tensó la cuerda de su arco, pero parecieron escuchar algo y se detuvieron de inmediato. Adelaida se abalanzó sobre ellos con su espada antes de que pudieran huir, pero para su sorpresa, el moreno sacó una daga de debajo de su capa y trató de defenderse con ella. Adelaida perdió el equilibrio y cayó al suelo. Iba siempre con su pesada armadura y aquel joven desnudo se movía mucho más rápido que ella. Aun así, cuando el joven desnudo se puso sobre ella con la daga en las manos dispuesto a apuñalarla en el cuello, Adelaida sujetó su mano, y agarrándole con fuerza, le quebró el brazo al girar. El joven soltó la daga al instante mientras gritaba, agarrando con una mano su antebrazo roto. Adelaida cogió la daga del suelo, se lanzó contra él con furia, le agarró los genitales con fuerza incluyendo esta vez también el miembro, tirando de ellos como si los fuera a arrancar y de un solo tajo se los cercenó.
El otro muchacho huyó presa del pánico. Las dos hermanas vieron cómo agarraba una espada que tenía bajo las ropas que estaban en el suelo, fue lo único que llevó consigo mientras trataba de llegar a la espesura del bosque, pero Margarita tuvo reflejos rápidos y le lanzó la soga que llevaban encima, que se le enredó entre las piernas y lo hizo caer de bruces contra el suelo. Las dos muchachas se acercaron a él. Les sorprendió ver la belleza de aquel joven, con rostro alargado y anguloso. Tenía la nariz y la barbilla prominentes, dándole gesto de gran autoridad, sus ojos eran verdes y sus cejas negras, pero tenía el pelo rubio y reluciente, casi como el de Adelaida. Su cuerpo era fuerte y su piel clara, apenas sin vello. Pensaron que tenía un aspecto majestuoso, aunque se encontrase en aquel momento en una posición tan poco digna, tendido en el suelo, con cara de pánico, aferrado a aquella espada enfundada, con la que trataba de cubrir su desnudez, tapando sin demasiado éxito el miembro grueso y las bolas carnosas que colgaban entre sus piernas. Adelaida le quitó la espada de las manos, no sin esfuerzo, y comprobó que tenía en la empuñadura y en la funda el escudo del conde de Porhoet.
Las chicas se asustaron al saber que tenían ante si al hijo de su señor. A este no podían caparlo allí mismo como si fuera un vulgar aldeano, pero tampoco podían dejarlo marchar tras haberlo sorprendido cometiendo tan terrible pecado. Debían llevarlo a la fortaleza y entregarlo al duque, que era el señor del conde de Porhoet y por tanto quien debía juzgar a su díscolo hijo. Lo ataron como días antes hicieran con el hijo de la molinera y lo llevaron hasta el torreón. Al llegar quedaron todos impresionados cuando las muchachas revelaron su identidad. Lo tendieron desnudo en el pequeño patio de armas, a la vista de todos los criados y pidieron que se le cubriera con mantas. Trataron de hablar con él y aunque podían leer el miedo y la vergüenza en su rostro, también se mostraba arrogante incluso entonces. Les confirmó que en efecto era Alain, el hijo y heredero de conde Eudon de Porhoet y que ellas debían dejarle libre de inmediato por ser vasallas de su padre, si no querían provocar su ira que arrasase el mísero torreón hasta los cimientos.
Las tres hermanas se retiraron a hablar entre ellas para decidir qué hacer con él. Margarita tenía claro que debían escribir al duque para que mandase a sus hombres y que se lo llevaran, pues ellas no podían aplicar justicia sobre el hijo de su señor. Adelaida en cambio consideraba que al haber sido descubierto en sus tierras cometiendo tan terrible acto, tenían el derecho de ajusticiarlo allí mismo si querían. Blanca, en cambio, estaba pensando. Era la primera vez en su vida que veía al hijo del conde, y recordó que su padre tenía previsto casarla con ese muchacho, pues nacieron casi a la vez. En su mente empezó a tomar forma una idea que no tardó en compartir con sus hermanas…
Las chicas dieron orden a los criados de liberar a Alain de sus ataduras, lavarlo y vestirlo con ropa limpia. Lo recibieron en el salón principal del torreón y allí, le explicaron su propuesta. Tenían ya escrita la carta que enviarían al duque Juan de Bretaña, el señor de su padre, explicando lo ocurrido. Sin embargo, podían quemar la carta y olvidar lo que había pasado si Alain aceptaba casarse con Blanca. La hermana mediana se convertiría de ese modo en la futura condesa de Porhoet y desde su posición podría ayudar enormemente a sus hermanas y aquello pondría fin a las penurias que sufrían. El rostro del joven se tensó y reaccionó con ira, pero al leerle la carta que tenían preparada, sus ánimos comenzaron a flaquear. En caso de que el duque no creyera las acusaciones o que fuera indulgente, el solo hecho de ser acusado de tal crimen ya cubriría de ignominia a su familia. Y en caso de que fuera encontrado culpable por el buen duque, sabía que la castración era el castigo. Perdería además todos sus derechos, no le quedaría más salida que acabar el resto de sus días mutilado y encerrado en un monasterio mientras la vergüenza cubriría para siempre a su linaje, que además quedaría cercenado en su rama masculina, por no tener el señor conde más hijos varones. Pensando en todo esto, Alain aceptó de mala gana. Las hermanas se sintieron satisfechas y esa misma tarde el capellán ofició la boda, enviando de inmediato una carta al señor conde de Porhoet, padre de Alain, informándole del enlace.
La noticia fue recibida con estupor en el castillo de Porhoet. El conde Eudon ya tenía concertado un matrimonio para su heredero desde hacía tiempo y no entendía cómo su hijo había cometido la insensatez de casarse con una pequeña vasalla suya, con una herencia miserable, señora de un lugar de mala fama y sin nada que ofrecer como dote. Pensó que el chico habría quedado prendado al encontrarse con ella por casualidad, como ocurría en los cantares que recitaban los trovadores. Así que mandó a dos secretarios para que fueran hasta Guisan y tratasen de convencer al chico de anular el matrimonio antes de que se consumara.
Sin embargo, para cuando los emisarios del conde llegaron a Guisan, el matrimonio ya llevaba días consumado. Blanca sabía que el padre de Alain haría lo posible por anularlo, por lo que la misma noche de bodas, se aseguró de que el enlace quedara sellado con su sangre virginal. El joven esposo, al principio incómodo con la situación, dejó de estarlo en cuanto subieron a su alcoba. Allí desnudó a su esposa y no tardó en excitarse al ver lo hermosa que era, con su piel fina y su larga melena de aquel color rubio oscuro. La desfloró y volvió a hacerle el amor varias veces a lo largo de la noche. Blanca sufría con cada embestida, le repugnaba estar siendo penetrada por aquel hombre que había sido sorprendido cometiendo un pecado tan terrible. Ella sabía que aquel matrimonio les traería muchas ventajas a ella y a sus hermanas, pero no dejaba de ser la esposa de un sodomita. Además, se dio cuenta de lo mucho que le apenaba tener que abandonar Guisan y dejar a sus hermanas para irse a vivir Porhoet con aquella bestia de forma humana. De ese modo, en la mente de Blanca fue dibujándose un plan…
Blanca se acordó de Guillaume, el hijo de la molinera a quien sus hermanas todavía tenían en el calabozo. Bajó a hablar con él y le dijo que con motivo de su boda, quería hacer una buena acción para dar gracias a Dios por el enlace y por ello lo liberaba y lo perdonaba. Y no solo eso, sino que para compensar las penurias que había pasado allí encerrado, lo acogería como criado y serviría como ayuda de cámara de su esposo. El chico lloró de gratitud y Alain quedó complacido, pues era justo que mientras permaneciera en Guisan, tuviera alguien a su servicio.
Los emisarios del conde fueron recibidos con los honores debidos en el humilde torreón. No hubo manera de convencer al joven Alain de que deshiciera el matrimonio y parecía satisfecho con su esposa, cuya alcoba visitaba cada noche. Blanca fue encantadora con ellos, les agasajó con lo poco que tenían y cantaba para ellos cada día. Los emisarios tuvieron que escribir cartas informando al conde de la situación, y aunque seguía sin gustarle, no le quedó más remedio que aceptarlo. En la misiva que envió el conde como respuesta, instaba a la pareja a trasladarse a Porhoet cuanto antes, pero Blanca trató de dilatarlo todo lo que pudo, primero con celebraciones en honor de los emisarios y después alegando un malestar inexistente, que se prolongó durante días. Los secretarios del conde informaron puntualmente a su señor de cada novedad, y quedó extrañado de aquel mal que parecía afectar a la joven esposa de su hijo, llegando a pensar si no se trataría de que su heredero la había dejado encinta meses atrás y ahora se había casado con ella tan repentinamente al descubrir su estado.
Los días fueron pasando y aunque el conde se impacientaba y los emisarios insistían en partir, Blanca siempre encontraba excusas para demorarlo. Hicieron venir a un médico desde Porhoet, lo cual demoró aún más la partida. Aquel hombre docto examinó a la joven dama, pero no encontró nada anómalo en ella. Blanca fingía muy bien los dolores durante el día, y por la noche, iba hasta la puerta de la alcoba de su esposo y espiaba por el ojo de la cerradura. No terminaba de ocurrir lo que ella esperaba y eso la impacientó.
Una mañana dijo encontrarse mejor y decidió salir a pasear con sus hermanas, lo que todos en el castillo, y en especial el médico y los emisarios del conde, consideraron un avance positivo. No dijo a sus dos hermanas el verdadero motivo del paseo hasta que llegaron a donde se proponía. En los límites del bosque crecían unas hiervas que algunas viejas decían que hervida tenía propiedades afrodisíacas. Blanca cogió todo lo que pudo y volvieron juntas a la fortaleza, mientras explicaba a sus hermanas su plan, que quedaron maravilladas por la agudeza e ingenio de Blanca.
Esa noche, hirvió ella misma las plantas y vertió el caldo en la cena de su esposo. El efecto no tardó mucho en aparecer, y cuando ella estaba ya en la cama, su esposo visitó su alcoba con impaciencia, pero ella se negó siquiera abrirle la puerta, alegando que habían vuelto los dolores y que el paseo la dejó exhausta. En cuanto escuchó a su joven esposo volver a sus aposentos, ella le siguió. Esperó un rato agachada junto a la puerta y pronto comenzó a escuchar jadeos. Miró por el ojo de la cerradura y vio justo lo que esperaba. Blanca despertó a sus hermanas, a los criados y también al médico y emisarios del conde, y les hizo acudir a todos. Abrieron la puerta de la habitación de su esposo y allí, en tendidos en el suelo encontraron a Alain y Guillaume. El joven y enclenque hijo de la molinera, con su cara triste, estaba tendido detrás del heredero de Porhoet, penetrándole. Todos vieron con horror aquella escena, el miembro erecto de aquellos dos jóvenes y horrible acto que perpetraban. Los dos miraron a la multitud con sorpresa y pánico desde el suelo. Blanca se limitó a mirarlos con frialdad y recitar las leyes del lugar, que conocía de memoria, relativas al inmundo crimen de la sodomía. El pánico de los jóvenes aumentó, pero sabían que habían sido vistos por todos, había numerosos testigos y apenas se resistieron cuando Adelaida les obligó a levantarse a empujones y los condujo hasta los calabozos.
Los emisarios del conde quedaron conmocionados por aquello, y escribieron de inmediato a su señor contando lo sucedido y que ellos lo habían visto con sus propios ojos. El conde se horrorizó al leer aquello y escribió de inmediato al duque Juan, su señor, rogándole clemencia para su hijo. También Blanca escribió una carta al duque, explicándole lo sucedido. En la corte ducal la conmoción que supuso la de la joven Blanca fue enorme, y el gran duque y toda su corte se llenaron de horror al conocer la trágica historia de aquella joven dama que había descubierto a su esposo, un noble de cuna más alta que ella, cometiendo aquella infamia tan poco después de su boda. El duque Juan envió una pequeña comitiva compuesta por uno de sus mejores caballeros, un secretario y un clérigo para que fueran a Porhoet y se aseguraran de que se hacía justicia. Las súplicas de clemencia del conde fueron por completo ignoradas.
Alain fue retenido en los calabozos hasta que llegó la comitiva enviada por el duque. Su decisión fue clara, el sodomita debía ser castigado de acuerdo a las leyes del lugar y puesto que estaba casado, su esposa debía ser compensada con parte de sus propiedades. Adelaida, como señora de Guisan, fue quien hizo cumplir la sentencia y lo quiso hacer personalmente. Antes de ello, llamó a sus vasallos de todo el señorío para que acudieran allí y vieran todos con sus propios ojos lo que ocurría con aquellos malhechores. Debido a la escasez de hombres por causa de la campaña del rey Luis, no acudieron muchos varones, los ancianos se quedaron en la aldea porque para llegar al torreón de Guisan había que recorrer una larga distancia, y muchas de las mujeres también, pues eran quienes se hacían cargo de todas las tareas. Así que de los vasallos de Guisan que acudieron a ver la ejecución, la mayoría eran jóvenes, muchachas y niños.
Se agolpó la multitud en el pequeño patio de armas y estaban expectantes. Vieron aparecer a su señora Adelaida, con su armadura reluciente, sacando a empujones al apuesto heredero de Porhoet, que continuaba completamente desnudo desde que lo encerraron, con las manos atadas en la espalda. Muchos intercambiaron miradas de sorpresa al ver a aquel joven de tan alta cuna en una situación tan indigna. El joven se resistía todo lo que podía y finalmente Adelaida tuvo que arrastrarlo por el suelo hasta llegar al centro del patio. En torno a ellos la multitud formó un corro. El desdichado gritaba con todas sus fuerzas, llorando y suplicando. Algunos niños reían y las muchachas se miraban con asombro al ver la poca dignidad con la que aquel joven señor se enfrentaba a su castigo. Muchos se divirtieron pensando que incluso los animales de granja muestran más entereza cuando se los va a sacrificar. Los emisarios del conde contemplaban con horror la escena, pensaban que aquel no era un final digno para el hijo de su señor y que el joven debería afrontar su triste condena con más entereza. Aunque, por otra parte, el castigo que le esperaba era tan humillante y tan impropio de un señor, que ni siquiera con mayor valentía se le hubiera podido añadir dignidad a la situación. El joven aullaba y pataleaba como un marrano, lo que hizo que las risas de los niños y las muchachas fueran en aumento, les costaba trabajo verlo, no ya como un gran señor, sino si quiera como un hombre. Adelaida se colocó sobre él, hizo grandes esfuerzos para sujetarle las piernas. Los gritos iban en aumento, cada vez más desesperados, más agudos, más desgarrados. Su cara estaba completamente roja y contraída. Cuando la mano de Adelaida consiguió aferrarse a sus testículos, el joven ya ni siquiera suplicaba, se limitaba a aullar como un animal. Adelaida agarró con fuerza aquel saco, apretó como si fuera a reventarlo y tiró de él con todas sus fuerzas. Más que cortarlo parecía que lo fuese a desgarrar. El médico del conde, observando con vergüenza y horror junto a los emisarios, pensó en aquel momento que aquella era una forma extrañar de realizar una castración. Y es que como Adelaida solía hacer, no abrió el escroto. Lo estiró al máximo y entonces bajó la hoja con furia y lo rebanó por completo.
Los grutos y risas de los jóvenes aumentaron y Adelaida tiró aquel saco de carne al suelo, que los niños miraron con curiosidad. Mientras Adelaida se marchaba al interior del torreón, la multitud permaneció allí y algunos niños empezaron a tocar el escroto con un palo, hasta que otros se animaron a cogerlo y sacaron los testículos para lanzárselos a las muchachas, que gritaban con asco, pero también con diversión, y se alejaron lanzándoselo entre sí.
El médico de Porhoet se acercó de inmediato al joven y trató de mantenerlo con vida mientras fue posible, conteniendo la hemorragia, pero con poco éxito. Los emisarios del conde estaban pálidos. Salieron de allí de inmediato y en cuanto llegaron a Porhoet, informaron de lo ocurrido al conde Eudon, que se enfureció. Pensó en aquel momento en juntar a sus hombres y partir hacia Guisan para arrasarlo, pero como estaba allí aún la comitiva del duque, su señor, tuvo miedo de hacerlo, así que decidió ir personalmente a la corte ducal y reclamar justicia. Aquella joven señora de Guisan sin duda alguna se había excedido. Bien era cierto que la pena por aquel crimen en que su hijo había sido descubierto era la castración, y ciertamente era una pena terrible, pero nada decían las leyes del lugar sobre causar la muerte, por lo que debería realizarse tratando de respetar la vida del condenado, y tampoco nada decían sobre realizar tan castigo en público. Por su parte, los enviados del duque quedaron impresionados por el rigor con que la joven Adelaida había castigado aquel infame crimen, y así se lo hicieron saber al señor duque cuando volvieron a su corte. El duque Juan, que era un hombre piadoso, quedó admirado por el relato. Y también al saber que la joven señora Adelaida tenía por costumbre colgar invertidos a los sodomitas con sus testículos atados al cuello por ser la forma, según explicó la joven dama a los hombres del duque, en que castigaban a tales pecadores los caballeros cruzados mientras estaban en campaña. Y el duque consideró que aquello estaba muy bien hecho, por ser aquel un delito bestial y contra natura que debía castigarse con la mayor dureza. Así que dispuso que en adelante esa fuera la forma de castigo habitual para aquella infamia en todas sus tierras y en las de sus vasallos, y que cuando se descubriera a dos hombres pecando así, se los castrara públicamente y que luego sus cuerpos fueran colgados de esa manera para no ser nunca más descolgados.
Y cuando aquella orden del duque se hizo saber por aquellas tierras, Adelaida mandó colgar en el camino principal que conducía a Guisan el cuerpo de Alain de Porhoet. Lo colgaron por los pies y le ataron al cuello como pudieron lo poco que quedó de sus genitales, después de que fueran pisoteados por los muchachos el día de su castigo. Y el conde Eudon fue reprimido duramente por el duque por atreverse a ir hasta allí con quejas, y no solo no se le permitió recuperar el cadáver de su hijo, sino que debió compensar con riquezas y propiedades a la joven viuda por la vergüenza de haber tenido que casarse con un hombre tan infame.
Aquella compensación permitió a las señoras de Guisan adecentar la fortaleza, elevar los muros y Adelaida consiguió que volvieran hombres de armas a servirla, como en tiempos de su padre, y que más criados sirvieran en el castillo. Y construyeron también un molino en una de las aldeas cercanas y la justicia y la alegría pareció volver por fin a aquel bosque ahora que las sombras del pecado y de la infamia habían sido extirpadas. La noticia de la horrible muerte del heredero de Porhoet recorrió todo el ducado de Bretaña y hasta todo el reino y ya todos supieron que el bosque de Guisan no era un lugar sin ley, sino un señorío respetable donde las leyes justas se aplicaban con rigor. Y las tres jóvenes hermanas tomaron por costumbre pasea cada día por aquel bosque, que parecía más bello que nunca. Incluso un día, les pareció ver un gamo.