El blues de La Sirena Azul (5 y último)

Emi busca desesperadamente a Sonia, la Ama que, sin pretenderlo, transformó su vida para siempre. Sin embargo encontrará otra cosa, algo que, de nuevo, dará un giro inesperado a Emi para siempre, haciendo que su historia alcance un punto de no retorno.

Capítulo 5. Finales y principios.

Poco después de someter a Ana a mi voluntad, mis dos mascotas y yo visitamos en varias ocasiones La Sirena Azul, pues quería encontrarme de nuevo con Sonia y mostrarle lo mucho que había cambiado mi vida gracias a ella. Deseaba además ofrecerle a mis sumisas para que ella también las disfrutase. Ya había probado a Elena, pero estaba segura de que Ana le resultaría refrescante e interesante. Sin embargo, y pese a mis intentos, no conseguí encontrarla. Tras la tercera visita al pub, y en vista de que no daba con ella, opté por preguntar en la barra. Fue cuando me enteré de que ya no tocaba allí. Traté entonces de buscarla en su casa, pero nadie atendió cuando llamé al timbre. Durante los siguientes meses hice numerosos intentos por encontrarla, e incluso pregunté en el pub si alguien podía facilitarme una forma de contactar con ella, pero todo fue en vano: había desaparecido sin dejar rastro. En junio, con el final del primer año de carrera y la llegada del verano, comprendí que había perdido a Sonia y me di por vencida. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Durante todo ese tiempo, Ana y Elena siguieron bajo mi dominio. Llegado el verano ambas se marcharon a pasar esos meses con sus familias, pero yo convencí a mis padres para que me dejasen quedarme unas pocas semanas más. Pese a que en mi mente había aceptado que no volvería a ver a Sonia, mi corazón se negaba a renunciar a la que yo consideraba mi Ama.

Una noche de finales de junio, a falta de unos pocos días para regresar al pueblo a pasar el verano, decidí que la mejor manera de cerrar el círculo que comenzó aquella noche de septiembre en la que entré por primera vez en La Sirena Azul era volver al local, tomar una copa y disfrutar de la noche y de cualquiera que fuese el espectáculo que tuviesen preparado para esa velada. Sería mi despedida de Sonia, aunque la propia Sonia no estuviese presente. Puede sonar absurdo, pero necesitaba cerrar el breve pero impactante episodio de mi vida que había sido mi fugaz relación con mi Ama.

Me vestí con un vestido verde claro que hacía destacar mi cabello pelirrojo y que ofrecía un amplio escote, y calcé unos zapatos elegantes con tacón plano. Quería estar radiante, pues, aunque ella no fuese a verme, me estaba arreglando para Sonia. Un impulso mientras me estaba vistiendo me empujó a dejar las bragas sobre la cama, a modo de extraña ofrenda. Me miré en el espejo, más que satisfecha con mi aspecto, y sonreí al imaginar la golosa expresión que Sonia habría puesto de verme en ese estado. Levanté entonces mi falda, descubriendo mi coño depilado, y asentí complacida. Habría quedado encantada con mi aspecto sexy y con mi descaro.

Acudí a La Sirena Azul radiante y decidida a pasar una noche tranquila y agradable en honor de Sonia. El destino, sin embargo, tenía otros planes para mí.

Cuando entré en el pub me sorprendí al advertir que estaba repleto de gente y que el escenario estaba preparado, lo que significaba que aguardaban el espectáculo de esa noche. El corazón me dio un vuelco en el pecho, pues por un solo instante creí que podía ser Sonia, que mi Ama había regresado y que por fin podría volver a estar con ella. Me latía tan fuerte el corazón que temí que todo el mundo pudiese escucharlo, así que me apresuré en entrar en el local, pedí una copa y me senté en uno de los taburetes libres que había en la barra, ansiosa por ver si, tal y como yo deseaba, Sonia estaba a punto de salir a tocar uno de los muchos instrumentos que dominaba. Sin embargo, y para mi pesar, en su lugar salió una chica que, a juzgar por su aspecto, era algo más joven que yo; probablemente una estudiante de Bachiller. Por si no fuese suficiente con semejante decepción, su aspecto (rostro angelical, cabello dorado y ojos azules) me recordaba al de Sonia con tanta fuerza que resultaba incluso doloroso. Estuve a punto de levantarme para irme, pero entonces comenzó a cantar Country Roads, de John Denver (aunque yo la conocía por la película Susurros del corazón de Hayao Miyazaki) y su voz me atrapó.

Allí estaba yo, sentada entre la multitud y mirando boquiabierta a esa jovencita que cantaba como los ángeles. La propia canción me recordó a Sonia y no pude evitar sonreír como una colegiada enamorada. Decidí que, puesto que había ido hasta allí para despedirme de ella y disfrutar de la noche, eso sería lo que iba a hacer. Así pues cerré los ojos y me dejé llevar por la canción y por todas las que vinieron después.

El espectáculo finalmente terminó. Cuando la chica saludó, antes de desaparecer de nuevo tras el escenario, aplaudí con entusiasmo, pues, si bien no había podido disfrutar de la música de Sonia, la preciosa voz de esa muchacha no la desmerecía en absoluto. Aguardé unos minutos a que el pub se despejase un poco mientras terminaba mi copa y, cuando el reloj que había sobre la barra marcó las once de la noche, finalmente me levanté para irme. Entonces alguien me tocó el hombro y, cuando me volví, advertí sorprendida que se trataba de la cantante.

—¡Oh! ¡Hola! —exclamé, desconcertada porque se dirigiese a mí—. Me ha gustado mucho el espectáculo.

—¡Gracias! —la chica mostró una sonrisa tan luminosa que durante un instante me recordó a Elena—. Eres Emi, ¿verdad? Yo soy Cristina.

—Eh... sí, soy Emi. ¿Nos conocemos?

Soy un despiste con patas, así que me devané los sesos pensando dónde podía haber visto antes a esa chica. Descarté la universidad, pues debía faltarle al menos un año para acabar Bachiller, y también el pueblo, pues era tan pequeño que conocía bien a todos sus habitantes. Tampoco recordaba haberla visto antes en ese local, aunque la lógica me decía que era la conexión más probable entre nosotras.

—No, no. Bueno, tú no me conoces a mí, pero yo a ti sí —explicó con torpeza.

—¿Cómo que tú sí me conoces? ¿De qué estás hablando?

—¡Ven, te lo enseñaré!

Me cogió la mano y me llevó al exterior del pub, donde no había gente. Sacó entonces su móvil de un bolsillo, buscó algo y me mostró la pantalla. En ella una chica postrada a cuatro patas se masturbaba con fuerza mientras mostraba su culo a la cámara. Durante un instante me quedé boquiabierta ante el vídeo pornográfico que me enseñaba esa desconocida, pero entonces la chica del vídeo volvió el rostro y, blanca por la impresión, advertí que era yo.

—¿Qué... cómo...?

Cristina, sin perder la sonrisa, volvió a buscar en el móvil y me mostró otro vídeo. En esta ocasión yacía tumbada y abierta de piernas mientras Elena, con los ojos vendados, me comía el coño. Reconocí ese momento de inmediato y recordé con terror que Sonia acostumbraba a grabarme con el móvil. ¿Pero cómo habían acabado esos vídeos en manos de una cría como esa?

—Ponte de rodillas, Emi.

Miré a Cristina boquiabierta. ¿Acaso esa niñata pretendía que la obedeciese? ¿Pero quién se había creído que era? Furiosa fruncí el ceño y decidí que le quitaría el móvil y lo tiraría a las alcantarillas. Si ponía resistencia, además se llevaría de regalo uno o dos guantazos.

—Tengo todos los vídeos en mi portátil —dijo como si pudiese ver mis intenciones—. Sé una buena chica o todos en el pub podrán verlos.

No tenía palabras. Traté de buscar qué decir, pero me tenía bien cogida. Con los ojos húmedos me arrodillé ante ella, quien me acarició el cabello.

—Buena chica. Ahora llévame a tu casa. Camina delante de mí, mascota.

Mascota. ¡Me había llamado mascota! Sentí la ira arder en mi interior, pero era poco lo que podía hacer al respecto. Así pues me limité a tragarme mi rabia y comencé a andar, con las lágrimas surcando mi rostro y esa cría caminando detrás de mí. ¿Acaso Sonia había hecho públicos nuestros vídeos? ¿Pero cómo podía haberme hecho algo así? ¿Tan poco habían significado para ella nuestros encuentros?

Cuando llegamos al piso que compartía con mis ahora ausentes sumisas, ya no había rastro de lágrimas en mis ojos. Decidí que era una mujer fuerte y que me enfrentaría a esa situación con toda la fuerza que fuese capaz de reunir. Esa niñata podría chantajearme, pero no me rompería.

Abrí la puerta, dejé que Cristina pasase primero y después entré yo y cerré a mi espalda. Sin esperarme se dirigió al salón, que quedaba junto a la entrada, y se sentó en el sofá. Me regaló su sonrisa de niña buena y señaló el suelo ante ella. Me dirigí hasta ese punto y, apretando los dientes con fuerza, me arrodillé. Durante un rato se limitó a observarme, recorriendo todo mi cuerpo con los ojos y deteniéndose no pocas veces en mi generoso escote. Al cabo del rato, cuando yo ya empezaba a ponerme nerviosa y mis piernas a dormirse, se puso en pie y me tomó de la mano para que me levantase también. Caminó a mi alrededor, observando de nuevo mi cuerpo, hasta que finalmente se detuvo a mi espalda y, sin previo aviso, apartó mi cabello y besó mi cuello con tanta ternura que sentí un estremecimiento. Siguió recorriéndolo con sus labios, descendió hasta mis hombros y me rodeó con las manos para acariciarme los pechos. Sus caricias me sorprendieron, acostumbrada al trato rudo de Sonia que yo misma había aprendido y adoptado con mis dos sumisas, y cuando se giró y me besó con torpeza pero con la misma ternura que había estado mostrando hasta entonces, dejé escapar un suspiro de placer.

—Quítate el sujetador.

Lo hice de inmediato, olvidados mis reparos iniciales hacia Cristina, y dejé que su lengua se perdiese en mi boca una vez más antes de que me bajase el escote para dejar al descubierto mis pechos y meterse uno de ellos en la boca con ansia. Mis suspiros se acrecentaron y, cuando cambió de pecho y comenzó a besarme y lamerme el otro, mi coño latía ya empapado y ansioso de sexo.

—Eres muy dulce —dije entre suspiros.

Cristina me miró con una sonrisa traviesa, dio un mordisquito a mi pezón y, tras ponerse de rodillas, metió la cabeza bajo mi vestido. Con delicadeza pero decisión apartó mis piernas y hundió el rostro en mi coño, lo que me arrancó un grito de placer. La lengua de esa cría penetró en mí con tal habilidad que, antes de darme cuenta de lo que pasaba, comencé a correrme mientras un chorro de fluido la empapaba por completo. Salió entonces de debajo de mí y, de no haberme sujetado, me habría derrumbado ahí mismo a causa de los temblores que todavía me producía el brutal orgasmo que acababa de tener.

—Eres una zorra —me dijo sin perder su encantadora sonrisa—. No llevabas bragas y encima me has puesto perdida con tu squirt.

—Yo... lo... lo siento, mi Ama.

Me di cuenta demasiado tarde de lo que había dicho y me sonrojé, pero Cristina sonrió de oreja a oreja, feliz por mi entrega. Se puso de pie ante mí, me besó y comenzó a desnudarse despacio, sin quitarme ojo. Observé con anhelo cómo sus prendas caían una a una y me deleité con su cuerpo adolescente; deseaba que me hiciese suya con un ansia que no había sentido desde Sonia. Al fin se despojó de su última prenda, unas braguitas blancas que lucían una gran mancha de humedad, y nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo que dio paso a besos y caricias. No tardamos mucho en tumbarnos sobre el sofá con las piernas en tijera para comenzar a frotar nuestros coños mientras con las manos nos dábamos placer en clítoris y pechos. Volví a correrme, aunque esta vez fue un orgasmo más comedido, y Cristina no tardó en alcanzar a su vez el clímax entre jadeos de placer. Satisfechas nos abrazamos y quedamos sobre el sofá, con nuestros cuerpos entrelazados e intercambiando besos y suaves caricias.

La noche avanzaba y ninguna de las dos parecía deseosa de que aquello terminase. Embriagadas la una de la otra y cogidas de la mano, poco a poco la pasión y el ardor dio paso a la comprensión de lo que había sucedido.

—Perdona, Emi —A juzgar por el tono de voz, Cristina estaba francamente avergonzada—. No debí chantajearte como lo hice y me arrepiento de ello.

—¿Por qué lo hiciste? —Me incorporé, con la cabeza apoyada sobre un brazo, y enrollé un mechón de su pelo dorado en mi dedo—. ¿En qué estabas pensando?

—Es que... fue verte en el pub, Emi, y mojé las bragas. No tienes ni idea de la de veces que me he corrido viendo tus vídeos. Tienes algo que me atrapó desde el primer momento en que te vi, ¿sabes?

—Pero... —miré confusa a esa muchacha, esa adolescente llena de fuego, y sentí compasión y comprensión por ella. Me había sentido así por Sonia no hacía tanto tiempo—. ¿De dónde sacaste esos vídeos?

—Forman parte de la colección de mi hermana.

Lo dijo como si tal cosa, pero yo sentí como si me pateasen hasta dejarme sin aliento. ¿Su hermana? ¿Acaso esa chica era...? La miré como si la viese por primera vez y recorrí con la mirada su cabello dorado, sus ojos azules, su piel clara y su rostro angelical. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

—¡Eres hermana de Sonia!

Fue una afirmación, pues ya no había duda de su identidad.

—Sí.

—¿A qué te refieres con que eran parte de su colección? —Pese a la pregunta, una parte de mí sentía que ya conocía la respuesta. Sin embargo necesitaba confirmar mis terribles sospechas.

—Graba a todas sus presas —explicó con expresión lastimera, como si se disculpase por los actos de su hermana—. Después guarda los vídeos en un disco duro externo que tiene escondido, pero hace un tiempo lo descubrí por accidente. Durante los últimos dos años todos mis orgasmos han sido viendo esos vídeos. Los tuyos, sin embargo, me impactaron particularmente. Quedé prendada de ti, Emi. Por eso vine a Valencia. Reconocí en las grabaciones el piso que mi hermana alquiló mientras estuvo aquí, cerca del pub donde trabajó, y seguí sus pasos con la esperanza de encontrarte.

No sé qué me impactó más en ese momento, si la confesión de Cristina de lo que sentía por mí o saber que para Sonia yo tan solo había sido una presa más, pese a lo mucho que ella significó para mí. Estaba todavía tratando de aclarar mis sentimientos cuando la chica me abrazó con lágrimas en los ojos.

—Por favor, no me odies —sollozó—. Por favor. Puedo borrar esos vídeos de su disco duro, y lo haré si me perdonas.

La aparté de mí con firmeza pero con suavidad y nos miramos a los ojos. Quise castigarla por lo que me había hecho su hermana, pero no podía olvidar el cariño y la ternura con la que me había tratado esa noche. Sin mediar palabra me levanté y me marché a mi habitación, dejando a Cristina desconsolada y arrepentida. Sin embargo regresé un minuto más tarde. Con los ojos abiertos como platos, la chica bajó la mirada hasta el falo de plástico que me había ceñido.

Sonreí, caminé hacia ella y, tras besarla, hice que se diese la vuelta y apoyase las manos en el brazo del sofá. Escupí sobre la polla de plástico, la embadurné bien con la mano y clavé la punta en su coño. Pese a los forcejeos de Cristina la sujeté con fuerza para seguir penetrándola, de forma que, poco a poco, la polla se hundió en las profundidades de su coño. Sentí entonces una resistencia que detenía mi avance y, a juzgar por el gritito de dolor que escuché al aumentar el empuje para continuar la penetración, supuse que acababa de traspasar el himen de esa cría. Sonreí, consciente de que Cristina nunca olvidaría esa noche, y comencé a follarme su hasta entonces virgen coño mientras le sujetaba las manos a la espalda y la agarraba del pelo. Los gemidos y jadeos de mi víctima me estaban poniendo muy caliente, tanto que solo podía pensar en tener esa polla de plástico dentro de mí.

—Más duro... oh, sí... ¡más duro!

Aumenté la intensidad de mis embestidas y, poco después, Cristina aulló como una perra en celo mientras tensaba la espalda y levantaba la cabeza. Su orgasmo se alargó durante un par de segundos hasta que, derrotada, se derrumbó sobre el sofá. Con más ternura de la que había mostrado hasta ese momento saqué el falo de su coño y, tras quitármelo, lo dejé caer junto a ella.

—Eso es por hacerme chantaje —dije tratando de aparentar que era una chica mala—. Estamos en paz.

Cristina me miró con expresión asustada, ante lo que sonreí dulcemente, me arrodillé a su lado y la besé con cariño.

—¿Entonces me perdonas?

Asentí. Después me puse a cuatro patas de espaldas a ella, de manera que mi trasero quedase frente a su rostro, y, tras dejarme caer sobre el suelo, me abrí el culo con ambas manos.

—Ahora, como muestra de entrega a mi nueva Ama, te ofrezco mi culo virgen —expliqué—. Así las dos tendremos una primera vez como recuerdo de esta noche.

La sonrisa de Cristina ante el inesperado regalo fue de pura alegría. Sin dejar de observar mi culo se ciñó el arnés y colocó la punta de la polla de plástico sobre la entrada de mi ano.

—¿Estás segura, Emi?

Asentí sin dudarlo. Era consciente de que sería doloroso, pero estaba dispuesta a aguantar con tal de hacerle ese regalo a la que iba a ser mi nueva Ama. A diferencia de lo que sucedió durante mi encuentro con Sonia, en esta ocasión era yo quien escogía.

Comenzó a empujar. Con un gemido sentí la cabeza del falo dentro de mi culo y apreté los dientes para soportar mejor el dolor. Cristina, sin embargo, procedió despacio y con ternura, pues no deseaba lastimarme. Poco a poco el enorme trozo de plástico penetró en mi interior, con tanto cuidado que me sorprendí sintiendo más placer que dolor. Cuando calculaba que ya debía haberme metido aproximadamente la mitad decidí que necesitaba más y eché mi culo hacia atrás, enterrando el resto de la polla de plástico en mi culo y lanzando al mismo tiempo un grito de dolor.

—Fóllame, Ama —jadeé—. Por favor, por favor.

No se hizo de rogar. La polla taladró mi culo una y otra vez durante un buen rato mientras yo usaba los dedos para masturbarme, hasta que al fin estallé en una nueva corrida. Lo último que recuerdo antes de desmayarme a causa del brutal orgasmo que sentí fue la sensación de mi culo lleno de polla y las manos de Cristina torturando mis pezones desde atrás. La chica podía ser nueva en eso, pero aprendió enseguida a satisfacer a la masoquista que oculto en mi interior.

Cuando desperté mi Ama estaba tumbada conmigo y me abrazaba con tanta ternura que quise llorar.

Fue el mejor verano de mi vida. Pese a que pasé algunas semanas en el pueblo, con mi familia, dediqué todo el tiempo que pude a estar con Cristina, quien, además de ser mi Ama, se convirtió en mi primer amor. Durante esas semanas follamos mucho, pero también salimos por la ciudad a cenar, a ir al cine o a la playa o simplemente a pasear. Una parte de mí se preguntaba cómo reaccionarían mi familia y amigos cuando les presentase a Cristina como mi pareja, pero no quise darle demasiada importancia, pues tenía claro que aquellos que me quisieran se limitarían a alegrarse por mí y, por otra parte, aquellos que tuviesen algún problema con que dos chicas se enamorasen la una de la otra era gente que no quería tener en mi vida. Supongo que todos salíamos ganando, ¿no os parece?

En un momento dado le hablé a Cristina de Elena (a la que ya conocía por los vídeos de Sonia) y de Ana, sin saber cómo reaccionaría o si, como mi Ama, me permitiría seguir teniendo a mis propias sumisas. Tan increíble es Cristina que no solo se mostró encantada con la idea, sino que me propuso preparar algo para cuando regresasen al piso que compartían conmigo, a principios de septiembre. Como dos chicas malas que preparan una gamberrada, planeamos cómo sería ese encuentro. Apenas podíamos esperar que llegase el día. Cuando mis sumisas me dijeron que vendrían juntas, pues sus trenes llegaban casi a la misma hora y compartirían taxi, aplaudí de alegría, pues yo misma no lo habría podido planear mejor.

Cuando escuché las llaves en la cerradura y la charla despreocupada de mis amigas, sentí un cosquilleo nervioso en el estómago. Sin embargo Cristina estaba conmigo, y una caricia suya fue más que suficiente para calmarme. Estaba preparada.

La puerta del salón se abrió y allí pude ver a Ana y a Elena, que se quedaron boquiabiertas al ver la escena que las aguardaba en mitad de la sala. Allí se encontraba Cristina en ropa interior negra, preciosa como solo ella podía serla. Cubría su rostro con un antifaz de cuero y sostenía una fusta oscura con la mano izquierda y una correa con la derecha. Al otro extremo de la correa, como os podréis imaginar, me encontraba yo, completamente desnuda y a cuatro patas, por no mencionar la mordaza de bola que me impedía hablar y el vibrador que se agitaba a toda potencia en mi coño.

Paralizadas ante el espectáculo, Ana y Elena tan solo eran capaces de mirarnos alternativamente a Cristina y a mí, sin encontrar ninguna de ellas nada que decir. Mi Ama las miró, sonrió con dulce maldad y caminó hacia ella mientras tiraba de mí, que la seguí como la perra que era. La fusta acarició el rostro de Elena y un pecho de Ana y, después, me azotó con ella hasta que tres marcas rojizas marcaron mi culo.

—¡Perra tonta! —exclamó tal y como habíamos preparado—. ¿Por qué no me dijiste que no vivías sola? ¡Te voy a azotar hasta que llores, tal vez así aprendas para la próxima vez!

—¡No!

Cristina, con la fusta ya en alto, se detuvo y miró a mis amigas. Ana, la leal y masoquista Ana, se arrodilló ante mi Ama.

—Ella no sabía que vendríamos —mintió, no sé si para protegerme o para ver satisfecho su masoquismo—. ¡Por favor, castígame a mí en vez de a ella!

—¡A las dos! —dijo Elena, también de rodillas—. ¡Yo también tengo la culpa!

Cristina bajó la fusta y las miró en silencio, como si evaluase la situación. En ese momento, y sin que formase parte de nuestro pequeño plan, el vibrador que mi Ama me había metido en el coño hizo que me corriese entre gemidos de placer que dejaron claro a todas las presentes que acababa de alcanzar un orgasmo. Cristina me miró, dejó caer la correa al suelo y, tomando un mando a distancia de una mesa próxima, apagó el vibrador. Jadeando todavía de placer, me dejé caer al suelo para descansar.

—Parece que mi juguete estará fuera de servicio un rato —dijo mi Ama en referencia a mí—. Supongo que puedo entretenerme hasta entonces con vosotras dos. Seguidme, pero nada de poneros de pie. Solo sois dos perras, procurad que no se os olvide.

Ana y Elena fueron tras Cristina a cuatro patas hasta el sofá. Allí, mi Ama se sentó y miró con renovado interés a mis dos sumisas.

—¿Quiénes sois, perras? Porque sois unas perras, ¿verdad? Huelo desde aquí vuestra sumisión.

No pude disimular una sonrisa ante lo bien que mi querida y dulce Cristina se metía en su papel de Domina cruel y fría como el hielo.

—Me llamo Elena, soy sumisa y pertenezco a Emi.

—Yo soy Ana. Como ella, también soy sumisa y también pertenezco a Emi.

—Interesante —Cristina se relamió y mostró una sonrisa tan cargada de maldad que me pareció merecedora de un Óscar—. Entonces, si sois propiedad de Emi y Emi es propiedad mía, ¿quiere decir eso que, por extensión, también vosotras me pertenecéis?

Dudaron e intercambiaron una confusa mirada, pero finalmente asintieron tímidamente, para mi satisfacción. Con nuestro objetivo conseguido me puse de nuevo a cuatro patas y me dirigí hacia ellas para ponerme al lado de mis amigas. Cristina nos barrió con la mirada sin poder ocultar su alegría.

—¿Qué desea, Ama? —preguntó Ana, ansiosa.

—Desnudaos, perras. Quiero ver cómo os coméis el coño la una a la otra.

Tardaron solo un momento en quitarse las ropas, que, por otro lado, eran escasas dado el calor que todavía hacía en septiembre. Elena, mi delgada y atlética sumisa de cabello rubio y eterna sonrisa, contrastaba con las curvas de Ana, con sus enormes tetas y con una timidez que la hacía parecer seria, aunque su servilismo lo compensaba con creces. Sus cuerpos no tardaron en mezclarse y sus bocas se perdieron en sus respectivos coños, lo que causó gemidos de placer a ambas. Absorbidas como estaban la una por la otra casi parecían haberse olvidado de nuestra presencia, al menos hasta que Cristina se la recordó al propinar un fustazo contra una de las tetazas de Ana y otra contra el prieto culito de Elena.

Miré a mi Ama mientras sentía que mi coño se humedecía de nuevo, y ambas, chicas malas, nos sonreímos. Nos esperaba un fin de semana muy intenso, y lo mejor era que tan solo se trataba del primero de muchos que compartiría nuestra peculiar y viciosa familia. Sin poder contenerme me puse en pie, me abalancé sobre Cristina y ambas nos fundimos en un largo beso, acompañadas por los gemidos de placer de nuestras dos mascotas.

Nuestra historia acababa de empezar y mi vida ya no volvería a ser la misma. Pero ¿sabéis qué? ¡No me arrepiento de nada!