El blues de La Sirena Azul

Emi deja atrás definitivamente su inocencia para convertirse en Ama, en una Ama perversa y lasciva que no dudará en someter a aquellas que se pongan a su alcance. La espiral de sexo y vicio la engulle por completo, borrando a la joven e inocente chica que fue antes de La Sirena Azul.

Capítulo 4. El regalo.

Cuando llegué a casa de nuevo, apenas podía creerme todo lo que había sucedido. Aturdida todavía por los recientes acontecimientos, fui directamente a la ducha y me refugié bajo el agua caliente. No podía olvidar los ojos azules de Sonia, capaces de ejercer un dominio sobre mí que yo no conseguía comprender y que me aterrorizaba y me excitaba por igual. No podía olvidar el sabor de su coño, cuyos jugos había bebido esa mañana por segunda vez. No podía olvidar sus caricias ni sus azotes, como tampoco podía olvidarlo mi enrojecido culo. No podía olvidar el momento en que vi a Elena, desnuda y a cuatro patas; ni cómo, siguiendo las órdenes que me daba Sonia, había azotado, humillado y sodomizado a mi compañera de piso. No podía olvidar la traviesa lengua de Elena en mi coño ni la expresión de absoluto placer que la chica puso cuando Sonia la penetró con su enorme arnés. No podía olvidar cómo me había follado a Elena mientras esta le comía el coño a Sonia, ni la manera en que la sumisa aulló de placer cuando se corrió entre espasmos.

Arrastrada por los recuerdos gemí y advertí no sin sorpresa que había comenzado a meterme los dedos, llevada por la lujuria. Incapaz de contener el torrente de excitación que corría por mi interior desde aquella primera noche en casa de Sonia, me masturbé hasta alcanzar un fuerte orgasmo.

Cuando salí de la ducha, con el cuerpo envuelto en una toalla y el cabello recogido con otra más pequeña, me encontraba mucho más tranquila. Todavía me preocupaba cómo iba a ser mi reencuentro con Elena cuando esta regresase al piso, pero ya no me importaba tanto como antes de la ducha. Desde que había conocido a Sonia mi vida era un viaje de locos, así que decidí que lo mejor sería que aprendiese a disfrutar del viaje y de todas las curvas que este me tuviese reservadas. ¿Qué tenía que perder?

Regresé a mi habitación mientras me secaba el pelo y, cuando abrí la puerta, descubrí con sorpresa que Elena aguardaba sentada sobre mi cama.

—¡Elena! —exclamé azorada—. No te he oído entrar.

—Estabas en la ducha —dijo la aludida, toda simpatía—. Yo sí te oí a ti.

Ambas nos quedamos inmóviles y en silencio, mirándonos una a otra sin saber qué hacer o qué decir.

—Elena, yo...

—Antes de que digas nada, tengo algo para ti de parte de... de ella.

Roja como un tomate me tendió una pequeña bolsa que cojí muerta de curiosidad. Estuve a punto de dejarla caer a causa de la impresión cuando, al mirar dentro, encontré un collar de perro y una correa. Tan impresionada estaba que tardé en advertir que también contenía una nota. La cogí con una mano y la leí con absoluta perplejidad.

Elena ahora te pertenece, como tú me perteneces a mí. Disfrútala.

Sonia.

—Elena, ¿sabes lo que es?

—Sí.

—Y, eh... —Por más que lo intentaba no conseguía encontrar las palabras adecuadas—. Tú...

—Sí.

Miré a mi compañera de piso, tan dulce y encantadora, y no pude evitar recordar de nuevo lo sucedido hacía solo unas horas. Con la cabeza echa un lío dejé la nota de nuevo en la bolsa, arrojé esta sobre la cama y me senté en la silla del escritorio para tratar de ordenar mis ideas.

—¿Qué te ha hecho? —pregunté al fin—. Desde que te dejé en el pub hasta que volví a verte en su piso, ¿qué te ha hecho?

—No es culpa suya —Elena, avergonzada, agachó la cabeza y, tras sacar el collar de perro de la bolsa, se lo ajustó al cuello—. Esto es lo que soy, lo que siempre he sido. Sonia se dio cuenta y me... me...

—¿Te qué?

—Comprendió cómo me siento y cubrió mis necesidades, Emi. Solo eso. Me ayudó a sentirme yo misma. Me dijo que tú también lo entenderías. Que tú también me ayudarías.

Apenas podía creer lo que estaba escuchando. De hecho, si no hubiese sido por lo sucedido esa misma mañana, estoy bastante segura de que habría tomado a mi amiga por loca o por mentirosa. Pero sabía que Elena decía la verdad. Llevada por un impulso me levanté, dejé caer las dos toallas al suelo y la miré fijamente.

—Ven.

Obedeció de inmediato, ansiosa porque la aceptase como mía. Cuando le agarré del pelo y la obligué a arrodillarse, sus ojos se cubrieron de lágrimas de gratitud.

—Gracias —dijo Elena—. Gracias, mi Ama. Hacía mucho tiempo que deseaba pertenecer a alguien.

Le empujé la cabeza hasta mi coño y un instante después jadeaba entre gemidos gracias a los esfuerzos de mi sumisa, cuya lengua alternaba entre juguetear con mi clítoris y hundirse en mi coño empapado. Tras disfrutar de varios minutos de placer tiré del cabello de Elena para que se apartase y la miré de nuevo. Ella me devolvió la mirada mientras se relamía radiante de gozo e hizo intención de continuar con la comida de coño, pero mantuve la presa firme para que no se moviese. Impactada por la expresión lasciva y degenerada que podía ver en el rostro de mi sumisa, fue la primera vez que comprendí de verdad cómo era Elena en realidad, lo que me causó una punzada de envidia. ¿Por qué yo no podía dejarme llevar de esa manera? ¿Por qué tenía que encontrar siempre la manera de tener remordimientos por todo aquello que me hacía feliz? Recordé el castigo al que Sonia y yo habíamos sometido a la sumisa esa mañana y sonreí con malicia al recordar que ahora la dulce rubia me pertenecía. Sin más, le propiné un sonoro bofetón.

—¡Ay! —exclamó Elena llevándose la mano a la mejilla—. ¿Qué he...?

—No te he dado permiso para que hables, perra.

La aludida guardó silencio, pese a la sorpresa que le suponía ver semejante cambio en su hasta entones tímida compañera. Tiré de ella para que se pusiese de pie y le puse las manos entrelazadas tras la cabeza. Busqué entonces su coño y lo encontré encharcado. Al sentir el contacto de mis dedos Elena gimió y comenzó a mover la pelvis para rozarse con ellos, ansiosa como un animal en celo. Sin mediar palabra me marché y regresé un momento más tarde con un plátano que había cogido de la cocina. Al verlo Elena sonrió con lujuria y separó las piernas para ponerme las cosas más fáciles.

Su coño devoró con ansia la fruta, de tan empapado como estaba. La folló con rabia y sin ningún miramiento, pero, lejos de quejarse, la sumisa tan solo daba muestras de disfrutar cada vez más. Molesta con el gran placer que demostraba Elena me puse a su espalda, la hice inclinarse y, tras levantarle el vestido, azoté su culo con tanta fuerza que al sexto azote Elena no pudo resistir más y se derrumbó al suelo con las piernas temblando.

Fue como un jarro de agua fría para mí. Aterrorizada ante lo que acababa de hacer fui capaz de recuperar el autocontrol y me arrodillé ante ella con un nudo en la garganta, temiendo haberla lastimado.

—¡Perdona, perdona! No sé qué me ha pasado, Elena. Yo no quería...

La sumisa se abrazó a mí y me besó. Su lengua violó mi boca y advertí con asombro que su excitación era todavía mayor que al principio.

—Más —suplicó Elena—. Ama, por favor, necesito más. No pares, necesito más. ¡No pares, te lo ruego!

Dicho esto se puso a cuatro patas, colocó el rostro sobre el suelo y usó las manos para abrirse el culo, de forma que sus dos agujeros quedaron expuestos ante mí. Sus muslos estaban empapados a causa de los fluidos que expulsaba su excitadísimo coño. Me arrodillé tras ella, embadurné dos dedos en la humedad de su coño y los hundí en su apretado culo, lo que le hizo lanzar un pequeño quejido. Sin embargo no protestó más y pronto mis dedos entraban y salían de su ano mientras con la otra mano, en la que sostenía el plátano, me dedicaba a follar su coño encharcado. Elena se corrió entre gritos de placer, gritos tan fuertes que estaba segura de que los habría escuchado la mitad de la finca. A punto de explotar a causa de la excitación que yo misma sentía me tumbé sobre las toallas que todavía descansaban en el suelo y, entrelazando las piernas con las de mi sumisa, comencé a restregar mi coño con el de ella. Pocos minutos después era yo la que gritaba de placer mientras tenía un orgasmo brutal.

Ambas quedamos en el suelo, abrazadas sobre las toallas y sobre nuestros propios fluidos. Elena reposaba su cabeza sobre mis pechos mientras yo acariciaba el bonito cabello rubio de mi sumisa. Si ella había disfrutado siendo humillada y maltratada, yo no lo había hecho menos dándole semejante trato. ¿Qué decía eso de nosotras, de mí? ¿En qué me estaba convirtiendo y por qué tan solo podía pensar en que quería más y más?

Con una sonrisa traviesa pensé que tendría que hacer otra visita a Sonia para agradecerle el regalo que me había hecho.

Desde que recibí el regalo de Sonia, las cosas cambiaron mucho en el piso. Lo que hasta entonces había sido una relación cordial entre dos compañeras de piso se convirtió a partir de ese día en una relación mucho más profunda entre una Ama y su sumisa o, como a Elena le gustaba que la llamase, mascota. Si bien al principio tuve cierto reparo en usarla, poco a poco me fui habituando a la idea de tenerla a mi completa disposición y nuestros encuentros se hicieron más y más frecuentes. Durante las dos primeras semanas tan solo exigía sus servicios cuando estábamos solas, pero con el paso de los días comencé a usarla también cuando estaba Ana en casa, aunque siempre en la seguridad de mi habitación. Poco o nada sospechaba nuestra compañera de piso lo que sucedía entre nosotras.

Todo cambió una mañana de domingo en la que, como se había convertido en costumbre desde hacía pocas semanas, desperté a causa de una comida de coño de Elena. Había sido yo misma la que le ordenó que los días que no hubiese clase me despertase así, y desde entonces disfrutaba de unas mañanas de lo más placenteras.

Allí estaba yo, en mi cama cómoda y calentita, con mi mascota oculta bajo las mantas mientras me comía el coño con tanta devoción y entrega como era habitual en ella. Me acordé entonces de Sonia y recordé mi propósito de ir a verla pronto, pues todavía no le había dado las gracias por tan inusual regalo.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta de mi habitación y, antes de que pudiese contestar, la puerta se abrió y Ana se asomó.

—Emi, ¿has visto a Elena? No la encuentro.

Me quedé helada. Mi sumisa, en cambio, escogió ese momento para, sin dejar de devorar mi coño, introducir dos dedos en su húmeda profundidad, lo que me arrancó un gemido de placer. Los ojos de Ana se abrieron como platos y su mirada fue de mí al bulto que se movía bajo la cama y después otra vez a mí. Por más que me hubiese gustado poder disimular, lo cierto era que resultaba demasiado evidente lo que sucedía allí.

—Perdón, no sabía... ¡perdón!

Ana, roja como un tomate, cerró la puerta y desapareció. Levanté las mantas y lancé una furibunda mirada a Elena, quien me miraba divertida sin dejar de darme placer.

—¿Pero qué has hecho? ¡Ana nos ha descubierto!

Se encogió de hombros, como si no le importase lo más mínimo, y siguió con sus deberes matutinos. No tardé en olvidarme de nuestra común compañera de piso para entregarme al placer que me causaba mi sumisa.

Cuando tan solo unos minutos más tarde me corrí entre gemidos de placer, me pareció ver que la puerta de mi habitación estaba entreabierta. Era solo una rendija, pero comprendí desconcertada que Ana nos observaba.

Era ya media mañana cuando, cubierta con mi pijama, salí de la habitación y me dirigí al salón que compartía con mis compañeras de piso. Allí me encontré a Ana, quien veía la tele desde el sofá como si tal cosa. Le sonreí, me devolvió la sonrisa y me senté junto a ella. Elena, mientras tanto, se daba una ducha.

—Perdona lo de antes —dijo con nerviosismo—. No quería molestar.

—No pasa nada —respondí.

Un incómodo silencio se interpuso entre nosotras. Advertí que estaba viendo dibujos animados. O, al menos, ambas hacíamos como que los veíamos.

—Me alegro por vosotras —dijo al poco rato—. No tenía ni idea de que estabais juntas. Ni de que os gustaban las chicas, en realidad.

—No estamos juntas —aclaré—. Al menos no en el sentido estricto de la palabra. Solo es sexo.

Me lanzó una mirada en la que me pareció distinguir asombro y envidia a partes iguales; después fingió de nuevo que volcaba su interés en los dibujos animados.

—¿Y tú, Ana? ¿Hay alguien para ti?

Frunció el ceño, apretó los labios y me miró con tristeza.

—No. No, no hay nadie para mí.

Seguimos mirando los dibujos animados hasta que, un rato más tarde, el episodio terminó. No estaba segura de atreverme a hacer lo que pretendía, pero recordé a Sonia y supe que ella no habría dudado. Resuelta a no decepcionarla me senté con las piernas cruzadas y me volví hacia mi compañera de piso.

—¿Te gustó?

—¿Qué? —Ana me miró confusa—. ¿El episodio? La verdad es que no le estaba haciendo mucho caso. Pensaba en mis cosas.

—No, el episodio no. Lo que viste mientras nos espiabas. ¿Era eso lo que pensabas, Ana?

Se puso roja como un tomate, farfulló algo sin sentido y miró para otro lado, sin saber qué hacer o qué decir. Finalmente se puso en pie y se dispuso a marcharse a su habitación.

—Te he hecho una pregunta. ¿Te gustó lo que viste mientras nos espiabas?

Ana se quedó inmóvil, aún de espaldas a mí. Me lanzó una mirada fugaz y volvió a sentarse, aunque su nerviosismo resultaba evidente.

—Perdona, Emi. —Se miraba los pies, azorada—. No sé por qué lo hice. De verdad que lo siento.

—No me has respondido.

—Supongo... supongo que sí. No lo sé. Fue más curiosidad que otra cosa. Al menos al principio. Después… sí, reconozco que sí me gustó. Pero estuvo mal y lo siento, no debí espiaros.

—¿Tenías curiosidad porque éramos dos chicas?

—Curiosidad por el sexo —confesó—. Yo... nunca me han tocado, Emi. Nunca he estado con nadie. Pero lo entiendo, ¿sabes? Soy fea y gorda, ¿quién iba a querer estar conmigo?

Dicho esto se puso en pie de nuevo y antes de que pudiese decirle algo se marchó apresurada a su habitación, dejándome con la boca abierta y sin entender qué acababa de suceder. Era verdad que mi amiga tenía algunos kilos de más y no era la chica más agraciada del mundo, pero jamás me habría imaginado que tuviese semejante trauma con su aspecto.

Sonreí, traviesa. Tendría que demostrarle lo equivocada que estaba. A fin de cuentas nos había espiado y eso merecía un castigo, ¿verdad?

La mañana transcurrió sin más contratiempos. Ana permaneció en su habitación hasta la hora de comer y Elena y yo estuvimos haciendo trabajos de clase, pues el curso avanzaba y cada vez teníamos más cosas que hacer. Finalmente nuestra compañera de piso salió de su habitación, casi a la hora de comer, y regresó al salón donde nos encontrábamos nosotras, absortas en nuestros respectivos trabajos.

—Hola.

Le devolvimos el saludo con sendas sonrisas y Ana se sentó junto a nosotras sin decir nada.

—¿Qué comemos? ¡Estoy hambrienta! —preguntó Elena, tan feliz como siempre.

—Yo no tengo hambre —dijo Ana con una sonrisa forzada—. Creo que me voy a acostar un rato, estoy cansada. Pero antes me tomaré un vaso de leche.

Intercambié una mirada cómplice con mi sumisa, pero no dije nada. Eso facilitaba mucho las cosas.

Los gemidos de Elena llenaban el salón y, suponíamos, también el resto de la casa. Se encontraba inclinada sobre el sofá con el culo en pompa, mientras me la follaba con un arnés que había comprado hacía un par de semanas; uno no tan grande como el de Sonia, pero resultaba igualmente efectivo. Yo, tras ella, le sujetaba las manos a su espalda y de tanto en tanto dejaba caer un par de azotes sobre su culo. No me quedaba duda alguna de que Ana nos estaría escuchando y, a decir verdad, eso era justo lo que pretendíamos.

Entonces la vi. Oculta tras la puerta del salón, creyendo que no podíamos verla, Ana nos miraba con los ojos muy abiertos y el rostro colorado a causa de la vergüenza o, quizá, de excitación. Fingí que no la veía y seguí follando el coño de mi sumisa hasta que esta explotó en una brutal corrida. Solo entonces clavé la mirada en Ana, para que supiese que la había visto. Si bien se asustó y dio un respingo cuando lo hice, al advertir que yo no decía ni hacía nada al respecto permaneció allí viendo el espectáculo. Extraje la polla de plástico del coño de Elena, abrí su culo con las dos manos y, poco a poco, se la enterré en él hasta que la tragó completamente. Solo entonces comencé a follarla, lo que arrancó a mi sumisa no pocos gritos de dolor y de placer. Mi mirada todavía tenía atrapada a Ana, situación que me recordó a lo que me había sucedido a mí con Sonia cada vez que nos habíamos visto. Si no me equivocaba, ya era mía.

—Ven aquí, Ana —dije sin dejar de taladrar el culo de Elena—. Podrás verlo mejor.

Obedeció, lo que confirmó mi teoría. Ya frente a nosotras, aunque todavía avergonzada por lo que estaba viendo, Ana fijó la mirada en la polla de plástico que estaba siendo engullida por el culo de mi sumisa. Di un par de empujones más, la saqué y con total tranquilidad me despojé del arnés, que cayó al suelo. Suspiré, fingiendo cansancio, y me senté en el sofá. Elena, como buena sumisa, se arrodilló a mis pies, a la espera de órdenes.

—Así que lo has vuelto a hacer —dije como si tal cosa.

Ana, avergonzada, miró al suelo.

—Perdona, yo... hacíais mucho ruido.

—Te dije que gritabas demasiado, Elena. ¿Ves? Has molestado a Ana.

—No, no pasa nada —dijo esta—. No importa.

—Claro que pasa. —Me incorporé, agarré del pelo a Elena e hice que se pusiese sobre mis rodillas—. Ahora voy a tener que castigarla.

La azoté con fuerza, a lo que mi sumisa respondió con gemidos de placer. Cuando conté hasta doce me detuve, Elena volvió a arrodillarse a mis pies y miré a Ana, quien nos observaba asombrada.

—También voy a tener que castigarte a ti, Ana. Nos espiaste.

Su mirada al escuchar mi sentencia fue la de un pajarillo asustado, y por un momento temí haberme equivocado con todo aquello y que mi amenaza hiciese que se marchase de allí completamente escandalizada por lo que acababa de pasar. Sin embargo en vez de eso tragó saliva, se dirigió hacia mí y, completamente roja de vergüenza, se colocó sobre mis rodillas.

—Elena, prepárala debidamente.

Mi mascota se puso en pie y tiró del pantalón de pijama de Ana, que le quedó por las rodillas. Con un respingo esta hizo intención de subirlo de nuevo, pero Elena se sujetó la mano, se dirigió a su espalda y le hizo levantar ambos brazos para quitarle también la parte de arriba, lo que dejó a la vista dos enormes tetas de duros pezones. Arrojó la prenda a un lado y acto seguido hizo que sacase los pies del pantalón, que quedó en el suelo. Desnuda por completo, Ana me miraba con la respiración acelerada. Por si sus rebeldes pezones no hubiesen sido suficiente indicio de lo excitada que estaba, la humedad que podía verse en la entrepierna de sus pantalones me confirmó que estaba completamente cachonda. Elena la hizo tumbarse de nuevo sobre mis rodillas, lo que dejó colgando sus enormes tetas, y mi mano acarició con cariño su trasero antes de propinar el primer azote. Ana, con los dientes apretados, permaneció en silencio. Los azotes siguieron cayendo uno tras otro hasta que conté veinte.

—Es suficiente —dije—. Puedes ponerte de pie y vestirte. Elena, dame placer.

Ana se incorporó, todavía sin emitir queja alguna por el castigo pese a que su culo estaba rojo y su rostro mostraba una expresión de dolor. Sin hacer caso de su presencia mi mascota se apresuró a colocarse entre mis piernas y a hundir la lengua en mi coño empapado. Cómodamente sentada en el sofá empujé su cabeza para sentirla todavía más dentro de mí y miré a Ana, quien permanecía inmóvil, desnuda y ruborizada. La dejé así, a la espera de ver qué hacía, y comencé a gemir a causa de la comida de coño que me estaba haciendo mi sumisa. Los minutos fueron pasando, pero no se movió. La dejé que viese cómo disfrutaba de Elena, hasta que me corrí entre gemidos de placer.

—Buena chica —dije propinando un cachete en el culo de Elena.

—Gracias, Ama —respondió esta, ya en su posición de espera habitual.

Al verla de rodillas ante mí, Ana tragó saliva y copió su postura.

—¿Qué... qué hago ahora? —murmuró con gran vergüenza y otra vez roja como un tomate.

En lugar de responder me incliné hacia ella y agarré sus grandes tetas con las manos. Comencé a jugar con ellas, pellizcando los pezones de tanto en tanto, y los suspiros de placer de Ana no tardaron en llegar. Yo lucía una buena 90c, pero semejantes ubres dejaban ridícula incluso mi dotación.

—¿Qué talla usas, Ana?

—110b —dijo entre suspiros—. Son... son demasiado grandes.

—No digas tonterías.

Me incliné sobre ella y me metí una de sus enormes tetas en la boca para obsequiarla con lamidas, besos y pequeños mordiscos. Ana, excitada, cerró los ojos y poco a pocos sus suspiros se transformaron en leves gemidos de placer. Con un gesto ordené a Elena que se ocupase del otro pecho, lo que aumentó los gemidos de nuestra compañera de piso. Complacida advertí que Ana retorcía las piernas, señal de que estaba muy excitada, y, tras un último beso, me aparté de su pecho, que quedó cubierto de saliva y enrojecido a causa de mis atenciones. Elena, sin que fuese necesario que le dijese nada, se apartó a su vez.

—Con esto estamos en paz —dije con una inocente expresión destinada a ocultar mi travesura—. Puedes irte a tu habitación, pero que no vuelva a repetirse.

Ana, excitada como estaba, me miró desesperada y se mordió el labio.

—Por favor, no me dejéis así —suplicó—. Nunca había estado tan excitada. No sé qué me has hecho, cabrona, pero, por favor, acaba lo que has empezado.

—Suplica. —Esbocé una sonrisa malévola y me aparté un mechón de cabello pelirrojo del rostro—. Si quieres que te trate como a una perra, al igual que hago con Elena, tendrás que demostrarme que lo eres. ¡Suplica te he dicho!

—Por favor, Emi, trátame como a una perra.

Abofeteé su rostro, la cogí del pelo y, con mi cara a escasos centímetros de la suya, la miré.

—Me llamarás Ama, perra.

—Ama, por favor, úseme como su perra. Úseme como usa a Elena y le prometo que jamás conocerá mayor entrega, obediencia y sumisión que la mía.

Abrí las piernas y empujé su cabeza hacia mi entrepierna. Su lengua, ansiosa, me devoró. Junto a ella Elena observaba el espectáculo y sonreía, feliz por la entrega de nuestra compañera de piso. Le hice un guiño cómplice, satisfecha porque mi plan hubiese salido tan bien, y obligué a Ana a apartarse de mi coño. Su boca estaba cubierta de mis jugos y sus ojos, dos ojos repletos de vicio y perversión, me miraron suplicando más. Me levanté y la hice ponerse a cuatro patas en el suelo, de manera que sus generosas ubres colgasen libres. Situada tras ella y sin soltarle el pelo introduje dos dedos en su coño virgen, un coño que chorreaba de tan cachonda que estaba, y se lo follé con dureza, lo que le arrancó no pocos gritos de placer. Cuando estaba a punto de correrse me detuve, saqué los dedos y los chupé.

—¡No! —trató de volver la cabeza para mirarme, pero mi mano tiró de su pelo y lo impidió—. No, Ama, por favor, no me deje así —su voz se tornó en sollozo de tan grande que era su desesperación.

—¿Qué eres?

—Una perra —respondió sin dudar.

—¿A quién perteneces?

—A usted, mi Ama. Solo a usted.

Volví a meterle los dedos y en esta ocasión no me detuve hasta que se corrió, mientras su coño escupía chorros de fluidos que dejaron el suelo empapado. Ana, por su parte, se abrazó a mí envuelta en sollozos de alegría.

—Gracias —dijo mientras me cubría de besos—. Gracias, gracias, gracias.

Elena se unió a nosotras y allí quedamos las tres, desnudas sobre la bestial corrida de Ana y abrazadas. Yo no podía dejar de pensar en todo lo que iba a divertirme ahora que tenía no una sino dos sumisas a mi disposición. De aquella niña tonta y tímida que conoció Sonia unos pocos meses antes, no quedaba ya ni rastro. Ahora era Emi Scarlett, y el sexo lo era todo para mí.