El blues de La Sirena Azul (3)

Incapaz de comprender qué le está pasando, Emi descubre que no puede olvidar a Sonia. En un acto de desesperación decidirá regresar a La Sirena Azul, sin saber que esa segunda visita al local será para ella el inicio de un viaje sin retorno.

Capítulo 3. Regreso a

La Sirena Azul

.

Las siguientes dos semanas pasaron muy rápido. Conocí a Elena y a Ana, mis dos nuevas compañeras de piso, e inicié las clases del primer año de Bellas Artes. Sin embargo no conseguía quitarme de la cabeza lo sucedido con Sonia durante mi primera noche en Valencia y, para qué mentir, durante esas dos semanas me masturbaba a diario pensando en aquella noche, excitada a más no poder. Sus ojos seguían clavados en mi corazón y tal era el influjo que ejercían en mí que podía verlos incluso en mis sueños. Entonces todavía no lo sabía, pero me había enamorado por primera vez.

Dos fines de semana después de mi visita a

La Sirena Azul

, me armé de valor para ir de nuevo al

pub

. Traté de engañarme a mí misma diciendo que solo era por el ambiente, que no se trataba en absoluto de Sonia; pero en el fondo no podía negar lo evidente. Esa noche elegí un pantalón vaquero y una camiseta ceñida de color verde, pues no quería llamar la atención. Sin embargo las cosas se torcieron antes incluso de que saliese de casa. Cuando abandoné mi habitación, preparada para salir, me crucé con Elena, quien me miró sorprendida.

¡Emi! ¿Vas a salir?

Después de la noche en casa de Sonia, durante la que me llamó Emi, comencé a presentarme a todo el mundo con ese diminutivo. Era, en cierto sentido, una manera de recordar nuestro encuentro.

Sí, voy... eh... a dar una vuelta. No volveré tarde.

¡Te acompaño! —dijo con su habitual entusiasmo—. ¡Tendremos noche de chicas!

Dejad que os hable de Elena. Es el tipo de chica que cae bien a todo el mundo, debido a su innata alegría y a lo encantadora que resulta. Es delgada y pequeña y luce una larga melena rubia que cuida con mimo. Estudia magisterio, pues le encantan los niños, y, a decir verdad, su carácter infantil hace que se lleve muy bien con ellos. Elena, todo hay que decirlo, es una chica despistada e inocente a la que yo no podía evitar ver como a una hermana pequeña de la que cuidar, pese a que en realidad era un año mayor que yo.

No sé si es buena idea —dije mientras buscaba una excusa para evitar que me acompañase.

¿Por qué?

Eso quería yo saber. Todavía estaba pensando en una respuesta convincente cuando, sin que me diese cuenta de que se había marchado, regresó de su habitación vestida con un vestido largo de color azul oscuro.

¡Ya estoy lista!

Nunca supe cómo lo hizo, la verdad. Resignada e incapaz de encontrar una manera de librarme de ella, hice de tripas corazón y la seguí hasta la calle.

Durante los minutos que anduvimos por las callejuelas centrales de Valencia llegué a considerar seriamente la idea de cambiar de destino, pues no me sentía cómoda llevando a mi nueva compañera de piso conmigo a

La Sirena Azul

. Sin embargo mis propios pies me traicionaron, y, cuando todavía no había tomado una decisión al respecto, advertí con sobresalto que ya estábamos allí, con la luz de las estrellas sobre nosotras, exigua iluminación en ese callejón oscuro.

¿Es aquí?

La pregunta de mi nueva amiga me pilló por sorpresa. Quise buscar una excusa para marcharnos, pero fui incapaz de seguir luchando contra lo evidente: deseaba a toda costa volver a ver a Sonia.

Sí, es aquí.

Rápidamente, pues temía cambiar de opinión si me lo pensaba dos veces, abrí la puerta y entré en el establecimiento. Eché un esperanzado vistazo a mi alrededor, pero, para mi decepción, Sonia no estaba por ninguna parte. Mientras Elena pedía un par de refrescos me dirigí hacia el mismo lugar en el que había estado sentada dos semanas atrás y me dejé caer en el sillón de dos plazas con el ceño fruncido.

Tú eres la chica de la otra vez. Esa con la que se propasaron, ¿verdad?

Di un bote y miré a la mesa de al lado, en la que se encontraban varias personas. Uno de ellos, el hombre con aspecto de motero peligroso que aquel día ofreció ayuda a Sonia, me miraba sorprendido.

Sí —dije con cierta zozobra.

Llegas pronto, no empieza hasta y media —informó tras una mirada a un reloj que descansaba sobre la barra.

Elena, quien regresaba ya con las bebidas, sonrió al verme hablando con ese hombre. Le encantaba conocer gente.

¿El qué empieza a y media? —preguntó con curiosidad infantil.

Sonia —respondió el motero mientras con un gesto señalaba al escenario—. Habéis venido para verla, ¿no?

Roja de vergüenza dejé que el pelo me cubriese el rostro y me llevé mi bebida a la boca. El corazón me latía con tanta fuerza como aquella noche y por un instante me pregunté si sería capaz de soportar la espera. El hombre, al ver que no respondía, se encogió de hombros y siguió conversando con sus amigos.

¿Quién es Sonia? —me susurró Elena al oído—. No me habías dicho que veníamos a ver a alguien.

Solo una amiga que toca aquí —respondí de forma poco convincente.

Ah, vale.

Era suficiente para Elena. Crédula e infantil, mi amiga no necesitaba más explicaciones.

Los minutos se arrastraban con tanta lentitud que en ocasiones me sorprendía mirando a las agujas del reloj con severidad, como si estas se negasen a moverse. Sin embargo, cuando todavía faltaban cinco minutos para la hora indicada, las luces disminuyeron, las voces se callaron y mi corazón se volvió loco.

Entonces apareció Sonia, surgiendo de detrás de unas cortinas que había tras el escenario, y, con una guitarra esta vez, se sentó en una silla situada ante un micrófono. Creí que no me había visto, pero entonces dio unos acordes con la guitarra, barrió la sala con la mirada y, tras atraparme en sus ojos del color del cielo, sonrió.

Hoy voy a tocar

Little Amy

, de

Murray Gold

, dedicada a mi propia pelirroja.

Durante los siguientes minutos fui incapaz de apartar los ojos de ella, completamente absorta. Bebí su canción y la bebí a ella hasta que, en una explosión de aplausos, todo terminó y me sorprendí parpadeando confusa mientras miraba a mi alrededor. Advertí entonces que Sonia no me apartada la mirada de encima y que trataba de abrirse paso para acercarse a mí. Incapaz de enfrentarme a lo que sentía por ella en ese momento me levanté y eché a correr, olvidándome por completo de Elena y huyendo de Sonia, de la

Sirena Azul

y de mis propios sentimientos. Corrí sin parar, con los ojos anegados en lágrimas que yo misma no entendía y absolutamente confusa, hasta que llegué a casa y me encerré en mi habitación, donde rompí a llorar hasta quedarme dormida.

¿Qué me estaba pasando?

A la mañana siguiente, cuando fui a preparar café, Ana me lanzó una mirada inquisitiva.

¿Qué pasó anoche? —preguntó con el ceño fruncido.

¿Qué te ha contado Elena?

Me sentía descubierta, así que no tenía sentido mentir.

¿Elena? No ha dormido en casa.

Si me hubiesen tirado un cubo de agua helada por encima, la impresión no habría sido mayor de la que fue escuchar esas palabras.

¿Cómo que no ha dormido en casa?

No. Por eso te preguntaba qué pasó anoche. Salió contigo, ¿verdad? Dejó una nota.

¡Tengo que ir a buscarla!

Me puse una chaqueta encima del pijama, unas zapatillas y me recogí en una coleta mi desastrosa melena mañanera. Así, sin siquiera lavarme la cara, eché a correr de nuevo, pero esta vez en dirección a la

Sirena Azul.

Cuando llegué, claro, estaba cerrada. Solo entonces caí en la cuenta de que las ocho de la mañana no era una hora como para ir a un

pub

. Se me ocurrió llamar a Elena al móvil, pero al buscar al mío me di cuenta de que lo había dejado en casa. Furiosa por mi propia estupidez emprendí el camino a casa. Tras comprobar que afortunadamente sí llevaba el monedero, decidí que daría un rodeo para comprarme el desayuno.

La vida puede llegar a ser muy caprichosa. Ese día, si no hubiese decidido dar un rodeo, jamás habría tropezado con el patio en el que vivía Sonia. Si bien recordaba que estaba muy cerca del

pub

, mi estado la noche en que me llevó a su casa era tan malo que no habría podido recordar el camino ni aunque mi vida hubiese dependido de ello. Esa mañana, sin embargo, tan solo tuve que girar en un punto diferente del camino y allí estaba. Con los ojos abiertos como platos y las piernas temblando, me detuve ante él sin saber qué iba a hacer a continuación.

No sé cuánto rato estuve así. Quizá, si no hubiese sido por la anciana que salió del patio cargada con un carrito, aún seguiría allí, esperando sin saber el qué. Sin embargo aproveché que la mujer salía para entrar yo y, escalón a escalón, subí hasta el tercer piso, en el que se encontraba la puerta de Sonia. La miré, tragué saliva y llamé completamente roja de vergüenza.

No tardaron en abrir, aunque para mí esos pocos segundos fueron toda una eternidad. La mirada de Sonia al verme, para mi desconcierto, no era en absoluto de sorpresa, si no que me miró como si ya me esperase.

Hola —dijo sonriendo—. Te has hecho de rogar.

Hola. ¿Sabías... sabías que vendría?

Desde el momento en que huiste de mí la otra vez supe que regresarías. Pero dime, ¿no vas a pasar?

Yo... eh...

Riendo entre dientes me agarró de la mano, me hizo entrar y cerró la puerta. Sin soltar mi mano me condujo hasta un salón que no había visto la vez anterior y ambas nos sentamos en un sofá.

Ayer te asustaste más de lo que esperaba. Los sentimientos que no se entienden son difíciles de asimilar, ¿verdad?

Ni siquiera tuvo el detalle de preguntarme o de fingir que no sabía lo que me pasaba. Me tenía en sus manos y lo sabía con absoluta certeza.

Yo... Elena...

Me puso un dedo en los labios para que guardase silencio y no lo quitó hasta que se aseguró de que había entendido lo que quería. Entonces, sin que yo hiciese nada por resistirme, me quitó la chaqueta y la dejó en una butaca. Cuando vio que iba todavía en pijama dejó escapar una risita traviesa.

Sé lo que te está pasando —dijo sin dejar de sonreír—. Pero dime, ¿lo sabes tú?

No.

Mientes, Emi. Ponte de pie.

Obedecí, claro. No tenía por qué hacerlo, pero aún así lo hice. Era de sobra consciente de que no podía negarle nada a esa mujer. Su mirada me tenía atrapada.

Sonia me cogió de la coleta, me obligó a ponerme sobre sus rodillas y, tras bajarme el pantalón del pijama de un tirón, comenzó a azotarme el culo con la mano libre. No protesté ni traté de resistirme, sino que simplemente cerré los ojos y me dejé llevar. Cuando acabó, después de una veintena de azotes que me dejaron el culo rojo, pasó dos dedos por mi coño y me los enseñó.

Mira mis dedos.

Hice lo que me decía y me sorprendí al ver que estaban brillantes a causa de la humedad de mi coño. Tiró entonces de nuevo de mi coleta y me hizo ponerme en pie.

¿Puedo subirme el pantalón?

Sonrió, complacida con mi sumisión.

Emi, desde el momento en que nuestros ojos se encontraron hace ya dos semanas, me perteneces.

Sí.

Fue una respuesta automática, sin pensar siquiera en lo que decía. Avergonzada agaché la cabeza para que el cabello me cubriese el rostro.

¿Cuántas veces te corriste aquella noche en esta habitación, después de que te hiciera comerme el coño y luego me fuese?

Tres.

¿Cuántas veces te has corrido desde entonces pensando en lo que pasó?

Cada noche.

Desnúdate.

Tan solo tarde unos pocos segundos en despojarme del pijama, que quedó a mis pies, arrugado. Sonia sonrió al ver que no llevaba ropa interior y se limitó a abrir las piernas para mostrarme que ella tampoco llevaba. Su expresión fue suficiente orden para mí, e inmediatamente me arrodillé y comencé a comerle el coño por segunda vez mientras mis piernas temblaban a causa de la excitación que sentía. En ese momento para mí solo existía Sonia, su coño, sus gemidos y las caricias que me regalaba mientras yo saboreaba su sexo. No sé cuánto tiempo pasé arrodillada y disfrutando de tan delicioso manjar, pero cuando Sonia me tiró de la coleta para indicarme que parase, las piernas se me habían dormido y tenía los muslos empapados a causa de mis propios fluidos. No recordaba haber estado nunca tan excitada.

Me perteneces.

Su voz, su sonrisa traviesa y sus ojos azules se clavaron en mi alma una vez más. Tan solo pude asentir, ruborizada como una adolescente enamorada.

Entonces se levantó, me besó y se marchó sin decir nada. Confusa y sin saber qué hacer opté por permanecer allí, de rodillas a la espera de que regresase. A fin de cuentas no me había dicho nada que me hiciese pensar que debía seguirla o que podía moverme.

No tardó en regresar. Lo que no me esperaba era que en la mano llevase una correa con la que tiraba de Elena, quien tenía las manos atadas a la espalda, los ojos vendados y su largo pelo rubio recogido en dos coletas de aspecto infantil. Por lo demás, estaba completamente desnuda. Sonia, al advertir mi sorpresa, se llevó los dedos a los labios para darme a entender que debía guardar silencio. Se dirigió de nuevo al sillón, con un tirón de la correa, hizo que Elena se arrodillase ante ella y finalmente usó la mano para dirigirla hasta su coño. Consciente de lo que se esperaba de ella mi compañera de piso comenzó a beber sus fluidos con ansia, como si de un sediento ante un pozo de agua se tratase. Sonia clavó en mí una mirada desafiante y sonrió. Seguí inmóvil, devolviéndole la mirada y con el coño cada vez más empapado ante lo que estaba viendo.

Elena, tenemos una invitada —dijo como si tal cosa, con la mano sujetando firmemente la cabeza de la sumisa—. Levanta el culo para que pueda azotarlo.

Para mi asombro, Elena ni tan solo se lo pensó. Alzó su culo sin dejar de comerle el coño a Sonia y, no contenta con eso, lo contoneó de manera provocativa. Miré a mi dueña, a mi Ama, y me encontré con su mirada clavada en mí, a la espera. Entendí entonces que me había dado una orden, aunque fuese de forma indirecta, y propiné un sonoro azote a mi compañera de piso, quien dio un respingo. Volví a mirar a Sonia, quien asintió y me hizo un gesto señalando al trasero de Elena. Obediente continué azotándolo, sin detenerme y sin piedad alguna. Tan solo podía pensar en que quería que Sonia estuviese orgullosa de mí. En algún momento, sin ser apenas consciente de lo que hacía, me sorprendí a mí misma penetrando el culo de Elena con los dedos mientras seguía azotándola sin piedad. Pude leer el orgullo en los ojos de Sonia y me sentí inundada de felicidad al saber que le gustaba lo que hacía. Continué mi labor durante un buen rato, hasta que un gesto de mi Ama me indicó que era suficiente. Obediente me retiré del culo de Elena y me arrodillé tras ella, a la espera de nuevas órdenes.

Es suficiente, perra. Ahora quiero que atiendas a mi invitada —dijo Sonia con la firmeza de quien sabe que su autoridad es incuestionable—. No te detengas hasta que se corra.

Sí, mi Ama.

Elena, todavía con los ojos vendados, se volvió hacia mí mientras relamía los fluidos de Sonia que brillaban en sus labios. Me tumbé en el suelo, abrí las piernas y ofrecí mi intimidad a mi compañera de piso, quien, sin saber que era yo, tanteó con las manos hasta encontrar el camino que conducía a mi empapado coño. El contacto de su lengua fue electrizante y apenas hubo empezado ya me retorcía de placer entre gemidos. Busqué con la mirada a Sonia y no me sorprendí al encontrarla de pie junto a nosotras, grabando el espectáculo con su móvil mientras sonreía entre burlona y satisfecha.

Me corrí con tanta fuerza que mi coño disparó un chorro de fluidos, cosa que nunca antes había hecho. Sonia posó una mano sobre la cabeza de Elena para indicarle que se detuviera y esta se apresuró a arrodillarse, tal y como yo había hecho un rato antes. Mi Ama se agachó junto a mí, que permanecía en el suelo sacudida todavía por espasmos de placer, y me acarició el cabello.

Estoy muy orgullosa de ti, mi niña —dijo con voz dulce—. Ahora descansa un poco, ¿de acuerdo?

Asentí, incapaz de hacer otra cosa. Sonia, tras acariciarme de nuevo el cabello, se dirigió a un mueble y, para mi sorpresa, sacó de un cajón un enorme arnés azul. Se lo ciñó a la cintura, se dirigió hasta Elena y, con mucha dureza, aplastó el rostro de mi compañera de piso contra el suelo y le metió la polla de plástico de un golpe, lo que arrancó un grito de dolor y sorpresa a la sumisa. El grito, sin embargo, no tardó en convertirse en gemidos de placer mientras la polla entraba y salía con fuerza del coño de Elena, cuyo rostro estaba desfigurado a causa de la lujuria y la excitación que sentía.

Observé con envidia durante un buen rato, hasta que, recuperada, llevé la mano a mi coño y comencé a masturbarme, pero una mirada de Sonia me hizo detenerme. Me limité a observar, cada vez más excitada, mientras ellas disfrutaban la una de la otra. Cuando ya creía que no podría aguantar más sin llevarme la mano al coño de nuevo, Sonia se apartó de la sumisa, se quitó el arnés y me lo tendió. Con las piernas temblando a causa de la excitación, y tan nerviosa que el enorme falo de plástico estuvo a punto de caerse al suelo, lo cogí y me lo ceñí, mientras ella se tumbaba frente a Elena y la obligaba a comerle el coño, cosa que la sumisa hizo entre gemidos de gozo. Sin dejar de mirarlas me situé tras mi compañera de piso y enterré la polla en su coño para comenzar una frenética follada, sin que me importase lo más mínimo su bienestar. Sonia fue la primera en correrse, con la lengua de Elena hundida en su hinchado coño, y un instante después la siguió la sumisa, quien no pudo evitar gritar de placer a causa del brutal orgasmo que sufrió. Solo entonces, bajo la orgullosa y azul mirada de Sonia, me despojé del arnés y obligué a Elena a darme placer con la lengua una vez más, hasta que también me corrí.

Quedé en el suelo desmadejada, jadeando y más satisfecha de lo que había estado nunca, aunque todavía excitada. Elena, siempre complaciente, se acercó a mí y me llenó de besos, mientras Sonia volvía a colocarse el arnés. Sin que fuese necesario que me dijese nada me coloqué a cuatro patas y usé las manos para abrirme los cachetes del culo y regalar a mi Ama una buena vista de mis agujeros.

Soy tuya —dije en un tono lascivo y lujurioso que me sorprendió incluso a mí—. Ahora y siempre soy tuya, mi Ama. Haz conmigo lo que desees.

Buena perrita. Ahora tendrás tu premio.

Nunca fui tan feliz como cuando me hundió la polla de plástico en el coño. Comprendí entonces que aquello, aquella locura en la que me había embarcado, no había hecho más que comenzar.