El blues de La Sirena Azul (2)

La joven e inocente Emi descubre que algo está cambiando dentro de ella, algo que todavía no puede entender y que la preciosa Sonia despierta en ella con la fuerza de un tornado. Si esta la conducirá a vivir momentos maravillosos o si la arrastrará a su propio infierno personal, está aún por ver.

Capítulo 2. Sonia.

Confieso que aquella noche está un poco confusa en mi memoria pese a que, al mismo tiempo, no la olvidaré nunca, pues fue la noche en que todo cambió para mí. Pero empecemos por el principio.

Cuando desperté, en mitad de la noche, no recordaba absolutamente nada de lo que había pasado. Imaginad lo que es despertar en casa ajena, en una cama que no has visto nunca antes, incapaz de recordar cómo has llegado hasta allí y vestida solo con tus braguitas y con una camiseta que no es tuya. Por segunda vez esa noche sentí que el terror se apoderaba de mí, e incluso llegué a pensar que ese chico me había llevado a su casa, pero, poco a poco, un puñado de fragmentados recuerdos fueron tomando forma en mi confusa mente. No eran gran cosa, pero sí lo suficiente para que pudiese reconstruir lo sucedido. Mis ya de por sí escasos recuerdos, sin embargo, terminaban después de entrar en el patio de la casa de Sonia.

Me levanté en silencio y eché un vistazo a mi alrededor, gracias a la luz de la luna llena que se vertía a través de la ventana. Era una habitación sencilla y pequeña, con paredes pintadas de un lila suave y decoradas con un gran póster de la película Wonder Woman. Un estante con una docena de libros, un pequeño escritorio, una silla y un perchero del que colgaba mi ropa completaban la habitación, junto a la cama en la que había despertado.

Sin hacer ruido fui hacia la puerta, la abrí con mucho cuidado y salí al pasillo. Necesitaba orinar, pero no quería despertar a la chica de ojos azules que me había salvado, así que avancé de puntillas en busca del baño. Entonces escuché algo que me pareció un sollozo y, preocupada por si se trataba de ella, fui hacia la habitación de la que provenía. Giré el picaporte despacio, sin hacer un solo ruido, y abrí una rendija, lo suficiente para mirar dentro. Solo entonces comprendí que no se había tratado en absoluto de un sollozo.

Sonia se encontraba a cuatro patas sobre una gran cama de matrimonio, con el culo en pompa dirigido hacia la puerta y la cabeza hundida en la almohada, mientras con la mano derecha se follaba el coño con un gran consolador de color azul y con la izquierda se metía dos dedos en el culo, en frenético mete-saca. Me quedé helada, incapaz de apartar la mirada y tan confusa que no era capaz siquiera de pensar.

Mis ojos, abiertos de par en par, seguían los movimientos del consolador que Sonia enterraba una y otra vez en su coño con tanta intensidad que podía escuchar el chapoteo y sentir el olor a sexo que emanaba de la habitación. Los gemidos de la chica, los mismos que me habían parecido sollozos, aumentaron de intensidad, y también lo hizo el movimiento del consolador.

Absorta como estaba con el espectáculo no fui consciente de nada más a mi alrededor. Por eso, cuando algo me rozó la pierna, no pude reprimir un grito de sorpresa que se escuchó en toda la casa. Blanca como el papel pude ver un gato que huía de mí a todo correr y, cuando volví a mirar por la rendija, mi mirada se cruzó con la de Sonia, quien, tan sorprendida como yo, se había sentado en la cama con el consolador todavía dentro de su coño y miraba hacia la puerta entreabierta con la certeza de que estaba siendo observada.

Sin saber qué otra cosa podía hacer cerré la puerta de la habitación de un golpe, corrí hacia el cuarto en el que desperté un rato antes y, tras entrar y dar un portazo, me metí bajo las sábanas y cubrí con ellas hasta la misma coronilla de mi cabeza pelirroja. Sé que puede parecer ridículo, pero creedme si os digo que, en aquel momento, pareció lo más sensato que podía hacer.

Mi corazón estaba desbocado, como si en cualquier momento fuese a salirme por la boca, y sentía tanta vergüenza por haber sido descubierta que, de haber estado vestida y de haber sabido dónde estaba la puerta de la calle, habría huido de aquella casa.

Por un instante pensé, tonta de mí, que quizá no se hubiese dado cuenta, que tal vez creyese que había sido el gato, o qué sé yo. Como si los gatos andasen por ahí abriendo y cerrando puertas, y gritando. En fin. El caso es que, cuando intentaba convencerme a mí misma de que había pasado todo, mi puerta se abrió.

—¿A ti qué demonios te pasa, niña?

La pregunta tenía mucho sentido dadas las circunstancias, pero yo no era más que una cría tonta y, como tal, no estaba dispuesta a dar la cara. Así que, en un alarde de madurez, decidí que lo mejor sería hacerme la dormida. Incluso forcé un poco la respiración para que realmente pareciese que dormía. Os advertí al principio de mi historia que en aquel entonces tan solo era una niña tonta, así que no vengáis a quejaros ahora. Pero sigamos.

Sonia permaneció en la puerta, como si no pudiera creerse que realmente pretendiese hacerme la dormida después de lo sucedido. Al final, después de un par de minutos de incómodo silencio, cerró la puerta y dejé escapar un suspiro de alivio.

Entonces se sentó en la cama, a mi lado, y comprendí que no había salido de la habitación.

—¿De verdad vas a hacerte la dormida? —preguntó con tono enfadado—. Esperaba, no sé, una disculpa o algo por el estilo.

Ni tan solo me moví. De hecho si respiraba era tan solo porque era una necesidad biológica que no podía interrumpir. O, bueno, que no debía interrumpir. Por mi propio bien.

Entonces todo sucedió muy rápido, demasiado como para que tuviese tiempo para reaccionar. Sonia me arrancó la sábana, dejándome destapada, y me agarró del pelo para inmovilizarme la cabeza contra la almohada.

—Así que te gusta espiar a la gente, ¿eh? Y también que abusen de ti, según lo que pude ver desde el escenario. Vaya con la niña buena...

No respondí, pero tampoco hice intención de resistirme, asustada como me encontraba. Sin soltarme el pelo me obligó a darme la vuelta a base de tirones, lo que me arrancó algún quejido involuntario que, con los ojos entreabiertos, habría jurado que la hizo sonreír. Entonces se tumbó a mi lado, tan cerca que podía incluso sentir los latidos de su corazón (¿o era el mío, que, de nuevo, amenazaba con salirse de mi pecho?).

—No deberías haber hecho eso —dijo con voz dulce—. No deberías hacer que me enfade.

—No me hagas daño, por favor. Yo... no quería... no quería...

—Mírame.

Obedecí, arrastrada de nuevo por esa faceta de sumisa hasta entonces desconocida para mí. Sonia yacía a mi lado, con sus ojos azules apuñalándome sin piedad. Había cubierto su desnudez con una camiseta similar a la que yo llevaba. Sin decir nada, me acarició el cabello.

—¿Por qué me espiabas?

No fui capaz de responder, entre otras cosas porque no sabía qué decir, pero tampoco pude apartar mis ojos de los suyos. Entonces, con dulzura pero con firmeza, me cogió de nuevo del pelo y bajó una mano hacia mis bragas.

—¿Qué... qué estás haciendo?

—Has mojado las bragas —dijo con la mano dentro de la prenda, rozándose con mi coño—. Voy a pensar que te ha gustado lo que has visto en mi dormitorio. Es la segunda vez que las mojas esta noche, ¿verdad?

—Eres... ¡eres una desviada!

Yo misma me sorprendí de mis palabras conforme salieron de mi boca, lo confieso. Pero entendedme: era una niña tonta y mimada que no conocía mundo más allá de su pueblo, una niña que había crecido con una mentalidad más bien cerrada e incapaz de comprender ciertas cosas del mundo en que vivía. Mi atrevimiento, os lo aseguro, no quedó sin castigo.

En el mismo momento en que tan contundente sentencia salía de mi boca, la mirada dulce y azul de Sonia se convirtió en fuego puro, en rabia. Congelada y asustada por mi propio atrevimiento, por mi gran estupidez, fui incapaz de reaccionar mientras se incorporaba y me cruzaba la cara de un bofetón. Cuando alzó la mano para darme otro, yo simplemente cerré los ojos y apreté los dientes. Sin embargo el segundo guantazo nunca llegó y Sonia optó por apartarse de mí y sentarse en la silla que había junto al pequeño escritorio.

—Ponte de pie.

Algo en su voz me convenció de que no admitiría discusión ni duda, por lo que obedecí. Tiré de la camiseta hacia abajo para cubrir lo mejor que pude las braguitas que, como bien había dicho Sonia, estaban empapadas. Con la cabeza gacha y roja de vergüenza por todo lo sucedido, no fui capaz más que de mirar mis propios pies.

—¿Cómo te llamas? Todavía no lo sé.

—Emilia —susurré con un hilo de voz. Nunca me había gustado mi nombre, heredado de una abuela a la que no conocí, pero no era momento para quejarme de ello.

—Bien, Emi. Sabes que lo que has hecho está mal, ¿verdad? —asentí en silencio, como una niña avergonzada a la que han sorprendido con las manos en el tarro de las galletas—. Voy a castigarte, Emi, igual que tuve que castigar al chico que te acosaba en el pub. ¿Lo comprendes?

Asentí de nuevo. Quise decir que no, pero, por algún motivo, Sonia ejercía un poder incomprensible sobre mí. Deduje en ese instante que eran sus ojos y me prometí a mí misma que no volvería a mirarlos. No tenía ni idea de hasta qué punto sería incapaz de cumplir mi promesa.

—Bien. Puesto que has visto lo que hacía en mi habitación, donde debí haber tenido intimidad, es justo que igualemos las cosas.

Levanté la cabeza, sin acabar de creer lo que acababa de escuchar. ¿Acaso pretendía que yo...? Sus ojos, esos dos pedazos de cielo capaces de anular mi voluntad, se clavaron en mí de nuevo, justo como acababa de prometerme a mí misma que no permitiría que volviese a suceder.

—¿Qué... qué es lo que quieres?

—Quiero que te desnudes. Como tú me has espiado mientras estaba desnuda, tendrás que compensarme.

Nunca he sabido por qué lo hice. Quizá sí que fuese verdad que su mirada era capaz de desarmarme y de empujarme a hacer cosas que nunca creí ser capaz de hacer, o quizá simplemente la sumisa que había despertado en mí comenzaba a ganar fuerza. Fuera como fuese, allí estaba yo: desnuda delante de una mujer a la que no conocía, con la camiseta y mis bragas en el suelo, a mis pies.

—Eres muy bonita —dijo con voz dulce, con la misma voz dulce que tenía cuando me consoló después de deshacerse del chico que me acosaba en el pub. Entonces, con una sonrisa traviesa, se apartó un mechón de pelo rubio que le caía sobre el rostro y bajó la mirada a mi entrepierna—. Y pelirroja natural.

—¿Puedo vestirme ya?

—No, todavía no estamos en paz. Cuando tú me viste a mí estaba sobre la cama, a cuatro patas.

No dijo más, pero tampoco fue necesario. Muerta de vergüenza me subí a la cama y me coloqué a cuatro patas, de espaldas a ella. La imagen de Sonia en su cama, jugando con el enorme consolador y con sus propios dedos, volvió a mí con la fuerza de un torrente desbocado y, sospechando que eso era lo que esperaba de mí, comencé a tocarme. Mis dedos se deslizaban sobre mi clítoris despacio y en círculos, como si estuviese sola en mi habitación. Sonia no se equivocó cuando dijo que mis bragas estaban mojadas, y ahora, mientras me masturbaba, sentía que mis muslos estaban cada vez más empapados. Me sentía excitada, más de lo que había estado nunca, pero no comprendía por qué. Sentí entonces una caricia en mi cabello, giré la cara y me encontré allí a Sonia, quien me miraba con ternura. Tanto me alegré de volver a ver sus ojos azules que ni siquiera di importancia al móvil que llevaba en la mano y con el que estaba grabando todo lo que yo hacía. Se dirigió entonces hacia los pies de la cama, donde yo no podía verla, y sentí su mano acariciando mi culo primero y los labios de mi hinchado coño después. Metió dos dedos, despacio y con cuidado y comenzó a follarme con ellos tan bien que yo no pude hacer más que gritar contra la almohada y retorcer las sábanas con las manos, inundada de placer. Sus dedos siguieron follándome con maestría y, cuando sentía que estaba a punto de explotar en un orgasmo como nunca antes había sentido ninguno, sacó los dedos de mi coño y me propinó tres fuertes azotes en el culo. Sorprendida e indignada por lo que acababa de hacer me incorporé y vi que estaba de nuevo sentada en la silla del escritorio, sonriendo como un niño con un juguete nuevo. Solo entonces reparé en el móvil.

—¿Me estás grabando?

—Sí, Emi. Ahora podemos hacer dos cosas: puedes vestirte e irte de mi casa o puedes venir aquí y comerme el coño. Tienes diez segundos para elegir.

Yo todavía no lo sabía, pero ya era completamente suya. Sin pensar en lo que hacía me puse en pie, corrí hacia Sonia y me arrodillé frente a ella, quien subió la camiseta y abrió las piernas. No se había molestado en ponerse bragas.

Devoré el coño de Sonia sin que me importase siquiera que me estuviese grabando, y no paré hasta que se corrió entre gemidos de placer. Después me ayudó a ponerme en pie, me besó en los labios, me dio las buenas noches y regresó a su habitación, dejándome con el coño chorreando.

Me masturbé hasta correrme tres veces. En cuanto salió el sol, aprovechando que Sonia todavía dormía, me vestí y me marché de allí, incapaz de mirarla a la cara después de todo lo que había pasado. Sobre la cama, sin embargó, le dejé mis bragas, pues no quería que me olvidase.