El blues de La Sirena Azul (1)

Una joven e inocente chica de pueblo llega a la ciudad y ante ella se abre todo un nuevo mundo de emociones, sensaciones y descubrimientos, pero también de perversión. Solo la perfecta Sonia podrá evitar que se hunda en tan bravas aguas, o quizá conducirla a las más oscuras y perversas experiencias.

1. Una nueva vida.

Dicen que la luna llena es la luna de las bestias; que es en esas noches cuando brujas y lobos salen de sus escondites para ser ellos mismos una vez más. Debe ser verdad, pues fue precisamente una noche de luna llena cuando cambié para siempre y dejé salir por primera vez a mi auténtico yo, una faceta de mí misma que en aquel entonces todavía no sabía que tenía. Pero vayamos por partes.

Corría el año 2010. Recién salida de un pequeño pueblo de la periferia de Zaragoza, tras varios años en un aún más pequeño instituto en el que nunca pasaba nada, acababa de llegar a Valencia, donde estaba a punto de comenzar a estudiar Bellas Artes. Sí, sé lo que estás pensando: “buf, cuánta hambre va a pasar esta chica”. ¿Pero sabes qué? Hay cosas que se hacen porque necesitamos hacerlas, cosas cuya ausencia nos marchitaría hasta convertirnos en personas grises y tristes. Tenía dieciocho años recién cumplidos, amaba expresarme con dibujos y colores y el mundo me parecía infinito, ¿qué tenía que perder?

Tengo la suerte de que mi familia es una familia con cierta comodidad económica. Eso, claro, jugaba a mi favor, pues, de otra manera, jamás habría podido costearme los gastos que suponen estudiar en ciudad ajena. Mis padres, sin embargo, se ocuparon de que nada me faltase. A fin de cuentas yo era su única hija, la niña de sus ojos, y todo era poco para mí. Sí, sí, también sé lo que estás pensando ahora. Pero, como dije, era joven y quería comerme el mundo. El dinero de mi familia tan solo era un medio para un fin, ¿qué había de malo en ello?

Fueron mis padres los que hicieron todo el trabajo: buscaron un buen piso de estudiantes, en el que compartiría mi nueva vida de universitaria con otras dos chicas; un piso situado en el mismo centro histórico de Valencia, en un entramado de calles peatonales que nunca he sido capaz de desenmarañar por completo. Desde allí tan solo tendría que salir hasta la Plaza de la Reina, a no más de cinco minutos de mi casa, para coger el autobús que me llevaría a la universidad. Mis padres pagaron un poco más para que la mía fuese la habitación más grande de la casa y me prometieron que cada mes me ingresarían dinero para que pudiese vivir y para que comprase todo aquello que necesitase durante mis años universitarios. ¿Qué más podía pedir?

Era, en definitiva, una niña mimada que acababa de llegar a la gran ciudad. Lo que no sabía era que esta estaba a punto de devorarme y masticarme, solo para volver a escupirme después. Pero, como dije antes, vayamos por partes.

Todo empezó mi primera noche en Valencia. Fui la primera de las tres chicas que compartiríamos piso en instalarse y, cuando mis padres se marcharon entre lágrimas, como si no fuesen a volver a verme jamás (os dije que era una niña mimada), decidí que, aunque estuviese sola en una ciudad desconocida (o quizá precisamente por ello) no estaba dispuesta a quedarme en casa. Así que después de despedirme de mis padres y de colocar mis últimas cosas en la habitación, me cambié de ropa para salir un rato. Como hacía buen tiempo, pues todavía quedaban algunos días de verano en un mes de septiembre que se consumía demasiado rápido para mi gusto, me puse un pantalón vaquero corto, una blusa fresca y ligera y unas zapatillas. Debo confesar que, si bien nunca me ha faltado quien se interese en mí, no me he considerado jamás una chica particularmente atractiva. No soy demasiado alta, tengo curvas y mi rostro me resulta demasiado infantil. Aunque, como elementos a favor, tengo dos buenas tetas y mi precioso pelo rojo, por el que escogí Scarlett como complemento de mi apodo. En el reparto general creo que no he salido mal parada.

Como decía me cambié de ropa, agarré una chaqueta, el bolso y mi mejor sonrisa y me lancé a ver qué tenía que ofrecerme la noche de Valencia.

Una hora y media después, me moría de aburrimiento. Había caminado por el entramado de calles peatonales hasta que, gracias al gps del móvil, logré abandonar semejante laberinto y llegué a una calle llena de gente que paseaba y repleta de pubs y locales de diversa índole. Caminé, caminé y caminé, hasta que me di cuenta de que lanzarme a la aventura sin saber qué hacer o dónde ir no había sido la mejor de las ideas.

Hastiada y un poco enfadada con el mundo entero, decidí tomar algo antes de volverme a casa. Quizá incluso me comprase la cena por el camino. Sin saber dónde entrar a tomar esa bebida caminé un rato más, hasta que descubrí La Sirena Azul , un pub pequeñito y encantador, oculto en una calle pequeña y oscura. Una preciosa sirena pelirroja decoraba la fachada y podía escuchar música blues a través de la puerta. Sonreí sin pretenderlo, al tiempo que me preguntaba si el nombre del local era un juego de palabras, y entré.

El interior estaba tan en penumbra como la propia calle, iluminado tan solo por algunas luces azules muy tenues, destinadas más a crear atmósfera que a dar luz. No había mucha gente dentro, puede que una decena de personas, pero, de todas formas, no les presté atención alguna. Embobada por el local pedí un refresco y escogí una mesa vacía que contaba como asiento con un pequeño sillón de dos plazas azul. Me senté, di un sorbo a mi bebida y solo entonces miré al escenario, donde una chica rubia en un vestido tan sensual que me hizo sentir ridícula y muy cría tocaba el saxofón de manera absolutamente maravillosa. Me dejé llevar por la música y, de pronto, nuestras miradas se cruzaron y todo desapareció a mi alrededor; todo excepto la chica del saxofón. Me ahogaba en sus ojos azules.

—Hola, ¿cómo te llamas?

Volví a la realidad como si alguien me hubiese abofeteado. Furiosa me volví hacia quien había destrozado la magia del momento, pero me quedé congelada al encontrarme ante un chico de unos veintitantos años que me comía con la mirada mientras sorbía una cerveza. Solo entonces me di cuenta de lo idiota que había sido y fui consciente por primera vez de que no estaba en el pueblo, sino en una gran ciudad llena de peligros para chicas como yo. Sin saber qué otra cosa podía hacer decidí ignorarlo a la espera de que, con suerte, se diese por vencido y decidiese buscar otra víctima más accesible a la que molestar.

Busqué de nuevo a la chica del saxofón y dejé que me envolviese su música, cuando sentí una mano en mi pierna. El chico, sentado junto a mí, dejó caer sobre mis piernas una chaqueta ligera como si fuese algo casual, pero advertí que el movimiento estaba destinado a ocultar la mano que ahora bajaba a mis muslos. Sabía que debía pararle los pies, que estaba abusando de mí y no podía permitirlo, pero algo me lo impedía.

—Abre las piernas y no se te ocurra hacer ninguna tontería —susurró en mi oído.

Obedecí, pese a que no quería hacerlo, y su mano se dirigió a mi coño. A pesar del pantalón vaquero podía sentir sus caricias y, aterrorizada, descubrí que semejante situación me estaba excitando. Muerta de miedo lo dejé hacer; tampoco reaccioné cuando me besó hundiendo su lengua hasta el fondo de mi boca. Arropados por la oscuridad y con el público pendiente de la música, nadie parecía reparar en nosotros. Nadie excepto la chica del saxofón. Sobresaltada advertí que sus ojos no se apartaban de nosotros, burlones y repletos de curiosidad.

El chico me desabrochó el pantalón y metió la mano por dentro, en busca de mi intimidad. Traté de cerrar las piernas, pero me las volvió a abrir y, acto seguido, hundió un dedo en mi coño.

—Estás chorreando —susurró a mi oído mientras me mordisqueaba la oreja—. Esto te pone cachonda, ¿verdad, zorra? ¿Te pone que te fuercen?

Asentí despacio, pese a que quería decirle que no. Aturdida y asustada como estaba no fui capaz de comprender que acababa de descubrir mi faceta de sumisa, una faceta que nunca antes había tenido ocasión de salir a la luz y que ya nunca volvería a quedar enterrada en mi interior. Era incapaz de comprender por qué me sentía así, por qué estaba disfrutando de aquello, y me odié por ello más incluso de lo que odiaba al chico que abusaba de mí.

Un segundo dedo se abrió paso por mi coño y comenzó a follarme con ellos con cierta dureza, lo que me obligó a taparme la boca con las manos para evitar delatarme. Miré de nuevo a la chica del escenario, quien en ese momento hacia una pausa para beber agua, y cuando nuestras miradas se cruzaron advertí muerta de vergüenza que mostraba una ladina sonrisa, consciente de que en ese mismo instante un desconocido me follaba el coño con los dedos.

Un gemido escapó de mi boca y alguien se giró hacia nosotros, lo que hizo que el chico sacase la mano de mi entrepierna y fingiese que allí no estaba pasando nada.

—Por favor, vete —susurré, recuperado el autocontrol—. Ya te has divertido, ahora vete. Te prometo que no diré nada.

—El único sitio al que voy a ir es al baño —susurró él a su vez, en mi oído—. Y tú conmigo, claro. Estoy deseando que me comas la polla y follarte contra la pared, zorra.

Fue demasiado para mí. Decidida a no permitir que semejante alimaña me violase, y antes siquiera de pensar lo que hacía, le di un bofetón y me levanté para irme. Pero no podía hacerlo sin pasar frente a él, quien se puso en pie para impedirme el paso y me miró con expresión lobuna. Varias miradas se volvieron hacia nosotros.

—Déjame en paz —dije con un hilo de voz, en parte por el miedo que me atenazaba y en parte porque temía montar un escándalo—. Solo quiero irme.

—Todavía es muy pronto y no hemos acabado. Ven, vamos a algún lugar más... íntimo.

Me sujetó el brazo, me atrajo hacia él y me besó. Traté de zafarme de él, pero me agarró con más fuerza y atenazó mi culo con su otra mano. Quise gritar, pero la alianza que formaban un nudo de miedo en mi garganta y su lengua lasciva en mi boca me lo impedía.

Entonces, como surgida de un sueño, la chica del saxofón agarró a mi acosador de una oreja, lo obligó a apartarse de mí y lo estampó contra la pared. Yo me encogí avergonzada y me abroché de nuevo el pantalón, deseando que el suelo me tragase. Ahora todos sabían qué había pasado entre nosotros.

—¡Me haces daño, puta! —bramó el chico—. ¡Déjame ahora mismo o te daré tal paliza que...!

—¿Que qué? —la chica pegó su nariz a la de él—. ¿Qué vas a hacer, tío duro? No te creas que no he visto cómo abusabas de mi amiga y le metías mano. ¿Sabes qué hacemos aquí con la basura como tú? Solo espero que haya merecido la pena, alimaña. Lo vas a pagar caro.

Un grupo de chicos y chicas situados en la mesa más próxima al escenario se pusieron en pie con cara de pocos amigos.

—¿Necesitas ayuda, Sonia? —dijo un hombre con aspecto de motero peligroso—. ¿Quieres que nos ocupemos de Manoslargas?

—¿Y quitarme la diversión? No, chicos. Gracias, pero prefiero arrancarle los huevos yo misma. Ahora dime, Manoslargas. ¿Qué paliza decías que ibas a darme?

El chico, repentinamente sobrio de nuevo, echó a correr y abandonó el local entre las risas y aplausos de aquellos que habían presenciado el espectáculo. Sonia, sonriendo burlona, se agachó a mi lado.

—¿Estás bien, cielo?

Quería decir que sí, pero lo cierto era que no conseguía articular palabra alguna. Además las piernas me temblaban tanto que dudaba que fuese capaz de volver a casa, por más que lo intentase. Mis ojos empañados en lágrimas se encontraron de nuevo con los suyos, azules como el cielo de verano, y no pude más: la abracé entre lloros, como si fuese una niña. Lloraba por el abuso al que había sido sometida, pero también por los extraños sentimientos que lo sucedido había despertado en mí. Podía sentir mi coño chorreando, como también sentía la excitación en mi interior, y todo ello tan solo conseguía que llorase con más fuerza. En aquel momento tan solo quería volver al pueblo con mis padres, donde estaría a salvo y donde todo volvería a tener sentido.

—Toma, bebe un trago.

Sonia me apartó de ella con ternura pero con firmeza y descubrí que alguien había dejado dos vasos en la mesa. Temblando todavía dejé que me pusiese uno en las manos y me lo llevé a los labios. El licor me calentó y me hizo sentir mejor, pero también un poco mareada. Era la primera vez que bebía, sin contar alguna cerveza compartida con las amigas a escondidas cuando era una cría.

Sonia me cogió de la mano mientras me recuperaba y se aseguró de que nadie me molestaba y de que me llenaban el vaso cada vez que lo terminaba. Solo tras la tercera copa me sentí con fuerzas para ponerme en pie, pero cuando lo hice todo me daba vueltas y tuve que volver a sentarme.

—¿Qué te pasa, cielo?

La mirada de Sonia era toda ternura. Con movimientos lentos me acerqué a su oreja.

—Creo que estoy borracha.

Intenté que fuese solo un susurro, pero, a juzgar por las risas ahogadas que escuché en el local, no debí hacerlo muy bien. Sonia, riendo también, se puso en pie y ayudó a levantarme.

—Ven, será mejor que te dé el aire.

Sin soltarme la mano me llevó fuera del local, donde el fresco aire de la noche me reanimó lo suficiente como para que pudiese caminar sin caerme. Sin embargo no dije nada, pues no quería que me soltase la mano. Hacía que me sintiese segura.

—¿Dónde vamos? —dije.

—A mi casa, aquí al lado —respondió ella, tan alegre que no se parecía en nada a la chica feroz y agresiva que se había deshecho de mi acosador—. Necesitas dormir, no puedes irte así. Y como yo soy la culpable de que estés borracha, me ocuparé de ti hasta que te recuperes.

—Vale.

¿Qué iba a decir, cuando no era capaz de hilar un solo pensamiento coherente?

Resultó que su casa estaba, literalmente, en la calle de al lado. Lo último que vi antes de que desapareciésemos juntas en el edificio fue la luna llena que brillaba en el cielo. La luna de los lobos y las brujas. La luna de Valencia.