El beso
Ponía su pie delante de mi boca, postrada a cuatro patas y esperando la señal de mi sumisión...
El Beso
Irguió su mirada sobre mí. Mis ojos la evitaron, se concentraron en el suelo, destilaban orgullo, insumisión, incluso postrada a cuatro patas, destilaban el desgaste de tantas faltas que no había debido cometer. Mantenía la postura con un deje de altanería que no le pasó desapercibido, como todo lo demás. Ella lo sabía todo, lo veía todo. Yo era como agua cristalina para sus ojos y con frecuencia yo misma me dejaba engañar, creyendo que era opaca e indescifrable, hasta que el tiempo ponía las cosas en su sitio y de nuevo su penetrante mirada me devolvía de súbito la vulnerabilidad, el saberme un libro abierto que yo tenía con frecuencia la osadía de imaginar críptico e indescifrable.
Bastó una seña y supe lo que pedía, quería que besara sus pies, que me volvían loca enfundados en unos zapatos demasiado bellos para no despertar mis instintos. Tenía que besarlos, adorarlos, era una costumbre tan vieja y tan sencilla como cualquier otra, pero me resistía, por alguna razón que en vano trataba de buscar, poniendo la racionalidad en aquello que no la tiene. Ese era otro de mis errores, pensé, poner la cabeza en todo, como si no bastara la magia para explicar ciertas cosas cuyo mecanismo es bello si se desconoce, y obscenamente vulgar cuando se aplican fórmulas y cifras. Veía el pie y veía lo que estaba haciendo, me daba una oportunidad, no habría otras. Recordé de pronto una de nuestras conversaciones, de la que extraje una conclusión tan simple como poderosa: no luches, cede. Ceder mi voluntad, y ceder las barreras de mi orgullo, levantadas por mi misma en mi contra, levantadas por dios sabe qué, de algún lugar ignoto, de algún cajón perdido en el fondo de un trastero olvidado. Y allí estaban de nuevo, mi boca a escasos centímetros del pie, y mi cabeza inmóvil, debatiendo lo que de antemano ya sabía, que quería besar ese pie, con toda mi humildad, que quería ser Suya, que no habría un segundo en que no me arrepintiera de no hacerlo, era tan consciente de eso como del aire que inundaba la habitación, del zumbido de dos moscas revoltosas, de cada una de las motas del mármol que adornaba el frío suelo. Era consciente de mi lucha innecesaria. Cede. Cede. Se escuchó en mi cabeza. Como si Ella me hablara de mente a mente. No veía sus ojos, solo el pie esperando el gesto, y sin embargo la oía en el silencio de la habitación, y miraba sus ojos expectantes, su gesto paciente.
En un momento dado aparté de mi cabeza todo pensamiento, dejé de oír esas voces que me instaban a dejar las armas, dejé de ser consciente de donde y como estaba, solo mi respiración agitada, el bombeo de la sangre por las venas y arterias retumbando en mis oidos, y acudió presto el deseo. La deseaba, era una verdad innegable, tan cierta como la salida del sol o la perfidia que de Ella me atraía, una verdad apabullante, como dos trenes chocando y esparciendo los restos por la vía con una violenta explosión.
Mi boca se entreabrió, los labios se adelantaron, y todo mi cuerpo pareció salir de un letargo eterno. Posé los labios en la punta del zapato, los apoyé con una delicadeza que pedía clemencia en cada gesto y en cada músculo contraído, se cerraron los ojos en el beso de una enamorada, y mantuve allí mis labios todo el tiempo que Ella me lo permitió. Cuando el zapato se retiró levanté de nuevo la cabeza, aun con los ojos cerrados, y en señal de una humildad que creía perdida, la agaché con temor y reverencia, conteniendo en aquel movimiento todos los adeudados desde hacía mucho, mucho tiempo.
No dijo nada. Por la habitación sonaron pasos alejándose. Su perfume llegó fresco hasta mi nariz, una mezcla dulce y achispada que animaba mis instintos, los retorcía y despertaba del mismo letargo en que había estado mi cuerpo. Todo él revivía a cada segundo que tomaba consciencia de lo que había significado algo tan simple como besar Su pie. Me sentía de nuevo viva, de nuevo humilde, de nuevo deseosa, me sentía como en los comienzos que antes evocaba una llorosa nostalgia, y ahora la melancolía era exactamente eso, algo del pasado, porque el presente y el futuro se antojaban prometedores.
De nuevo los pasos resonaron en la habitación extrayéndome de mis cavilaciones. Sus dedos rozaron mis ojos y los abrí, con miedo, pero con confianza, en Ella. No mostré sorpresa al ver el látigo oscilante frente a mi cabeza, no había sorpresa en lo que era una deuda inaplazable. No iba a ser un castigo, sino una prueba de que estaba dispuesta a recibir el que vendría después, un símbolo de compromiso. Sonreí, le miré a los ojos un instante con aquella sonrisa de quien acepta con gusto lo inevitable, y volví a bajar la mirada, consciente de nuevo de mi humildad. No hay precios demasiado altos ni deudas impagables, solo poca disposición a resolverlas. Yo la tenía. La tengo.