El bautizo

En plena posguerra española, una joven a punto de ser madre es sometida por el poder establecido, siendo despojada de su decencia y dignidad en una traumática experiencia.

No todos los niños vienen a este mundo en el momento en que se lo piden. Sí, es cierto que a muchos nos planifican, pactando el momento aproximado de nuestro nacimiento en las condiciones económicas más apropiadas. No siempre son causas monetarias, pero eso no es relevante. Eso sí, es curioso como frente a estos hijos deseados, esperados y trabajados (algunos hasta con la dolorosa ayuda para el bolsillo de la inseminación artificial) existen generaciones de niños sorpresa concebidos en el asiento trasero de un coche, en una noche ácida después de un concierto, en un simple descuido o en una momentánea claudicación a los placeres de la carne que dura lo que tarda en remitir un orgasmo. Eso también pasa con los relatos. Puedes pasarte días o semanas currándote y dándole forma a un guión, recopilando datos, o puede ser que, súbitamente una palabra, una frase o pensamiento invadan tu cabeza dándote un motivo para contar una historia. Esa idea, semilla o germen (como se quiera llamar) entro en mí hace algún tiempo, cuando escuché un pequeño retazo de una conversación entre mi madre y mi tía. El tema en cuestión iba encaminado al poco ortodoxo bautizo de Consuelo, la prima de ambas (¿mi tía segunda? en fin, un lío). Si pongo a prueba vuestra paciencia contándoos este rollo, es porque me interesa que comprendáis los motivos por los cuales esta historia no puede ser "cien por cien real" como tantas otras. Reconozco que me hubiera gustado poder afirmarlo sin remordimientos pero, dado lo delicado del tema, como comprobaréis una vez hayáis leído el texto, me resigné desde el principio a que mis fuentes fueran escasas. Por eso hay aspectos de la historia que son reales y otros, mero aderezo. He preferido la prudencia a la veracidad, pero haré todo lo posible para que no se convierta en un lastre. Otra cosa, para los que piensen que una historia tan extensa debería haber aparecido en entregas más breves, les diré que probablemente tengan razón, pero al no haber sido esta concebida originalmente de tal forma, hubieran quedado unos episodios un tanto desiguales. He dividido el texto por capítulos para hacer un poco más cómoda su lectura, espero haberlo conseguido. Por último, como habrán podido observar por el tiempo estimado de lectura, esto va a ser largo, así que por favor, tómenselo con calma.

"Quien tiene paciencia, obtendrá lo que desea"

Benjamín Franklin

I

En la década de los cuarenta, España era un país sumido en lo más profundo de la oscuridad. La posguerra golpeaba con toda su crudeza, y el hambre y la escasez iban de la mano en la rutina diaria. El pequeño pueblo donde se crió y vivió parte de su vida Begoña, al norte de la nación, no era ajeno a los males que acompañaban a la sociedad de entonces. Las circunstancias hicieron de ella una gran trabajadora, pero sin estudios. No por falta de inteligencia o tesón, si no por la triste razón de que su padre solo pudo permitirse darle un futuro a uno de sus hijos, y en una familia en la que había dos hermanas y un solo varón, la elección era fácil. Ya digo que eran otros tiempos. Así pues, mientras el muchacho luchaba por llegar a ser ingeniero de minas, ella pasó sus años mozos entre los trabajos del hogar, y bordar para aportar la tan ansiada ayuda monetaria en casa.

Entre agujas, telas y cacerolas, su adolescencia fue pasando casi sin darse cuenta, hasta que por fin su mamá tuvo en consideración buscarle un buen marido. Tal creía que era su función y deber de buena madre. Lo curioso del asunto era que, en realidad, no había hablado nunca más de dos frases seguidas con el mancebo que pretendía para su hija. Y eso hacía varios años, cuando había ido a la capital (que era donde él vivía) por otros tejemanejes que ahora no viene al caso. Claro que en esa época "buen marido" no significaba cariñoso, comprensivo, guapo o buena persona. Solo quería decir que su padre era dueño de un negocio de envasados (tampoco muy grande, no se vayan a creer) y el chico en cuestión, listo y despierto, "como un lince" según las habladurías locales, parecía ser capaz de no mandarla a la quiebra y vivir de forma si no suntuosa, si desahogada. Claro que no era un gran magnate ni nada similar, pero había que ser realista (algo en lo que su madre era una experta) y su primogénita tampoco era una princesa de cuna. Begoña, que había heredado el pragmatismo o sentido práctico de su madre y el carácter de su padre, tenía sus propias ideas al respecto. Seguramente hoy la considerarían una de las precursoras del movimiento feminista en la España profunda, pero ella solo se veía a sí misma como alguien a quien la vida se empecinaba en poner trabas, y eso era algo que su innata rebeldía no podía consentir. Rebeldía contra el hombre, contra el sistema, contra la injusticia y contra todo. No era estúpida, y nunca lo había sido. Jamás había podido encontrar una razón justificada para ser descartada en lugar de su hermano para batallar por conseguir ser alguien en la vida. No es que lo odiase, al fin y al cabo tampoco tenía culpa, ni que él fuera tonto. Pero Begoña, en cambio, era brillante, segura de que hubiese llegado más alto que muchos de los que gozaron de la oportunidad que ella nunca tuvo. Ni siquiera culpaba a su padre, era la sociedad, y como estaban las normas establecidas la causa de todo. Eso sí lo odiaba con todas sus fuerzas, dejándose la vida y el alma en las cenas que cada noche preparaba a los hombres de la casa, y la piel de tanto lavar su ropa sucia. Era injusto, todo lo era, pero ella sabía que no podría cambiarlo. Sola no, y no entonces. Tendría que pasar mucho tiempo para que eso ocurriese. Seguramente, si alguna vez tuviera una hija, tendría esta más suerte. La maldita tradición, la estúpida tradición. Pero en el tema de la boda se había llegado demasiado lejos. Puede que fuese pobre pero tampoco era una paria, y no dejaría que organizasen su vida de esa manera. Casarse con un hombre al que nunca había conocido, antes huiría hacia el progresismo francés, estaba decidida y nada la haría echarse atrás, porque arrestos no le faltaban. Pero sucedió un imprevisto que lo cambió todo. Su madre, siempre eficiente, había llevado al zagal, llamado Lorenzo, a su hogar para que conociera a Begoña. Y esta, la primera vez que lo vio junto al quicio de la puerta de entrada, quedó boquiabierta, pues su madre no la había advertido de la visita, y se enamoró perdidamente de él.

Lorenzo era un hombre alto, de hechuras fuertes aunque sin un ápice de rudeza en él. No era eso lo que transmitía su porte, si no nobleza. Tal nobleza no se podía comprar con todo el dinero o títulos del mundo; esta se adivinaba innata, de la clase que perdura con el paso de los años. Moreno de piel y de pelo crespo. Su mandíbula cuadrada enmarcaba una sonrisa cauta, y además ojos inteligentes y serenos que, a su vez, estudiaban a Begoña con el mismo detenimiento e interés de los que eran objeto. La chica que aparecía ante ellos era pequeña, escueta, con formas recatadamente disimuladas por su parda camisola de trabajo y su falda hasta los tobillos llena de remiendos, como era menester. Pero las virtudes que sí podían ser desveladas en ese momento bastaron para que el fuego que ardía en el corazón de Begoña no fuera el único que crepitaba en esa sala, ya que en el pecho de su futuro esposo pronto se inflamó una gran llama, arrasando cualquier indicio de duda o miedo, convirtiendo estos sentimientos iniciales en algo retorcido y seco, muerto y sin valor. El cabello negro de ella, corría en una lisa y brillante cascada hasta los hombros, donde desembocaba sin ir más allá. Los ojos eran dos piedras del azabache más pulido que había conocido nunca, y los sostenían una alfombra de pecas que atravesaba sus mejillas y su nariz casi demasiado respingona. Los antebrazos dorados por el sol de la labranza también estaban salpicados de pecas, al igual que su pecho y espalda, aunque eso último Lorenzo no lo sabría hasta la noche de bodas. El caso es que los dos sintieron una gran e inmediata alegría al encontrarse por vez primera, porque aunque nada se dijeron en ese instante (al menos de palabra) tanto uno como el otro supieron que ya nunca más deberían seguir buscando.

No se casaron jóvenes. No habían llegado a encontrarse hasta bien entrada la veintena y el suyo fue un noviazgo largo. Begoña siguió bordando mientras Lorenzo continuaba aprendiendo y absorbiendo los entresijos de la empresa paterna. Los dos fueron felices de ir conociéndose sin apresuras ni presiones, y cuando, más cerca ya de los treinta que de los veinte, anunciaron su boda, los padres de cada uno les dieron su bendición. No la necesitaban para unirse en matrimonio, pero a los prometidos les alegró que sus estirpes aceptaran el casamiento de buen grado. Ya sé que parece extraño por la edad, pero Begoña fue virgen al lecho nupcial. Era creyente, pero también muy lista, y si llegó inmaculada hasta entonces no era por el miedo irracional a que Dios la aplastara con el dedo si pecaba, si no porque era su deseo dar ese tesoro a alguien que de verdad lo mereciera y supiera apreciarlo en su justa medida. No era inapetente, y si era cierto que hubo veces en que la tentación se cruzó en su camino, nunca llegó al intenso ardor que la hiciera caer en el más profundo de los abismos. Ella aguantó y esperó. Esperó al hombre apropiado para que aceptara su regalo. Begoña siempre sospechó que él no llegaba con igual condición a su juramento eterno, pero nunca se lo preguntó directamente. Su madre, siempre sabia en el quehacer diario, le aconsejaba que no hiciera preguntas de las que no quisiera conocer la respuesta. Y aunque en la mayoría de las cosas ella tomaba sus propias decisiones, las perlas de sabiduría popular de su progenitora solía tomarlas como máximas nunca desobedecidas, ya que tarde o temprano siempre solían mostrarse acertadas. Además, descubrió que tampoco le importaba en exceso. Ya digo que mi antepasada fue una chica moderna para sus tiempos (algo de lo que me enorgullezco enormemente) y siempre consideró como algo casual lo que Lorenzo hiciera antes de conocerla a ella. Algo personal y que no era de la incumbencia de nadie, quizás únicamente a veces como mera anécdota.

La boda en sí fue un acontecimiento feliz, como no siempre era en esa época. El recuerdo de ese día anidó en la mente de Begoña para nunca echar a volar, pero la noche... la noche quedó grabada con fuego eterno entre sus muslos. Sabía (o intuía) que el sexo era algo delicioso, pero lo que encontró en la cama marital no solo superó con creces lo que ella esperaba, si no que le pareció algo totalmente distinto, de otro mundo. No pudo descubrir una sensación que ni siquiera le hiciera sombra al derroche de placer que se le reveló. Aparte, confirmó entonces que su marido ya había probado de esas mieles, porque se movía con una seguridad impropia de un novato en esas lides, sin ninguna torpeza, con decisión y aplomo. Él la tranquilizó y le dio la confianza necesaria para superar el trauma de la primera vez con solo un ligero dolor y después de eso... el paraíso y la gloria. Durmieron juntos, abrazados en cuerpo y alma, con la semilla de él en su interior, buscando el camino que la hiciera florecer, y con ello todo el dolor que habrían de sufrir.

En contra de la lógica de aquel entonces, una vez pasadas las nupcias, no se trasladaron a la capital, que era donde tenían el sustento. Lorenzo se trasladaba todos los días a su puesto laboral en un pequeño coche eléctrico (si, han leído bien, eléctrico) no es un invento de ahora, ya que estaba España como para encontrar una gota de petróleo. Y así, con semejante cachivache, se convirtió en la atracción del pueblo paseándose de un lado a otro con un cierto aspecto de loco inventor, como observaba entre risas su esposa. La razón de que siguieran ligados al terruño no era otra que Begoña no podía desligarse de su familia así como así. No ya por motivos sentimentales, si no prácticos (siempre su madre). Siguió bordando y dejando las comidas preparadas para su padre y hermano cuando Lorenzo se marchaba al trabajo. Este se empeñaba inútilmente en "retirar" a su mujercita, algo a lo que ella se negaba rotundamente, por orgullo y dignidad. (¿A que era la bomba esa mujer? Recordad en que año estamos.)

A riesgo de aburriros, quiero recalcar lo dura y complicada que era la vida para casi todos en aquellos tiempos. En la posguerra nada es lo que parece y solo los que la han vivido y sufrido saben lo que es. Para los que no estén familiarizados con la historia de este país os diré que la desconfianza, el miedo, el rencor, la traición y el engaño gobernaban las relaciones vecinales. A saber y para que me entiendan: los dos bandos, rojos y fascistas tenían las manos teñidas de sangre; las dos facciones mataban y cometían crímenes. Había que tener cuidado con la gente con la que te rodeabas en el bar a tomar pintas, porque podías decir algo inadecuado y encontrarte esa noche arrastrado fuera de la cama bajo una lluvia de porrazos de la guardia civil o algo peor. O bien podían venir los rojos y hacer un ajuste de cuentas a base de plomo en la tasca, cazándote a ti de por medio. Mi abuelo por parte de madre murió así, lo juro. También había que cuidarse de lo que confiabas al padre Esteban en las confesiones, de expresar libremente tus ideas políticas, de las confidencias a tus "mejores amigos" y de sobretodo cuidarte de los enemigos que hacías. Ya que cualquiera, desde el más alto funcionario al más olvidado pocero, podía chivarse de tus afiliaciones franquistas a los maquis que se ocultaban en la montería o de tus ideas republicanas al cabo Velasco, un hombre de edad madura, hosco, severo y despiadado que manejaba el retén de la guardia civil con mano de hierro, ocultando tras su poblado mostacho una vena particularmente sádica. Que fuera cierto o una insana calumnia no importaba para nada. Ya que nadie entonces se molestaba en comprobarlo, simplemente actuaba, lo que significaba otro baño de sangre y otra familia de luto. Viene a ser algo así como la "época del terror" de la Francia de Robespierre, Danton y la guillotina. Pueden creerme o no, pero yo les aseguro que era así, y que familias enteras desaparecieron de esa forma. Vendetta tras vendetta; un par mazorcas de maíz de las que iban siendo arrancados alternativamente grano tras grano, hasta dejar el tronco totalmente desnudo y las casas vacías y llenas de fantasmas.

II

Si tuviésemos que ubicar un punto de partida en el comienzo de los hechos, este sería sin duda en la puerta de la casa de Mari Carmen, una de las amistades de Begoña. Allí, en el banco que suponía una carbonera en un pequeño patio empedrado, se reunían casi cada tarde las chicas. A veces tres, a veces incluso el doble, se ponían al día de las noticias y chismorreos que se iban dando entre los vecinos. El embarazo de Begoña hacía poco que se sabía y apenas se había convertido en el tema de conversación hasta entonces.

-Ten cuidado, por que el bautizo de tu hijo puede ser que no lo olvides nunca.- Esto había dicho una de ellas, tras lo cual acaeció un incómodo silencio que Begoña no supo como interpretar. Ana, su mejor amiga, permanecía inmóvil con los ojos fijos en su bebe, que acunaba como ajena a la conversación. Las otras cruzaban miradas sibilinas entre sí, pero evitaban el contacto visual con ella.

-¿Perdón?- Begoña trató de parecer menos interesada de lo que en verdad estaba. Pero la respuesta solo pudo confundirla más.

-Solo te digo que si el padre Esteban aparece un día por tu puerta para que vayas a la sacristía o a su casa a pagar el bautizo, te vayas confesando. Pregunta si no a tu amiga, que aún hoy anda rezando los ave marías que le faltan para limpiar su alma. Ella no me cree cuando le digo que pierde el tiempo, porque no es su alma la que esta sucia, si no su conciencia.

Por primera vez, Ana pareció darse cuenta de la presencia de las demás. Con una fachada de calma replicó:

-Calla, que tienes la boca sucia, coge la tabla y vete al río a lavártela. No soy como tú, que no hubo marido ni decencia que te hicieran razonar. Deja el tema, y no hagas que se preocupe por algo que no tiene por que pasar.- Esta última frase la dijo mirando directamente a su compañera, que en un gesto inconsciente cruzó las manos sobre su vientre, intentando proteger algo que aún no podría decirse que existiera.

Para consternación de Begoña, y alivio de su amiga, la insidiosa mujer se dio por vencida y dejó correr el tema, no sin antes soltar un último coletazo ponzoñoso.

-Mira la culpa que siento- dijo aparentando dolor- todas pagamos. Y si sabe lo que le conviene, ella también lo hará- Acabó señalando a la pecosa y asustada Begoña

Esta tenía la boca abierta para responder cuando algo en la mirada de Ana la hizo desistir, por lo menos en ese momento. Ya habría tiempo de hablar las dos solas, a salvo de sierpes y corazones hambrientos de dolor ajeno.

Ya de camino a casa cambió de parecer y decidió desechar el tema definitivamente. No había nacido ayer y se dio cuenta de lo que se había insinuado. Algo que no parecía serio y ni siquiera cercano a la realidad. Era demasiado horrible para ser cierto, así que como decía su madre: mejor no saber. El padre Esteban era un tipo peculiar, blanquecino como un bebe, excepto en los mapas sonrosados de sus mejillas que se encendían con facilidad al menor esfuerzo. Aunque a decir verdad ya solo caminar no era un trabajo, si no que era todo un triunfo para él. Se movía con el bamboleo de sus más de ciento veinte kilos de peso en un grotesco baile en el que su pareja era una muleta (en aquel entonces estas eran artesanales, de madera y trapo). El hombre bufaba y resoplaba, con su cara enrojecida y brillante de sudor, cada vez que tenía que subir alguna callejuela empinada. Avanzaba a trompicones apoyado sobre ella y calzado con sus zapatos ortopédicos, uno de los cuales tenía una suela de un palmo como poco. En la estación fría, con el barro que se formaba, era mucho peor, y en ocasiones debía de ser ayudado por alguien que pasara. Con solo una leve pelusa sobre su testa, su enfermizo color y sus ojillos pequeños y escondidos, Begoña siempre lo comparaba "cariñosamente" con Rufo, el cerdo más grande y tozudo de los que tenía la familia. Desde niña, toda la vida lo había visto así, y aunque ella había crecido y se había convertido en una bella mujer, parecía que él no hubiese sufrido transformaciones. Si acaso un poco avejentado, grueso (si es que eso era posible) y desmejorado, pero Begoña lo achacaba a la gran vida que se daba, ya que en la tasca del pueblo parecía tener crédito infinito y siempre (y digo siempre) era invitado por los dueños a pintas de vino hasta llegar a acabar con varias botellas cada noche. No había ocasión en que no saliera zigzagueante y confuso del local del brazo de la mujer del tabernero, camino en dirección a su casa mientras esta le reprendía su conducta. Ella repetía noche tras noche, cosas como:

-A ver, padre, ¿no tiene bastante con la sangre de Cristo de los domingos que tiene que venir a por más?- siempre en tono condescendiente y amistoso.

El padre Esteban, cuando estaba sobrio, era afable y locuaz. Al ver a Begoña por el pueblo ponía una mano sobre su brazo o en el talle y con un tono picaron la instaba a casarse.

-¿Cuando me vas a dar una alegría y encontrar un buen hombre? Quiero verte de blanco por la iglesia antes de que sea demasiado viejo- le decía.

Y una vez que se había unido en matrimonio con Lorenzo, cambió de perorata y le recomendaba con tono paternal:

-Ya es hora de que tu vientre de fruto, como lo dio María y toda cristiana que quiera congraciarse con la obra del señor.

No era un discurso que empleara exclusivamente con ella, ya que también se lo había visto utilizar con otras mozas del pueblo a las que abordaba por la calle, pero si notaba que desde el principio tuvo una especial predilección por su persona, con esa cara de niña viva y pícara. Begoña lo soportaba con humor ya que tenía al padre por una figura un tanto cómica, pero no todas las del pueblo opinaban de igual forma, y eso se veía a las claras. Las reacciones iban desde un respeto y reverencia timorata hasta la más abierta hostilidad y desprecio. Aunque eso último era algo que no se podía mostrar abiertamente, a Begoña pocas cosas se le escapaban y esa no era una de ellas.

La única molestia del padre era una que normalmente iba a su vera y lo ayudaba a caminar. El "Chota", llamado así despectivamente por la mayoría de los vecinos, era un niñato que el cura había acogido bajo su tutela después de que su padre muriera en la guerra, y su madre desapareciera misteriosamente del pueblo poco después. Siempre quedó la sospecha de que había sido "paseada" por el cabo Velasco. El escuálido chaval hacía de monaguillo, aunque ya era un poco mayorcito para el puesto. Con una nariz ganchuda, el pelo rojizo, y eterna expresión bobalicona, rondaría los catorce años, como así atestiguaba su virulento acné. Aunque si le preguntaban a él no hubiera sabido confirmarlo con seguridad, esa era su edad cuando Esteban respondía por él. El Chota pocas veces decía algo que no fueran gruñidos y gritos, y cuando lo hacía su vocabulario solía limitarse a insultos y palabras soeces. Estaba completamente salido, y sin ningún control. Casi todas las chicas y niñas del pueblo habían tenido que soportar los insanos actos del chaval. Era su costumbre sorprenderlas solas por la calle y masturbarse impúdicamente delante de ellas, mientras las insultaba y se reía de forma terrible. A veces su atrevimiento era tal que dejaba el resultado de ese acto en las puertas de las casas donde viviera alguna que le gustara especialmente, o incluso en la ropa que tendían. Las continuas quejas a su tutor no parecían tener efecto y después de unos días de tranquilidad, volvía a las andadas. Siempre que no se estaba tocando ni insultando a las féminas, se le podía encontrar con una cara de bobalicona ausencia a la diestra del padre Esteban, o se perdía en los campos, despareciendo del mundo durante horas. Más de uno teorizaba que esas escapadas eran en realidad visitas a las ovejas que pastaban, o las infortunadas gallinas indefensas de los corrales, para dar rienda suelta a su libido. Normalmente, todos solían dejarlo en paz con un indiferente desdén. Solamente había uno que se la tenía jurada, el tabernero; el mismo cuya mujer ayudaba al padre Esteban a salir de la tasca todas las noches, borracho como un perro. El buen hombre había sorprendido al Chota acariciando "ahí abajo" a su hija de ocho años en una de las callejas sombrías. Hicieron falta varios hombres para impedir que lo matara a golpes. Desde entonces el Chota se cuidaba bien de entrar en el bar, y era la única familia que estaba a salvo de su obscena compulsión.

III

Los días fueron convirtiéndose en semanas y las semanas en meses. La tripa de Begoña fue creciendo y haciéndose evidente, y en la recta final de su embarazo acabó por olvidarse del incidente que tanto la había asustado en un principio. La convivencia con Lorenzo iba como siempre, es decir, excelentemente. Su vida transcurría con relativa tranquilidad, y si digo relativa, era por culpa del Chota. Como todas las noticias, la de su preñez había corrido como la pólvora; y desde que su estado de buenaventura se había propagado, el niño apestoso la acosaba como nunca había hecho antes. Si antaño "solo" había tenido que sufrir sus andanzas en igual proporción a las otras chicas, ahora comenzaba a asemejarse a una auténtica persecución. Antes, el Chota podía gritarle algún insulto mientras se tocaba la cosa, y eso si se la encontraba por casualidad. Pero estas últimas veces, solía toparse con él mucho más de lo esperado y deseado. Al salir de casa, no era raro verlo sentado en la cerca de enfrente, con su diestra revoloteando dentro del bolsillo. Begoña había llegado al convencimiento de que dicho bolsillo estaría roto en su cara interior dejando libre acceso a sus partes. Algo asqueroso, ya que sus pantalones, cochambrosos de por sí, siempre se veían oscurecidos y acartonados en la zona de la bragueta, con el resultado de sus continuos trabajos manuales. También acostumbraba a seguirla largo rato por el pueblo con la mano danzando, oculta bajo la sucia cobertura. Al contrario que las primeras veces, en que ella no tenía una criatura formándose en su interior, ahora la observaba callado y silencioso, como expectante, con una mirada fría y animal, asemejando a un depredador. Eso, a nuestra chica, le daba más miedo aún si cabe, y aunque era un chaval esquelético que comenzaba la adolescencia, asustaba a Begoña de tal manera que esta ni siquiera se atrevía a decirle nada para que se fuera. Así que lo dejaba detrás, mostrando indiferencia, pero interiormente enloqueciendo cada vez que escuchaba el continuo sonido de fricción de tela. La situación llegó a ser insostenible cuando un vendedor ambulante llegó al pueblo a vender sus "innovadores" molinillos. Era en realidad un charlatán que consiguió reunir una pequeña congregación en torno a su puesto. Como era costumbre cuando un nómada feriante pasaba por allí, las gentes se apretujaron para escuchar su propagandístico discurso. Unos contra otros, prestaban atención a las palabras del extraño, cuando Begoña escuchó unos gritos y unos golpes justo detrás de ella. Al volverse, observó como un hombre fornido golpeaba una y otra vez al Chota en la cabeza, mientras este se anudaba la cuerda que sostenía sus pantalones y se escabullía entre los presentes. Su paisano la miró azorado mientras, paralizado, balbuceaba una trémula disculpa como si él hubiese tenido la culpa.

-Lo siento, niña...

Ella, siguiendo la dirección de su mirada, posó la vista sobre su falda para ver horrorizada como una firma brillante y viscosa se escurría hacia el suelo. El Chota, sigilosamente, se había deslizado tras ella, con la intención de aprovechar la venta del comerciante para masturbarse y dejar el resultado sobre su ropa. Roja como capote e incapaz de hablar, se marchó con los negros ojos humedecidos a casa a limpiarse. Cuando, en la intimidad de su cocina, se desvistió, pensó en echar la prenda profanada al fogón y convertirla en cenizas con su rabia. Pero ese era un lujo fastuoso para aquellos tiempos de necesidad. En vez de eso, la escondió entre el resto de la ropa sucia. La ocultó porque por nada del mundo quería que su marido la descubriera. Sería un disgusto innecesario.

Es curioso, por que Begoña siempre fue una chica echada pa´lante y con redaños. Antes del embarazo, hubiese estrangulado al Chota con sus propias manos, pero el niño no nato la había acobardado en cierta manera. Puede que fuese el instinto protector de una madre aún no del todo desarrollado, o que en aquel entonces, la mortandad infantil fuese alta y quisiese esquivar cada posible riesgo. Pero se estaba convirtiendo en una mujer prudente, casi timorata, pero que en cualquier caso se pensaba las cosas dos veces antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse. Además, el Chota, aunque famélico, estaba dando el estirón y ya no era un niño repelente, si no un adolescente agresivo, incontrolado y potencialmente peligroso. Pensó en hablar con el padre Esteban, que se ocupaba de la teórica educación del huérfano, pero algo su subconsciente hacía que evitara al cura y decidió hacer caso a su intuición. Al fin y al cabo, es de las mejores armas que tiene una mujer, y no quería tentar a la suerte desde que sabía (o creía saber) lo que sabía.

No hizo falta que fuera a hablar con él. Porque el temor que cada noche la hacía apretarse temblorosa contra su hombre, cubierta con mantas hasta el mentón, y acosada por brumosas pesadillas, se materializó a la puerta de su casa en una calurosa tarde de mayo.

-¡Hola, hija! ¡Cuanto tiempo que no te veía!

Recortada contra el sol crepuscular, la oronda silueta del padre Esteban ocupaba en su totalidad la entrada de su casa. Instantes antes, ella doblaba sobre su cama la ropa con la que iba a dormir esa noche, como siempre hacía. Cuando colocaba el camisón, escuchó el rítmico tamborileo sobre la madera de la puerta que la incitó a abrir.

Begoña, con una mano apoyada en el marco y la otra sujetando su tripa, lo observaba silenciosamente mientras sentía como toda la sangre acudía a sus mejillas, y sus fuerzas se esfumaban. Ante el más absoluto hermetismo de ella, el padre preguntó cortés:

-¿Puedo pasar?

El mareo comenzó a invadirle, y con voz gomosa y lejana, que no reconocía como suya, lo invitó a entrar. No porque deseara tenerlo en su casa, si no por que necesitaba imperiosamente sentarse. No quería tambalearse y que él se acercase a sujetarla, y muchos menos desvanecerse ante su única presencia. Era increíble el cambio que había infundido en ella un simple rumor que nunca se había atrevido a confirmar, pero ya no veía a aquel hombre con la chanza de antes. Era el mismo ser, pero ahora le provocaba miedo e incluso asco, aunque quizás injustamente, ya que no sabía lo que había de verdad en las historias que circulaban. Con él ya dentro, iba a cerrar la puerta, cuando un gruñido perruno la detuvo. Un súbito empujón a la hoja la echó para atrás y casi la deja sentada, cuando el Chota pasó como una exhalación gritando como un salvaje. Corrió riéndose como un endemoniado mientras daba una vuelta por la cocina, y acto seguido, desapareció de su vista para perderse en el interior del hogar. Ella no tuvo fuerzas para detenerle, y mucho menos para ir tras él. Se contentó con deambular hasta la silla y allí se dejó caer, disimulando su malestar lo mejor posible. Cruzó las manos sobre la mesa, y las retiró rápidamente cuando el hombre dejaba caer una de las suyas sobre ellas, pretendiendo cubrirlas. Ignorándolo, el religioso tomó la palabra.

-¿Que tal, hija? ¿Como va todo? Hace tiempo que solo te veo en el sermón. ¿No te deja salir de casa el chiquitín?- Señaló con la cabeza a su vientre abultado.

Continuaron la conversación durante un rato con meras trivialidades. En realidad él fue quien lo hizo. Ella solo se ocupaba en contestar cuando convenía y en intentar recuperarse lo antes posible. En semejante estado desventajoso, él se enteró de sus preferencias sobre el sexo de su hijo, y del nombre que le pondría en el caso de que fuera niño o niña. En realidad nada importante; detalles comunes, nada escabroso, todo ello aderezado con la manida charla sobre el clima y lo pegajosa que estaba la tarde. Begoña comenzaba a bajar la guardia y a preguntarse si no sería todo una broma pesada de sus amigas, o un lío que se había hecho en la cabeza, cuando su interlocutor soltó la bomba.

-Bueno, niña, dime que día vas a pasar por la iglesia para pagar el bautizo. Es que ando muy liado y tengo que saberlo con antelación para organizarme.

A punto estuvo la futura madre de preguntarle si tanto tiempo le llevaba vaciar la bodega del pueblo, por que otra ocupación no sabía que tuviera. Pero se contuvo. En esos momentos sentía miedo, mucho miedo. Y ahora más que nunca se puso a la defensiva.

-Bueno, ¿y no podemos pagar después de la ceremonia?

-¡Huy! ¡No, hija! Toda la vida lo hice así y no es menester cambiar lo que bien funciona. ¿Que más te dará antes que después? Hazlo pronto y quítalo de la cabeza. Dicen que el que paga descansa.

-Y el que cobra más- apostilló recelosa.- Bien, ya mandaré a Lorenzo para que le de lo suyo, padre.

La sonrisa de él se le congeló en los labios, y utilizó entonces el tono poderoso, imperativo e incontestable que reservaba para esas ocasiones.

-Debes ir tú. Debes pagar. Estoy seguro que ya sabes que pasa aquí, si es que no has vivido toda tu vida enclaustrada en esta casa. Y no te retrases mucho, porque el tiempo corre.

Volvió a señalarla donde lo había hecho antes, y sin añadir nada más, se levantó dispuesto a irse. Begoña nunca había visto así al padre Esteban, y no atinaba a reaccionar. Era como si alguien a quien conociera de toda la vida, de repente se hubiera quitando una careta, dejando a la vista un rostro completamente distinto. Solo acertó a abrir la boca en un inútil boqueo intentando encontrar unas palabras que no llegaron.

-¡Juan Miguel! ¿Qué maldad estás haciendo? ¡Que el diablo te lleve, desgracia de chico!- gritó mientras golpeaba enérgicamente el suelo con su muleta.

El en momento en que la propietaria de la casa se acordaba de que tenía semejante explorador deambulando y enredando a sus anchas, el Chota acudió a la extravagante llamada con un bufido. Del mismo modo que había entrado, salió. Es decir, corriendo mientras se desgañitaba. Su tutor tomó el mismo camino, pero antes de desaparecer por donde había venido, se volvió y, sombrío y amenazante, habló.

-Recuerda, niña. Antes, no después.- Y trabajosamente cruzó la puerta y se fue, dejando a Begoña con el eco de los gritos del Chota resonando aún en sus oídos.

Unos pasos más allá, el padre Esteban se topó con la hija de los dueños de la taberna, que crecía y florecía despreocupada, como un lirio en primavera. Llevaba el pelo recogido en dos coletas, y las rodillas arañadas asomaban por la falda de su uniforme del colegio. Con los dedos índice y corazón pinzó levemente la mejilla sonrosada de la chiquilla, haciéndola reír alegremente.

-¡Hay, Rosita! ¡Cásate joven, que me voy a hacer viejo y no lo voy a ver!-

Le pasó la mano paternalmente por la cabeza y continuó su camino. Ya anochecía y era hora de hacer una visita a los padres de la niña, o mejor dicho, al vino que servían.

Entretanto, Begoña pasó el tiempo que restaba para la llegada a casa de su marido rumiando cada detalle de la conversación que había mantenido con el cura. En la cena se mostró distante y ensimismada, mientras Lorenzo la ponía al corriente de las vivencias que él había tenido hoy. Pero su mujer, a pesar de mantener una fachada de nimio interés, volvía una y otra vez a recordar el tono aplastante del padre, junto a su mirada hambrienta y furiosa cuando la convino a acceder a su deshonesta petición. Ella, que siempre lo vio como campechano y dicharachero, no había podido reaccionar debido a la sorpresa, y ahora se lo reprochaba continuamente. También la intranquilizó imaginar al Chota hurgando en su casa, en sus cajones y en su ropa, preguntándose que habría hecho.

Para conocer la respuesta no tuvo que esperar mucho, puesto que la descubrió cuando estaba a punto de irse a dormir y dar la jornada por finalizada. Estaba cambiándose en compañía de su marido, con la ropa que había dejado preparada al pie de la cama, cuando al ponerse las bragas, notó en su intimidad una humedad. Lorenzo se dio cuenta de la expresión de susto en el rostro de ella, pero Begoña, a su pregunta de si ocurría algo, sonrió de la forma más natural que pudo y con evasivas capeó la situación, alegando que solo era agotamiento y que necesitaba descansar. Así pues, se acostaron juntos. Cuando unos interminables minutos más tarde oyó la respiración pesada de su esposo, síntoma de que estaba dormido, se levantó con infinito cuidado y en el mayor silencio posible, se acercó hasta un balde metálico donde confirmó sus sospechas. Un psicópata normal seguramente se hubiese masturbado sobre su ropa dejándola llena de vistosos chorretones. Pero el Chota, que era peor, en un gran trabajo de precisión, había desdoblado las bragas que tenía dispuestas para esa noche y había dejado todo su esperma en un pequeño lago en su interior, como un huevo no del todo cocido dentro de su cáscara; volviendo a doblarlas poco después para dejarlas como estaban. Miró los bordes de la tela donde había quedado un cerco visible y lo comprendió todo. Como pudo, se limpió el semen que, ya resecándose contra su vello púbico, se agarraba a él como si no quisiera que lo arrancaran de tan cálido refugio. Volvió a acostarse, no sin antes cambiarse y tirar las bragas dentro de la cocina para que se consumieran con el carbón en la comida del día siguiente. Mientras intentaba conciliar el sueño, con su marido ignorante de todo al lado, no era ya miedo lo que bullía en su interior, si no rabia. Rabia y odio.

Lo primero que hizo al despertar de un nuevo día fue ir a ver a su amiga Ana. La charla que tuvieron se desarrolló en una humilde cocina mientras esta daba el pecho a su bebe. Hoy no irían al banco con las demás, por nada del mundo. Begoña, que había sido impulsada hasta allí por un instinto suicida de saber, de confirmar, le contó la reciente visita que había tenido y todo lo que en ella había sucedido. No omitió nada, con Ana no necesitaba tapujos. Su amiga del alma escuchaba con el rostro apenado, asintiendo lentamente con la cabeza en un gesto resignado. Sabía que tarde o temprano todo este embrollo iba a acabar ocurriendo, pero eso no mitigó su dolor. En absoluto. Cuando Begoña terminó de explicarse, con la voz quebrada y haciendo auténticos esfuerzos por contener las lágrimas, tocó su brazo en señal de apoyo. Con rostro serio y firme, confirmó los peores temores que albergaba la futura madre que al fin, se derrumbó. Cubrió su rostro con las manos mientras en un llanto casi histérico aseguraba ser incapaz de hacerlo. Ana, apoyó una mano bajo la barbilla de la chica para hacer que la mirara a los ojos.

-Es hora de ser fuerte- le aconsejó.

Begoña no parecía ser capaz de entenderlo, o al menos, de asimilarlo. Divagaba sobre cosas imposibles, como confesárselo todo a su marido y escapar con toda la familia al país vecino. Incluso llegó a pensar en actos peores, que no vienen a caso si quiero respetar su memoria, como es mi deseo. También preguntó que podría pasar en caso de negarse, pero su amiga y confidente, rechazó la posibilidad con tal vehemencia que la aterró. De repente, un rayo de luz se abrió paso con fuerza en un cielo hasta entonces plagado de oscuros nubarrones. Abrió los ojos y atenazó el brazo de la otra, con una dolorosa fuerza vehemente.

-¡Espera! ¡Me acuerdo de lo que hablamos hace tiempo! Creo recordar que tú insinuaste que no habías tenido que hacerlo. ¡Dime que no estabas mintiendo, por favor!

Ana bajó los ojos hasta el suelo y, tras un momento de deliberación, como dudando entre si sería conveniente hablar o no, volvió a clavarlos en ella, resuelta.

-Bueno... no exactamente. Hay un modo de librarse, aunque tienes que dar algo a cambio. Solo tienes que decidir el mal que prefieres sufrir.- Acto seguido, se llevó una mano a la boca, señalando con el índice los labios.

-No entiendo... ¿qué es lo que le dijiste entonces?- preguntó inocentemente Begoña.

Ana se rió, pero no fue un alegre manantial lo que brotó de su garganta, si no una ciénaga amargada; estafada y engañada, como solo una mujer de su condición podría serlo todos los días de su vida. Bajo un yugo fálico que nunca dejó otra alternativa más que cumplir, callar y mirar hacía otro lado mientras el estómago se revolvía.

-No, cariño, no fue lo que dije- terminó de aclarar a la par que su mente se poblaba de recuerdos cargados de repugnancia.

Esa misma noche, Lorenzo se bañaba en la tina metálica inconsciente de lo que le esperaba, cuando Begoña, radiante, apareció ante él. Con el pelo suelto y alborotado, solo lucía un camisón corto y transparente que secretamente había confeccionado, y cuya existencia únicamente conocían ellos dos. Pudo observar el hombre, ahora con mayor detenimiento, el nuevo cuerpo que el avanzado estado de gestación había cincelado. Todas sus curvas se habían acentuado, no solo la obvia de su tripa, si no también sus caderas, sus piernas y sobre todo ello sus pechos, hinchados y llenos. Al ser ella de complexión delgada, ahora no se la veía gruesa, si no más formada, más mujer si cabe, con sus sensibles pezones adivinándose a través de la tela, al igual que el oscuro triángulo invertido de su pubis, que el día anterior había sido regado por la leche del Chota. Lorenzo pensó que estaba soñando cuando, aún en su aparatoso estado, su esposa fue acortando la distancia entre ellos, moviéndose con una sensualidad increíble, dejando las huellas de sus pies descalzos en el agua desparramada por el suelo de la cocina. Con un fuego en los ojos desconocido hasta ahora, se arrodilló ante él, hurtando la esponja que había estado utilizando.

-Sé que hace tiempo que no nos damos cariños (así era como denominaban al acto sexual entre ellos, en una recatada costumbre) y tienes que estar pasándolo muy mal.- Las palabras salían de su boca arrastradas, calmas y perversas, dándole un toque más erótico si eso era posible.

Lorenzo, mucho antes de que ella hubiese dado dos pasos en su dirección, ya cargaba con una abultaba erección ante la sola visión de esta nueva y extraña odalisca.

-Bueno, mi vida, no quiero forzarte. Estarás incómoda y no creo que sea santo de tu devoción. Además, tenemos todo el tiempo del mundo.- Fue lo único que acertó a decir mientras gentilmente pasaba el dorso de su mano por la mejilla de la muchacha. No pudo evitar que sus dedos temblasen un poco al rozar la pecosa cara de la morena.

-Ya, pero yo quiero agradecerte toda la paciencia que has tenido conmigo. Y además, soy tu mujercita, y como buena esposa debo cumplir con mi marido.

Él la miraba extasiado, indefenso ante sus gestos y su determinación. Begoña comenzó a bañar a su hombre pasando la esponja por su torso, derramando el agua templada sobre la piel.

-Y quiero hacerlo ahora mismo.- Sus ojos no pestañearon cuando Lorenzo capituló, y dejándose llevar, echó la cabeza hacia atrás mientras cerraba los suyos.

Trazó círculos de espuma por sus hombros, por su cuello y el vientre; lentamente, incitando al miembro a engrandecerse más aún. Lavó sus brazos y piernas, acercándose poco a poco hacia el epicentro de su masculinidad. Ella, que siempre había adoptado un rol pasivo en sus relaciones sexuales, disfrutaba ahora viendo a su marido completamente expuesto, como un pez en un anzuelo, retorciéndose sin poder escapar. Descubrió el placer que proporcionaba dominar en vez de ser dominada, algo a lo que no estaba acostumbrada. Él, contemplaba fascinado esta reveladora faceta de su mujer, arrodillada en el terrazo de la cocina, con un brazo apoyado en el balde y el otro acariciándolo. Su traslúcido camisón apenas tapaba su sexo en esa postura ya que, si lo había fabricado corto de por sí, con la reciente voluptuosidad que había adquirido su cuerpo, le quedaba como la ropa a una niña que hubiese dado el estirón. Aunque lo que más lo excitó fue la sonrisa maliciosa que nunca antes había aparecido, evidenciando ahora deseo acompañando a la ternura habitual. Cuando sus cuidados se dirigieron irremisiblemente a su miembro, limpiándolo con delicadeza, creyó alcanzar la cima del placer, aunque poco imaginaba que no había hecho más que comenzar.

Begoña, por su parte, se sentía como una mujer diferente y en una situación extraña, pues a pesar de las muchas veces que habían hecho el amor, en pocas de ellas se había atrevido a llevar la iniciativa. Casi nunca había tenido ese prominente mástil entre sus manos, y en ninguna de esas ocasiones le había dedicado tantas atenciones. Descubrió que su pene era hermoso, y le gustaba. Con su cabeza rosada y la dureza de su tronco, con la aterciopelada y suave piel deslizándose al compás de sus movimientos. Prescindiendo de la esponja, comenzó a masturbarlo lenta y tranquilamente, hasta que las bocanadas de Lorenzo fueron ganando en intensidad, y el cuerpo entero empezó a convulsionarse próximo al orgasmo. Cuando este estaba a punto de llegar, justo antes de que el néctar, largo tiempo almacenado, volase por el aire, ella se detuvo. Volvió a coger la esponja y a explorar el resto de su cuerpo como si nada hubiera pasado. Así se entretuvo hasta que la dejó caer otra vez en el agua, y con la mano desnuda, se aferró de nuevo a la ansiosa y desesperada verga. Repitiendo la masturbación, lo llevó al límite del éxtasis, como la vez anterior. Cuando por segunda vez se paró, él abrió los ojos inquisitivo, solo para ver como la maliciosa sonrisa de Begoña se ensanchaba con deleite, disfrutando cruelmente de la tortura a la que lo estaba sometiendo. Varias veces hizo la operación, haciéndolo casi estallar para después dejarlo con la miel en los labios. A Lorenzo le sorprendía la maestría que veía en el manejo de ella, postergando el final con éxito una y otra vez. Incluso tuvo por ello un ramalazo inconsciente de miedo y celos, aunque su ofuscada mente no pudo discernir la causa en esa situación. Llegó un momento en que, incapaz de contenerse, le habló impaciente y ligeramente irritado.

-¿Y bien? El agua se está enfriando y yo volviéndome loco.

-Pues sal entonces- fue la respuesta.

En los ojos de Lorenzo bailó fugazmente una sombra de decepción y enojo. No comprendía como esta era la única recompensa que recibía por su paciencia de todos estos meses, pero ella lo tranquilizó.

-Vamos, te tengo preparada una sorpresa.

Así pues, el hombre se levantó chorreante, con su pene convertido en el caño de una fuente de la que caía el agua más blanca, más viscosa, mezclada con el lubricante natural de su cuerpo. Cuando hizo intención de coger la toalla, ella lo impidió negando con la cabeza.

-Esta vez te voy a secar yo- anunció de un modo pícaro, incluso burlón.

Lo llevó hasta el borde de la mesa, donde le empujó levemente hasta hacer que se apoyara. Un respingo lo atravesó al sentir la fría madera en contacto con sus glúteos, aunque el fogón encendido de la cocina hacía que la estancia fuera un horno. Claro que a ello también contribuyó la tensión sexual que allí había condensada. Tierna y delicadamente, ella se pegó contra su húmeda musculatura, abrazándolo y juntando las bocas, en un beso terriblemente pasional y lleno de promesas. Sus labios rodaron por el cuello, por los hombros y sus pectorales, por los abdominales, por sus muslos. Ella entonces se separó y lo miró con fijeza, siempre con esa mueca decidida y malévola, casi apabullante. Lorenzo se dio cuenta de como el agua que había recubierto su cuerpo desnudo había sido traspasada en parte a la volátil prenda de su mujer, haciéndola parecer una segunda piel. Ahora los pezones sí se marcaban con claridad, más erizados que de costumbre, y su barriga estaba más visible que nunca, como una pelota debajo de una colcha mojada. Extrañamente irresistible, pues él nunca había visto a su preñada esposa con otros ojos que no fueran el respeto y la castidad.

Ella, tomó asiento en una silla que previamente había arrimado a la mesa, y sostuvo el conjunto de los testículos y el pene entre sus manos, como si fuera agua que se dispusiese a beber. Él, incapaz de dar crédito, creyó adivinar lo que se proponía hacer esa diablesa reencarnada de lo que siempre había sido su apocado cónyuge.

-Avísame si lo hago mal.- Le dirigió una última mirada e, inclinándose, con sus gráciles dedos hizo que el pene de él se arremangase, echando la piel hacia atrás.

Cuando Lorenzo sintió el cálido abrazo de los labios creyó desfallecer, y de pronto el cuerpo se le hizo muy pesado, y muy blandas las rodillas, gelatinosas. Mirando hacía abajo, vio el continuo vaivén de la cabeza de su chica. Le tranquilizó el comprobar que al menos en el arte oral era una aprendiza, puesto que de vez en cuando tenía que sufrir los envites de sus dientes en la sensible piel del capullo. Aún así, no dijo nada. Ni loco quería interrumpir ese momento y la molestia era un ligero cosquilleo en comparación con lo que estaba recibiendo a cambio.

Begoña, a su vez, se sorprendió gratamente al descubrir que no le desagradaba el sabor de su marido. Era fuerte y salado, indescriptible. De hecho, si lo tuviera que definir con palabras, no se le ocurriría otra cosa que explicar que ese era el gusto que debería tener un hombre. Se dedicó a experimentar y jugó con su lengua por toda la extensión ensalivada. La enredó como una serpiente por la punta, haciéndola zigzaguear hasta la base. Apartando su manjar hacia arriba, se atrevió incluso a chupar con devoción las peludas bolas, que hasta ahora, nunca había tenido tan cerca. Ahí su marido, en un acto reflejo, sujetó a duras penas la cabeza de su esposa, y sonriendo tímidamente le aconsejó prudencia.

-Cuidado, cuidado. Que son muy delicadas.

Ella le devolvió la sonrisa y siguió devorando su duro órgano, con mayor ansia pero igual parsimonia. En ese punto ya se había olvidado de que el verdadero propósito de esa felación no era recompensar a su marido por estas últimas semanas de austeridad. Mientras él gemía de placer, ella no rememoró las lágrimas que había vertido antes de decidirse a utilizarlo como conejillo de indias; ni que lo que estaba haciendo ahora, no era si no intentar averiguar si sería capaz de hacer eso mismo con otro. No recordó que realmente, estaba practicando para dar ese mismo regalo a un hombre que no era el que tenía delante, al cual había jurado fidelidad eterna.

En esto, Lorenzo comenzó a temblar de modo convulsivo de los pies a la cabeza, y pasando una mano por el pelo de su mujer, le indicó que el fin estaba cerca.

-Ya...ya...- murmuró casi sin resuello.

Ella, que era la primera vez que hacía algo así, simplemente no reparó en lo que iba a suceder a continuación. Ensimismada, cuando a las primeras sacudidas le siguieron unas descargas que se estrellaron contra su paladar y la inundaron, hizo lo primero que se le ocurrió, que fue beberse todo el líquido que había anegado su boca. Por segunda vez en la noche, le sorprendió lo mucho que le gustaba el sabor de su hombre, y quedó plena y satisfecha, aunque con una calentura considerable. Pero Lorenzo no estaba ya para muchos trotes, puesto que el "pobre" había tenido que soportar un castigo considerable. Así que Begoña se levantó y lo abrazó amorosa, melosa como una niña mimada. Por lo menos, se alegraba de que él fuese el primero. Entonces quiso besarla pero ella se apartó, creyendo que lo hacía por compromiso y que en realidad no le gustaría probar el sabor de su propio zumo. Pero él insistió, y cuando se juntaron sus labios y sus lenguas, ella comprendió entonces que le daba igual, que a un hombre que ame a una mujer no le detienen tales nimiedades a la hora de demostrarle su amor y gratitud.

IV

El día en que Begoña perdió la fe, comenzó caluroso y brillante, con el astro rey ascendiendo rápidamente por el cielo. La chica caminaba resuelta por las destartaladas calles del pueblo, decidida pero con un agujero en el estómago que ni siquiera el opíparo desayuno había podido llenar. Creía saber lo que le esperaba y, aunque no se hacía ilusiones ni pintaba su futuro próximo de color de rosa, si se veía con la suficiente fortaleza para soportarlo.

Con la brisa del mediodía, llegó hasta una pequeña iglesia prerrománica, chata, toda de piedra y con minúsculos ventanucos. Tras un momento de vacilación en el que temblorosa, se apartó un mechón rebelde de la cara, entró en la angosta cavidad del interior, desapareciendo como un descuidado insecto engullido por una planta carnívora, que paciente e inmóvil acecha, con la boca siempre abierta a la espera de nuevas presas.

Dentro, sintió un sofoco y ahogo que distaba mucho de la fresca y agradable bienvenida habitual. Era la única feligresa a estas horas, aunque sabía que no la única inquilina, pues el padre Esteban la estaría esperando sin duda en la sacristía, impaciente e hinchado de deseo. Los bancos, los cirios, el altar, la tribuna sobre su cabeza y el Cristo en la cruz serían los únicos testigos de su rendición al poder establecido, de su sometimiento y degradación a fuerzas que estaban fuera de su alcance, en una cruel ironía, asemejando a las divinas. Sin saber si lo hacía para conseguir la prórroga de un poco de tiempo para reunir el valor necesario, o en un último y desesperado intento de que un milagro la salvase, se arrodilló en un banco, y juntando las manos ante su frente, comenzó a rezar por última vez en su vida.

Con el paso de los minutos y el sonido monótono de sus plegarias resonando contra los muros de piedra, su ritmo cardíaco fue estabilizándose hasta alcanzar un trote normal, como un caballo a velocidad de crucero, aprovechando el descanso tras un agotador galope. Volvió a ella la resolución, la valentía, las ganas de acabar con toda esa pesadilla cuanto antes para volver a disfrutar de su vida, olvidando que aquello había sucedido, como otras mujeres habían tenido que hacer antes. Fue entonces cuando voló sobre su cabeza un gruñido aborrecible, furioso y triunfal, y todos sus sentimientos anteriores fueron barridos por el más puro y llano terror. Volvió el rostro hacia arriba para descubrir, en un delirio de pánico, como una fina lluvia de semen caía implacable sobre ella.

El padre Esteban no era el único que había esperado con impaciencia la llegada de Begoña. Juan Miguel, alias "el Chota", se había hecho un ovillo en la tribuna superior en busca de un golpe de fortuna, que había llegado cuando la muchacha se arrodilló en el último de los bancos, dispuesta a hablar con Dios. Con los tímidos rezos de fondo se acarició, hasta que su lento manoseo acabó por convertirse en frenéticas pero silenciosas sacudidas.

Lo que le perdió fue la absoluta obsesión que se traía con Begoña, con su pecosa cara de niña, con sus ademanes siempre suaves y elegantes, su pelo negro y sus ojos, luminosos y vivos, poseedores de una fuerza y una rebeldía que nunca tenían las víctimas de su tutor, perdidas en un mar de resignación y apatía. Además, ella aborrecía al Chota, él lo sabía y esto, en su mente enferma, lo excitaba aún más. Por ello, no solo quería regar su cuerpo. Anhelaba humillarla, colmar con su leche no solo sus cabellos, si no también la cara, los ojos, la nariz, la boca... ¡oh! Que maravilloso sería que algo llegara a escurrirse dentro de su boca para que así llevara algo suyo siempre con ella, dentro de su tripita. Por eso no pudo evitar el gruñido, justo antes de lanzar el viscoso proyectil con su puntería habitual. El corazón se le desbocó cuando vio cumplido su propósito al volverse ella hacia lo alto, donde estaba él. Pero todo su gozo se vino abajo cuando Begoña, con una rapidez que solo podía proceder de la desesperación, acertó a esquivar parcialmente el peligro y a protegerse, cubriéndose con un brazo.

La que estaba abajo, todavía con la sangre latiendo en sus sienes, observó con detenimiento los daños. La mano izquierda tenía unos hilos parecidos a las telas de araña haciendo puentes entre sus dedos, y un borbotón grumoso había hecho blanco en su coronilla. A pesar de eso, podía considerarse afortunada. Alzó los ojos colérica hacía el Chota, solo para ser correspondida desde arriba con un odio igual de punzante. Sabedora de que nada podría hacer contra él, decidió marcharse a cumplir su cometido antes de que acabara explotando de rabia. Lamentablemente, no encontró nada con que limpiar el estropicio que el repulsivo niño había hecho. La única agua allí presente era la que descansaba en una pila, bendecida y prohibida para tales cosas. No tuvo otro remedio que limpiarse con asco utilizando la falda, y colocar un pañuelo estampado sobre su cabeza. Este, ocultaba solo la parte afectada, dándole un aspecto de bandolera y permitiendo que gran parte de su melena se escapara por debajo, en busca de la libertad que su dueña nunca tendría.

El padre Esteban la esperaba detrás de una robusta pero desvencijada mesa de madera, con aire nervioso y agitado. En realidad la sacristía no era más que un pequeño zulo con paredes de piedra desnuda, donde los únicos muebles eran la mencionada mesa, un raquítico armario y un catre en estado lamentable, con un delgado colchón sucio y grasiento que solía utilizar cuando por las noches, volvía del bar mermado en sus facultades y no encontraba las fuerzas necesarias para llegar hasta su casa. Begoña, frente al párroco, entrelazando sus manos sin saber que hacer con ellas, habló con el tono más firme que pudo encontrar en sí misma. Aún con el nuevo asco que le daba el personaje que la miraba febril, no pudo prescindir de las tradicionales normas de educación que le habían sido inculcadas durante años.

-Buenos días, padre, vengo a arreglar el asunto que tenemos pendiente.

El religioso pareció tranquilizarse, aunque solo un poco, y levantándose de una silla que había conocido días mejores, le indicó con una de sus rechonchas manos que se adentrara más en la estancia.

-Pasa, hija, pasa. ¿Como van las cosas por casa? ¿Puedo invitarte a algo?

Ella no quería hablar con él, no quería que la mirara, ni que le sonriera. No se veía con ánimos de soportar siquiera cinco minutos de charla con ese degenerado, que utilizaba las esposas embarazadas de sus feligreses para saciar sus más bajos instintos. Solo deseaba acabar con lo que la había llevado a ese lugar cuanto antes, para después huir, lejos y apartada, donde nadie pudiera darse cuenta de su dolor. Haciendo un esfuerzo supremo por tocarlo, cogió la sudorosa y resbaladiza mano del hombre y lo condujo hacia el catre, sin que una sola palabra saliera de sus labios. Él, se dejó llevar cojeando y con movimientos torpes hasta ser recostado en el apestoso lecho. Este crujió y se combó en un esfuerzo de contener el excesivo peso que recaía sobre él. Begoña, cauta, se sentó haciendo chillar la madera más todavía, ya al límite de su resistencia. Esteban quiso tocarla, pero ella consiguió evadirse antes de que sus grotescas garras la alcanzaran. Sin mirarlo a los ojos, levantó la gigantesca sotana, buscando y encontrando.

La primera diferencia que encontró con el ensayo que había realizado con Lorenzo, fue el cálido y nauseabundo hedor que la invadió. Comprendió entonces, de forma trágica, que no todos los hombres poseían la misma higiene que su amado y sobre manera, un ser extremadamente gordo que con toda certeza ni alcanzaría a sanear muchas partes de su cuerpo. Con la sotana levantada hasta la interminable cintura, procedió a sacar el calzón, inmenso como una vela de barco, y sucio como su caldera. Amasó la repulsiva barriga blancuzca para lograr coger el miembro que aún no había visto, pero le fue imposible levantar los pliegues de grasa. Sus manos se hundían en el sembrado de pelos negros que era aquella enorme panza sin poder apartarla lo suficiente.

-Recuéstese, padre.- Apoyó las palmas sobre los hombros de Esteban y lo empujó hacia abajo, quedándose estupefacta por la docilidad con que la obedecía. Por segunda vez en su vida, ella se sentía la dueña y señora de la situación, con todo el dominio en sus manos, como cuando había hecho esto mismo con su marido. Al final, resultaba una triste e irónica paradoja que solo hubiese conocido el gusto del poder de esa humillante forma.

Esteban colocó un cojín deshilachado tras la parte superior de su cuerpo, de manera que le permitiese estar semiacostado, para así ver a Begoña en todo momento.

La muchacha apartó con su antebrazo la cortina de carne que hasta ahora había cubierto el miembro del cura, y entonces lo vio. Una tuerta culebra morena, perdida entre una selva apestosa, la saludó con un tímido espasmo. Asqueada hasta el extremo, se obligó a rodearla con sus finos dedos y a masajearla. Así estuvo un rato, trabajando como una autómata, sintiendo como se engrandecía en su mano. En ningún momento levantó la mirada para que así, la expresión gozosa de aquel animal no la asaltara más adelante en postreras pesadillas.

Notó como la verga, pegajosa al tacto, se endurecía y crecía hasta alcanzar el tamaño conveniente. Deseosa de no retrasar más lo inevitable, se inclinó hacia el maloliente objetivo a la par que comenzaba a sentir las primeras arcadas. A su pesar, observó el badajo con mayor detenimiento. Aún erecto, conservaba cierta rugosidad en su piel, como barro que se curte y quiebra al secarse. Pero eso no era ni por asomo lo peor. El capullo, ahora brillante y mojado, era un mar surcado de esponjosas islas blanquecinas, siendo la principal fuente del inmundo olor. Begoña, incapaz de seguir con los ojos abiertos, y apoyándose en el brazo que aún apartaba la tripa del cura, abrió la boca y engulló el tronco de carne.

Las arcadas se acentuaban mientras sus labios resbalaban a lo largo del pene con un detestable chapoteo, dejando un rastro blanco que era barrido a la vuelta. Si con Lorenzo su lengua había sido una curiosa y juguetona aventurera que había explorado cada detalle, con Esteban permanecía muerta en su lecho, frotando con desgana la parte baja del falo hasta casi llegar a la base. Begoña, pensó entonces que ojala hubiese tenido la idea y el valor suficiente de arrancársela con anterioridad, ya que no hacía más que transmitirle el detestable sabor del cura. Aunque ya había imaginado que no iba a ser una experiencia tan agradable como con su esposo, nunca habría presagiado que su gusto fuese tan dispar, como si ambos fuesen machos de una especie diferente. Descubrió que no todos los hombres sabían igual, y ahora tomaba forma la posibilidad que no pudiera superar eso. Trabajaba sin pasión, sin alma siquiera, con la mente perdida en los escondidos refugios que todos tenemos. Divagó por paraísos perdidos hasta que la realidad fue volviendo sobre ella como una nebulosa. Acabó por darse cuenta de que lo que estaba haciendo nada tenía que ver con una mamada. Porque su boca no actuaba como tal, no era más que una vagina que era penetrada una y otra vez. En realidad, el padre Esteban había conseguido su objetivo. Él había querido poseerla desde un primer momento y eso era lo que estaba pasando, aunque finalmente de un modo distinto. El amargo y putrefacto sabor empezaba a invadir todos sus sentidos y afectarla seriamente. La nariz comenzaba a picarle y los ojos a llenarse de lágrimas. No de pena ni dolor, si no de las que asaltan cuando alguien pela una cebolla. La cantidad de líquido segregada era inmensa, y le llenaba repetidamente la garganta, haciéndola tragar a cada rato. Las arcadas creían a cada sorbo de aquella inmundicia, y las comisuras de sus labios pronto se llenaron de costras que burbujeaban. El supuesto hombre de fe, henchido y animado, empujaba bruscamente ahora con su pelvis. Begoña, a duras penas podía aguantar las salvajes acometidas, mientras los santos michelines palmoteaban contra su rostro, y el desnudo capullo golpeaba su campanilla. Medio asfixiada por los rollos de carne y el bloqueo de su garganta, las nauseas y arcadas se transformaron en convulsiones. El padre Estaban incrementó fieramente sus embestidas y empezó a resoplar como una res, lo que indicó a la chica que pronto llegaría su orgasmo, y que largos chorros la regarían. Supo que llegaba el momento de beber de forma profusa, como ya había hecho noches antes, sentada en una cálida cocina. Antes de comprender lo que estaba ocurriendo y de poder hacer algo por remediarlo, traspasó su límite sin remisión.

El gran desayuno, que en contra de su costumbre, había tomado esa mañana para darse fuerzas y ánimos, salió ruidosamente de su estrujado estómago, estrellándose contra el pene y los muslos como jamones de Esteban. Él, miraba incrédulo sus piernas plagadas de goteras en una expresión de cómica sorpresa que cualquier otra ocasión haría doblarse de risa a Begoña. Pero esta, ahora, si estaba doblada no era debido a las carcajadas, si no al asco y a la vergüenza, que se escurrían de su boca al suelo en irregulares y grumosos esputos. Consiguió incorporarse a duras penas, y con ojos llorosos y mejillas ardientes, miró al padre expectante e inquisitiva, mientras se pasaba un brazo manchado de vómito sobre sus violados labios. El veredicto no pudo ser más desolador.

-Vete ahora, y límpiate, hija. Aprecio tu dedicación, pero me temo que deberás volver para pagar de la forma convenida.- Las palabras sonaban tiernas, pero los ojos de él eran fríos, duros, y parecían estar velados por un manto de rencor.

Nada comparable a la furia incontrolada que comenzaba a poseer a Begoña. Las lágrimas que brotaban, nada tenían que ver con otra cosa que no fuese una cólera ciega. Crispó los dedos que minutos antes lo habían masturbado y lo señaló, amenazante.

-He pagado mi deuda, miserable. No quiero volver a ver tu jeta de cerdo asomar nunca más por la puerta de mi casa, ni que el perro faldero que tienes por ayudante se acerque a mí.- Temblaba de pies a cabeza mientras hablaba, pero ahora ya era demasiado tarde para detenerse. No podía parar. No quería parar. Era como una presa que por fin se rompe y no puede volver a ser reparada hasta que toda el agua contenida se precipite a través de ella, en un torrente destructivo.

-Te juro que os mataré si lo hacéis. Y si no, mi marido lo hará por mí. Se lo contaré todo y acabará con vosotros.

El padre Esteban pareció sopesar la posibilidad de responder, pero extrañamente optó por el camino del silencio, dejando que la airada mujer descargase toda su ira sin hacer nada por evitarlo, ni darse por aludido.

Dando media vuelta, salió de la sacristía. Estaba llena de porquería. Suciedad en la cara, en el pelo y en todo se cuerpo. Lo remedió cuando llegó a la altura de la pila de agua bendita. Se limpió el rostro, y quitándose el pañuelo de la cabeza, la vertió también en la pelambre con la estampa reseca del Chota. Todo ello ante una boquiabierta feligresa que estaba rezando en el lugar. El Chota, repantigando en la tribuna de la iglesia, satisfecho de sí mismo y ronroneando como un gato tumbado al sol, observó como la llorosa muchacha abandonaba el santo lugar.

V

Había pasado casi una semana desde la desafortunada visita a la iglesia, cuando Begoña aprendió una de las más duras lecciones de la vida. Descubrió como todo el trabajo para construir un futuro y un hogar, pueden venirse abajo en un soplo, y como el esfuerzo para hacerse un lugar en el mundo, se desvanece de pronto con un solo golpe del destino. Los días anteriores fueron una batalla contra la tensión y los nervios, teniendo su punto álgido a la salida del encuentro con el padre Esteban. A partir de ahí, el constante mirar a la puerta de su casa con el alma en vilo, el girar la cabeza hacía atrás en los paseos para cerciorarse de que no era seguida, y los continuos sobresaltos ante la sola mención de su nombre, fueron decayendo, misericordiosamente, en intensidad. No así sus inagotables pesadillas, que en las horas oscuras la atormentaban, haciéndola arrebujarse entre las mantas, al igual que una niña temerosa del monstruo del armario. Pero el horrible sueño que aquella noche la persiguió no acabó al despertar, si no que fue entonces cuando comenzó.

Dormía abrazada a su marido cuando unos golpes la arrancaron de su descanso. Alguien, ahí fuera, picaba a la puerta con urgencia. El insistente golpeteo continuó hasta que asustada, despertó a Lorenzo, de sueño más profundo, para que fuera a enterarse de quien podría ser. El aturdido y adormecido hombre, con solo un raído calzón, se dirigió hacia la entrada con su esposa pegada a los talones. Ella se puso una manta por encima del camisón, y haciendo caso omiso de las palabras de Lorenzo, lo acompañó, con el corazón latiendo con la misma fuerza con que la puerta era aporreada. Al abrir, unos haces de luz los deslumbraron, haciéndolos entrecerrar los ojos y poner las manos ante ellos para protegerse de la repentina claridad. Enfrente, como una sombra justiciera y exterminadora, estaba el cabo Velasco acompañando de otros cuatro hombres, todos uniformados y coronados con el tricornio de la guardia civil. Ojerosos e impávidos, guardaban un silencio sepulcral, lo que hizo que Begoña pudiera percibir con más claridad si cabe, los desaforados latidos en su pecho. El tono imperante del cabo se dejó oír en la quietud de la noche y a través del resplandor de las linternas de los visitantes.

-Lorenzo, vístete presto, que has de venir con nosotros.

La reacción de él fue tan imprevisible y extraña, como aterradora. Sin responder nada a los intrusos, se giró hacia su mujer, y con una expresión llena de paz y tranquilidad, cogió las mejillas de ella entre sus manos, y besándola en la frente con ternura le dijo:

-Mi vida, mi amor. Te quiero hoy, y todos los días de la vida que te resten, que serán muchos y felices. Cuida de nuestro hijo, y vela por que se convierta en un hombre de honor y provecho. Cuéntale quien fue su padre y dale el amor que hasta hoy me has dado a mí.

Sin más, fue a ponerse algo de ropa, mientras uno de los agentes le seguía para evitar que intentara escaparse. Los demás, seguían en la puerta con los ojos gachos, incapaces de enfrentarse a la mirada de quien había sido su vecina toda la vida. Begoña reconoció en ellos el remordimiento y la culpa de los asesinos. Poco a poco, terminó por salir del estupor en que la habían sumido las palabras de su amado para darse cuenta de lo que sucedía. Comprendió que esos hombres estaban ahí para pasear a su marido, o dicho en otras palabras, para fusilarlo. Sin pleitos, sin testigos, como ya era costumbre en ese tiempo y lugar. Sin justicia. No fue dolor lo que sintió por ello, ni pena. No fue rabia, ni furia, ni deseos de venganza ni rencor. Begoña, simplemente enloqueció.

La muchacha, conocedora del pueblo como la palma de su mano, recorría ahora en una carrera frenética los atajos que lo atravesaban, como una experta quiromántica. Minutos antes había suplicado por la vida de su marido en vano, y se había agarrado a los faldones de la guerrera del cabo Velasco hasta el punto de arrastrarse para impedir que se llevaran a su marido. Pero nada había servido. Solo existía una manera de solucionarlo. Sabía como había llegado a esa situación y por Satanás que ahora conocía la manera de salir de ella. Se detuvo el tiempo justo para ponerse una manta sobre su largo camisón y unas viejas zapatillas. Resollando en la fresca noche, y con decenas de dagas ardientes clavándose en los costados, llegó hasta la casa del padre Esteban, donde sin duda él estaría en estos momentos, ya que no eran horas propicias ni para la misa, ni para el vino de la bodega. Desde fuera no se advertía ninguna luz, dando a entender que los ocupantes estarían durmiendo. Ni quería pensar en sus restantes opciones si no encontraba a nadie allí. Golpeó la madera de la puerta como antes habían golpeado la suya, con la misma ansia desenfrenada. Sus puños chocaron contra las tablas varias veces, haciéndolas temblar, pero no hubo respuesta. Todo permanecía en silencio, a la espera de que algo sucediera. Solamente el canto de los grillos hizo caso de sus llamadas en una monótona sinfonía discordante. Bramó por lo alto el nombre y el cargo del hombre que vivía dentro, pero era inútil. Los nudillos se le estaban despellejando, y luces danzantes, procedentes de palmatorias, nacían en las ventanas de las casas vecinas como fuegos fatuos. Pero a ella no le importaba. Nada había en este mundo excepto la puerta cerrada, y el deseo visceral de que su apertura trajera la salvación de su marido. Desquiciada y desesperada, Begoña se abrió la bata, haciéndola caer al suelo y tiró del cordel del camisón, dejando que resbalase por su cuerpo. Así quedó, totalmente desnuda ante el viento de la madrugada que erizaba sus pezones y estremecía su piel. Abrió los brazos como el Mesías en la cruz y gritó entre lágrimas a la noche.

-¡Aquí estoy! ¿No me querías así? ¡Pues ya me tienes, dispuesta a cumplir! ¡Toma lo que es tuyo y devuélveme lo que es mío!

Una súbita alegría, a la par que un cierto temor, la colmó al ver como una luz se encendía en el interior de la casa y por fin, aparecía una rendija en lo que hasta ahora había sido una barrera infranqueable. Pero el sentimiento de triunfo murió ahogado en un triste gemido, cuando al otro lado del marco apareció una conocida figura menuda. El Chota la miraba desde su posición con ojos de comadreja, fascinado ante el cuerpo desnudo de Begoña, y con un tremendo bulto pugnando por escapar de su largo calzón. El chico no decía nada, sólo miraba embobado el primer cuerpo femenino totalmente desnudo que veía en su vida. Lo encontró maravilloso y exuberante, como si de una diosa de la fertilidad se tratara. Ella, en un acto reflejo, cruzó los brazos sobre sus pechos pero no hizo nada por tapar su desnudez, dejando al chaval que se deleitara la vista con tamaña visión. Ahora lo necesitaba y estaba dispuesta a pagar. Lo que fuera y a quien fuese.

-¿Donde está el padre Esteban?- preguntó con voz temblorosa debido al frío y el pavor que sentía en esos momentos.

La mueca de embotamiento del Chota se transformó en una máscara diabólica, llevando colgada una miserable sonrisa, propia de su crueldad.

-El viejo chocho no está aquí- anunció con voz ronca- hace rato que se largó para darle la extremaunción a tu marido.

Begoña dejó de sentir la helada mordedura del viento nocturno, y una negrura se abatió sobre ella, haciendo que el mundo fuera desvaneciéndose. Sus sentidos se iban apagando, agotándose hasta que su última conexión con la realidad fueron los alocados graznidos del Chota, que se desternillaba en su cara. Cayó desvanecida, desnuda e indefensa, ante la única compañía del desequilibrado sátiro, cuyas zarpas avanzaban inexorablemente hacia la tersa desnudez de la muchacha.

Cuando volvió en sí, Begoña supuso que había fallecido y se encontraba en el paraíso. La imagen que se iba aclarando paulatinamente ante sus ojos era la de su amado esposo que, le pasaba diligentemente un trapo húmedo por la cara con la intención de reanimarla. Ella recobró las fuerzas lo suficiente como para apoyar una de sus maltrechas manos en el rostro amoroso que la había estado velando, queriendo comprobar si era de carne y hueso o solo una ilusión, un espejismo malsano en el desierto en que se había convertido su existencia.

-Estás vivo- susurró casi sin creérselo.

-Sí.- Él hizo una pausa antes de decidirse a continuar.- El padre Esteban apareció para interceder en el último momento.

Al oír la mención del cura, Begoña volvió la cabeza para que Lorenzo no vislumbrara las lágrimas que asomaban a los balcones de sus ojos. Recordó con dolor y angustia todo lo que había pasado, desde el inesperado despertar y arresto de su pareja, hasta el desmayo que había sufrido frente al domicilio del padre. Al acordarse de esto último, tuvo un sobresalto, e inmediatamente cayó en la cuenta de que los pechos le dolían. Intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil, y Lorenzo la retuvo suavemente. Los párpados de ella, abiertos al máximo, urgían al hombre a responder a la pregunta que ahora se le hacía.

-¿Qué me ha pasado? ¿Quién me encontró y en que estado?

Él frunció el ceño y contestó, mientras apartaba con cariño el sudoroso pelo que caía por la frente de la convaleciente.

-Gabriel, el zapatero, te vio caer y acudió en tu auxilio. Te cubrió y te trajo hasta casa en su carro. Sabes que el pobre ya no está para cargar con nadie. Has estado aquí desde entonces, casi un día entero.

Ella contempló a través de la ventana como la tarde declinaba y las penumbras hacían acto de presencia alrededor. Volvió a tener presente sus senos magullados y rememoró con temor sus últimos momentos de lucidez, preguntándose a sí misma que habría hecho el Chota en el lapso de tiempo que tardó en socorrerla su vecino.

Como un demonio al que su pensamiento hubiese convocado, el Chota emergió de las tinieblas de la estancia, con gesto serio. Su cara estaba marcada, ya que el labio inferior presentaba un pequeño corte, y su ojo derecho estaba algo hinchado y empezaba a amoratarse. Begoña se regocijó en su fuero interno al verlo así, pero no lo suficiente para ocultar su disgusto al tenerlo de nuevo presente. Y nada menos que en su propia casa.

-¿Qué hace él aquí?- quiso saber.

Antes de que su marido pudiera responder, la descarriada criatura dio un paso hacia ella para informarla.

-Me ha enviado el padre para llevarte de vuelta.- Miró alrededor hasta posar su mirada en la de Lorenzo, y abrió su boca en una corva sonrisa salpicada de dientes partidos, retorcidos y negros. Por lo visto, el chico tenía ahí dentro una mina de carbón.

-Esteban va a montar a tu mujer como a una yegua- se jactó.

Lorenzo le aguantó su mirada con calma y sin ninguna furia aparente.

-Lo sé- fue la sencilla respuesta. Aunque no iba destinada al Chota, si no a Begoña, la cual tenía los ojos abiertos de par en par, incrédulos.

Ella sopesó la sinceridad de tal afirmación, pero él siempre había sido un hombre honrado y en tales momentos, esas dudas no tenían sentido.

-¿Lo sabías? ¿De verdad lo sabías?- preguntó con un hilo de voz.

Lorenzo suspiró profundamente antes de afirmar. Apoyándose en sus rodillas e inclinándose hacia ella, se explicó.

-Supe por qué vino el cabo Velasco a buscarme ayer. Lo supe en cuanto lo vi. Y aunque debo reconocer que entonces tuve temor a la muerte, a la vez me alivié y me sentí orgulloso de ti. Lo que pasa con el padre Esteban es algo que sabe todo el pueblo, no solo tú y tus amigas. Los hombres también hablamos, y nos enteramos de cosas. Sabía el pecado por el que me iban a ajusticiar. Ninguno en que hubiese incurrido yo, si no el que no habías cometido tú.

Begoña no daba crédito. La mandíbula cayó laxa a causa de la sorpresa, y sus labios intentaban formar palabras que no acababan de salir. Gritó casi más que habló.

-¿Y no dijiste nada? ¿Cómo pudiste? ¿No confiabas en mí?

-Claro que sí. Pero yo no podía influir en tu pensamiento de ninguna de las maneras. Lo que se te pide es algo muy difícil, no quería que te sintieras obligada a hacer algo tan duro, ni siquiera por mí. Siempre he respetado tu libertad de decisión y lo seguiré haciendo hasta las últimas consecuencias.- Dijo Lorenzo.

Las frases salían de Begoña totalmente entrecortadas, rotas ahora por el vivo llanto desconsolado.

-¡Pero te podían haber matado! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Es que quieres morir?

Retornó al rostro de su esposo la sonrisa tan familiar, tan tranquila y sincera que ella siempre había admirado en él.

-No conozco mejor causa para morir que tú.- Acarició la cara de su mujer con una mano suave y delicada, secando con el pulgar las lagrimas rebeldes que aún permanecían allí.

Begoña ya no estaba sorprendida. Estaba anonadada. El estoicismo de él, la determinación inquebrantable, y la fuerza de su alma la habían dejado sin habla. Cuando de adolescente se preguntaba en sus cándidas fantasías que sería el amor, se imaginaba largas playas con besos apasionados, o interminables paseos bajo la lluvia de la capital cogida del brazo de un galán. Nunca, ni en sus más descabellados sueños de fortuna, pudo imaginarse que llegaría a comprender lo que era el verdadero amor en una casucha destartalada.

Pero también llegó a la triste conclusión de que ella había sido una egoísta y no había estado a la altura de las circunstancias. Primero, reprochaba a su marido algo que también había hecho, pues le ocultó todo desde un principio. Y aún ahora, él desconocía pasajes que Begoña nunca le revelaría, como el asunto de la sacristía. Sentía remordimientos por ello, pero aún peor era el hecho de que, mientras ella perdía el tiempo contemplando todas las cobardes alternativas que se le ocurrían (entre ellas el crimen, o la escapada a Francia), Lorenzo afrontó el destino con serenidad y valor, sin importar lo que le tuviese reservado. Mientras ella había escondido en sí misma sus sentimientos y temores, como un cauteloso ladrón haría con su botín, su esposo le entregaba sin renuncia el mayor regalo que una persona puede ofrecer: el sacrificio. Inmediatamente, Begoña supo lo que debía hacer. Girando el cuello hacia el Chota escupió las palabras, hoscas y feroces.

-Dile al padre Esteban que dentro de tres noches iré a él.

La sonrisa del chiquillo se abrió enseñando sus irregulares dientes, y cruzó el umbral de la puerta como una exhalación, sin duda para celebrar la noticia con una de sus maratonianas sesiones masturbatorias. El matrimonio permaneció largo rato abrazado, derribando al fin las barreras que se habían alzado últimamente entre ellos.

-Tengo miedo... tengo mucho miedo-. Confesó Begoña entre los fuertes brazos que la abarcaban y protegían.

-Solo es tu cuerpo- respondió él mientras mesaba los cabellos de su amada.- Tu alma, siempre será libre.

VI

El día en que se cumplía el plazo, Lorenzo pidió a su padre la tarde libre para poder dedicársela a su mujer. Juntos, recorrieron las calles del pueblo y los escondidos rincones que habían frecuentado en su noviazgo, ahora casi olvidados sin ningún motivo aparente, recuperando de su memoria los antiguos paseos por los verdes prados que habían sido testigos de sus primeros besos. Begoña, en su avanzado estado de gestación se fatigaba con mayor facilidad, por lo que habían decidido volver pronto a su hogar cuando una fina lluvia, típica de la región, les sorprendió en el camino de vuelta. Aún así, caminaban despacio, disfrutando de su mutua compañía y de las refrescantes gotas que tamborileaban sobre sus rostros y se escurrían por sus cuellos para ocultarse bajo las empapadas ropas. Reían como dos colegiales despreocupados y hambrientos de sueños todavía sin cumplir. Una vez en casa, él preparó una humeante tina de agua donde bañó a su esposa como ella había hecho anteriormente con él (aunque sin el componente sexual). La secó delicadamente y se sentaron en la mesa de la cocina, donde estuvieron hablando durante horas de sus anhelos y proyectos en común para el futuro, paladeando el lento y tranquilo discurrir de la tarde. Conversaron sobre los hijos que tendrían, y de cómo con el tiempo, podrían adquirir una casa más grande y sin grietas en las paredes, llena de las alegres voces y risas de sus numerosos vástagos. Se preguntaban de manera ensoñadora cuanto tardaría la vida en darles la oportunidad de alcanzar sus metas. Sin embargo, el brillo en los ojos de Begoña fue apagándose poco a poco, a la vez que su ánimo y la claridad que entraba por las ventanas. Para cuando la estancia se tiñó con el rojo crepuscular, la chica estaba sombría y callada. Las palabras de Lorenzo fueron perdiendo progresivamente el significado en su cabeza, para acabar convirtiéndose en un susurro constante y monótono, incapaz de traspasar la barrera de sus oscuros pensamientos. Él trato de animarla con una desastrosa imitación de chef mientras le preparaba la cena. Y por un rato lo consiguió, haciéndola reír con sus tumbos y demostrando su escasa maña y poca costumbre en aquellos deberes cotidianos. Pero ya en el silencio de la cena, el pesado manto del miedo y la vergüenza volvió a abatirse sobre la muchacha, acallándola y encadenando su mente a la obsesión que había estado tratando de evitar. Cuando las primeras estrellas aparecieron a través de los cristales, se acostaron en la cama y esperaron. La voz de Lorenzo recorría su nuca y prodigaba frases de apoyo y amor eterno, una voz que ella, perdida en su propio abismo interior, no podía escuchar.

Pasada la medianoche, el único sonido que oía Begoña era el metálico latido del reloj de su marido, acompañando el martilleo de su propio corazón. Con sumo cuidado, apartó el brazo que la rodeaba y se levantó, con un tremendo vacío en el estómago que no tenía nada que ver con que no hubiese cenado apenas, quien sabe si por incapacidad o por precaución. Dio cuatro pasos hasta el espejo de la cómoda y, actuando como una autómata, con los ojos perdidos, comenzó a peinarse. Inconscientemente, se estaba preparando para un encuentro íntimo con un hombre. Cuando se percató de ello, tiró furiosa la barra de carmín que había empezado a utilizar, haciéndola rebotar y perderse bajo la cama. Miró asustada a través del espejo si su marido seguía durmiendo. Por nada del mundo quería despertarlo en ese momento y tener que mirarle a la cara. Después, se limpió con un pañuelo los labios a medio acicalar y se detuvo a estudiar su reflejo. Si ese cerdo la iba a tomar, que lo hiciera pálida y ojerosa, no le iba a dar ni uno solo de los encantos que él no hubiese tenido la previsión de pedir por adelantado. Se echó una gruesa manta sobre los hombros y se calzó unos zuecos de madera. Abrió la puerta y salió al relente de la noche sin preocuparse en disimular a donde iba y para qué. A fin de cuentas, era algo que por lo visto ya sabía todo el pueblo. En ese momento, Lorenzo despegó sus párpados. Sus ojos estaban desposeídos de la vidriosidad de la somnolencia, y la siguieron hasta que ella cerró la puerta y se marchó sin mirar atrás. No dijo nada. Fue la última vez que vio a la tierna y dulce mujer con la que se había casado, hasta pasados muchos años.

El viento azotaba el rostro de Begoña mientras la madera de sus pies resonaba contra las continuas piedras del camino en apagados ecos. El grueso capote que la protegía del frío, lamentablemente, no actuaba con igual eficacia con los pensamientos que se arremolinaban en su mente, ahogándola y haciéndola estremecer. Continuamente iban, venían, se superponían y se sustituían unos a otros. Pero uno que había aparecido en una abominable iluminación durante la cena y que había ido carcomiendo su entereza, se resistía a desaparecer y a abdicar de su maléfico trono en favor de otro miedo. No recordaba las semanas que hacía que su precavido y aprensivo esposo no la tocaba por miedo a lastimarla, dios sabe por qué. Ella había insistido en el tema una y otra vez, pero no había conseguido hacerlo ceder. El creciente fuego interior que se había avivado con el embarazo, chocaba frontalmente con la consigna de Lorenzo de que disponían de toda una vida para hacer el amor, y que un poco de preventiva abstinencia no los iba a matar. Begoña no había podido derrotar tal argumento, y ahora iba a recibir una excitación justo donde hacía tantos días que lo deseaba. Un frotamiento no deja de serlo porque se haga con un pene, con un dedo o con cualquier cosa apropiada, aún un miembro ajado y maloliente. Casi todo su ser se retorcía de asco e indignación ante lo que se veía abocada a realizar, pero una pequeña isla en lo más profundo le cuchicheaba ideas delirantes y aterradoras, que se obligaba a rechazar con vehemencia una y otra vez. Begoña estaba preparada para sufrir, para llorar, para sentir dolor y repugnancia, e incluso para volver a vomitar. Pero algo que no podía controlar la atormentaba. ¿Qué pasaría si después de todo, le gustaba?

¿Y si disfrutaba?

Cuando la puerta de la casa del párroco se abrió, lo primero que le llamó a Begoña la atención de este, fue verlo sin la sotana. Vestía sencillos (y mugrientos) pantalones oscuros, y una larga camisola de andar por casa. Rebuscando entre los antiguos archivos de su memoria, cayó en la cuenta de que jamás lo había visto sin el negro hábito. Esteban extendió el brazo con la palma hacía ella en una invitación a entrar. Tras un instante de vacilación, la chica aceptó el ofrecimiento y se internó en la casa. Dejó su ahora inapropiado calzado en el umbral, y sin darse tiempo a dudar, se desprendió de la abrigada manta, quedando esta abandonada a su suerte en el piso. Abochornada, sin levantar la cabeza, fue directa a la sucia cama que la esperaba en un rincón. El frío suelo acuchillaba ahora sus desprotegidos pies, y un terrible pulso en las sienes forjó un cruel desasosiego. Se sentó en ella, resignada como una res en el matadero. Después de un incómodo silencio por parte de ambos, Begoña cruzó sus brazos sobre el pecho, y agarrando el camisón por debajo de las axilas, se dispuso a sacárselo sin ninguna ceremonia ni sensualidad.

-Espera.- Ordenó Esteban alzando una mano hacia la pobre chica. Ella levantó sus ojos en una expresión de incoherente esperanza que al hombre lo enterneció. Solo que en vez de incitarle a desistir de su propósito, esa mirada inocente y desvalida, únicamente consiguió reafirmarlo en sus aviesas intenciones. Así que le explicó por que la había detenido.

-Tranquila, hija, no hay prisa. Al menos, yo no la tengo. Como comprenderás, no disfruto de este tipo de visitas muy a menudo. La vida está difícil, no hay dinero ni comida. Reconozco que hay que ser valiente, y hacer muchos sacrificios para traer hoy en día un hijo a este mundo. Afortunadamente, todavía quedan buenos cristianos que cumplen con el deber que les encomendó el Señor, como tú y Lorenzo.- Posó las palmas en su enorme barriga y rió con gusto, con deleite. Prosiguió.

-Además, tú eres diferente, Begoña. Es cierto que he estado con las que hoy son muchas madres del pueblo, pero te agradará saber que tu visita la he estado esperando con especial interés ya desde que eras una cría. Hacía años que soñaba con tenerte aquí conmigo, para darte mi bendición.

La aludida no pronunció palabra. Si él esperaba una respuesta no le iba a dar semejante satisfacción. En breves instantes, haría de ella lo que quisiera pero esto, no se lo iba a dar. Por la forma de decirlo, era como si tuviera que considerarlo un cumplido, y eso sí que no. Por tanto, guardó silencio a la espera de la reanudación del disparatado discurso.

-¡Ah! ¡Qué suerte tienes con Lorenzo! ¡Qué complicado es encontrar hoy en día un hombre afanoso como él! Deberías ver la cantidad de autodenominados cabezas de familia que desperdician su vida en la tasca. Desde las primeras horas de la mañana hasta el cierre. Así día tras día.- Cuando se percató de la expresión maliciosa y huraña de Begoña, sentada en la cama con los brazos envolviendo su tripa de embarazada, en un gesto que había llegado a ser característico, agregó presuroso:

-Yo, al menos, me voy a tomar mi vinito cuando acabo la misa, pero nunca verás que descuide mis oficios por ir allí.

No, usted nunca descuida nada, ¿verdad? Pensó en responderle Begoña, pero se contuvo. Estaba empezando a pasar del miedo inicial a la rabia, y sabía que en su situación eso no era nada bueno.

-¡Qué suerte tienes con Lorenzo!- repitió Esteban. –Y él contigo. Sois buena gente, ojala muchos más fueran como vosotros.

Claro, cerdo, así seguramente te ibas a hinchar a bautizar. Begoña se mordió la lengua, logrando mantenerla quietecita dentro de su boca.

-Así que me gusta poder disfrutar lo máximo posible las pocas ocasiones que se me presentan. Si a ti no te importa, claro.- Terminó él.

Indignada como estaba, esta vez no pudo contenerse y replicó desafiante.

-¿Y si me importa?

El religioso rió, de forma abierta e inofensiva, tratando de quitarle hierro al asunto, pero sus ojos se afilaron anunciando que le daba igual lo que a ella le importase o no.

-Además, no he cenado. Y tengo hambre. ¿Quieres comer algo tú también?-dijo mientras, ayudado por su rudimentaria muleta, llegó hasta la mesa.

Ella negó en silencio. Pero vio como él apartaba un trapo de la mesa y con un gran cuchillo cortó unas rebanadas, anchas como suelas de zapatos, de queso y chorizo. Pronto el aire se impregnó con el olor del embutido, recordándole a la chica lo poco que había cenado. Su estómago también pareció darse cuenta, y protestó con un quejoso gruñido. Esteban, con una sonrisa triunfal y mascando ruidosamente, le alargó una rodaja de chorizo. Esta, colgaba lánguidamente de sus grasientos y rollizos dedos, como una mosca agonizante atrapada por una gruesa y rechoncha araña. El queso bicolor, descansaba sobre la mesa emanando su olor tan característico que los extranjeros consideraban insoportable. Tanto uno como otro, eran de una calidad indiscutible, el muy ruin no se privaba de nada, mientras la mitad del pueblo se moría de hambre. Begoña se mantuvo firme y volvió a rechazar el ofrecimiento, sin demostrar el verdadero esfuerzo que le costó hacerlo.

Esteban comió en silencio, resignado ya con su poco cooperativa invitada. Aunque lo de comer en silencio era un decir, lo apropiado sería señalar que comió sin hablar, porque los ruidos de masticación y deglución los debían de oír hasta los vecinos. Realmente, tragaba como un animal. Begoña comparó sus modales con los de su cerdo Rufo, y tuvo que reconocerse que su mascota salía con mejor nota del envite. Notó entonces como una risilla histérica trepaba por su garganta, y aunque se volvió a morder la lengua hasta hacérsela sangrar, no pudo evitar unos inoportunos estertores.

El gordo Esteban la observó entre complacido y cauteloso. Le preguntó:

-¿Qué te hace tanta gracia?

-Nada- respondió Begoña. Pero la inevitable sensación de cosquillas que siempre aparece cuando no se desea estaba haciendo acto de presencia. Vio en su imaginación a Esteban alimentándose al lado de Rufo en la duerna y peleando entre sí por la comida, y tuvo que taparse la boca con ambas manos para no caer fulminada de risa allí mismo. Él, divertido y relajado, cojeó hasta la cama donde estaba sentada. Plantando la muleta en el suelo, y apoyando en ella un brazo que constantemente iba hasta su boca para llevarle trozos de una porción de queso, alargó el que le quedaba libre hasta llegar a palpar insolentemente con sus brillantes y húmedos dedos uno de los pechos de Begoña. Esta miró hacia abajo sorprendida, había estado demasiado ocupada tratando de controlar su ataque para darse cuenta de la proximidad del cura. El hasta ahora impoluto camisón mostraba una marca rojiza en la zona donde la había tocado, fruto de la grasa del chorizo que el desaliñado hombre no se había molestado en limpiar. En menos de un segundo, la risa cesó por completo. Esteban aún conservaba un semblante alegre y despreocupado, casi jovial.

-Sigue riendo niña, no te pares- rogó.

Pero Begoña, sencillamente, fue incapaz.

Esteban se debió sentir agraviado porque cambió el semblante y las caricias en los pechos de la chica crecieron en intensidad y rudeza, haciéndola sufrir un intenso dolor. La mancha grasienta cada vez ocupaba una extensión mayor del camisón, alimentada por el magreo de los dedos del párroco. Al cabo de un rato manoseándola, Esteban se dejó caer junto a ella, haciendo rechinar el colchón del mismo modo que si se hubiera tumbado allí un animal de gran tamaño. Poco a poco, el hombre fue perdiendo el control, hasta acabar despojándose de toda la racionalidad inherente en el ser humano y convertirse en una bestia en celo, desenfrenada y agobiada por la necesidad de fornicar. Se abalanzó sobre ella y su cara, semejante a un harinado y redondo panchón de pan, se paseaba repartiendo indiscriminados lametones por las mejillas, la barbilla y el cuello de Begoña. Esta, cuando notó la lengua vacuna sobre su piel, cerró los ojos con fuerza y giró la cabeza hacia el lado opuesto. Pensaba en Lorenzo, veía su rostro y oía su voz. Quería olvidar, escapar, aunque solo fuera con la mente, de aquel infierno y del rastro espumoso y goteante que formaba sinuosos trazos por su cuerpo. Esteban no era hombre de atenciones, babeaba sin recato a la chica sin preocuparse ya por delicadezas, enajenado como estaba. No la acariciaba, ahora la estrujaba febril, saboreando el momento tanto tiempo postergado. Su diestra fue directa al centro de Begoña y palpó rápidamente por encima de la tela, pareciendo desechar su tacto. Ella, aún sin querer ver, se arremangó el camisón y separó las rodillas, dejando el camino expedito. Mejor cooperar, acabar cuanto antes, y volver a casa. Estaban miró goloso las juveniles y formadas piernas, con sus muslos brillando a la luz del hogar, y tocó tembloroso la desnuda intimidad que se le ofrecía. Rebuscó entre el enmarañado vello púbico hasta encontrar la entrada del sexo de Begoña, en donde hurgó sin ninguna consideración. Sus dedos más que toquetear, amasaban los labios vaginales y penetraban con ansia una y otra vez en el árido interior de la chica, despreocupados ante las muecas de dolor y repulsión de ella. Begoña, aunque trató de permanecer impasible, no pudo reprimir un gemido de aflicción que él debió confundir con otra cosa. Sonriendo satisfecho, la zafó por la nuca y tironeó de ella ásperamente en dirección a su miembro.

-Vamos, querida, vuelve a hacerme lo de la otra tarde, quiero sentir tu dulce boca.

Pero la joven no estaba por la labor. Luchaba enconadamente intentado desembarazarse mientras el cura la retenía apelando constantemente a una suplicante letanía.

-Vamos… solo un poquito.

En un último acopio de fuerza y valor, ella lanzó un manotazo que la soltó de la presa ante la mirada dura y reprobadora de su anfitrión. La recién liberada, se arregló tímidamente el pelo, pero asimilando que debía dar algo a cambio de su pequeño acto de rebeldía, aún con la vista en la pared, deslizó la mano por el pantalón hasta alcanzar primero el firme monte atrapado en su interior y finalmente, el cierre que lo mantenía en su lugar. Esteban se recostó mansamente para eliminar en la mayor medida de lo posible el obstáculo que suponía su tripa. En una hábil maniobra a ciegas, desabrochó los botones y agarró por el quemante tronco el desnudo aparato, violáceo e hinchado que se negaba a mirar. Ahora lo masturbaba en un delicado, lento y temeroso vaivén. Dicen que los invidentes desarrollan en mayor grado sus demás sentidos y Begoña, cegada como estaba, podía escuchar en el bucólico silencio campestre, el nítido chapoteo del líquido que rebosaba de aquel duro e inflamado pedazo de carne. El conocido olor que la había intoxicado en la visita a la vicaría llegó hasta sus fosas nasales. Hoy, al estar más alejada del epicentro, había perdido su cualidad asfixiante, pero le produjo una sensación de déjà vu que dio la razón a su previa idea de no probar bocado durante horas. Como un robot, sus caricias se volvieron monótonas y cadenciosas, mientras su ahora afinado oído captaba los primeros jadeos silbantes de Esteban. Continuó hasta que un rato después, la mano espasmódica de él palmoteó su espalda instándola a detenerse.

-Para, hija… déjalo estar un segundo.

No obstante, una repentina luz en el interior de ella la animó a proseguir. Y ahora con mayor rapidez. Aceleró el ritmo ante la súbita sorpresa de Esteban, que inútil como una tortuga panza arriba no alcanzaba a apartarla. Con Begoña sintiendo en su palma cada palpitante vena del pene, el hombre se debatía desesperado, gritando furioso a la trapacera muchacha.

-¡Basta ya!... ¡Quieta!... ¡He dicho que basta, condenada mujer!

Impotente, Esteban se dejó caer hacia atrás bramando como un miura. Begoña acrecentó todavía más su velocidad en una desenfrenada cuenta atrás. Su victima comenzó a convulsionarse y ella a vislumbrar un posible triunfo pero la suerte, por enésima vez, le fue esquiva y cruel. En un último intento, él consiguió incorporarse lo suficiente como para lanzarle un par de violentos cachetes que resonaron en su cabeza como dos enguantados aplausos, haciéndola gritar por la sorpresa y desbaratando su improvisado plan. Dolorida, se frotaba la coronilla, mientras por debajo del flequillo sus ojos rencorosos se clavaban en el padre por primera vez. Este le devolvió una mirada no mucho más amistosa, mientras intentaba recomponerse respirando profundamente. Tenía la cara roja y congestionada, y la reprendió secamente.

-Casi te sale bien, víbora. Pero recuerda como Dios castigó a la serpiente, así como castiga a los pecadores y a los que engañan a sus semejantes.

Pero Begoña no se molestó en discutir sobre el cinismo que encerraban esas palabras. Observó con desdén las torpes y costosas maniobras del cura para desprenderse de su raída camisa. Cuando por fin lo consiguió, él le ordenó que le quitase los pantalones en un cortante tono que no daba lugar a ningún tipo de réplica u objeción. Debido a que Esteban se negó en redondo a quitarse el zapato ortopédico con su elefantiásica suela, la tarea resultó ardua y llevó más tiempo de lo estimado en un principio, lo cual le dio al hombre los minutos necesarios para terminar de recuperarse.

Cuando se encontró frente a la blanca, oronda y fláccida desnudez que tenía ante sí, prefirió no haber abierto los ojos en ningún momento de la noche. Era como si hubiesen rasurado un buey, y sentado en una burda imitación de ser humano, que se levantaba en un titánico esfuerzo para instarla a que se acomodara en el lecho a cumplir su cometido. Asombrada consigo misma ante su alegría interna por la próxima consumación del acto y cancelación de su deuda, Begoña gateó sin rechistar sobre la colcha y en esa posición cuadrúpeda, enrolló su camisón hasta la cintura, enseñando sus pálidas y aterciopeladas nalgas. Quizá si no se hubiese empeñado en mantener fija la vista en la pared que tenía delante para no mirar atrás, hubiese podido prever y evitar lo que vino entonces. Una palmada restalló en la habitación y el culo le empezó a escocer a horrores, porque Esteban la había abofeteado con gran fuerza allí donde la espalda pierde su nombre. Con ojos acuosos debidos al enfado y a la molesta picazón de sus posaderas, ella se giró solo para recibir nuevos comentarios recriminatorios y de falsa moral.

-¡Marrana! ¡Solo una ramera copularía como las bestias! ¿Acaso eres tú un animal? ¿Eres una despendolada furcia? Vuélvete y túmbate como una buena creyente temerosa de Dios.- Esteban se veía francamente enojado; con toda certeza porque ella en ningún momento había actuado con la sumisión deseada, amargando así el placer con el que había estado soñando durante tantos años.

-Pero me aplastarás, si te echas encima de mí me vas a matar.- Se defendió Begoña apelando a una piedad que no encontró.

-¡Culpa tuya!- masculló él- si no hubieses tardado tanto tiempo en venir esto no te estaría sucediendo. Asume las consecuencias de tus actos, quítate esos harapos y no me hagas perder la paciencia.

El antaño simpático y dicharachero personaje, cada vez estaba más agresivo y disgustado, como nunca antes lo había visto la asustada mujer de Lorenzo. Era impensable que un cambio tan radical pudiese obrarse de la noche a la mañana en una persona, por lo que ella llegó a la conclusión de que había estado todos los domingos de su vida comulgando con un farsante e hipócrita, que en esos instantes permanecía impasible todo lo estirado que era capaz de estar, apoyado en su inseparable muleta y señalando la mesa de baja altura que ocupaba el centro del aposento. Begoña comprendió y aceptó; y quedándose ante él como vino al mundo se encaramó a ella como pudo. A todo esto, el sátiro disfrutaba de la visión de su cuerpo al descubierto, deleitándose y regocijándose con la suavidad y voluptuosidad de sus curvas. Los pezones engrandecidos, los pechos y la tripa hinchados, el cabello suelto y alborotado cayendo sobre sus hombros. Era completamente sublime, perfecto, todo un templo que iba a ser profanado.

Tumbada boca arriba tal y como se le había pedido, ella esperó lo inevitable. El repiqueteo de la muleta contra el suelo se iba acercando, y cuando algo rozó entre sus muslos, dio un respigo. De nuevo con la vista perdida, era incapaz de sobreponerse al desagrado que le causaba mirarlo. De pronto, un abominable peso cayó sobre ella, y por el rabillo del ojo vio la tremenda barriga del cura apoyada sobre la suya, volcando así su adiposa carga sobre su delicada anatomía. Asustada, intentó salirse de debajo de él, pero estaba completamente paralizada.

-¡No! Por favor, te lo suplico ¡así no! ¡Vas a ahogar a mi hijo!- chilló aterrorizada.

Esteban, sin hacerle el menor caso, pugnaba por meterle su cosa, errando el blanco. Una y otra vez, su mojado glande golpeaba contra el sexo de Begoña, lastimándolo y dejando heladas manchas de humedad sobre los pliegues de su rajita. Al ver que la joven seguía debatiéndose haciendo más difícil la penetración, Esteban farfulló entre dientes:

-Quieta, cuanto más lo compliques más largo se te va a hacer. Además, no te preocupes por tu niño que nunca antes ha ocurrido un solo problema en ese sentido.

Aunque Begoña no las tenía todas consigo. Recordó la alta mortalidad infantil que había en el pueblo. Nunca había podido compararla con otras geografías en donde fuesen lo suficientemente afortunados para no tener un salido acosador como guía espiritual, y sabía que la desnutrición y la escasez causaban estragos entre su gente, mermando así las posibilidades de que los recién nacidos viniesen al mundo sin contratiempos. Pero no podía soslayar la cuestión por más que lo intentara, y las imágenes de bebes inertes, fríos y azulados la carcomían mezcladas con los gritos desgarradores de las infortunadas madres. Así pues, permaneció inmóvil con sus piernas abiertas al máximo y la esperanza de que todo acabase lo antes posible.

Finalmente, uno de los muchos empellones del padre Esteban logró su objetivo. Begoña, nada más sentir una helada y descarnada barra abrirse paso en su interior sin ningún miramiento, olvidó sus anteriores temores sobre un disfrute involuntario. Ladeó la cabeza mientras mordía uno de sus puños para sofocar un grito de padecimiento. Las piernas de ella colgaban inertes de la mesa, dentro de las cuales se movía el fornido hombre embistiendo con sorprendente vigor. La voluminosa tripa martirizaba su cuerpo, acongojándola con la incierta perspectiva respecto al futuro de su bebe. Las lagrimas que en principio silenciosas empezaban a brotar, pronto se convirtieron en apagados sollozos de miedo y pena, con todo su ser bamboleándose bajo el empuje de él. Aparte, los gruñidos de gusto de Esteban y el crujir de la mesa eran los únicos sonidos que rompían el silencio reinante en la habitación. Los grandes goterones de sudor que se desprendían de la frente del cura, iban a parar sobre el cuerpo de ella, salpicando su ombligo y recorriendo por diferentes caminos su tripa, bañando vientre y pechos. Begoña, con la carne de gallina, hubiese rezado en silencio de mantener la fe, pero ya era tarde para creencias intangibles. Solo podía esperar y desear que la avalancha de acometidas acabase lo antes posible en un piadoso final. Con los dientes apretados y las manos cubriendo su rostro, se sometió apáticamente mientras era zarandeada como una muñeca rota. El gélido tronco venoso alojado en su interior ardía y quemaba con la mordedura del hielo, lastimando su delicado sexo sin duda falto de la adecuada lubricación. Con la vagina tozudamente empecinada en rechazar al desagradable invasor y los enrojecidos pétalos de su flor, incapaces de relajarse, dolorosamente estirados al máximo, Begoña se concentraba en abstraerse de su suplicio. El padre, por el contrario, percibía como se adentraba en una árida gruta que obstinada, menguaba para cortarle el paso. La penetración estaba resultando más complicada de lo habitual, y encogió un tanto las piernas de la joven para lograr una mayor profundidad en su cabalgada, provocando en esta un agonizante gemido capaz de helar la sangre. Cuando la aspereza y sequedad de su carnoso envoltorio acabó por aguijonear la sensible piel del capullo, el hombre perdió el poco fuelle que le quedaba y enjuagándose el sudor de la cara con el dorso de una mano, apoyó los antebrazos en las temblorosas rodillas flexionadas de la chica

-Como no colabores un poco esto va a tirar para largo. Tu sabrás qué es lo que te conviene- soltó de golpe en una advertencia, con la velada amenaza que en esta iba implícita.

Begoña permaneció en la misma posición que había adoptado desde el principio. El cuerpo desnudo y ahora resbaladizo y brillante, con un pequeño lago alargado de sudor entre sus pechos, tiritaba con la piel erizada y alerta. Sus dedos sobre los ojos, manteniéndolos ocultos, ahora estaban crispados, y las palmas en las mejillas cortaban de raíz cualquier conato de llanto y debilidad. Pero aunque físicamente seguía en la misma situación, su mente, cuyo soporte tranquilo y relativamente seguro que era su rutinaria vida se desmoronaba como las piezas de un puzzle, que una tras otra se pierden en un pozo de oscuridad infinita, elucubraba a una velocidad vertiginosa, desprendiéndose de la apretada y dominante correa de la cordura que había controlado sus actos hasta ese instante. Pensó que ahora él deseaba terminar con esto tanto como ella. Ansioso como estaba por llenarla de su esperma, ya no la mandaría parar, ni evitaría que ella lo hiciese vaciarse en su interior. Los recuerdos de su matrimonio caían y desaparecían en la negra noche del olvido, mientras la frontera de la locura aparecía espectral en el horizonte de su razón. Neonatos sin vida formaban una tenebrosa hilera en el camino, recordándole la razón por la que iba a sacrificar la única cosa de ella que había considerado incorruptible. Ahí estaba, tumbada en la mesa como vino al mundo, transpirando y abierta de piernas. Para llegar hasta ahí y salvar a su marido había tenido que malvender su honor. No se arrepentía de ello, y si volviese atrás en el tiempo haría lo mismo sin dilación. Pero, por el niño que llevaba dentro, por su bebe… haría lo que fuera. Era su madre y por tanto, tenía el deber de protegerlo sin importar cual fuese el precio para ello. Así que si por el padre había vendido su cuerpo, por el hijo vendería su alma.

Algo se quebró en su mente cuando poco a poco, apartó las manos de sus ojos y los abrió súbitamente de par en par. Poseía una sonrisa extraña, y miraba maliciosa y traviesa al perplejo hombre que la contemplaba desde arriba. Aplastada por él, movió circularmente lo mejor que pudo sus caderas, acomodando el pene en su interior. Como por arte de magia, los labios vaginales se relajaron lo suficiente para acoger a su invitado, y Esteban sintió como se cerraron las piernas de la chica en torno suyo, atrayendo su pelvis hacía ella con los fríos pies clavados en sus fofas nalgas. Enardecida ante la posibilidad de elegir por fin algo de su destino y salvar con ello a su hijo, metió el índice ligeramente en la boca, y mordiéndolo de forma sensual, habló con el tono de una niña pequeña en una perfecta interpretación.

-¿Así que quieres llenarme con tu lechecita?

Como él solo acertó a asentir con la cabeza, incapaz de responder de palabra, ella volvió a preguntar.

-¿Quieres echarme dentro tu jugo de gran hombretón? ¿Que lo lleve en mi interior hasta casa, y así cuando me acueste esta noche duermas calentito en mí?

Mientras el miembro iba recuperando su anterior firmeza, y superándola con creces, Esteban balbuceó una entrecortada afirmación. Begoña se había evaporado sobre la mesa en algún momento sin concretar, y solo quedaba allí una madre desesperada por salvar a su retoño comportándose como una ramera. Sin creerse aún que alguna vez tuviera el valor de hacer algo semejante, y repudiándose a sí misma con los últimos resquicios de juicio, ahora era ella la que se movía ensartándose el pene, que se iba ensanchando y ocupando los más escondidos rincones de su gruta. Volvió a llamar la atención del párroco con la fingida voz infantil que tan buenos resultados le daba con su marido.

-¿Y ya no me vas a pedir que me detenga? ¿Vas a dejarme ser tu mujercita?

Esteban, desenfrenado, parecía haberse restablecido por completo, y la embestía con renovada fuerza, a la vez que Begoña se tocaba los pezones y se esforzaba por seguir sonriendo y manteniéndole la mirada. Gemía con una falsa y exagerada pasión, pero Esteban solamente parecía centrado en su propio placer, ignorando por completo los posibles matices delatores en las inflexiones de su voz. Pero poco a poco, Begoña fue percatándose de que otro sonido estaba apareciendo bajo sus estafadores gritos. En el lugar donde ambos sexos se unían, se estaba produciendo un ruidoso chapoteo. Ella estaba mojándose. Nunca en los años venideros se atrevió a preguntarse si fue producto de la adrenalina del momento, de la abstinencia de las semanas anteriores, o a causa de las ganas que tenía de que él acabara y pudiera irse a su casa. Pero el caso es que se olvidó de con quién estaba casada y de quién estaba entre sus piernas. Notando solamente las sensaciones que el manubrio producía cuando entraba y salía de ella, comenzó a sentir lo que menos había querido sentir hasta entonces: placer. Los gemidos bajaron de volumen y de intensidad, porque ya eran sinceros. No es que Begoña estuviera disfrutando de la experiencia como si hiciera el amor con Lorenzo, y no con un ser aborrecible como aquél. No se deleitaba de un cuerpo, ni del color ni de la textura de la piel que se pegaba contra ella. Ni mucho menos del sudor, que lejos del aroma especiado que conocía por su marido, la asfixiaba con el espantoso olor de la suciedad. Simple y llanamente, estaba disfrutando de una polla en su coño, que despertaba adormecidas sensaciones a la par que los entremezclados fluidos comenzaban a rebosar y a escaparse de su agujerito. Begoña acabó por reír de pura histeria ante el horror de su gozo, y Esteban clavó sus zarpas en los blanquecinos pechos de la mujer, amasándolos como levadura. En los últimos momentos los empellones fueron extremadamente violentos, obligando a Begoña a sujetarse con las manos a la mesa para no salir disparada con el impulso. El cosquilleo del bajo vientre iba creciendo y una ola de pavor subió por su estómago, cuando reconoció los primeros síntomas del orgasmo. Afortunadamente Esteban, salvador y con la cara del color de una sandía, preguntó como pudo:

-¿Niño o niña?

Esto la desconcentró lo suficiente para interrumpir, al menos momentáneamente, su inevitable clímax

-¿Qué?- inquirió ella confundida, sin poder pensar con claridad.

-Vamos, ¡habla! ¡Deprisa! ¿Qué va a ser tu hijo? ¿Niño o niña?

Fue entonces cuando Begoña cayó en la cuenta de una terrible verdad. Le molestaba la pregunta, el porqué estaba claro. Le fastidiaba que la hubiese interrumpido porque ella quería correrse. Todas las normas de sociedad y decencia, los votos hacia un cónyuge, todas las promesas de amor y única correspondencia, la lealtad y confianza que se le otorgaban a una pareja, no eran nada. Cuando el animal que llevamos dentro desde tiempos inmemoriales es liberado de su prisión, las reglas establecidas por el ser humano desaparecen como briznas de paja barridas por un ciclón. Por eso respondió rápidamente, concisa, sin sopesar siquiera la posibilidad de mentir en su anhelo por volver a su mundo de ondulantes placeres.

-Niño.

Pero él no la dejaba en paz, Begoña estaba irritándose. Era increíble como a la hora de la verdad, a Esteban le daba por divagar sobre algo que ella le había contado la vez que la había ido a visitar a su domicilio.

-Pablo lo vais a llamar, ¿verdad, hija?

-¡Si, maldito viejo tarado! ¡Acaba ya de una vez!- enfurecida, se engañaba a sí misma, diciéndose que el motivo de tanta prisa era terminar prontamente con todo y liberar a su hijo del tremendo peso que soportaba. La mayor parte de ella se lo creyó, solo una maligna vocecita oculta en algún lugar apartado de su cabeza, le susurraba que lo que de verdad estaba necesitando era un hombre que la inundara, como desde hacía tanto tiempo nadie hacía. Maldiciéndose, ese pensamiento la llevó a las primeras cotas del orgasmo y la locura.

Fue ahí cuando el rostro del padre Esteban se transformó, convirtiéndose en una mascara grotesca de vileza. Su porcina apariencia dejó paso a un diablo, con una mueca retorcida de triunfo. Levantó murmurando la mano derecha ante su cara con la palma abierta, como si se propusiera dar un golpe de kárate. El pene de él se retorció como una culebra y comenzó a soltar el abundante cargamento, largamente almacenado en sus huevos.

-Pablo, yo te bautizo en el nombre del padre…- nuevos chorros se estrellaban contra las paredes de la vagina de la desaforada chica, mientras la mano alzada del padre comenzaba un descenso perpendicular hacia el suelo.

-…del hijo…-Begoña, horrorizada ante el heterodoxo bautizo del que estaba siendo testigo, intentó cerrar su grifo de lujuria y reprimir su propio orgasmo. Pero el arrepentimiento llegó demasiado tarde. Las añoradas convulsiones de un miembro golpeando una y otra vez contra su aterciopelada cavidad, junto con el abundante y cremoso líquido que la colmaba, fueron demasiado para su maltrecha psique. Traspasó la última barrera y se dejó ir a la deriva, tensando como alambres cada músculo de su cuerpo, apretando con las piernas a Esteban contra ella y corriéndose con furia y asco. En ese momento justo, la resistencia de la luchadora mujer dejó de existir, y fue entonces cuando comprendió que había sido derrotada. El padre Esteban por fin la había poseído. No porque la hubiese penetrado, ni porque hubiese derramado su savia en lo mas hondo de ella, si no porque había destruido su rebeldía y con ella su orgullo, dejándola a la altura de un trapo sobre el cual se vierte el resultado de una masturbación.

-…y del espíritu santo.- Con un movimiento lateral de la mano, completó una imaginaria cruz en el aire. El hombre santo había vencido una vez más en su cruzada. Con el palpitante pene enfundado aún en su agotada vaina y escupiendo los últimos restos de la corrida, él sonreía con una expresión compasiva mientras acariciaba los suaves contornos del cuerpo de la chica, dedicando la misma atención a cada una de sus partes. Había abusado de la mayoría de las mujeres de sus convecinos, pero no recordaba que ninguna de sus victimas hubiese mostrado tanta efusividad ni pasión. Satisfecho hasta el paroxismo, se resistía a abandonar el cálido abrazo que lo envolvía. Al fin la había domado, y de tigresa la había convertido en una sumisa gatita cristiana.

-Has cumplido con creces, hija mía. Eres una buena creyente. Tu hijo ya es miembro del rebaño de Dios

Pero Begoña ya no estaba allí para escucharle. Se había esfumado en algún momento de la noche, barrida por el curso de los acontecimientos. Solo existía una mujer con la mirada vuelta hacia la nada. Finalmente, cuando los jugos de ambos se habían encontrado en un desenfrenado baile orgásmico, y las convulsiones la sacudían como corrientes eléctricas, su mente había traspasado la última puerta. Todo lo que ahora quedaba era un ser vacío, perdido en la inmensidad de un mundo frío y oscuro, ajeno al calor del amor y del hogar que hasta entonces la habían guarnecido.

Esteban oyó una voz hueca, átona y neutra que le ordenaba que se apartara. Él, que ya tenía lo que había deseado desde hacía largo tiempo, obedeció sin reparo. Cuando se salió de Begoña, esta reparó en el templado semen que resbalaba e impregnaba sus adormecidos muslos, yendo a formar un pequeño charco en la mesa, dejando su culo pringoso. No se molestó en lavarse. Se vistió en el más insondable silencio y desapareció por la puerta como un fantasma, con el vaporoso camisón blanco revoloteando a su alrededor.

Esteban caminó hasta el dintel, en donde unas gotas blanquecinas destacaban en el suelo. Pasó el extremo de su muleta sobre ellas desdibujándolas, saboreando aún las mieles y la fresca fragancia de la juventud, que solo en estas excepcionales ocasiones traspasaban el umbral de su casa. Silbó e inmediatamente, apareció un acalorado y agitado Chota dispuesto a limpiar la escena.

VII

La mujer que esa noche recorrió el pueblo a oscuras con las piernas pegajosas hasta recostarse en silencio con su esposo, no era la que se había despertado con el estómago encogido al amanecer de ese mismo día. Lorenzo, que la había visto partir impotente con el corazón en un puño, y que habiendo esperado con desvelo su regreso fingiendo dormir cuando ella se echó junto a él, no reparó en la inmensidad de su pérdida hasta la mañana siguiente. Aún entonces, sirviendo a su silenciosa y apática amada una humeante taza de café, no alcanzó a comprender en su totalidad el daño que se había producido, ni el largo periodo de tiempo que llevaría repararlo. El destruido espíritu de la mujer vagó traslúcido por el mundo en una sucesión interminable de puestas de sol, ajeno a cuanto la rodeaba y apartado de cualquier contacto humano. Aunque para Begoña, que en los años venideros habría de portar en su interior las heridas sufridas y sin cicatrizar, haciendo de ella una persona que Lorenzo no reconociera, solo tres días fueron necesarios para reconstruir los cortantes pedazos de su arruinada alma.

El primero de ellos fue el nacimiento de su hijo, que resultó no llamarse Pablo como habían tenido previsto, si no Consuelo. Hasta ese entonces Begoña, en los últimos días de gestación, no había sido más que una estatua, con un inamovible gesto de preocupación esculpido en su semblante. Se paseaba por la casa como un espectro atormentado, apenas salía al exterior y cuando lo hacía, caminaba por las calles furtivamente con la cabeza gacha, sin pararse para saludar a sus conocidos o conversar con ellos. Huelga decir que no volvió a pisar la iglesia, ni siquiera el día del bautizo "oficial", del cual se encargó de forma diligente y discreta el padre de la criatura, resultando ser una práctica extendida en el pueblo. Lorenzo, antes del alumbramiento, solo veía a la mujer con la que compartía su hogar en dos irreconocibles versiones. En la primera una Begoña ida, ausente, caminaba por la vida envuelta en sus propios y excluyentes pensamientos. En la otra, se deshacía sin motivo aparente en un llanto que, como la lluvia de la región era silencioso, menudo y duraba el resto del día. Palpaba cada poco su ya exagerado vientre con intranquilidad, con temor, como temiendo encontrar algo que no debiera estar allí, o sufriendo por no dar con algo que hubiera de estar. No hablaba, no reía, no miraba hacía ningún otro lado que no fuera el infinito. Lorenzo tampoco dijo una palabra, ni preguntó, ni consoló, ni animó. Ninguno de los dos hizo nada. Hay quien dirá que como marido, él debería haberla ayudado todo lo que hubiese podido. Particularmente, creo que comprendió como nadie cual era la única manera posible de hacerlo, que no era otra que estar a su lado sin ser un inquisidor más.

Pero cuando Consuelo vino al mundo, la parte más honda y visceral de Begoña resucitó. Aquel fue un acontecimiento inmensamente feliz para ambos. Begoña por fin tenía entre sus brazos el tesoro por el que lo había dado todo. Su hija estaba perfectamente sana con todos los deditos en sus lindas y arrugadas manos y pies. Se emocionó al saber que, por lo menos hasta entonces, había cumplido con su deber de madre. Besó fuera de sí la suave cabecita regodeándose por que al final no hubiese sido un varón. Desde el profano bautismo recibido en la casa del párroco, había cambiado radicalmente de opinión en cuanto a las preferencias del sexo de su bebé. Lorenzo, por su parte, tenía la alegría añadida de ver a la reciente madre, por primera vez en mucho tiempo, llorar de felicidad y no de pena. Los ojos de él también se humedecieron. Hombre tranquilo y sosegado, completamente dueño de sus emociones en todo momento, no recordaba ninguna otra ocasión en toda su vida en la que hubiese estado tan cerca de derramar una lágrima.

Pero a partir de entonces, con la inapreciable velocidad de las agujas de un reloj, las cosas volvieron a cambiar, y Lorenzo no pudo asegurar si para mejor o para peor. La parte primitiva y animal de Begoña pareció ser la única que se había podido recuperar de la hecatombe sufrida. Se volvió mala, de arteros propósitos, sibilina y cruel. Irascible hasta el agobio, todo le parecía inapropiado y discutía frecuentemente con su marido, que no alcanzaba a entender el exacerbado y enfermizo sentimiento de índole protector de la madre para con su hija. Apenas dejaba que nadie se acercase a la chiquita, ni siquiera sus familiares. Cuando las continuas excusas no eran suficiente, aguantaba con incomodidad y evidente mal talante las carantoñas que le prodigaban al bebe dormido en su cuna, e invariablemente las cortaba por lo sano transcurrido un breve lapso de tiempo. En los otros aspectos de su rutina, se mostraba rencorosa y desconfiaba por sistema de los demás. Ahora escamoteaba en los puestos del mercado, y la generosidad de la que siempre había hecho gala con los que peor lo pasaban, se esfumó para no volver. Aparte, se convirtió en una de las más asiduas a las reuniones de las tardes con sus amigas, pero solo para difamar ferozmente a quien se pusiese por delante. Hasta las más chismosas y maliciosas de todas se asombraban ante la mordiente locuacidad que empleaba para poner verde a sus más allegados. Criticaba a Lorenzo cuando estaba con ellas, y a ellas cuando estaba con él. Nadie salía bien parado en su caza de brujas particular, ninguno merecía salvarse. Los demás moradores del pueblo, cansados de insultos y engaños, empezaron a darle de lado y a renegar de la taimada mujer. Pero una persona se mantuvo firme e inquebrantable junto a ella, sin juzgarla, manteniendo la promesa realizada ante el altar.

Todo esto nos lleva al segundo día clave en la recuperación emocional de Begoña. Fue la vez que más bajo cayó en su vida, lo cual ya es decir, teniendo en cuenta los episodios narrados anteriormente. Ocurrió una tarde en la que limpiaba el trozo de calle sito frente de la puerta de su casa. El incombustible Chota apareció caminando y cuando la vio con la escoba en la mano, sin arredrarse, comenzó a meterse con ella. Riendo tontamente sus ocurrencias, según era su costumbre, agarraba groseramente su paquete a través del pantalón, zarandeando las caderas en su dirección. De lo que Begoña no tenía constancia, era de la profunda huella que había dejado en el chico, pues él, en todas las ocasiones en las que había espiado los secretos bautizos de su tutor, nunca había sido testigo de una entrega semejante (fingida o no) por parte de ninguna mujer. Normalmente solía dejar en paz a las presas de su cuidador una vez este se las pasaba por la piedra. No era algo premeditado, simplemente se debía a una falta de interés inconsciente, y a que no tardaba en aparecer alguna otra tonta embarazada que remplazaba a la anterior en sus persecuciones. Pero ahora era distinto. El despego involuntario no llegó, cada noche en la cama, antes de dormirse, se tocaba pensando en las temblorosas piernas de Begoña enganchando la oronda cintura del padre y en los gemidos que él había considerado sentidos. En las esporádicas escapadas campestres que realizaba en solitario, gustaba de desnudar su lechoso cuerpo sintiendo en los poros de la piel la fresca brisa de la montaña, y de pie sobre las rocas altas, en un ritual a la vista de cualquiera que por lo que fuese hubiera pasado por allí, vertía su esperma al viento proveniente del mar lejano. Sin molestarse en evitarlo, se obsesionó con la bella y fogosa muchacha que una vez había sido un volcán sobre la mesa que tantas jornadas le había tocado limpiar. La acechaba, y se hacía el encontradizo para tener la oportunidad de achucharla, haciendo que la joven madre le mostrase sin percatarse de ello, una pequeña chispa del fuego que lo había convertido en adicto. Esta vez no estaba siendo diferente, por lo menos hasta que de sus labios salieron palabras que, por su propio beneficio, no deberían haber salido.

-¡Zorra! ¡Chúpamela, guarra! ¿La quieres? ¿La quieres?- repetía sin cesar adelantando la pelvis hacia ella, mientras con la mano endurecía su pene por encima de la ropa.

Begoña, dedicada a su tarea como si no lo oyera, se mantenía sin levantar la cabeza ni tan siquiera mirarlo. Pero los nudillos que agarraban su instrumento de labor estaban blancos como el papel. Su odio no había hecho más que crecer desde el fatídico día en que había sido forzada, y al no poder volcarlo en alguien poderoso, intocable, lo vertía sin darse cuenta en la patética figura que danzaba en esos momentos a su alrededor. El padre Esteban, por lo menos, la había dejado en paz después de conseguir su propósito, pero el mocoso la agobiaba aún más que antes, impidiéndole olvidar el traumático y vergonzoso suceso. Por eso, la depredadora en la que se había convertido, clamaba venganza, devorada por la sed de sangre adolescente. Lamentablemente, un obstáculo pedregoso se interponía en sus ansias de retribución. Le tenía miedo. Le daba una rabia terrible reconocerlo, pero ella temía a ese chico desgarbado, delgado pero con extremidades fibrosas y ligeras, siempre dispuesto a cualquier cosa para salirse con la suya, incluyendo la violencia. No estaba segura de salir bien librada en un enfrentamiento directo. Quizás pillándole desprevenido, en un momento que no se esperara… pero era arriesgado. Día tras día, y humillación tras humillación, se devanaba los sesos buscando la solución al problema, pero esta nunca llegaba, puede que porque no la buscara con la suficiente determinación. Se consolaba pensando que alguien, tarde o temprano, acabaría dándole su merecido pero, la Begoña menos cobarde y más ambiciosa, rumiaba planes de todas las clases para tener el gusto de ser ella quien lo hiciese.

-¡Te la voy a meter, y padre algún día se la meterá a tu hija! ¡Chúpamela!- el Chota celebró su desacertada frase con unas estruendosas carcajadas, como si hubiera contado el chiste más gracioso del mundo. Aunque seguidamente, se quedó un poco parado, ya que no se esperaba que Begoña levantara sus ojos hacia él y también sonriera con complicidad. Lo que el incauto muchacho no se figuraba, era que le había servido en bandeja a la chica la excusa perfecta para olvidar todos sus miedos y arriesgarse a improvisar. Ella dejó la escoba apoyada a modo de guardián contra el marco de la puerta y palmeó su falda para quitar el polvo acumulado.

-¿Quieres que te la chupe?-se quedó un rato como pensativa y terminó- ¿Por qué no? Ven, acércate entonces.

Tras soltar estas últimas palabras y hacerle señas para que se acercara, Begoña dio media vuelta y se encaminó hacia el interior del hogar. Como no hubiese cerrado la puerta, el Chota podía verla dentro, esperando pacientemente con los brazos cruzados bajo sus senos rebosantes de leche materna.

Él quedó petrificado. Era inútil que intentara moverse, no lo consiguió debido a la sorpresa, y a que su desarrollado instinto animal había encendido una visible luz de alarma en su cerebro, aconsejándole desconfiar del repentino cambio en el humor de la habitual victima de sus burlas. Pero olvidó todas sus dudas cuando ella, con una sonrisa radiante que enseñaba sus blancos dientes, desabrochó la parte delantera de la humilde blusa descubriendo sus pechos como cisternas, con los agigantados pezones apenas ocultos por las copas del sostén. El abdomen parecía haberse recuperado del parto con asombrosa rapidez algo que, siendo ella delgada por naturaleza, no era del todo descabellado. Aún así, su cuerpo había cambiado. De las suaves y casi invisibles curvas juveniles que habían caracterizado a Begoña, poco quedaba ya. Para lo que la chica había sido, grandes ubres y generosas caderas le daban ahora un aspecto de mujer hecha y derecha, lo que la hacía más apetecible para el Chota. Enfebrecido de lujuria, desechando toda precaución, fue al encuentro de la provocadora hembra que lo esperaba desafiante, retándolo a acercarse y a apropiarse de cuanto deseara.

Al llegar a la altura de la muchacha, alargó sus manos para atrapar entre ellas los carnosos pechos, mostrando sus sucios y negros dientes en una estúpida expresión. Begoña, liberó sus mamas como pudo de la prisión que los mantenía en su lugar, y el Chota se lanzó cual poseso para lamerlos y aspirarlos como si de un biberón se tratara. Actuaba de la misma manera que un perro famélico ante un plato de comida, saboreando su refrigerio antes de que algo imprevisible pudiese apartarlo de su manjar. Deslizó una de sus zarpas por la cintura de la falda, tocando y estrujando el sexo de la morena, en donde metió bruscamente sus huesudos dedos hasta lo más profundo, arrancando de ella un gemido de congoja. Begoña lo apartó diplomáticamente, tratando de no enojarlo.

-Tranquilo, fiera. Déjame hacer a mí.- dijo la rapaza empezando a acariciar la abultada bragueta, mientras intentaba disimular la grima que le daba el aspecto del sobón.

Ajena a lo que sucedía, Consuelo dormía plácidamente en un rincón. La preocupada madre, temía que en cualquier momento la niña despertara y entonara uno de los súbitos lloros, interrumpiendo lo que se tenía entre manos (nunca mejor dicho). La intranquila esposa, echaba cuentas mentalmente del escaso tiempo que le restaba antes de que Lorenzo volviera del trabajo y la sorprendiera en tan engorrosa situación. Ya que lo había empezado, quería acabarlo. Era ahora o nunca, ya que habiendo servido de acicate la predicción del Chota en cuanto al futuro de su hija, estaba segura de no poder volver a reunir de nuevo el valor necesario para realizar esta empresa.

Así que sin más demora, prescindiendo de preámbulos, ya que estaba convencida del alto grado de excitación del chiquillo, arrodillándose ante él con la blusa abierta mostrando sus pechos, le bajó el engorroso pantalón hasta los tobillos y liberó la rígida herramienta, que saltó como un resorte. La tomó entre las palmas de sus manos y sonriendo divertida la engulló ante el deleite de él, que echando la cabeza hacia atrás, se apoyó en la mesa para no perder el equilibrio. Y allí estaba ella, en el mismo lugar donde le había regalado a su esposo semejante obsequio. Pero si olor del padre Esteban la había desagradado en su momento hasta el punto de hacerla vomitar, ahora echaba de menos ese aroma a sudor seco y envejecido del maduro hombre, una delicia en comparación al embotador perfume actual. La suciedad incrementada durante meses, plasmada en los marrones cercos que surcaban el tronco del pene, el fétido efluvio derivado de los arqueológicos restos acumulados de orín, y el hecho de que en ese momento el órgano pareciera sufrir un resfriado, debido al reguero constante de mucosidad que evidenciaba, hicieron vacilar a Begoña. Pero la oportuna descarga de adrenalina que una vez la había auxiliado bajo las embestidas del padre Esteban, acudió otra vez para convertir una deshonrosa derrota en una amarga victoria. Armándose de valor, y desconectando sus sentidos de la consciencia, se amorró al enhiesto caño, seccionando con el rostro el inacabable hilillo acuoso que manaba de él. En su barbilla, los restos de la gotera que había cortado formaban un tosco signo de interrogación. Echó rítmicamente su cabeza hacia delante una y otra vez, sin detenerse casi ni a respirar, tal era su prisa. Su boca se llenaba constantemente de espeso líquido que ella, en su afán de aprovechar el poco tiempo de que disponía, dejó fluir por su garganta sin objeción alguna. Cada envío hacia su estómago le reportaba arcadas incontrolables y difíciles de encubrir, ya que era como beber directamente de un desagüe. El Chota, que en muchos aspectos era más despierto que su propio mentor, sin dejarse influir por el placer al que estaba siendo arrastrado, escudriñó receloso a su benefactora, dispuesto a actuar a la menor señal de peligro. Begoña se sorprendió al corroborar que, en cierto modo, el enjuto muchacho se comportaba verdaderamente como un perro callejero; desconfiado y astuto. Por tanto, le devolvió una acuosa y afectuosa mirada, con sus mejillas manchadas por lágrimas de puro asco; pero lo que es más importante, con una sonrisa dibujada en los labios cerrados sobre la polla del chaval. Las manos de la mujer lo acariciaban, repasando sus costillas escondidas bajo la camiseta. Su cabeza botaba sobre la pequeña vara hasta tragársela entera, tocando con su nariz el torso del Chota cada vez que la ocultaba enteramente en su cavidad. Este, podía sentir la suave humedad algodonosa mimando su glande, y en sus piernas como bastones, las tetas de la chica golpeaban en su continuo vaivén de atrás a adelante.

Le hizo saber a Begoña lo que anhelaba, señalando su vagina oculta bajo la falda y el calzón. Como esta negó sonriente, zarandeando su polla con los apretados labios de un lado a otro, el Chota comenzó a impacientarse y a desconfiar de nuevo. Volvió a indicar con el índice el motivo de su deseo y chilló de forma caprichosa, infantil.

-¡Dentro! – ordenó con las mejillas encarnadas, y no solo de excitación. Begoña, que empezó a sentir como se iba diluyendo en su organismo el efecto de la química reacción, que la había impulsado a acabar entre las piernas de un mancebo, temerosa de que las cosas se le fueran de las manos (nunca mejor dicho otra vez) o de que llegara su marido, probó la carta que nunca le había fallado.

-¿No quieres acabar ya, y mancharme la cara y las tetitas, como quisiste hacer el otro día en la iglesia? Ahora me apetece… ahora yo te dejo hacerlo, mira.- Lamentablemente, su tono aniñado e inocente no tuvo el resultado esperado en un mozalbete que lo último que necesitaba era recordar a las planas y chillonas niñas de su edad, que siempre que se topaban con él, se reían y le insultaban, mientras los guajes que las acompañaban le tiraban piedras o le amenazaban con partirle todos los huesos. No, eso no iba con el Chota, él quería mujeres de verdad, maduras y formadas. Hay una regla que dice que todos deseamos con más ansia lo que no podemos tener. Juan Miguel, alias "el Chota", deseaba a las madres.

-¡Dentro!- volvió a insistir.

Begoña, que empezaba a ver en él un amenazante brillo sicótico en sus ojos, se jugó una última baza al borde el pánico.

-¿Prefieres que me lo beba? ¿Me dejas que me lo trague todo y que te lleve aquí dentro como a mi bebe?- se tocó al abdomen que había servido de hogar a Consuelo antes de venir al mundo.

Sin saberlo, había dado con la tecla exacta que hizo titubear al persistente Chota. Ella, cuyo instinto animal también se había desarrollado a la par que su malicia durante el tiempo posterior al parto, rápidamente captó sus tribulaciones. Succionando con fuerza, moviendo a la velocidad del rayo su lengua por los resquicios del pene del chota, masturbándolo con una mano y con la otra envolviendo suavemente la bolsa de sus huevos, llegó a la segunda parte del improvisado plan.

El Chota no tenía la experiencia ni el autocontrol del padre Esteban, y antes de poder refrenarse a él mismo o a la sedienta alimaña que se revolvía entre sus piernas, vertió sin remisión todo lo que había acumulado hasta entonces en sus testículos. Hubo un momento en que Begoña no pudo reaccionar, sin atreverse a hacer lo que había decidido. Pero entonces saboreó el horrendo engrudo que pululaba por su boca antes de ir a parar garganta abajo y miró al Chota, el cual temblaba como una hoja al viento, perdido en un universo de placer personal. No había pasado por esto para ahora quedarse de brazos cruzados, así que apartándose con cara de asco de la manguera que seguía escupiendo su aborrecible carga ahora sobre su rostro, cerró con todas sus fuerzas, hasta clavarse las uñas en su palma, la mano que había estado sujetando delicadamente las frágiles bolas del Chota. El pobre se retorció como una culebra con los ojos en blanco, pero esta vez de dolor, mientras lanzaba un gutural gruñido por la boca, de la cual se columpiaba un hilo de baba.

Las rodillas de Begoña crujieron cuando esta se levantó con una agilidad pasmosa y fue hacía el cercano fogón. Agarró el metálico atizador que descansaba colgado de un gancho y volvió sus pasos hacia el Chota que, acurrucado en el suelo, no fue consciente de lo que se le venía encima. Levantó la rústica arma por encima de su cabeza y sin pensar, ni ver que lo que estaba hecho un ovillo entre sus pies no era más que un crío, lo descargó con toda su furia sobre el enrollado montón de carne. Un alarido agonizante e inacabable inundó la habitación y atemorizó a Begoña, pues era seguro que semejante grito habría sido oído a una considerable distancia. Lo cortó en seco con un poderoso mazazo en la descubierta cara. Así como antes el Chota había magreado su cuerpo ansioso, al ser desconocedor del tiempo de que disponía para poder hacerlo, ahora la muchacha se comportaba de igual manera. Azotó una y otra vez la débil masa que yacía debajo hasta que la cilíndrica barra acabó por doblarse visiblemente. En su alocada carrera de cruentos topetazos, traspasaba todo su rencor y dolor con cada impacto, que iban dejando grotescos surcos de sangre y carbón dibujados en la blanca piel, y rompía los huesos con sucesivos sonidos como de una rama al romperse, mientras la sangre iba formando un oscuro charco alrededor. Solo dejó de aporrear al maltrecho muchacho cuando, por fin, una mano detuvo su brazo en alto. Miró asombrada a su marido, que la contemplaba lleno de pavor. Entonces, sin respiración y con los músculos ardiendo desde su hombro hasta sus dedos, Begoña observó la inerte figura, desparramada en una posición inverosímil e imposible para cualquier ser humano.

Lorenzo, alertado al igual que sus vecinos por el estrépito que venía desde el interior de su casa, había recorrido los metros finales hasta la entrada casi sin que sus pies tocasen el suelo. Cuando tuvo ante sí la dramática escena, había llamado a voces a su mujer, que enajenada como estaba, ni se había dado cuenta de su presencia. Podría haber sido el cabo Velasco con el retén de la guardia civil en pleno el que hubiese aparecido, que no por ello su esposa se habría detenido. Los pechos al descubierto de Begoña se movían con cada golpe, y el chaval a medio vestir se quebraba bajo la lluvia de mamporros. Cuando misericordiosamente, el atizador cayó al suelo con un sonido sordo y ella desapareció como una centella, portando a su hija que ahora lloraba desconsolada hacia el interior de su aposento, Lorenzo se agachó para comprobar si el Chota aún respiraba mientras las cabezas de los curiosos asomaban por la puerta.

Fueron las últimas semanas que el matrimonio pasó en el pueblo. Todo el mundo acabó por enterarse de lo que había acontecido aquella tarde, y la presión vecinal llegó a ser tan fuerte, que decidieron que lo mejor para ellos y sus futuros hijos era mudarse a la ciudad. Lorenzo recurrió a su padre, y en una época en la que el dinero obraba milagros, untando los bolsillos adecuados, consiguió que no prendieran a Begoña. El padre Esteban se conformó con la repentina donación a su iglesia y no presentó denuncia, ya que ni él mismo tenía el apego suficiente al Chota para evitar que mirara hacia otro lado con las manos llenas. De todas maneras, consideraron que era mejor desaparecer del hogar que los había visto nacer, a fin de acallar las cada vez mas extendidas habladurías. Posteriormente, la joven pareja tuvo noticia del destino del muchacho que, a duras penas había sobrevivido a la paliza. Por lo visto, había pasado meses enclaustrado en un sanatorio, curando las tremendas heridas que había sufrido. Allí cogió la polio, que ralentizó su recuperación, destruyendo parte de su capacidad motora. Por si fuera poco, las más aparatosas fracturas nunca llegaron a solidificar de la forma conveniente, y se contaba que ahora el párroco y el monaguillo formaban una extraña pareja de tullidos que zigzagueaban por las calles.

En su nuevo hogar, Lorenzo y Begoña pasaron años lacónicos y difíciles, con un invisible muro separándolos, impidiendo la fluida comunicación y la confianza que siempre hubo entre ambos. Ella, liberada por fin del odio y del rencor, pero atormentada por la culpa y el desamparo, veía a su hija creer con una amarga apatía. En sus pesadillas volvía a tener bajo sus pies el roto cuerpo del Chota, con brazos y piernas formando ángulos inauditos. Se repudiaba a sí misma e incluso llegó a tenerse miedo, con la sospecha de que en alguna ocasión podría herir a las personas que más quería. Había demostrado poseer en su interior el mismo carnívoro insaciable que habitaba en el padre Esteban y su sirviente, y tenía la convicción de que la gente como ellos no cambiaría nunca, portando el mal consigo para siempre. Por ello, caía frecuentemente en largas depresiones, negándose una felicidad de la que no se consideraba merecedora. Lorenzo continuaba amando, no la mujer que era ahora, si no la que había sido antes. Puede que resulte duro mencionarlo, pero no se puede amar a alguien a quien no se conoce, aunque él esperó pacientemente a que surgiera algún prodigio que hiciera regresar a la chica de antaño. Fiel a sus principios a pesar de todo lo acaecido, perseveraba en su fe ciega de que el curso de la vida era como las corrientes del mar, que por mucho que te arrastrasen hasta lo más profundo, tarde o temprano te devolvían a la orilla. Por tanto, no hubo interrogatorios ni reproches.

VIII

Es posible que Begoña nunca se hubiera reencontrado con la plena felicidad, de no haber acontecido en su vida los hechos que marcaron el tercer día determinante en la reestructuración de su antigua alma mancillada. Cuando tocaron a la puerta de su céntrico pisito, fue hacia ella sin esperar nada especial, imaginando al otro lado a un vendedor ambulante intentando ganarse su comisión diaria. En su camino, tropezó con una entretenida Consuelo, que tumbada boca abajo en el piso, pintaba garabatos en su sobado cuadernillo. La niña sonrió traviesa mientras su madre la reprendía cariñosamente, revolviéndole el negro cabello. Al abrir, pensó en un principio que no se había equivocado, ya que apareció ante ella un apuesto joven con un raído sombrero, y un traje marrón de baratillo que se ajustaba de modo nervioso. Solo al ver en el desconocido rostro una expresión perpleja, se dio cuenta de su error. El chico, que no debía llegar siquiera a la veintena, descubrió su testa con respeto y balbuceó sorprendido al verla.

-¿Begoña?... Dios mío, estas estupenda.- tartamudeó transpirando de forma profusa y retorciendo sus manos nerviosamente, sin cambiar ni un ápice la posición de sus piernas.

-Perdón… ¿nos conocemos?- respondió extrañada y ligeramente intranquila.

-Disculpe, ¿Qué ha sido de mis modales?- se excusó él apartando un pelirrojo mechón de su frente con trémulos dedos. Permanecía rígido, clavado como una estatua a su pedestal, sonriendo con un gesto un tanto carente de lucidez. Begoña entornó los ojos, ya que esa risa le recordaba algo que no era capaz de ubicar.

-Soy Juan Miguel- terminó por aclarar el singular visitante.

Begoña se quedó boquiabierta. Su cuerpo empezó a temblar mientras las imágenes de su pasado afloraban de nuevo en su cabeza. Temerosa, preguntó con voz quebrada, dando un paso atrás y llevándose una mano al pecho. La otra la extendió a la altura de la cintura, en un acto reflejo de protección para con su hija, que miraba curiosa tras ella.

-¿El Chota?

Él suspiro resignado y paciente antes de confirmarlo.

-Así me llamaban en el pueblo.

Sin perderle de vista, Begoña ordenó a Consuelo que se fuera a su habitación.

-Pero mamá… empezó a protestar la cría, con el universal espíritu de contradicción que tienen los niños. El autoritario tono de su madre la cortó bruscamente.

-¡Ahora! ¡Y sin rechistar!

Consuelo, que a pesar de su corta edad, ya tenía conocimiento del áspero carácter de su madre, se alejó con un mohín, y arrastró sus pies con desgana por el salón hasta dejarlos solos.

-Es muy guapa- comentó el joven de forma cortés.

Puede que Begoña hubiese entendido otra cosa, porque se volvió hacia su persona visiblemente amenazadora.

-¿Qué haces aquí y qué es lo que quieres? ¿Cómo me has encontrado?- interrogaba con los dientes y puños apretados.

Fue Juan Miguel ahora, visiblemente azorado, quien retrocedió.

-No, no. Por favor, no me interpretes mal. Estoy aquí porque tu madre me dio la dirección. Llevo mucho tiempo deseando hablar contigo. He pensado en como sería este momento una y otra vez, pero ahora que ha llegado, sinceramente, no sé como empezar.- El chico hacía rodar su arrugado sombrero entre las húmedas manos, a la par que bajaba la vista abrumado ante el gélido silencio de la mujer. Finalmente, pareció sacar fuerzas de algún lado para continuar.

-He venido a… disculparme.- Ante esa confesión, Begoña abrió los ojos, asombrada e incrédula por lo que oía. Pero él no había acabado aún.

-Nunca tuve el derecho a hacer lo que te hice, ni siquiera me excusa que mi tutor fuera un degenerado. No puedo culpar al mundo por lo que fui, ni siquiera escudarme en que era un niñato sin sentido, por mucho que lo desee. Sé que has sufrido mucho por mi causa, que te lo he hecho pasar muy mal a ti y a tu familia. Y el único responsable soy yo. Solo vine a decirte que llevaré esa carga hasta que me muera, y que lo siento… lo siento mucho. No sabes lo que me arrepiento de aquellos días, espero que alguna vez puedas perdonarme

La emoción impidió continuar al muchacho, que se restregó el índice y el pulgar de una mano por los ojos, abortando sus lágrimas. Begoña se sentía como si la hubiesen golpeado con una maza, atontándola y embotando su capacidad de raciocinio. ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Había pasado tanto tiempo… y ella también había tenido que cargar con la culpa esos años. Por otra parte, los fatídicos días de antaño cada vez estaban más lejanos, y ahora, ante ella, únicamente quedaba un chico lloroso, lleno de remordimientos, y sin el menor rastro de ese insano brillo en los ojos que tanto la había acobardado entonces. ¿Qué hacer? ¿Cómo decidir en tan poco tiempo? ¿Por qué ella misma se encontraba al borde del llanto? Pero sí, había algo que necesitaba saber, una respuesta a la pregunta que sin piedad, la atormentaba cada instante de su vida.

-¿Tu cómo estás? Decían en el pueblo que habías quedado… mal…después de…-

Juan Miguel rió antes de sorber ruidosamente por la nariz. Begoña comprendió entonces que bajo ese sombrero y humilde traje no seguía habiendo más que un muchacho.

-Bien, estoy bien. ¿Acaso no lo ves por ti misma? Toda esa historia no fueron más que habladurías, ya sabes lo mala que es la gente.- Al decir esto último, volvió a bajar la vista avergonzado.

Pero Begoña no se dio cuenta. Estaba sumergida bajo una inmensa ola de alivio y alegría, al verse libre por fin de los miedos y la culpa que la habían atosigado hasta entonces. Su visión se onduló hasta quebrarse, y mientras vertía por ellos las últimas gotas del veneno que la había estado royendo por dentro, le pidió perdón por las heridas que le hubiese podido causar. Seguidamente, quiso invitarlo a pasar para saber que había sido de él en todo ese tiempo, pero el chico rehusó educadamente alegando que unos asuntos le requerían en otra parte, y que pronto pasaría para visitarla otra vez si ella no tenía inconveniente, para informarla de su trabajo y de su nueva vida. Begoña, eufórica como estaba, aceptó encantada y tras insistir en la invitación lo que indica la cortesía, lo despidió con dos sonoros besos en la mejilla, que el aceptó reticente sin moverse del sitio, sudoroso y rojo como un tomate.

Tras cerrarse la puerta ante él, Juan Miguel, antiguamente conocido como el Chota, se apoyó exhausto con ambas manos en el marco. Sus temblorosas piernas apenas podían sostenerlo ya, hasta el punto de hacerle creer en los últimos segundos de la reciente conversación que se derrumbaría sin remedio. De haber durado esta un minuto más, así habría sido sin duda. Cogió el bastón que lo esperaba apoyado discretamente contra la pared, fuera del alcance de la vista de cualquier persona que hubiese estado al otro lado de la puerta, y caminó lentamente por el vestíbulo hacia las odiosas escaleras. Cada peldaño fue una tortura y una proeza, ya que se movía de forma cansina, con grandes giros de su destrozada cadera y sus enfermas piernas. Cuando salió a la bulliciosa calle parpadeó ante la repentina claridad solar y, oteando el fresco aire del mar, se alejó para no volver jamás. Nunca volvió a ver a Begoña, ni ella tampoco a él.

Lorenzo, que esa noche venía de una agotadora jornada laboral, se encontró al llegar a casa con algo inaudito, un sonido que no recordaba cuando fue la última vez que lo había escuchado. Begoña se paseaba por la casa entregada a sus quehaceres diarios, sin darse cuenta de la llegada de su cónyuge. Él la vio sonreír de forma animosa a su hija, que la contemplaba fascinada, descubriendo una cualidad de su madre que para ella siempre había estado oculta. La dulce y melodiosa voz de la mujer se expandía por todos los rincones del cálido hogar. La esposa que una fría noche se despidió de su marido protegida por una gruesa manta, había vuelto y doblaba ahora cuidadosamente la ropa de su hija mientras cantaba, con la plácida luz anaranjada de un atardecer de verano reflejada en sus cabellos.

Ante todo, a los que hayan llegado hasta aquí, agradecerles el tiempo dedicado a leer mi relato, y desear que les mereciera la pena. Para los lectores que simplemente se dediquen a disfrutar de una historia, sin preocuparse de los pormenores que pudieran echar a perder su posible morbo, recomiendo que consideren este párrafo como el final de su camino. Pero para las personas que tengan por costumbre ver los reportajes del "como se hizo" después de ver una película, desvelaré los entresijos de los hechos que nos han traído hasta aquí, descubriendo los aspectos reales e inventados de mi recreación. Así que ahora mismo procedo a destripar el cuento. Dense por advertidos, que ahí va mi confesión.

El padre Esteban y el cabo Velasco vivieron realmente, pero he cambiado los nombres. Los demás apelativos son los originales. Begoña, Lorenzo, Consuelo fueron de carne y hueso, así como sus familiares, aunque seguramente no hayan pasado por los trances aquí descritos. Las amigas de Begoña son falsas. No quiero decir que nuestra protagonista no gozara de amistades, pero no esas precisamente, ni tan chismosas (o quizá si, vayan a saber). El Chota nunca existió, y todo lo relativo a él no es más que pura fantasía. Casi acabo antes diciendo lo poco de lo que tengo constancia con seguridad. Únicamente sé que el cura del pueblo acosaba a las mujeres y se aprovechaba de las que podía. Mi antepasada fue una de sus victimas, estando embarazada de su primera hija. Casi todo lo demás solo fueron "licencias literarias". Espero que comprendan que, como dije al comienzo, me resultó demasiado complicado averiguar los detalles de tan delicada situación, de la que tuve conocimiento en una charla entre mi madre y su hermana. Como desagravio, les confiaré un detalle cuanto menos interesante. El hombre que aquí he llamado Esteban murió de un infarto a los pocos años de dejar Begoña el pueblo. La mala vida, las pantagruélicas comilonas y sobretodo el alcohol que tanto le gustaba finalmente acabaron con él. Puede que así no les diga nada. Pero si lo unen al hecho de que siempre se emborrachaba hasta caerse de forma gratuita en el mismo bar, en donde le invitaban a grandes cenas, y que una mujer que había sufrido sus abusos, madre de una preadolescente, era la encargada del local y siempre se ocupaba de que su vaso nunca estuviera vacío, igual acaba siendo revelador. Esto, sí puedo prometeros que es cierto y es más, acabó convirtiéndose en algo así como una leyenda del lugar. Mi madre me contó que siempre se comentó que marido y mujer habían estado juntos en el ajo, matando lentamente de la única forma a su alcance, al hombre que más adelante haría con su hija lo que había hecho con la esposa si no era detenido. Así que con sangre fría y tragando bilis con cada pinta servida, le sonrieron día tras día, dejándose parte del patrimonio con el fin de envenenarle lentamente. Tras la defunción del odiado párroco los rumores corrieron como la pólvora, bendiciendo al negocio familiar con fama y fortuna. Rebuscado, ¿verdad? Como ven, la realidad siempre supera a la ficción. Ese local todavía hoy puede ser encontrado. Regentado por los nietos, subsiste gracias a glorias pasadas en algún lugar cercano a la autopista A-66.