El barrio y su gente (2)
Un equívoco ladrón, un cincuentón discreto y una enfermedad terrible.
El Barrio y su gente II
La casa de los Schiavo era de planta antigua, con cuatro grandes habitaciones con puertas hacia un corredor galería y otra cuya puerta enfrentaba el portón de hierro de la entrada. En esta última estaba el comedor diario y la cocina, así como una puerta de acceso al baño al que originalmente solo podia entrarse por fuera desde el patio trasero. Al costado de la galería un enrejado de madera prestaba abrigo contra el viento y la lluvia, además de sombra. Prendida como zapa al tal entrelazado, una planta de jazmín oloroso y minúsculo daba todavía más frescura a las horas de la siesta veraniega.
En esa casa, luego de la muerte de la madre, sólo vivían Aida y Atilio, dos cincuentones solteros. Ella, que era la menor de las hijas, era llamada Aidita. Y a su hermano, Nene. La hermana mayor, casada con un médico veterinario y llamada Erminda, vivía en otro lado.
Como en un barrio todo el mundo se conoce -al menos era así hace cuarenta años- cualquier movimiento sospechoso era notado y causaba alarma, curiosidad o conversaciones en la feria, el almacén del armenio o la carnicería de don Evaristo, el gallego que además de buena carne y modales de caballero, tenía un dependiente del que todas las vecinas miraban con manifiesta gula.
Cierta mañana temprana de junio, ya frío y húmedo, doña Renée que venía del expendio municipal de leche luego de asistir a misa de seis, sorprendió saltando el murete que separaba la casa de Aidita de la de don Luis, a un muchachón moreno mal entrazado que salió corriendo en dirección contraria al verse sorprendido.
Esperó una hora prudente, y como su patio daba por contiguidad con el fondo de los hermanos, se encaramó en un banco de tres patas y asomándose por el borde llamó con voz aguda a su vecina.
-¡Buenos días, Aidita! dijo sin darse aliento- Ay, estoy de nerviosa...Fíjese si no le falta alguna herramienta del galpón o algo que hayan dejado fuera. Cuando volvía.....( y narró narró con detalle minucioso toda la aventura de la madrugada, hasta la expresión furtiva del muchacho cuando huía.)
Presa de angustia, Aidita dio voces llamando al Nene para saber si había escuchado algún ruido, porque la vecina había sorprendido un ladrón que saltaba su muro. Y las huellas en el barro húmedo del jardín no desmentían...marcas de zapatos muy grandes eran bien notorias, asi como su impronta en el sendero de cemento de don Luis.
El pánico corrió entre el vecindario como un reguero de pólvora: un ladrón andaba suelto y había que trancar las casas y cobertizos traseros a cal y canto para evitar pérdidas sustanciales. No se habló de otra cosa por meses, ya se ve de lo que ocupaba en aquellos días la mente del vecindario.
El ladrón no dio siquiera señales aunque muchos varones del barrio le esperaban con la escopeta cargada a mano para abatirlo sin lástima apenas apareciera, y las mujeres salían con silbatos por si se lo encontraban por la calle.
El siguiente verano en una bella noche de enero Doña Renée y su marido llevaron a sus hijos a un espectáculo de teatro callejero en el Parque Rodó. Entre el público, muy apretadito mirando el desarrollo de la obra, el mozo que había entrado a robar en casa de Aidita y dejado sus huellas, con una persona atrás que le pasaba el brazo sobre el hombro como si se tratase de un hijo o sobrino...o amante en un sitio público. Doña Renée alertó a su marido y ambos dirigieron de nuevo una mirada en esa dirección para descubrir, confundidos, que quien abrazaba familiarmente al raterillo era el propio Atilio, el Nene.
El marido de doña Renée que no era lento por cierto, ató cabos: no se trataba de un ladrón, sino de una relación que Atilio tenía y escondía de la maledicencia.
Un tiempo después Atilio comenzó a adelgazar. Era un hombre robusto, grueso y sanguíneo y en poco tiempo pasó a pesar la mitad. En sus brazos y cara mostraba moretones que se iban ennegreciendo al paso de los días. Ese noviembre murió, siendo velado en su casa, como en aquél tiempo de mi adolescencia correspondía.
Junto al cajón oscuro, cerrado para que nadie viera el deterioro de sus últimos días, Aidita y el supuesto ladrón lloraban su pena.
Desde la acera, ni bien se escuchó detenerse el motor de un auto más gritos: era Erminda que venía recién exteriorizando su dolor.
Nunca se la había visto durante la extraña enfermedad que en menos de un año se llevó al hermano. Con aire compungido y despectivo hizo levantar al muchacho que, discretamente, salió a fumar a la galería.
Se sentó muy digna y derecha en la silla aún caliente frente al féretro y sacando un pañuelo muy blanco para secarse las lágrimas con su mano pecosa y enjoyada, sin importarle la cantidad de testigos que permanecían en el recinto, preguntó:
-Y bien, Aidita, ¿cuánto me toca de lo que dejó este maricón?