El balcón de la calle Rivadavia
Le gustaba masturbarse en su balcón, espiando a otras ventanas o a la gente que pasaba por su calle.
14 de Abril de 1999. Ciudad de Buenos Aires. El ferrocarril que une la Estación de Constitución con Mar del Plata y debía anunciarse 14:15 hs. llegó a eso de las cinco de la tarde. Tomás, que no había dormido en toda la noche por la ansiedad, que viajaba desde las 06:50 AM, que ahora por fin estiraba las piernas y que desorientado caminó hacia donde todos caminan porque sería la manera más fácil de encontrar la salida.
Tomás, que había terminado Turismo en la Universidad y que fue empleado en la concesión de un balneario seis temporadas de verano, que en invierno cocinaba en el restaurante de sus padres. Tomás dejaba veintisiete años de vida en Santa Clara del Mar y los guardaba en un bolso pequeño que hoy arrastraba en el subterráneo de una ciudad enormemente desconocida, sin mar para surfear y sin playa para ver atardeceres, pero con todas las posibilidades de progresar trabajando en algo que había estudiado y que en Santa Clara, por ser tan pueblo y por ser tan chico, no tenía progreso. Eligió Buenos Aires porque se llegaba en tren y el pasaje no era caro. Y porque le seducía la idea de cambiar la monotonía de Santa Clara por unas noches porteñas y otros domingos en la cancha de Boca. A él, lo alumbraban las grandes ciudades, sonreía, se iluminaba y también, sin reconocerlo tanto: se asustaba.
A las seis de la tarde dejó el subterráneo y caminó por la Av. De Mayo. Conoció la plaza, vió como el sol caía sobre el Cabildo de la Revolución histórica y a los granaderos marchando hasta el mástil del centro. Vió la bandera celeste y blanca flameando sobre las pintadas que sin querer pisó, y se llenó de vergüenza, que dibujadas en el asfalto simbolizan los pañuelos que usan las Madres.
Le causo mucha gracia la velocidad en el paso de la gente, que iba y venía por la peatonal Florida. Notó las diferencias como nunca en su vida: trajes, trajes caros, trajes baratos y arrugados, trajes negros, a rayas, escoceses....zapatos negros todos que brillan, todos nuevos....mujeres, rubias, altas, gordas, teñidas de rojo muchas, vestidas muy provocativamente todas, mujeres feas pero con ropa que calienta, negras de la alta burguesía, chicas con uniformes escolares, con uniformes de trabajo, con camisas desabrochadas y pechos ajustados, colas bien paradas...y chicos, desnutridos, vagando, pidiendo, jugando entre ellos...ancianos lustrando zapatos a otros que leen el diario mientras...jóvenes con aires de comunistas vendiendo revistas, porteros de edificios calientes exagerando las minas que pasan por sus ojos....todo un mundo nuevo, alucinante, agobiante y tan pero tan distinto, a las tardes que la arena blanca de Santa Clara lo encontraban recostado sobre ella, con frío o con calor, no importaba. Sólo era él, el cielo apagándose y las luces de la Ciudad vecina que en verano vivía una locura parecida a lo que el estaba viviendo ahora. Caminó por Rivadavia hasta un hotel familiar, alquiló una habitación pequeña con el piso de madera, una cama de dos plazas y una mesita de luz por 320 pesos. Y con un balcón con dos grandes puertas de madera podrida que lo dejaba tan sólo como el quería, frente a los demás balcones que esconden la vida de lo que pasa en esta nueva ciudad.
A Tomás lo despertó la noche, el viento que abrió las puertas del balcón, y un bar en la calle de en frente, donde entraban hombres solos y salían acompañados de voluptuosas mujeres. A la madrugada, sin todavía acostumbrarse a los nuevos ruidos, con la luz de la pieza apagada, se acercó a la ventana porque le llamaban la atención la voz de dos mujeres. Despacio cerró las puertas del balcón y se dio cuenta que desde los otros edificios podían verlo con claridad. Abrió levemente las hendijas y espió. Eran prostitutas. Con minifaldas muy cortas, sus piernas desnudas, botas negras que les llegaban hasta las rodillas y algo parecido a un corsé o a un top, que les dejaba los hombros descubiertos y le marcaba fuertemente los pechos a una mientras que a la otra, se le notaba no llevar corpiño porque desde arriba podía ver sus senos ajustados. Ambas reían, bebían en la noche desierta y hasta ironizaban bailes de streapers. Tomás, muy despacio, comenzó a excitarse con lo que estaba viendo. Imaginaba. Fantaseaba. Se aseguró que no se dieran cuenta que él estaba ahí con ellas. Se desnudó completamente y parado frente a sus hendijas comenzó a masturbarse.
Mientras ellas disfrutaban entre ellas de su bebida y de sus bailes, Tomás se excitaba más, movía su mano con más fuerza, sentía más grande su erección, inflamados sus testículos, se concentró , se perdió en el mismo :-puta bailá, movete así...dale, como me calientas tus pechos, movelos puta...ay, como me calientan las dos...- Suspiró, gimió, tomó aire con fuerza, con la misma fuerza y la misma intensidad que movía su mano. Y llegó. Gozó y llegó. En la puerta de madera podrida, entre las hendijas colgaban restos blancos de semen. Reaccionó que estaba sucio y que había ensuciado el balcón. Sonrió levemente, las miró por última vez y limpió todo. Fumó un cigarrillo y se acostó. A los pocos minutos, sintió abrirse la puerta de calle, las mismas risas, las mismas voces y la puerta de la habitación de al lado cerrarse. Las prostitutas estaban junto a él, apoyó su oreja en la pared y muy contento se acostó a dormir.
Los días siguientes pasaron buscando un nuevo trabajo, entre entrevistas y bares para desayunar, y mucho aburrimiento. Le excitaba la manera de vestir elegante y provocativa que había en Buenos Aires y le había divertido mucho su travesía en el balcón por eso, cuando nada tenía para hacer y nada para conocer, cerraba las ventanas desnudo, abría las hendijas y se masturbaba con las mujeres que pasaban por la calle de en frente. Y las noches, se volvieron un infierno. Las prostitutas se relacionaban entre ellas cada vez que venían del trabajo y los gemidos que escuchaba lo excitaban de tal manera. Tanto que tuvo que salir al balcón para despejarse y fumar. El mismo balcón para dos habitaciones separados por unas cuantas macetas sobre las otras. Se animó, las cruzó y espió. Una habitación antigua como la suya, una cama de dos plazas y dos hembras revolcadas, chupándose una a otra. Jugando con sus dedos, besándose los cuerpos desnudos, disfrutando de su piel. Sus pechos, sus hermosos senos acariciándose, frotándose sus pelvis, sintiéndose. Retorciéndose de placer. Gritando, gimiendo. Callando, acelerando la respiración. Se movían, se movían fuerte mientras se frotaban, se movían suave y se gozaban.
Y Tomás, desnudo, masturbándose en la ventana. Moviendo intensamente su mano, mordiendo sus labios, apoyando su otra palma en la pared, perdiéndose en sus sueños de compartir su sexo con ellas. Y gritando en silencio para que no lo escuchen. Intentó llegar lejos de la ventana pero nada le importó. Que encuentren su semen por la mañana y que se dieran cuenta que él estuvo ahí, que fantaseen con él como él se calienta con ellas. Volvió a cruzar la barrera de macetas, entró en su cuarto y al cerrar la ventana, se dio cuenta que en el balcón de en frente, una joven rubia de unos veinte años apoyaba sus brazos sobre la baranda, mirando todo lo que había pasado: las prostitutas y el desnudo masturbándose en su ventana.
Ella, nunca le cruzó la mirada a Tomás que esperaba un guiño cómplice o una reacción alérgica, pero el hecho de que nunca se halla cruzado lo llenó de vergüenza y cerró sus persianas sin creer lo que estaba haciendo. Por la mañana, volvió a salir al balcón fue lo primero que hizo. Miró hacia en frente y encontró todo cerrado. Lo mismo la habitación de al lado. Entró, se bañó, se vistió y en ningún momento tuvo la ventana cerrada. El día era caluroso. Sacó las cortinas y de a partir de ahora, desde este momento quería que lo vieran, que lo noten y que se calienten con sus fantasías. En una ciudad tan grande, donde estaba pasando tan desapercibido, que se exciten con él. Como el se estaba excitando con las prostitutas y con la vecina de arriba.