El AVE siempre llega a su hora (y 4 ANTEQUERA)

La joven Inma viaja en el AVE camino de Málaga con varios hombres de su empresa para cerrar un acuerdo de negocios. Su novio le espera en su destino. Pero en el tren no estará tan tranquila como esperaba y a la pobre Inma le harán de todo y le pasará de todo mucho antes de llegar.

Me cambié de nuevo. El jersey de angora quedó en la papelera. Lo único que me quedaba que combinaba con la falda era un top negro de escote halter , que disimulaba mis voluminosos senos. Por suerte tenía una americana negra para disimular mi espalda descubierta y que no llevaba sujetador. Lo hice rápido, con mi agilidad habitual y volví a dejar al maleta en su sitio y fui a buscar a mis colegas, dispuesta a que ninguno e ellos me tocase ni un pelo. Los revisores ya se habían puesto las botas conmigo y sólo faltaban unas horas para que Stanley me hiciera suya. Sería una estupidez arruinar mi incipiente carrera en la empresa porque estuviese más caliente que un brasero.

Pero no se encontraban en nuestros asientos. Como la cabra tira al monte, los busqué en el bar. Y en efecto allí estaban, en el coche-cafetería dando cuenta de una ronda de chupitos. Los tres se quedaron boquiabiertos, prueba del nueve de que había acertado con el top y que la americana no lo disimulaba lo bastante.

Me miraban con más lujuria, si cabe, que la que me habían dedicado en todo el viaje. Debía ser el alcohol. Mientras yo hacía mis planes, Diego debía haber estado pergeñando los suyos. Todo apuntaban que pasaban por que el alcohol les diese el arrojo que hasta ahora les había faltado.

–Vaya, vaya, parece que te han dejado ir ¿qué les ha dado, monina? –inquirió el cerdo de Diego

–Les he dados los argumentos que necesitaban –le corté en seco– y vosotros qué… ¿ahogando las penas?

–Sólo un trago.

–Ya, uno detrás de otro –y mientras hablaba rehacía mis planes sobre la marcha. Pero para que funcionara tenía que tenerlos donde necesitaba y no era allí… bebiendo y pensando en cómo ponerme a cuatro patas.

Me acerqué a ellos, como si fuera una cobra hipnotizando un grupo de cabras. Con el movimiento sinuoso dejé que la chaqueta se abriera y viesen mi protuberante busto y todo lo que se estaban perdiendo.

Puse mi mano en el brazo de Gerardo, combé mi cuerpo para que Joan sintiese el contacto de mis caderas y acerqué mi boca al oído del libidinoso abogado para susurrarle de manera que sintiese en sus lóbulos el calor de mi aliento:

–Ni te imaginas lo que estos labios pueden hacerte. Sí, justo eso que llevas meses deseando, pero más y mejor. Lo descubrirás si hacéis lo que os digo.

Y luego ya en voz alta:

–Bueno, chicos, por qué no os vais al lavabo de nuestro coche y me esperáis allí. Llego en un minuto.

–¿Los… los tres? –balbuceó Joan, sin poder creérselo, quizá el más listo de todos.

Pensaba que necesitaba un incentivo. Como si no me diese cuenta pasé mi dedo índice de abajo a arriba por mi canalillo:

–Puedo con los tres. Después de todo, sólo Martín tiene una edad que por su vigor podría preocuparme. Pero… si os da corte… Entiendo que con vuestros años…

–No, no, –respondió Diego –. Ahora mismo vamos. Pica dos veces rápido y tres lentas.

Y casi se llevó a sus compañeros tirando del brazo. Salía del bar y se volvió para mirarme. Como último incentivo le obsequié con un travieso repaso de mi lengua a mi labio superior. Fue suficiente para que acelerase el paso. Me hizo reír el pensar que sus propias erecciones serían el principal enemigo de sus prisas.

Esperé cinco minutos. Y luego salí del vagón-cafetería. Reconozco que sólo quería librarme de ellos para llegar al vagón Club y con cualquier excusa ponerme a hablar con Pedro Lambert. Allí sería el único lugar en el que estaría segura en un tren en donde el personal pensaba que podía violarme a su antojo y en el que mis compañeros de viaje sólo esperaban forzarme en grupo. Pero me quedaba un vagón para llegar al mío cuando vi a Brígida, la pérfida azafata que me había entregado a los desmanes del revisor y su compinche. Y recordé aquello de que los mejores planes son aquellos que se aderezan con un pizca de improvisación.

–Señorita, es mi deber comunicarle que hay un problema en el lavabo del siguiente vagón.

–¿Ah sí? No he notado nada.

–Deje que la acompañe y lo verá.

Brígida me siguió un poco fastidiada. Llegamos hasta el baño. Llamé a la puerta: dos veces rápido y tres lentas. La puerta se descorrió un momento. Yo me eché para atrás, otra vez como una cobra, pero en vez de picar a mi víctima, empujé a la desprevenida Brígida hacia dentro y rápido cerré la puerta. Me puse de espaldas y la mantuve cerrada. Oí el ruido, los forcejeos. Intentaron abrir la puerta dos veces, pero yo la mantuve firmemente cerrada. Escuché, los roces, algún pisotón. Más golpes. Alguna prenda que se rasgaba. Jadeos, respiraciones aceleradas, alguna maldición y alguna palabra en relacionada con el oficio más antiguo del mundo. Luego el pestillo. Volvía a estar  cerrado. Mis tres colegas estaban tan excitados que se habían conformado con un sucedáneo en vez del caviar que les había prometido. Saqué un posit de mi bolso y lo pegué en la puerta: Averiado . Como buena compañera de trabajo debía dejar que mis compañeros tuvieran tiempo suficiente para acabar lo que habían empezado. Brígida podía haberme dado pena, pero mientras me alejaba pensé que después de todo eran tres rabos para tres orificios: todo encajaba. Y, por fin, la agria de Brígida iba a tener acceso a la dimensión de lo que supone una atención al cliente, en este caso a los clientes, verdaderamente a fondo.

Me había librado de mi incómoda agrupación de admiradores y además les había dado una compensación por el deseo acumulado, que por fin habría encontrado una salida. Yo seguí avanzando hacia la parte delantera del tren y conseguí llegar incólume, a excepción de alguna mirada, y de que al pasar por el vagón atiborrado del equipo de balonmano algún listillo volvió a comprobar si mis partes blandas estaban tan duras como parecían.

Ya en clase preferente me di cuenta de que aquello no tenía nada que ver con los asientos corrientes. Sería cosa de los cuatro años de crisis pero no había casi nadie. Y en clase Club, el primero y más exclusivo vagón sólo había una persona: el sobrio y estirado Pedro Lambert.

Le atendía un azafato en edad de prejubilación, pasado de peso y bigote entrecano. Eran como un perro pachón y su amo. Le acababan de servir  a Lambert un gin tonic. El director general levantó el vaso hacia mí para saludarme:

–¿Qué le trae por aquí, señorita Tirado?

–Pensé que a lo mejor le  apetecía charlar un rato.

–Siéntese, siéntese.

El perro pachón frunció un tanto el ceño pero Lambert, como un prestidigitador, hizo aparecer un billete de 20 euros, y cualquier problema que hubiera se disipó en el aire.

Me senté junto a Lambert, puse el codo en la mesita, cerca la coquetona lamparita. Al contrario que con Diego y sus compinches, no tenía  la menor intención de provocar. Me es igual lo que penséis, sólo quería ser la perfecta niña buena, hacerle un poco la pelota al jefe y permanecer junto él hasta llegar a la estación y pudiera llegara mi hotel malagueño, donde me esperaba Stanley y estaría entre los brazos correctos, de la manera correcta. Tenía la sensación de que mientras siguiese en el tren no estaría segura.

Lambert se interesó por mis gustos, hizo un gesto y el perro pachón se presentó cinco minutos después con dos copas de dry-martini.

–¿Nerviosa antes de cerrar el trato?

–No es eso, es… –di un sorbo de la copa.

–Espero que todo vaya bien, señorita Tirado.

–Sí, en la empresa sí. Pero este viaje… Mis compañeros…

Dudé… me mordí el labio.

–Puede confiar en mí, pequeña. Debe confiar en alguien. No puede seguir así… siempre, encerrada en sí misma.

Tragué saliva.

–Puede contarme lo que sea. Le aseguro, que sea lo que sea no tomaré represalias contra ellos. Contra ninguno de ellos.

Y me abrí, igual que un pomelo demasiado maduro. Le conté lo de mi novio Stanley, que me esperaba en el hall del hotel, que nos veíamos poco, que me había puesto un ropa interior un tanto “pícara” en su honor.

–Bueno, cariño. No pasa nada. Mi esposa también me espera en Málaga. Y aunque me veas mayor… No tengo planes muy diferentes que los vuestros – me sonrió de forma paternal.

–Ah, y eso me recuerda una cosa. A penas queda media hora… y quiero estar listo –y sin decir nada más sacó un pastillero plateado, extrajo de él una pastillita azul y la engulló con la misma sonrisa beatífica de siempre.

El maduro y bigotudo azafato parecía muy atento a cuando se vaciaba mi copa. Me sirvió otra mientras yo me sentía libre. Lambert no me lo había contado pero acaba de tomarse una viagra para rendir ante su esposa. Sabía por los cotilleos de la oficina que Lambert se había divorciado hacía años y que hacía poco se había casado en segundas nupcias. Diego decía que la nueva señora Lambert era un bombón. Después de esa confianza me vi a mi misma desvelándole a Lambert lo que había acontecido con el rijoso  taxista. Y también como los jugadores de balonmano me habían metido mano una y otra vez cada vez que había atravesado su vagón. También le expliqué las insinuaciones de Diego y sus compinches. No le llegué a confesar que habían entrado en el lavabo, ni tampoco mi incidente con el revisor. No quería que se pensase que era un buscona. Pero por cómo se aflojó la corbata cuando acabé mi detallado relato me di cuenta que estaba tan impactado con la versión censurada como vosotras, queridas, con la de adultos.

–Mozo, ¿puede venir un momento?

El perro pachón se acercó a nosotros.

–¿Qué hacemos parados? –inquirió Lambert. Yo había estado tan ensimismada hablando y hablando que ni me había dado cuenta.

¡Oh, oh! Eso no era bueno.

–Hemos encontrado nieve, señor. La están apartando pero tardarán más de media hora.

–Pero, pero –intervine yo– ¿nieve en Antequera?

–Suele hacer frío en invierno. Varios grados bajo cero, si bien la nieve es inusual, no es imposible.

No, no era nada, nada bueno. Por eso me atreví a protestar:

–¡Pero no es justo! ¡El AVE siempre llega a la hora!

–Eso no es exactamente así, señorita. La verdad es que el AVE siempre llega a su hora… que no es exactamente lo mismo. ¿Otro dry-martini para aligerar la espera?

Lambert me miró un tanto incómodo. Ahora me daba cuenta que no tenía que haberle contado lo de mi ropa interior, que en realidad no debería haberle explicado nada de nada. Porque ahora –miré con disimulo mi reloj– tendría una erección de viagra en diez minutos y no había nadie más en aquel vagón que yo.

–Debería irme, señor Lambert.

Me levanté pero al volverme me encontré al perro pachón con otras dos copas en la mano.

–¿No será usted la señorita Inmaculada Tirado? La está buscando el revisor, creo…

–Glups, ejem, sí… soy yo. Pero, ya iré… ya iré luego.

Volví a sentarme. No pensaba saltar de la sartén para caer en las brasas.

Vi como Lambert apuraba su copa. Pero esta vez era con un gesto de dolor. No me atrevía a preguntar dónde pero lo intuía. La viagra debía de estar causando los primeros efectos.

Me jefe se me quedó mirando. Ya no estaba nada cómodo. Se soltó otro botón de la camisa. Balbució algunas frases sin sentido… Entonces se levantó y pidió permiso para pasar. Yo aparté mis piernas hacia el pasillo y él pasó junto a mí, pero yo sentada y él de pie, de manera que por un momento tuve su paquete, notablemente abultado, a la altura de mi carita. Entonces el tren arrancó de manera brusca y Pedro Lambert se vino hacia delante. No cayó sobre mí porque mi jefe se apoyó sobre el portaequipajes pero no pudo evitar restregarme los pantalones por la cara, tan fuerte que las gafas se me movieron y se salieron de la nariz.

–Lo, lo siento, señorita.

–No, no es culpa suya, señor Lambert.

Le retuve del brazo, no dejé que se fuera.

–¿Pero, pero… qué hace?

–Siéntese, no se vaya, señor director.

Me hizo caso, Como si llevara plomo entre las piernas que le impidiese caminar. Me sentía excitada. El haber notado todo aquel miembro, duro como una roca, el saber lo que se había tomado, el que hubiera sido la única persona amable conmigo, el ver que, desde arriba, mi superjefe, por primera vez, me hubiese mirando las tetas.

–Deje, señor, le ayudaré.

Mi mano fue hacia su bragueta. Estaba tan tensa que me costó abrirla. Sabía que no debía… igual que sabía que iba a hacerlo. Lambert intentó negarse…

–No, no… Yo no debo… yo no…

–Tranquilo, señor –y me miraba tan perplejo de que mis manos resultasen tan expertas como del vigor que mostraba su miembro, ahora entre mis manitas, y por tanto, imposibilitando que se marchase.

Rápidamente se la empecé a menear con las dos manos. Era enorme. Mayor que la del revisor, mayor que la de mi novio… la mayor que había visto nunca. Debería haberme detenido cuando vi que el asistente bigotudo nos estaba mirando. Lambert no podía verle pero yo sí. Pero su presencia, en vez de coartarme, me calentaba más. Salía de mi cuerpo, me contemplaba a mí misma y no me reconocía. Pero creo que a Lambert le pasaba lo mismo. Hacía media hora quería darle un achuchón a su joven esposa y ahora estaba dejando que se la machacase su empleada más junior.

Tras cinco minutos de esforzado trabajo manual, el tipo no se corría. No podía decir lo mismo que el perro pachón, al que se le caía la baba contemplándonos y seguramente ya lo había hecho dos veces en los pantalones.

Me detuve un momento, sudando, resoplando…

–¡No puedo, no hay manera! –intenté devolver aquello a su redil, pero era un desafío a las leyes de la Física. Algo tan grande no cabía en una bragueta tan pequeña. Y además… Lambert se quejaba, le estaba haciendo daño. Sin querer, pero le estaba provocando dolor.

–¡No! ¡Así no! –chilló.

Entonces me cogió la cabeza y con brusquedad me obligó a que se la chupase. Casi no me cabía en la boca. A más había intentado volver a guardarla, más descomunal era el tamaño de aquel pedazo de salchichón. Casi no podía respirar cuando conseguí retomar la iniciativa. Logré sacarme aquello de la boca, levantarme y ponerme sentada a horcajadas sobre Lambert. Estaba tan caliente que sabía que así no podría moverse y ver al indiscreto empleado que se estaba poniendo las botas con nosotros. El resto lo hizo él, claro. Con unos dedos muy rápidos apartó las braguitas y me la metió hasta el fondo. Yo empecé a cabalgarle, ardiendo, dejando que él hundiese la cabeza en mi escote, me mordisquease los pechos, liberase mis pezones apartando el escote con sus dientes. ¿Sus manos? Demasiado ocupadas en tener los dedazos clavados en mi culo. Había que reconocer que para su edad, Lambert tenía un vigor poco común. Incluso con las perspectiva de ahora, tenéis que creerme.

De un tirón me arrancó las bragas. Y me siguió follando y follando. Incluso cuando le dije basta, cuando, cansada de correrme una y otra vez sólo temía que el tren llegase a la estación de Antequera y alguien nos viese. Alguien más, quiero decir. Le pedí que parase, que no podía más. Pero era insaciable. Verdaderamente, no entendía para qué con tamaño deseo desatado necesitaba tomar viagra.

Me separó las piernas, me las abrió tanto sujetándome con fuerza los muslos, de manera que sentí aquella polla como nunca había sentido otra. Vamos, lo típico de la postura que denominan el arquero. Por fin el ballet servía para algo, más allá de los cambios de ropa en lugares angostos. Otro orgasmo, el enésimo, me estremeció de arriba abajo. Y uno de mis altísimos zapatos de tacón salió despedido y cayó a los pies del asistente mirón. Entonces noté la descarga dentro de mí. Como pude me levanté y se la seguí sacudiendo con mis manitas, dejando que me llenase los pechos de semen, mientras él, Lambert, jadeaba y chillaba. Se la sacudí hasta el final. A su joven mujercita no le dejé ni una sola gota. Lo último que vi fue al aprovechado del asistente alejarse hacia la plataforma y meterse en el lavabo con mi zapato.

  • *                        *

Y eso es todo, amigas. Reconozco que llegué tan reventada al hotel que esa noche sólo pude poner una excusa para no hacerlo con mi novio. Y que después de ese viaje alegué motivos personales y dejé la empresa, si bien Lambert tuvo la decencia de pagarme el bonus de aquel año.

Y por eso, me niego a celebrar la despedida de soltera de Alina en los bares del Puerto. En vez de pasearnos de discoteca en discoteca con pollas de plástico en la cabeza, nos iremos a Málaga en AVE. Ya he comprado los billetes. Nos pondremos unos taconazos de infarto y nos vestiremos como secretarias con posibles, con faldas de tubo, blusas apretadas y jerseys escotados. Beberemos, nos reiremos y no nos faltarán hombres que nos hagan propuestas. Y todo a 300 kilómetros por hora. Nunca habréis ido tan aceleradas. Por eso os he contado esta historia. Para que sepáis que cuando yo recomiendo algo es porque lo he probado antes.